Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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El lento tránsito de Tenochtitlan a Temixtitan (primer nombre “español” de la ciudad azteca) supone un proceso fascinante que rara vez se comenta en las aulas y medios de comunicación.

Como si inmediatamente después del martes 13 de agosto de 1521 la ciudad se hubiera convertido en escenario de virreyes y monjas, “terciopelo, hierro y encajes”, según el verso de Salvador Novo.

¿Qué ocurrió enseguida de la capitulación de Cuauhtémoc, último emperador azteca?, ¿cómo se organizaron durante los meses subsecuentes aquellos hombres y mujeres que participaron en el asedio de Tenochtitlan?, ¿qué importantes decisiones se tomaron entonces? En la actualidad contamos con más datos sobre el bando triunfante (el español), como es natural en las guerras, y buena parte de nuestras respuestas han de buscarse en Coyoacán, actual alcaldía en el centro geográfico de la Ciudad de México, zona especialmente turística y de cariz intelectual. 

Pero no el Coyoacán previsible, por decir las dieciochescas casas consistoriales del marquesado del Valle de Oaxaca, sede de la alcaldía, que la tradición insiste en llamar Casa de Cortés. Tampoco en las improbables viviendas de los capitanes Diego de Ordaz y Pedro de Alvarado, en la calle de Francisco Sosa, que a estas alturas todo el mundo sabe que no fueron tales, entre varios otros sitios que escapan de nuestro marco de interés temporal, el cual va de mediados de agosto de 1521 (rendición de los aztecas) a inicios de marzo de 1524. Esto es, el lapso en que el barrio de la Conchita, en la parte céntrica de Coyoacán, funcionó como real y cuartel general de los españoles y asiento del primer Ayuntamiento de la Ciudad de México.

Ixtolinque (hermano de Cetoch), señor de Coyoacán entre 1525 y 1569. / Exposición "Visiones plásticas de Tenochtitlán", exhibida en el Museo de La Ciudad de México.

II

Después de la caída de Tenochtilan, el islote donde estaba asentada la capital azteca no se encontraba en condiciones de ser habitado. Sólo pudo permanecer en él una guarnición de aproximadamente 80 personas a cargo del capitán Juan Rodríguez de Villafuerte para supervisar la limpieza y desescombro de la ciudad. El resto se marcharía a Coyoacán, a sólo unos 10 km al suroeste, al tercer o cuarto día, tiempo suficiente para terminar de saquear los palacios y templos y poner a buen resguardo la docena de bergantines (embarcaciones clave para poder conquistar la ciudad por agua), máxima preocupación de aquel momento.

Provisionalmente se instalaron los invasores en el real de Acachinanco, ubicado donde hoy hacen esquina las calles de Obrero Mundial y Calzada de Tlalpan, o eso aventura el estudioso Luis González Aparicio en 1968. Allí recibieron las armas de parte de Cuauhtémoc y otros jefes y dialogaron con ellos, sobre todo en lo tocante a las mujeres y el oro, no necesariamente en ese orden. También tuvieron el tino de despedir a los aliados tlaxcaltecas y texcocanos que tanto los ayudaron en el asedio, colmándolos de regalos. Según el soldado cronista Bernal Díaz del Castillo hasta “carne de cecina de los mexicanos” se llevaron consigo a sus poblados de origen. Si bien el cronista del siglo XVI Francisco Cervantes de Salazar sitúa la despedida algunos días más tarde, una vez instalados en Coyoacán, igual esto debió de ocurrir pronto.

A los señores de Tlatelolco, ciudad gemela de Tenochtitlan, se les permitió retirarse al poblado de Cuautitlán “en harapos, con falda pintada y huipil de mujer”. Así los describe el escritor Homero Aridjis en su novela Memorias del Nuevo Mundo (1988) refiriéndose a Topantémoc, Coyohuehue y Temílotl, nombres tan bellos como difíciles de pronunciar.

También en esos días el capitán general de los españoles, Hernán Cortés, ordenó a Cuauhtémoc que los vencidos “adobasen los caños de agua de Chapultepec (...) y que limpiasen todas las calles de los cuerpos y cabezas de muertos, que los enterrasen, para que quedasen limpias, y sin hedor ninguno la ciudad, y que todas las puentes y calzadas que las tuviesen muy bien aderezadas como de antes estaban; y que los palacios y casas las hiciesen nuevamente, que dentro de dos meses se volviesen a vivir en ellas". La cita es de Bernal.

Comoquiera los españoles no regresaron tan pronto como en dos meses a Tenochtitlan, sino hasta mediados de 1523, y sólo parcialmente. O estarían demasiado a gusto en Coyoacán o ocupados con sus otras conquistas. Además de que la barrida y trapeada del islote duraría más tiempo de lo previsto.

