Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Mi momento más feliz de 2022 fue escuchar en vivo el «Capricho Español» de Rimski-Kórsakov seguido de una obertura de Chaikovski, loquísima, basada en el himno nacional danés. Esto no ocurrió en una sala de conciertos, hace añísimos que no piso una (prepárese el lector para una crónica superlativa como el sonido de una tuba), sino en la plaza de un pueblo en la montaña de Texcoco, municipio cautivador del Estado de México a unos 30 kilómetros de la capital donde vivo. Oír una banda sinfónica en Santa Catarina del Monte equivale a tomar pulque directo del tinacal, por más que sus músicos prefieran el tequila y la cerveza entre pieza y pieza y perdón por la inopinada rima.

Fue un momento feliz porque, dejando atrás cualquier atisbo de estrés, por una vez fui capaz de sumergirme en el insondable presente. Contradictoriamente clarinetes y trompetas me hacían pensar en mi labor cotidiana, como por debajo, como de reojo: ¿es el escritor un ejecutante o en todo caso un compositor o más bien un instrumento o el director de una orquesta? ¡Qué gozo más grande el fluir de las notas, los contrapuntos bien sabios, la identificación de los leitmotive, la vibración en el cuerpo y el par de platillos campantes que me animaban sin despertarme! Sobria ebrietas: como un niño descubriendo la música.

Un joven de la región dedicado a la música de viento.

A Chaikovski lo interpretó la Banda Sinfónica Sixto López, mientras que lo de Rimski-Kórsakov corrió a cargo de la Banda Clásica de los Hermanos Sánchez. Ambas agrupaciones, provenientes de pueblos cercanos, calentando motores horas antes del concurso regional que cada 28 de noviembre se lleva a cabo en ese lindo ventisquero.

«Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba», escribió García Lorca. Yo diría lo mismo, solo añadiendo ciertos pueblos de la superlativa región texcocana. Muchos mexicanos cuando leen «Texcoco» quizá piensen en el rey poeta Nezahualcóyotl, muerto hace 550 años, autor de estos versos: No acabarán mis flores, / no acabarán mis cantos: / yo los elevo: soy un cantor. Pero la región es mucho más en cuanto a personajes e historia. Se trata de un antiguo reino que junto con los de Tlacopan y Tenochtitlan formó parte de la poderosa Triple Alianza a partir de 1427, solo vencida por los españoles y sus aliados casi un siglo después. Hoy se habla más de los aztecas y bien poco de Texcoco y perdón otra vez por la rima. Sin embargo ahí siguen sus pueblos como bravo recordatorio de que aún es posible sobrevivir a la depredación pecuniaria, signo de los tiempos. Es una suerte y sorpresa que a sólo 60 minutos en coche desde la Ciudad de México subsistan costumbres y construcciones muy viejas, el uso del náhuatl como lengua auxiliar y un buen número de fiestas patronales; en suma, un primoroso patrimonio físico e inmaterial que se resiste a la metástasis del turismo masivo, rarísima prioridad para nuestros gobernantes más flojos.

Pues bien, la montaña de Texcoco es el sanctasanctórum de ese secreto que no pienso revelar, pero sí compartir amorosamente. Amorosísimamente.

 

La plaza cívica de Santa Catarina del Monte, en el municipio de Texcoco.

II 

Quedamos de vernos a las 11. Yo llego un poquito más tarde porque en la terminal de San Lázaro no funcionan los cajeros y la línea de autobuses que me lleva a Texcoco sólo acepta pagos en efectivo. Me veo obligado a sacar dinero de la oficina de telégrafos, rápido y sin comisión, por si a alguien le sirve este dato.

Pero Texcoco es mucho más en cuanto a personajes e historia. Se trata de un antiguo reino que junto con los de Tlacopan y Tenochtitlan formó parte de la poderosa Triple Alianza a partir de 1427, solo vencida por los españoles y sus aliados casi un siglo después.

