Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Fue el contraste con el paraíso lo que me llamó la atención. Solo conocía la cara preciosa de la isla de aguas turquesas, arrecifes de coral, arenas blancas, vidas tranquilas, nada de delincuencia ni hordas de turistas. Hasta que Luz Marina Livingston, orgullosa raizal de Providencia, me abrió los ojos.

La imagen idílica esconde cientos de dramas que los nativos siempre prefirieron mantener ocultos, como si fuese un vergonzoso secreto de familia.

Ella estaba empeñada en agitar las conciencias, lanzar una voz de alerta, confrontar a los suyos con una realidad que viene de lejos y de tiempo atrás. Todos saben que existe, pero prefieren guardar silencio.

“Nos está matando”, admitió con voz firme Aminta Robinson, en una de las primeras entrevistas. “El narcotráfico nos está acabando”.


Además, conocen como la palma de su mano no solo los cayos y las barreras de coral que hacen tan difícil la navegación por esos mares, sino una de las rutas del Caribe más estratégicas que utilizaron los piratas desde tiempo inmemorial.


Luego fue una docente la que emitió idéntica sentencia, le siguió un pescador avezado y al coro de lamentos se unieron más isleños. Incluso varios que sucumbieron a la tentación de surcar las aguas en una lancha cargada de cocaína y pagaron un alto precio.  

“Esa imagen de paraíso no es real”, nos repetían quienes aceptaban hablar de frente, cansados de sufrir pérdidas de seres queridos. Lo real, insistían, es que llevan dos y tres generaciones soportando callados, tragándose las lágrimas, la tragedia de esperar en vano que regresen sin contratiempos abuelos, padres e hijos. Un día los vieron salir a navegar sin ser siempre conscientes de su verdadero destino y a unos los atraparon en alta mar y cumplen largas penas en Estados Unidos, Colombia o un país centroamericano; otros se perdieron en el Caribe, nunca aparecieron. Y algunos murieron después, asesinados en el continente. Todos ellos partieron con la inconfesable esperanza de coronar un cargamento.

Pero no busquen mafias ni poderosos clanes criminales en “Providencia, Viaje Sin Regreso”. En las pequeñas Providencia y Santa Catalina, de 17 kilómetros cuadrados y apenas cinco mil almas, solo encontramos víctimas.

No solo abrieron sus corazones para relatar sus desgracias y cómo sobrellevan tantas ausencias, también arrojaron luces para que el país comprenda las razones que empujaron a centenares de raizales a caer en manos del narcotráfico.

Quizá habría que comenzar por comprender su historia, tan diferente a la del resto de Colombia. Sus idiomas cotidianos son el inglés y el creole, dado que descienden de ingleses puritanos, que llegaron con sus familias tres siglos atrás, y de sus esclavos africanos. Heredaron de sus antepasados la pasión por el mar, por sus venas corre sangre marinera, son intrépidos navegantes. Además, conocen como la palma de su mano no solo los cayos y las barreras de coral que hacen tan difícil la navegación por esos mares, sino una de las rutas del Caribe más estratégicas que utilizaron los piratas desde tiempo inmemorial.

Hoy en día, ese mismo trayecto es paso obligado de las lanchas cargadas de cocaína que salen de las costas colombianas con destino a Centroamérica y a su mercado final estadounidense.

Nada más fácil para los narcos continentales que buscar raizales dispuestos a pilotar una nave. Y para los locales, no se trata de traquetear, sino de ponerse al timón de una lancha y conducirla a su puerto final. Les pagan elevadas sumas de dinero que muchos despilfarran, pero lo justifican por la escasez de fuentes de trabajo, una problemática que el conflicto judicial con Nicaragua agudizó. Al arrebatarles el mar, les limitaron la pesca y los convirtieron en intrusos en su propio territorio marítimo.


Todos tienen conocidos presos en Tampa, quizá el penal gringo donde más isleños cumplen sus penas.


Pero no parece explicación suficiente para los cientos de isleños que no volvieron, y los innumerables ejemplos no han sido suficiente escarmiento como para prevenirlos. Todos tienen conocidos presos en Tampa, quizá el penal gringo donde más isleños cumplen sus penas. Me conmovió la mezcla de rabia y tristeza de una abuela que contó que su esposo murió en la cárcel norteamericana donde llevaba veinte años; uno de sus hijos estaba tras las rejas en Colombia y otros parientes habían corrido suertes similares. Clamaba por trabajo en Providencia para evitar que siguiera el desangre.

Y recuerdo el profundo dolor de la hermana de un raizal asesinado en Barranquilla y la tragedia añadida de no haber podido trasladar el cuerpo a la isla para enterrarlo. En sus tradiciones ocupa un lugar destacado el intenso apego por su tierra y la necesidad de quedar sepultados en ella. Una tristeza que también causa heridas profundas en las familias de los raizales –alrededor de 800– que el Caribe se tragó.

Ojalá Providencia, Viaje Sin Regreso remueva la conciencia de los raizales y comprendan que no pueden seguir haciendo como si nada pasara. Es evidente que los gobiernos nacionales ni los entienden ni asumen su obligación de buscar soluciones viables. Por eso, deben ser ellos quienes den un paso adelante, reconocer las verdades y luchar para no seguir perdiendo amigos y familiares en una aventura marina que solo ha traído desgracias. 


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