El resto se marcharía a Coyoacán, a sólo unos 10 km al suroeste, al tercer o cuarto día, tiempo suficiente para terminar de saquear los palacios y templos y poner a buen resguardo la docena de bergantines (embarcaciones clave para poder conquistar la ciudad por agua), máxima preocupación de aquel momento.

III

¿Con qué experiencia contaban los españoles sobre el “lugar de los que poseen coyotes” (significado etimológico de Coyoacán) antes de su mudanza a mediados de agosto? ¿Exactamente qué sabían sobre aquel señorío como para desear instalarse allí mientras se reacondicionaba la ciudad de Tenochtitlan? Revisemos los hechos.

La primera vez que los españoles pisaron Coyoacán fue el ocho o tal vez nueve de noviembre de 1519 en su camino hacia Tenochtitlan, cruzando por Churubusco provenientes de Mexicaltzingo, aunque sin adentrarse aún en la cabecera del señorío.

Casi un año después, el 30 de octubre de 1520, luego de la retirada de la Noche Triste (muchos la llaman Victoriosa, pues ese día triunfaron los aztecas sobre los españoles que huían del islote), Cortés redactó en la ciudad de Tepeaca, en el actual estado de Puebla, su segunda carta de relación. En ella adjuntó el famoso plano de Núremberg, de autor desconocido, quedando patente la importancia de Coyoacán entre las poblaciones ribereñas de cierta entidad: Tepeyac, Texcoco, Chimalhuacán, Iztapalapa, Xochimilco, Churubusco, Tacubaya, Tacuba y Azcapotzalco.

Los españoles sólo arribaron al Centro del Coyacán el 20 de abril de 1521, a eso de las 10 de la mañana, tras la breve pero esforzada conquista de Xochimilco, encontrándolo despoblado. Esto como parte de un rodeo por las lagunas para planear bien el asedio y reclutar nuevos apoyos mientras el soldado Martín López terminaba de construir los bergantines.

¿Con qué experiencia contaban los españoles sobre el “lugar de los que poseen coyotes” (significado etimológico de Coyoacán) antes de su mudanza a mediados de agosto? ¿Exactamente qué sabían sobre aquel señorío como para desear instalarse allí mientras se reacondicionaba la ciudad de Tenochtitlan?

En su palacio los aguardaba, eso sí, el cacique coyoacanense, dispuesto a alojarlos de buen grado, o tal vez no tuviera otra opción. Su nombre, Cetoch.   

¿Qué hicieron los españoles durante aquel par de días que pasaron en Coyoacán? Básicamente descansar del combate contra los xochimilcas, curarse las heridas y fabricar saetas, mientras que Cortés se dedicó a recorrer el terreno, echándole un buen ojo a los manantiales cercanos (uno de ellos, llamado Ojo de los Camilos, se encontraba en el cruce de las actuales calles Fernández Leal y Avenida Pacífico, donde hoy opera el restaurante El Convento). 

Asimismo a Cortés le habrá gustado la docilidad del cacique de Coyacán—contento de sacudirse por fin a los aztecas de encima y servir ahora a un señor más poderoso y benevolente—, con quien suponemos habrá negociado algún que otro asunto, así como el terreno llano y la contigüidad con la laguna.

Algunas semanas más tarde, durante el asedio a Tenochtitlan, quedaría demostrado que Coyoacán se trataba efectivamente de un excelente punto estratégico. No por nada se había establecido allí uno de los tres cuarteles españoles que propiciaron la rendición de los aztecas del 13 de agosto de 1521.

Pieza que retrata el Coyoacán prehispánico de un lado, y del otro a Cortés con la Malinche, y Catalina Xuárez Marcaida detrás de ella, entrevistándose con Cetoch y Cuahtémoc arriba con alas. Esta pieza también pertenece a la exposición "Visiones plásticas de Tenochtitlán" exhibida en el Museo de la Ciudad de México.

IV

En un artículo reciente de las historiadoras María de Lourdes López y María de la Luz Moreno leemos que, una vez derrotados los aztecas, el cacique Cetoch “otorgó alojamiento en sus casas al conquistador extremeño, y posteriormente cedió terrenos para que construyera su propio palacio”.

Por su presencia conspicua en la plaza, no suena descabellado que la llamada Casa de la Malinche (actualmente en la esquina de las calles Higuera y Vallarta) fuera ya en el temprano siglo XVI parte de tales casas o que estas se situaran, al menos en parte, en el mismo solar. Otra pista sería el referido Ojo de los Camilos, a tiro de piedra. 

¿Y si la plaza entera estuviera ocupada por la enorme residencia, que luego pasaría a manos de los españoles? ¿Acaso no se jactan actualmente en el restaurante Hacienda de Cortés de ubicarse en las antiguas caballerizas del conquistador?

Ignoramos si existen excavaciones o trabajos de archivo que permitan confirmar o refutar tales ideas.