Una hora y 49 pesos después, mis tres amigos jubilados de Chiconcuac, municipio frontero, ya me esperan en una van Dodge de 1999 sobre la calle Juárez. «Vale más una pálida tinta que una brillante memoria», sentencia Rodolfo Márquéz, cronista chiconcuaquense, al notarme anotar notas aliterado y feliz. El conductor, Pablo Rodríguez, tiene caballos bailadores. Abel Gálvez, serio y cordial, trabajó mucho tiempo en la industria textil de su pueblo. ¿Ha oído hablar el lector de los suéteres de Chiconcuac? Que busque en Google «Marilyn Monroe suéter» y sabrá a qué me refiero. Rodolfo, Pablo y Abel suman juntos unos 210 años y yo apenas rebaso los 42, así que hoy me toca escuchar.

—Ahora estamos yendo hacia el oriente, a la mera Sierra Nevada, espero que hayas traído chamarra porque allá arriba hace frío.

—En la montaña de Texcoco hay tres pueblos de músicos, Santa Catarina del Monte, Santa María Tecuanulco y San Jerónimo Amanalco, donde tocan instrumentos de viento, o sea clarinete, oboe, fagot… Tanto de madera como de metal. Son pueblos que aportan un gran personal a las bandas militares y orquestas, pero también al «tamborazo» y el teatro musical que se presenta en la Ciudad de México.

—Los «catarinos» eran antes carboneros y bajaban a Texcoco a vender su mercancía: carbón, leña y escobas hechas con vara. Pero hace como 50 años aprendieron a tocar de la mano de familias de Chiconcuac como los Palomo, los León y los Castillo, y así empezaron a destacar como músicos. En cambio Chiconcuac se quedó más en lo textil.

­—Lo malo es que abandonaron el náhuatl porque les daba pena hablarlo cuando salían a tocar. Todavía hay gente que usa frases, pero ya es un náhuatl cimarrón, champurrado.

«¡Ora, qué cosa!», como dicen en Chiconcuac.

Rodolfo Márquez, Abel Gálvez y Pablo Rodríguez, compañeros de excursión.

Leo en un libro del antropólogo José González Rodrigo que la parte baja de Santa Catarina ya estaba densamente poblada al llegar los españoles en los años veinte del siglo XVI. En lo alto del pueblo, a unos 2 mil 700 metros sobre el nivel del mar, es donde habita el mayor número de personas. Más arriba, entre los 3 mil y 3 mil 800, abundan los oyameles y pinos. Dice Rodolfo que de ahí salió madera para construir los bergantines con los que Hernán Cortés derrotó a los aztecas.

Mientras atravesamos la comunidad de San Miguel Tlaixpan, en antaño pródiga en árboles futales, mis amigos vienen hablando de otra vocación de los montañeses: el cultivo de flores. Algunos catarinos hoy se encargan de producir los arreglos que regalan a los jefes de Estado cuando éstos vienen a visitar al presidente, para eso fueron capacitados en Corea y en Holanda.

Los «catarinos» eran antes carboneros y bajaban a Texcoco a vender su mercancía: carbón, leña y escobas hechas con vara. Pero hace como 50 años aprendieron a tocar de la mano de familias de Chiconcuac como los Palomo, los León y los Castillo, y así empezaron a destacar como músicos.

Luego de media hora por fin nos detenemos en Santa Catarina del Monte, pueblo que se extiende a partir de su plaza y una calle principal, Teopanixpa. Sin embargo aquí de nada sirven los nombres de las calles para orientarse, más bien los solares. Cada propiedad posee un topónimo propio, como en tiempos del rey Nezahualcóyotl. En la capital de los aztecas funcionaba igual, lástima que hoy nadie se acuerde en la Ciudad de México. En Santa Catarina, en cambio, tú dices Chinancalco y todo el mundo sabe que te refieres al solar «donde hay casas de madera». Igual hay un Cocolanton («lugar de alacrancitos»), un Potrerohco («donde está el potrero») y hasta un Lopizco («lugar de los López»). A mí me gustan Tetecolohco («lugar del nopal pardo»), Tlateyehualton («en la vueltita de piedra»), Hueyitlalli («terreno grande») y Xoxomolton («el rinconcito»). Estos topónimos los conozco por un libro de Andrés Peralta, docente de náhuatl a quien le gusta documentar ese tipo de fenómenos. Él escribe que los catarinos son recelosos y pueden llegar a molestarse si uno desea entrevistarlos. También por su libro me entero del nombre original de este pueblo, Santa Catarina Tepetlixpa. El «del monte» sólo comenzó a usarse por capricho de un funcionario del Estado de México en algún momento del siglo pasado.