Mientras que unos ven en la Casa de la Malinche un obraje o cárcel del siglo XVIII, el estudioso José Lorenzo Cossío no tiene empacho al afirmar que el edificio data de 1560.

En todo caso, siempre puede revisarse –seguro ya se ha hecho– la documentación relativa a la familia Ixtolinque, descendientes de un hermano de Cetoch, los cuales no deben de ser tan difíciles de rastrear, ya que sabemos que estos mantuvieron sus privilegios hasta 1850, por ejemplo escudo de armas y posesión de tierras serranas en Coyoacán. 

Pero ahora volvamos con los españoles, que aparecieron en Coyoacán acompañados de un grupo notable de prisioneros, ostensiblemente atados de manos y encerrados y cargados de fierros en los pies. Algunos de sus nombres y dignidades son: Tlácotl, mano derecha del emperador de Tenochtitlan; Oquiz, cacique de la parte azteca de Azcapotzalco; Pánitl, cacique de Ecatepec, que a diferencia de los demás no iba atado; y el jefe de barrio Motelchiuh, que no era noble ni nada, pero había luchado con bravura durante la resistencia.

Igual algunos sacerdotes, como Cuauhcóatl, Cohuayhuitl, Tecohuen y Tetlanmécatl, más nombres inextricables.

Con todo, no fue tan mala su suerte, si la comparamos con la del mayordomo azteca Ocuiltécatl, muerto a causa de la viruela, o la de Macuilxóchitl, señor de Churubusco, que terminó sus días ahorcado, lo mismo que Pízotl, su homólogo de Culhuacán. 

Al mandamás de Cuautitlán, a un mayordomo de Tenochtitlan y a un puñado de xochimilcas los hicieron de plano devorar por perros. Destino terrible que sufrieron tres sabios de Texcoco que se presentaron ante Cortés, motu proprio, a entregar unos códices (sobrevivió un cuarto, que logró escapar a tiempo). Entre muchos más a lo largo de los meses delanteros.

¿Y si la plaza entera estuviera ocupada por la enorme residencia, que luego pasaría a manos de los españoles? ¿Acaso no se jactan actualmente en el restaurante Hacienda de Cortés de ubicarse en las antiguas caballerizas del conquistador?

V

Lo primero que organizaron los españoles en su nuevo hogar coyoacanense fue una fiesta. Incluso antes de repartir el botín. Por suerte Bernal escribe un relato, que sometemos a paráfrasis a continuación.

Cortés mandó hacer un banquete para celebrar la toma de la gran ciudad de los aztecas. Para ello se abasteció de vino castellano y cerdos de Cuba que acababan de llegar en un barco capitaneado por Diego de Ordaz. Además de puercos, el soldado zamorano tuvo a bien traerse ovejas, reses, cabras, gallinas y por supuesto comida para los animales, además de vajillas y vasos de estaño. No todo para la fiesta, se infiere.

Todos los capitanes y soldados fueron requeridos. Era tanta la gente, casi mil asistentes, que una tercera parte no alcanzó lugar para sentarse. También se indica en la crónica de Bernal que hubo “desconcierto” y “desatinos” provocados por la bebida. 

Como quien dice, la primera borrachera masiva documentada de la Nueva España (nombre del virreinato español que antecede a la República Mexicana). 

Lo primero que organizaron los españoles en su nuevo hogar coyoacanense fue una fiesta. Incluso antes de repartir el botín. Por suerte Bernal escribe un relato, que sometemos a paráfrasis a continuación.

Hubo hombres sobre las mesas y en tan mal estado que no acertaban ni a salir al patio. “Unos rodaban debajo de las gradas” de tan ebrios que se encontraban. Los podemos imaginar sollozando por los compañeros caídos, añorando su tierra. No faltó quien se pusiera hablantín, jactándose de poder comprar sillas de oro para sus caballos y otros caprichos. 

Más tarde alzaron las mesas y dio comienzo el baile. ¿Quién habrá ejecutado la música y con la ayuda de qué instrumentos? ¿Se compondrían canciones para la ocasión? ¿Cantarían el romance que sirvió de consuelo a Cortés en julio de 1520, después de la derrota de la Noche Triste o Victoriosa?

En Tacuba está Cortés / con su escuadrón esforzado; / triste estaba y muy penoso, / triste y con muy gran cuidado, / una mano en la mejilla / y la otra en el costado.

Entonces salieron las damas a bailar con los galanes cargados de armas, lo que causó mucha risa. Hubo ocho españolas en el real de Coyoacán, más una que prefirió no salir por estar recién viuda. Entre ellas, desde luego, la valerosa María de Estrada, próxima cofundadora de Puebla.

¿Dónde estarían las mujeres indígenas?

Es probable que la Malinche (traductora indígena de los españoles desde 1519), sentada a un lado de su pareja, Hernán Cortés. De idéntico modo, aunque no podemos saberlo, la tlaxcalteca María Luisa Xicoténcatl con su pareja, Pedro de Alvarado. Ellas no bailarían con los borrachos.

La que seguro no asistió fue Tecuichpo, mujer de Cuauhtémoc y bien pronto de los conquistadores Alonso de Grado y Pedro de Gallego (por separado, se entiende).

¿Beberían pulque los celebrantes? ¿Mandarían comida a la guarnición de Rodríguez de Villafuerte que permanecía en el islote? Tantos detalles que nos gustaría conocer… Pero Bernal zanja el asunto con un “y valiera más que no se hiciera aquel banquete por muchas cosas no muy buenas que en él acaecieron”. 

¿Qué cosas?

Cortés omite el episodio en su relación al rey, como también lo hace su futuro capellán y cronista López de Gómara.

Lo que sí sabemos es que el fraile mercedario Bartolomé de Olmedo, enojadísimo, terminaría amonestando a Cortés y obligando a los conquistadores a hacer una procesión y oír misa al día siguiente en señal de arrepentimiento y para honrar el triunfo de mejor manera.

Detalle de la llamada Casa de la Malinche, en el barrio de la Conchita, donde mantuvieron su real coyoacanense los españoles después de la caída de Tenochtitlan. Posiblemente se trate de la casa de Cetoch, cacique de Coyoacán.

VI

Ahora sí, el botín. Después de todo, esa era la razón por la que estaban ahí toda esa panda de conquistadores. Atendamos lo que dice Cortés en su tercera carta de relación al respecto: “Recogido el oro y otras cosas, con parecer de los oficiales de vuestra majestad se hizo fundición de ello, y montó lo que se fundió más de ciento y treinta mil castellanos, de que se dio el quinto al tesorero de vuestra majestad (…) Y el oro que restó se repartió en mí y en los españoles, según la manera y servicio y calidad de cada uno”.

Bernal, por su parte, señala: “A todos aplacía cómo se recogió todo el oro y plata y joyas que se hubo en México, y fue muy poco, según pareció, porque todo lo demás hubo fama que lo había echado Guatemuz [Cuauhtémoc] en la laguna cuatro días antes que le prendiésemos, y que, además de esto, que lo habían robado los tlaxcaltecas y los de Tezcuco y Guaxocingo y Cholula, y todos los demás nuestros amigos que estaban en la guerra, y que los teules que andaban en los bergantines robaron su parte”.

El cronista López de Gómara expresa prácticamente lo mismo, aunque con frases menos alambicadas: “Ni rastro del tesoro [de los aztecas], que tenía gran fama” y “Cortés se maravillaba de que ningún indio le descubría oro ni plata”.

Descontentos por los escasos despojos que ofrecía la ciudad y la menguada recompensa que les tocaba luego de tantos peligros y trabajos, hubo soldados que se negaron a recibir su parte. 

Ya sustrayendo los quintos del rey y Cortés, daba un total de 83 mil 200 castellanos para repartir entre 854 españoles (según un cálculo de José Luis Martínez, el mayor biógrafo de Cortés), lo que significaba que cada uno merecía una cantidad inferior a los 100 castellanos. Para darnos una idea, sólo una espada costaba 50 castellanos y una escopeta cerca de 100. 

Como era de esperarse, los soldados, endeudados hasta la médula, se mostraron decepcionados. Y suspicaces. 

O Cuauhtémoc había escondido el tesoro de sus antepasados, o las mujeres aztecas se las habían arreglado para sacar buena parte de él bajo sus enaguas o, como indica Bernal, ciertos aliados lo habían sustraído a la mala, o incluso españoles, o también podía ser que gran parte del oro se hubiera perdido durante la Noche Triste o Victoriosa un año antes. 

O todo a la vez.

Recogido el oro y otras cosas, con parecer de los oficiales de vuestra majestad se hizo fundición de ello, y montó lo que se fundió más de ciento y treinta mil castellanos, de que se dio el quinto al tesorero de vuestra majestad (…) Y el oro que restó se repartió en mí y en los españoles, según la manera y servicio y calidad de cada uno”.

Comoquiera, la tropa insistió en darle tormento a Cuauhtémoc para que confesara dónde había escondido o arrojado el supuesto tesoro. Se supone que Cortés se negó a tal acto de barbarie. Pero entonces los soldados, instados por el tesorero Julián de Alderete, lo acusaron de coludirse con Cuauhtémoc, por lo que tuvo que acceder a sus cruentas peticiones.

A Cuauhtémoc –ahora bautizado como Hernando Alvarado– lo habían conducido a Coyoacán el 22 de agosto de 1521, escoltado por otro par de señorones: su primo Tetlepanquetzal, cacique de Tacuba, y el cacique desposeído de Texcoco, Coanacoh.