Músicos de la Banda Sinfónica Sixto López, originarios del cercano municipio de Atenco, calentando motores para el concurso de orquestas.

De verdad hace frío. Veo casitas de piedra y una que otra de adobe, pero la mayoría ya está hecha de tabique, tabicón y bloque. La primera vez que Rodolfo estuvo aquí, hace más de 60 años, todas eran de adobe y con techitos de tejamanil. También se acuerda de un manantial hoy en riesgo de desaparecer. Eso sí, las calles eran de pura terracería.Ya no tengo señal en el teléfono. La gente, al pasar, saluda con un quieto y sincero «buen día» que se me mete en el alma, a una parte donde aún conservo esperanzas. 

III 

¿Cuántos de los casi seis mil habitantes de Santa Catarina se dedican actualmente a los instrumentos de viento? Ni Pablo ni Abel me saben decir, no vienen mucho para acá. Rodolfo sí, cada año, para las fiestas de la santa patrona, pero él tampoco puede contestar con un número. Lo que hace es platicarme del octagenario director de orquesta Porfirio Clavijo, fallecido el día del músico hace dos años, y de su hijo Alfredo, que no hace mucho dirigió la Orquesta Filarmónica de la Secretaría de Marina y recién compuso una pieza titulada «Pandemia» («con la marcialidad de Wagner», aclara). Otro miembro de la familia es Martín, autor del pasodoble «Siempre en Verano», elegante y entrañable como un buen saxofón. También me cuenta del trompetista Vicente García, integrante de la Orquesta Nacional de Bulgaria; César Velázquez, invitado a conducir una sinfónica en Texas; Sócrates Villegas, clarinete segundo en la Orquesta de Filadelfia; en fin.

Un músico de la Banda Clásica de los Hermanos Sánchez, originaria del cercano municipio de Chiconcuac.

Sin embargo lo interesante no es conocer la cantidad de músicos originarios de Santa Catarina, sino entender por qué prospera tanto esta vocación en la zona. «Yo creo que vivir a esta altura los invita a la meditación, a ser un poquito místicos», opina Rodolfo. Lo que me recuerda una idea de Hermann Broch:

Todo lo que penetra en sus sentidos, cada sonido, cada color, cada canto de pájaro y cada rayo de sol, todo es eco de la gran masa silenciosa de la montaña. Allí el hombre, que en su alma no es más que canto de pájaro, color, rayo de sol y noche, ¿no debe convertirse a sí mismo en eco incesante de aquel poderoso silencio, volverse su instrumento, hacerle contrapunto?

 En la banqueta frente a la iglesia un anciano me ofrece pan que guarda en una caja de palos de madera flexible tapada con una tela blanca, tal vez una sábana vieja. Parece escena de Payno o costumbrismo de Cela. Es el «pan de pueblo» o «de fiesta» que preparan en varias regiones de México con nuez picada y a veces pulque. El acceso al atrio, una tríada de arcos que algún historiador del arte llamaría «triunfal», es realmente precioso con sus adornos de argamasa típicos del barroco texcocano. A saber, jarrones de los que escapan motivos vegetales, y rombos y óvalos en la orilla de los arcos, y capiteles floridos en las impostas. En los remates laterales, sendos ojos de buey con leones rampantes hechos por oriundos que jamás vieron leones. En el remate central, dos ángeles y una cruz en lo alto. Todo en una tierna tonalidad ocre y coronado por cuatro pináculos. Será del siglo XVIII.

El sagrario de la parroquia de Santa Catarina del Monte, de estilo barroco texcocano.

La portada del sagrario entusiasma por su puerta conopial, florecitas en las jambas y ángeles blanquiazules que salen de cornucopias, igual de argamasa y en color ocre o mostaza o terracota apagado. También hay querubines. En el atrio señorea una Santa Catarina de Alejandría de seis o siete metros de altura —no está aquí el resto del año— vestida de totomoxtles, que son hojas de maíz, rodeada de velas colgantes que encederán por la noche. Todo muy superlativo.

Dentro del templo se siente uno como en un bosquecito. «Aquí huele a monte», dice Pablo. Juntos palpamos el musgo, el heno y las cortezas de árbol con frescas orquídeas o a lo mejor son bromelias. Decoración para la fiesta patronal. Un perrito callejero marcha detrás de nosotros, alguien pronuncia su nombre, Ceci, como la patrona de los músicos. Ya vienen las bandas, las oigo acercarse para bendencir sus trofeos. Los van a entregar esta noche, primer y segundo lugar, ambos del mismo tamaño. Yo me quito de en medio para mezclarme entre los músicos de traje oscuro y sudaderas y suéteres negros y dos que tres chamarras de pluma. Pertenecen a la Sinfónica Sixto López (del municipio de Atenco) y a la Clásica de los Hermanos Sánchez (de Chiconcuac). Rivales amistosos, querubines y angelitos con metales y maderas como cornucopias.

El interior de la parroquia de Santa Catarina del Monte especialmente decorado para la fiesta patronal.

¿Qué tiene esta fiesta que me emociona tanto? ¿Será que algún día pueda transmitir estos pelos de punta, las repentinas ganas de llorar, con palabras? ¿Qué pinto yo aquí? ¿Por qué un lector tendría que llegar hasta aquí? ¿Puede una vivencia así de específica y personal alcanzar el corazón de más gente volviéndose «universal»? Lo dudo mucho, yo mismo no entiendo qué está pasando. Uno escribe para explicarse el mundo, no debería aspirarse a más.

Prendo la grabadora. Me dejo envolver por un stream of consciusness, cero receloso, que sólo puedo calificar de musical: Me llamo Guillermo Sánchez y tengo 77 años. Empecé a los 10 tocando polcas, pasodobles, al principio yo quería el saxofón, pero la neta no me gustó. Con esta trompeta tengo unos 12 años, una trompeta puede durar más de 20, claro que con refacciones. Yo toco para el público, ahorita ya toco menos, la edad no pasa en balde, pero a mí me gusta lucirme como solista en la banda de nosotros, la de los Sánchez, esa banda tuvo muy buena época. Si yo no fuera músico, no sé, a mí me gustan el campo, los animales, el ganado, pero no me dedicaría abiertamente a eso. Tengo hijos, pero ninguno es músico, mejor un nieto que tiene 23 años ya anda estudiando el corno. Yo creo que los músicos de aquí son muy buenos porque nos gusta lo que hacemos, aunque algunos nacemos con facultades también. No fumo ni bebo, cuando era joven tomé algunos alcoholitos, ahorita ya llevo 16 años sin tomar. No soy precisamente religioso, pero sí soy de esta religión católica. No creo que haya música del otro lado de la muerte, no me gusta estudiar la Biblia, siento que no tengo tiempo, mejor me pongo a estudiar mi trompeta porque todavía salgo a tocar con la Sonora Dinamita y ahí me toco dos o tres solos. Salgo mucho de gira con ellos, gracias a Dios llegué a trabajar con Lucho Argaín cuando era la Sonora original y viajábamos mucho a Estados Unidos, Canadá, pero también a Guatemala y Argentina, incluso fuimos a Río de Janeiro y Cartagena. La música que tocan allá es diferente, se dedican más a lo bailable, con Lucho Argaín fue la cumbia lo que triunfó. Luego me preguntan con cuál Sonora Dinamita estoy, y yo digo que con la mejor, ni modo que diga que con la peor. Con la que yo trabajo es la Real Sonora Dinamita de Colombia de May González. Antes tocábamos temporadas de 20 días en el Teatro Blanquita, ahí estuvimos en tres ocasiones y cuando Lucho Argaín presentaba a sus músicos decía «aquí tenemos a un checo porque es de Checoncuac» y todos se reían.