Se les inquirió a los tres de manera directa, sin que sus respuestas satisficieran a los españoles. El fraile Bernardino de Sahagún, algunas décadas después, da cuenta de los diálogos sostenidos, que parecen como de comedia de enredos.

El caso es que a Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal –quién sabe qué habrá sido del otro– les quemaron con aceite los pies y es posible que también las manos.

“Caballero vil, apocado e inconstante, ¿qué me miras, como si yo estuviese en algún baño o en algún otro deleite?; haz lo que yo, pues soy tu señor”. 

Tal es la frase con la que Cuauhtémoc, según el cronista Cervantes de Salazar, reconvino a su primo cuando este le volvió los ojos dos o tres veces, como dándole a entender que le diese permiso de decir lo que sabía.

El señor de Tenochtitlan, por su parte, resistió imperturbable el martirio, si bien acabó confesando que en efecto unos días antes de su prendimiento había arrojado suficiente oro, plata y joyas en la laguna. Sin embargo sólo se encontraron, en una acequia junto a su casa, un sol o calendario de oro macizo, grueso, de gran diámetro, joyas y piezas de artillería de escaso valor.

En cambio el cacique Tetlepanquetzal no pudo sobrevivir al suplicio. Unos dicen que murió en pleno tormento y otros que aún alcanzó a confesar que en una de sus villas había enterrado una gran cantidad de oro.

En el camino admitió que sólo lo había dicho con la esperanza de morir en el trayecto, lo cual ocurrió. ¿Quizá se refiriera al pueblo de San Juan Tlilhuaca, en la actual alcaldía de Azcapotzalco, donde la tradición apunta, en tono de leyenda, que el tesoro aún se encuentra bajo la glorieta de los ahuehuetes? Cuestión de lanzarse con pala y pico y dudosa venia de las autoridades.

Al final nos cuenta el escritor Homero Aridjis que “fray Bartolomé de Olmedo, Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid opinaron que puesto que había poco oro lo repartiesen a los ciegos, mancos, cojos, tuertos, sordos, quemados con pólvora y a los dolientes del costado”. 

Sonaba justo.

Caballero vil, apocado e inconstante, ¿qué me miras, como si yo estuviese en algún baño o en algún otro deleite?; haz lo que yo, pues soy tu señor”. 

Como sea las murmuraciones continuaron su curso, motivando el enfado generalizado entre la soldadesca. ¿Y si resultaba que Cortés sí mantenía escondido el botín para él solito? Esta era la única explicación posible para la mente de varios. Un botín que por poco y deriva en motín, pero que por fortuna no pasó de un grafiti. 

Dejemos que Bernal vuelva a hablar: “Y como Cortés (…) posaba en unos palacios que tenía blanqueadas y encaladas las paredes, donde buenamente se podía escribir en ellas con carbones y con otras tintas, amanecía cada mañana escritos muchos motes, algunos en prosa y otros en metros, algo maliciosos (…) ¡Oh, qué triste está la ánima mea hasta que todo el oro que tiene tomado Cortés y escondido lo vea! (…) Y cuando salía Cortés de su aposento por las mañanas y lo leía, y como estaban en metros y en prosas (…) y como Cortés era algo poeta (…) respondía también (…) y de cada día iban más desvergonzados los metros y motes que ponían, hasta que Cortés escribió: Pared blanca, papel de necios. Y amaneció escrito más adelante: Aun de sabios y verdades, y su Majestad lo sabrá muy presto; y bien supo Cortés quién lo escribía, que fue fulano Tirado (…) Y Cortés se enojó y dijo públicamente que no pusiesen malicias, que castigaría a los ruines desvergonzados”.

Lo del ánima mea era una alusión a un estribillo popular de los cancioneros del siglo XV y éste a su vez al evangelio de Mateo.

Las antiguas casas consistoriales del marquesado del Valle de Oaxaca, del siglo XVIII, que según la tradición fueron las casas de Hernán Cortés. La foto pertenece a la colección Villasana-Torres.

¿Cómo complacer, entonces, a una tropa descontenta, o cuando mucho librarse de sus reclamos cansinos? Con nuevas promesas de oro, naturalmente. Si no lo habían hallado en abundancia en Tenochtitlan, con seguridad darían con él en otras regiones. 

Otra vez Bernal: “Como Cortés vio que muchos soldados se desvergonzaban en demandarle más partes y le decían que se lo tomaba todo para sí y lo robaba, y le pedían prestados dineros, acordó (…) enviar a poblar a todas las provincias que le pareció que convenían”.

Así, al capitán Gonzalo de Sandoval (primo de Cortés) se le ordenó apaciguar una revuelta azteca en Tuxtepec y fundar una villa de nombre Medellín cuya localización exacta no se ha podido conocer a la fecha, pero que debió de estar a no larga distancia de Cotaxtla, a la vera del río Jamapa, en el actual estado de Veracruz. Luego Sandoval poblaría el también veracruzano puerto de Coatzacoalcos.