Yo toco para el público, ahorita ya toco menos, la edad no pasa en balde, pero a mí me gusta lucirme como solista en la banda de nosotros, la de los Sánchez, esa banda tuvo muy buena época.

Enseguida nos acomodamos en un local que vende tlacoyos, quesadillas y ponche. Café ya no tienen. El frijol sabe a frijol, y el maíz a maíz. Pienso en «las delicias de las legumbres frescas y su sabor infinitamente mejor que el de los complicados bocadillos que ofrece la ciudad, por supuesto no tan saludables» de un cuento de Gombrowicz, aunque él se refiere al aspecto de las personas. Aquí la gente es muy guapa. En un callejón de junto, un letrero prohíbe «hacer del baño y amarrar caballos». Los cuatro amigos platicamos contentos, parecemos caballos bailadores.

Está a punto de llover. 

IV

—¡Qué impresión! Ni en todo el Centro Histórico de la Ciudad de México puede uno encontrar tantos músicos juntos.

—Y si los ves, seguro son de aquí.

—Yo creo que entre las dos bandas habrá unas 100 personas, ¿no? ¿Ya viste las figuritas de vara que hay en la mesa junto al escenario? Creo que son de exhibición.

—¿Cómo se llama esa vara?

—Tepopote. Es con lo que hacían las escobas, ahora la usan para artesanías.

—Más bien su nombre es perlilla.

—¿Ya va a empezar el concurso?

—Eso es más tarde, ahora están calentando motores, como quien dice.

—¡La Obertura de Guillermo Tell!

—Exacto, una «perlilla» musical…

Me acerco cuando hay chance a entrevistar al director de la banda de Atenco, un joven de aplomo que dosifica bien su sonrisa:

Mi nombre es Pablo Buendía, cumplí 33 años, lo más difícil de mi trabajo es saber conjuntar a cuarenta y tantos elementos, pero lo interesante es el conocimiento de las obras que uno piensa ejecutar. Aquí hay muchos músicos buenos gracias a nuestros abuelos, por la escuela que nos dejaron, una escuela muy dura, muy buena, y aquí se ven los resultados. Nuestro repertorio abarca desde lo mexicano hasta lo austríaco pasando por otras partes del mundo. Mi tatarabuelito Sixto López fue el que fomentó la música en mi comunidad, aún existe su cornetín, tiene más de 100 años. Se ha incrementado mucho el nivel en la zona de Texcoco no tanto por el talento, yo creo que todos pueden tener talento, sino por el trabajo que se realiza. Eso es lo que hace la diferencia.

La Banda Clásica de los Hermanos Sánchez, de Chiconcuac.

Estamos en la plaza del pueblo. Trabajadores colocan una lona de plástico sobre el conjunto de sillas para proteger al público del agua. Un borracho de mirada de ensoñación absorta y sin embargo atrevida grita con ilusión hacia las tarimas donde ejecutan los músicos (merecerían un auditorio, yo pienso). Perros sin dueño merodean sin asombro, son tres o son cuatro, siempre fuera del tiempo, como los poemas, ajenos del clima y de cualquier sensación festiva. Más que una plaza, es esta una explanada. En el corto camino desde la iglesia, contados puestos perfuman el ambiente con reconfortantes vahos de elote, café endulzado, tamalitos tiernos y atole feliz confundiéndose con el humo de las alitas de pollo. Mucho limón, mayonesa y chilito en el aire. Y espuma de michelada barroca. Comunes denominadores de tanto pueblo mexicano cuando celebra una fiesta. Pueblos poliéster, peluche, Coca-Cola de dos litros. Pueblos tienda de regalos, cilindro de gas, bicicleta. Pueblos de varilla expuesta a los que jamás va un político. Pueblos más cerca del narco que del indolente Estado fallido. Pero aquí con Chaikovski y Rimski-Kórsakov de fondo. Entre otros románticos.

Wagner, Haydn, Offenbach, Brahms, Verdi, Beethoven, Bach, Strauss hijo… Son compositores que dio a conocer en México el músico de cabecera imperial Johann Rudolf Sawerthal durante el gobierno del archiduque austríaco Maximiliano de Habsburgo (1864-1867). Sawerthal comandaba la Banda de la Legión Austríaca y ofrecía de manera semanal conciertos en lugares públicos de la capital como el Zócalo y la Alameda, pero también en el Teatro Imperial y el Palacio de Minería. En los bailes dominaban los valses, que gustaban mucho. Es la música que empezó a esparcirse alrededor de los 1870 por las inmediaciones de la sede imperial. La que conocieron los tatarabuelitos de esta región texcocana y cuyas partituras añejas leen hoy los musicazos en Santa Catarina («esta tendrá mínimo 70 años», dice un trompetista señalando una suya), mayormente hombres de entre 20 y 70 años (no obstante al rato la banda de los Sánchez presentará a una concertista de flautín a la que todos aplaudiremos con ganas).

En el corto camino desde la iglesia, contados puestos perfuman el ambiente con reconfortantes vahos de elote, café endulzado, tamalitos tiernos y atole feliz confundiéndose con el humo de las alitas de pollo.

Me acerco a Alberto Sánchez, cuarta generación de trompetistas, su hijo acaba de llegar de Madrid de estudiar. Tiene 46 años y toca en la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

—¿Cuánto llevas en esto?

—Treinta y ocho años. 

—¿Cómo surgió tu vocación de músico?

—Por mi familia. Esta banda tiene 115 años. Me atrevo a decir que 80% de los músicos de viento que hay en México son descendientes de bandas como la mía.

—¿Se puede vivir bien de la música?

—Sí, y muy bien. Aquí nos podemos morir de frío, pero no de hambre [risas].

—Estoy viendo que hay tequila y cervezas circulando entre ustedes, ¿no afecta esto en su desempeño?

 —Sólo tomamos para relajar el cuerpo, no para emborracharnos.

Un verdadero semillero este par de bandas sinfónicas. Tinacal de buen pulque. Prolijos ejecutantes que se comunican sin voz. Se necesita paciencia; tocar música en grupo entraña un hermoso acto de humildad. Cada quien su instrumento y sus notas, pero en conjunto una voz.

Santa Catarina del Monte desde su plaza cívica. 

V

Nos invitan a comer los de la banda de Sixto López, la del director que dosifica su sonrisa, no así los platos de Unicel que reparten generosos sus familiares entre los numerosos asistentes. El convite es en el barrio de San Isidro, en el jardín de Leonel Velázquez, trompetista en la Orquesta Sinfónica Nacional y Gran Coral Esperanza Azteca. La calle recibe el nombre de Ixpamanzana. Traqueteantes cinco minutos en coche, cuesta arriba. De camino hemos pasado por una curiosa «capilla» de cañuela de maíz a la que denominan «posa» (sólo dura unos días, se hace para la fiesta del pueblo). También veo árboles de tejocote y toda suerte de plantas cuyos nombres quisiera yo saber. Quién sabe si algunas sean medicinales, como estas que enlista José González Rodrigo en su libro sobre Santa Catarina del Monte: Borago officinalis (se toma la infusión de las hojas para curar la tos con calentura), Artemisa fraaserioides (se prepara una infusión del tallo, las hojas y la flor y para beberla por las mañanas y combatir la bilis), Mentha viridis (se bebe la infusión de las hojas y el tallo junto con hojas de epazote morado para curar el dolor de estómago después del parto), Rosa centifolia (se muelen y mezclan con glicerina sus pétalos para aplicarse en el rostro como rejuvenecedor), Tropaeolum majus (se frota con la flor la parte afectada para acabar con los «jiotes», también llamados empeines)…