A un tal Castañeda y a Vicente López, soldados de los que sabemos poco, les tocó conquistar la provincia de Pánuco, con lo cual se consiguió la fundación de la villa de Santiesteban del Puerto, tercer ayuntamiento más antiguo de la Nueva España, instalado el 26 de diciembre de 1522. La ciudad aún existe, bajo el nombre de Pánuco, también en Veracruz.

Juan Álvarez Chico, por su lado, se encaminó a Colima, mientras que Rodríguez de Villafuerte a la zona costera de Zacatula, en el estado de Guerrero.

Cristóbal de Olid, hombre de confianza de Cortés (pero no por mucho tiempo) se fue a Michoacán, envalentonado, con 40 de a caballo y 100 infantes, casi al tiempo que Francisco de Orozco hacía lo propio rumbo a Oaxaca, meses antes de que fuera necesario comisionar a Andrés de Tapia.

Todo lo anerior con la ayuda de nuevos aliados indígenas, no menos ambiciosos, en un período de dos meses. Las prisas que otorga el oro.

¿Por qué elegir estos sitios y no otros? El propio Bernal –que tuvo el arranque de irse con Sandoval sin que Cortés lo permitiera– lo explica con su característico estilo, poniendo el acento en la dimensión humana de los acontecimientos: supieron en todas estas provincias que Tenochtitlan estaba destruida, y no lo podían creer, y enviaban a sus principales a ver si era verdad, y traían consigo a sus hijos pequeños, “y les mostraban México, y, como solemos decir, aquí fue Troya, se lo declaraban”.

Turismo de miseria avant la lettre.

Sobre todo venían a felicitar y obsequiar oro a Cortés, quien a decir del historiador Christian Duverger “se instaló como nuevo tlahtoani [cacique] sin cambiar nada de la organización territorial, conviviendo con los otros caciques (…) en su casa de Coyoacán”.

Adicionalmente, los españoles revisaron documentos de índole gubernamental para descubrir de dónde procedían los tributos de oro, cacao y ropa de manta, y la localización exacta de las minas. 

Pero las expediciones no sólo fueron hacia zonas alejadas, sino también a sitios como Metztitlán, Tula y el Acolhuacan, donde –por enésima vez Bernal– “no tenían oro, ni minas, ni algodón, sino mucho maíz y magueyales, de donde sacaban el vino, a esta causa la teníamos por tierra pobre, y nos fuimos a otras provincias a poblar, y todos fuimos muy engañados”.

VIII

Aparte de la fiesta que tanto indignó al fraile, el ralo botín y la organización de nuevas conquistas, muchos más asuntos de importancia sucedieron a lo largo de los primeros meses que los españoles residieron en Coyoacán. Citemos algunas, y ojalá algún experto nos ayude a colocarlas en estricto orden cronológico, pues a decir verdad las fuentes no siempre son claras ni se corresponden entre sí en términos de temporalidad.

El cronista Juan Suárez de Peralta da cuenta de una gran cantidad de oro, plata, perlas y piedras riquísimas que iban dirigidas al rey de España y que se perdieron en la laguna de Texcoco a consecuencia de una tormenta.

López de Gómara reporta cómo una esmeralda del tamaño de una mano y otras joyas, “huesos de gigantes” encontrados en Culhuacán, dinero destinado al padre de Cortés e incluso tigres fueron interceptados por un pirata en el Atlántico, quedando Alonso de Ávila prisionero en Francia, a merced de un fantasma, o así lo afirma Cervantes de Salazar, quien además pormenoriza la excursión al volcán Popocatépetl en busca de azufre para hacer más pólvora, comandada por los soldados Montaño y Mesa.

También desde Coyoacán, Cortés se vio obligado a darle largas al impaciente Cristóbal de Tapia, quien pretendía arrebatarle el gobierno de la Nueva España. Este acabó marchándose sin poder siquiera entrevistarse con Cortés, mucho más ocupado en planear la construcción de carabelas y bergantines para explorar la costa del Mar del Sur (Océano Pacífico), mandar gente a Europa a intrigar con el papa Adriano VI para que fuera en contra del presidente del Consejo de Indias, etcétera, alcanzar las Islas Molucas, sondear California y más allá… 

Los sueños se abrían de par en par ante Cortés. La caída de Tenochtitlan de repente quedaba atrás, como un suceso feliz, pero no definitivo. Si acaso un detonante para nuevas conquistas.

Y luego la visita del cacique Tangaxoan II desde Tzintzuntzan, capital de los purépechas en Michoacán, enemigos irreductibles de los aztecas. Luego de dos embajadas, el cacique acabó trasladándose a Coyoacán a pactar la paz con Cortés. De acuerdo con la truculenta Relación de Michoacán, el cazonci fue recibido con estas palabras: “Seas bienvenido, no recibas pena. Anda a ver lo que hizo [Cuauhtémoc]; allí lo tenemos preso porque sacrificó muchos de nosotros (…) Y fue a ver y tenía quemados los pies y dijéronle: ‘¿Ya le has visto cómo está por lo que hizo? No seas tú malo como él’”.