Entonces sucede una especie de milagro de Janucá. La batería del teléfono se me queda en 1% a lo largo de toda la comida. Aquí la gente manduca con el silencio de los sacramentos. Hay tlacoyos acompañados de pasta y arroz, generosas tortillas y dos tipos de salsa, agua de jamaica y una botella de tequila; sobre todo rica carne de puerco. Un rabino una vez me explicó que rechazar comida es peor que consumirla cuando está prohibida. A Dios no le importa, Él está feliz escuchando las fanfarrias y las piezas de postre esta tarde. Ofrendas de gente que ya tiene el cielo ganado o de plano vive en él. ¡Cómo inspira esta lluvia a plomo! «Yo pude ser músico, no sé por qué no seguí esa vocación», etcétera. Soy un cantor. Pero sí acabarán mis flores y sí acabarán mis cantos. Ha dejado de llover en el momento exacto en que nos levantamos de la mesa para regresar en la van hacia la explanada del pueblo. Me siento borracho, pero no es el tequila.

A Dios no le importa, Él está feliz escuchando las fanfarrias y las piezas de postre esta tarde. Ofrendas de gente que ya tiene el cielo ganado o de plano vive en él. 

VI

Ahora sí, el concurso de Atenco contra Chiconcuac. Los López y la familia Sánchez. Muy expectante el público catarino durante esta puesta del sol. El jurado, integrado por dos músicos originarios de la montaña: Manuel Alfonso Clavijo, de trayectoria internacional, y Ascencio Velázquez, experimentado músico militar. Sentado a su lado se encuentra Óscar Villegas, integrante del quinteto de metales M5 The Mexican Brass (el más exitosos de América Latina), quien viene regresando de una gira por Estados Unidos y Japón. También entre el público —oigo decir— hay músicos de Los Ángeles Azules, de aquí mismo de la región.

Músicos de la Banda Sinfónica Sixto López durante la comida previa al concurso.

Cada banda sinfónica ejecuta tres piezas alternadamente: el preludio de la zarzuela La Torre de Oro del sevillano Gerónimo Giménez, «Variaciones para Clarinete» de Manuel Cataño y «Variaciones del Ruiseñor» de Ígor Stravinski.

Al director de la Banda Clásica de los Hermanos Sánchez —Rigoberto— le brillan los ojos cada que voltea a ver hacia el público. El de la Banda Sinfónica Sixto López, enhiesto como diapasón, sonríe más bien a los músicos. Suda a chorros. He oído que los directores de orquesta bajan mucho de peso, ya que ejercitan mil músculos. En este pueblo no hay obesos. Tampoco gente explícitamente feliz, pese a encontrarnos de fiesta. Ni siquiera el chavito prestidigitador, solista de clarinete, de la primera banda. El aspecto de los ejecutantes, los ojos negros como aguafuertes, la expresión neutra, resulta más bien tristón. Lo mismo que el público. México es un país de hombres tristes y de niños alegres, escribió Carlos Fuentes al inicio de su novela de 1987. O será solemnidad.

El ocaso se desliza frente a nosotros como un anzuelo de latón. La lluvia es menuda, pero persistente. El encanecido cielo de otoño, como plisado, recuerda más a Diego Velázquez que a José María Velasco. Rodolfo propone marcharnos poco antes del veredicto (premiarán a los Sánchez como banda y solista de flautín, y a los López por su clarinete) por el intringulado frío. Pablo y Abel encogen el cuello como el ave marabú. Yo siento mucho frío en los pies, que es cuando empieza el verdadero frío. Catorce grados que procuramos soportar con vasitos de café que obsequia una chica entre el público.

De regreso en al autobús pienso y anoto:

Qué importante es la música en vivo, pocas experiencias tienen el potencial de elevarnos tanto. Es lo que consiguen los hombres cuando coinciden sin palabras. Puros silencios y sonidos sin significado. Significantes acompasados, armónicos. «Sin dichos, sin palabras, sin que sus voces se perciban», como reza el Salmo 19. Qué lástima que el escritor no haga música, aunque parezca que sí en ocasiones. El significado es silencio, eso son las palabras. El escritor no es ejecutante ni compositor, tampoco instrumento o director de orquesta. Es un oyente tan sólo. Tan solo.

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