Ni lento ni perezoso, y captando muy bien el mensaje, Tangáxoan II “se alegró de que [los españoles] poblasen [Michoacán], y les dio mucha ropa de pluma y algodón, cinco mil pesos de oro sin ley, por tener mucha mezcla de plata, y mil marcos de plata revuelta con cobre (…) y ofreció su persona y reino al Rey de Castilla”. Estas palabras pertenecen a la crónica de López de Gómara

Por cierto que el cazonci murió quemado por órdenes del conquistador Nuño de Guzmán entre 1529 y 1530.


IX

Primavera de 1522. Cortés se tomó un tiempo para escribir una tercera carta de relación, fechada el 15 de mayo. La cual trata “de las cosas sucedidas y muy dignas de admiración en la conquista y recuperación de la muy grande y maravillosa ciudad de Temixtitan [Tenochtitlan], y de las otras provincias a ellas sujetas, que se rebelaron”. 

En ella su autor apunta que "viendo que la ciudad de Temixtitan, que era cosa tan nombrada (...) pareciónos que en ella era bien poblar, porque estaba toda destruida; y yo repartí los solares a los que se asentaron por vecinos, e hízose nombramiento de alcaldes y regidores en nombre de vuestra majestad". 

Agrega el Cortés que “de cuatro o cinco meses acá, que la dicha ciudad de Temixtitan se va reparando, está muy hermosa”.

Esto quiere decir que la reconstrucción de la ciudad española en el islote habría comenzado entre diciembre de 1521 y enero de 1522, o tal vez a partir de noviembre, según propone José Luis Martínez. Lo más urgente era levantar el fuerte de las Atarazanas y la ermita de San Hipólito, ya luego el palacio de Cortés y el hospital de la Concepción (hoy Hospital de Jesús).

Por su parte, el cronista Chimalpahin asegura que para 1522 los aztecas pudieron volver a sus casas. Como mano de obra, inferimos nosotros. Lo que dio pie, tal vez, a una canción cuya composición alrededor de 1523 ubica y traduce el historiador Miguel León-Portilla de la siguiente manera: 

Llorad, amigos míos, / tened entendido que con estos hechos / hemos perdido la nación mexicana (…) / Con cantos se animaban unos a otros en Acachinanco, / ah, cuando fueron a ser puestos a prueba allá en Coyoacán.

Un par de detalles reveladores, volviendo a la carta de Cortés, son el reparto de solares y nombramiento de alcaldes y regidores. Lo que pone a pensar que la traza de la ciudad de Tenochtitlan, al mando del geómetra Alonso García Bravo, ya estaría terminada para mayo de 1522, lo mismo que la formación del primer ayuntamiento, el cual precede al que está en funciones actualmente en el Zócalo de la Ciudad de México.

Otro asunto llamativo de esta carta es el nombramiento de Cuauhtémoc como gobernante de las parcialidades de Santiago y San Juan, fuera de la traza española. Un hábil movimiento por parte de Cortés, a quien le convenía mantener de su lado al último emperador de los aztecas. Desde luego que el título era puramente honorífico.

A Cuauhtémoc lo relevaron Juan Velázquez Tlácotl en 1525, Andrés Motelchiuh (el valiente jefe de barrio que había llegado maniatado a Coyoacán), Pablo Xochiquen, Diego de Alvarado Huanin y otros más hasta llegar a un tal Juan Bautista en 1609. La nobleza azteca aún a la mano, de un modo u otro.

La calle de Fernández Leal, en el barrio de la Conchita, donde mantuvieron su real coyoacanense los españoles después de la caída de Tenochtitlan. La casa en primer plano alojó el Ojo de los Camilos, uno de los manantiales de la zona. La foto pertenece a la colección Villasana-Torres.

X

Poco a poco los españoles comenzaron a sentirse como en casa en Coyoacán, quedando tan prendado Cortés que en su testamento manifestó el deseo de que sus restos descansaran allí, en un convento de monjas que no llegó a concretarse.

En Tenochtitlan recibió una cédula real que lo nombraba Juez y Gobernador y Justicia y Capitán General de la Nueva España y provincias y villas y lugares de ellas. Un documento firmado el 15 de octubre del año anterior que incluía instrucciones, asignación de sueldos (para él 360 mil maravedís al año) y prerrogativas para los conquistadores y pobladores.

Todo un honor que no alcanzó a saborear su esposa Catalina, muerta a finales de octubre o principios de noviembre de 1522, también en Coyoacán.

Catalina Xuárez Marcaida había desembarcado cerca de Coatzacoalcos en julio o agosto proveniente de Cuba. Lo que no agradó demasiado a Cortés, quien llevaba más de tres años sin verla y en ese entonces amancebado con la Malinche (próxima a darle un hijo).

Según José Luis Martínez, Catalina viajaría con un hermano y varias señoras e hijas y hasta una abuela.

Lo que pone a pensar que la traza de la ciudad de Tenochtitlan, al mando del geómetra Alonso García Bravo, ya estaría terminada para mayo de 1522, lo mismo que la formación del primer ayuntamiento, el cual precede al que está en funciones actualmente en el Zócalo de la Ciudad de México.

Mucha tinta ha corrido a propósito de la muerte de Catalina, y se ha llegado a afirmar que el mero día, en una fiesta, Catalina y Cortés habían reñido a causa de los celos de ella, o por haber hecho el marido un comentario poco afortunado sobre los orígenes humildes de ella, o bien, por un comentario que hizo ella a un capitán de artillería de apellido Solís:

“Vos, Solís, no queréis sino ocupar a mis indios en otras cosas de lo que yo les mando, y no se hace lo que yo quiero, y os prometo que antes de muchos días, haré yo de manera que nadie tenga que entender en lo mío”.

A lo que Cortés replicó:

“¿Con lo vuestro, señora? ¡Yo no quiero nada con lo vuestro!”

 El sobrino de Catalina, el referido cronista Suárez de Peralta, relata el episodio de aquella muerte de manera sucinta y sin comprometer a nadie: “Allí [en Coyoacán] estuvo con su marido el marqués del Valle [Cortés], y estando muchos días había en la tierra (ella era muy enferma de la madre [asma], mal que suele ser muy ordinario en las mujeres), una noche, habiendo estado muy contentos, y aquel día jugado cañas y hecho muchos regocijos y acostándose muy contentos marido y mujer, a medianoche le dio a ella un dolor de estómago, cruelísimo, y luego acudió el mal de madre, y cuando quisieron procurar remedio, ya no le tenía; y así entre las manos dio su ánima a Dios”. 

Luego dice que fue enterrada “en el pueblo de Coyoacán, donde tienen los marqueses del Valle su capilla”.

No obstante, en enero de 1529, durante el juicio de residencia contra Cortés, salieron a la luz ciertos detalles indeseados. Hubo testigos, por ejemplo, que mencionaron que el día de su fallecimiento, Catalina y Cortés habían tenido cierto altercado, luego de lo cual la señora se retiró llorosa a su habitación, y poco después de reunirse con ella este dio voces alegando que había muerto. Las criadas de Catalina insinuaron y hasta afirmaron que la víctima había sido “ahogada” por Cortés. También se habló por aquel entonces de señales en la garganta, labios hinchados y cuentas de oro de la gargantilla esparcidas por la cama y el suelo. Encima, Cortés no permitió que nadie revisara el cadáver.

“Y porque yo no sé más de esto (…) no tocaremos más en esta tecla”, se excusa Bernal.

Tampoco López de Gómara.

Poco a poco los españoles comenzaron a sentirse como en casa en Coyoacán, quedando tan prendado Cortés que en su testamento manifestó el deseo de que sus restos descansaran allí, en un convento de monjas que no llegó a concretarse.

XII

No deseamos extendernos de más, de forma que no nos detendremos en la visita de Juan Bono, enviado de Diego Velázquez, en septiembre de 1522, ni en la expedición de Cortés a la provincia de Pánuco, ni los peliagudos asuntos de Francisco de Garay, ni el cambio de ubicación de Veracruz en enero de 1523, ni la expedición de Pedro de Alvarado a Guatemala a inicios del año siguiente, ni el nombramiento de los primeros caballeros de Santiago en América, ni las primeras encomiendas, ni el viaje a Centroamérica por parte de Cristóbal de Olid, ni la llegada de los oficiales reales Estrada, Albornoz, Salazar y Chirinos –verdaderos dolores de cabeza para Cortés–, entre mil otros asuntos administrativos. Y coyoacanenses.

Sólo acabaremos diciendo que a mediados de 1523 inició poco a poco a habitarse el islote, que hoy corresponde al Centro Histórico de la Ciudad de México, y que el 13 de agosto arribaron al puerto de Veracruz los tres franciscanos flamencos Tecto, Aora y Gante, que dan ellos solos para una crónica aparte.

Se ignora mucho sobre los temas aquí expuestos, y ojalá algún día aparezcan los documentos y certezas que se necesitan para llenar los huecos.

Lo que sí sabemos es que el barrio de la Conchita, en Coyoacán, funcionó como proto-capital de la Nueva España durante no pocos meses, y en consecuencia fue ahí donde se concibió –in vitro– el embrión de nuestra suspicaz Ciudad de México, coyote de las Américas viejísimas.


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