Relatto | El cuento de la realidad
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La mañana del 23 de mayo en Bogotá, muchos nos levantamos con un vacío en el estómago. Sentíamos una mezcla de miedo y emoción. No era ese miedo que acojona, sino uno cargado de adrenalina, como el que se siente al deslizarse sin freno en una montaña rusa. Pero miedo, al fin y al cabo. 

La pandemia galopante multiplicaba los contagios y obligaba a los comercios a cerrar por varios días. O para siempre. Y una cuarentena estricta se anunciaba para ese fin de semana. Como si no fuera suficiente, un descontento visceral lanzaba a los colombianos por hordas a las calles para protestar: algunos con cantos, con música, con malabares. Otros, exhaustos o furiosos, lo hacían con gritos y desmanes, con la ira que produce la injusticia y las ganas de no dejar piedra sobre piedra. 

Sin embargo, ese domingo que arrancó con una sutil amenaza de lluvia y en contra de todos los designios, un grupo de 70 u 80 personas nos encontramos en una de las tiendas de Juan Valdez de la zona rosa bogotana, para formar parte de un poco común, aunque emocionante evento: una pintoresca y extrema celebración del amor.

Un mes antes, Christian Rojas, actor y bailarín venezolano, había anunciado la noticia: le pediría matrimonio a su novia, Esthefany Pérez, otra joven de Valencia, Venezuela, que había llegado a Bogotá un año atrás. Y lo quería hacer justo en esa tienda, donde seis meses atrás la conoció.

Pero lo de Christian nunca han sido las demostraciones opacas o tibias. El hombre que se ha hecho famoso por sus acrobáticos pasos de salsa de salón no iba a conformarse con una cena íntima. Necesitaba algo tan vistoso como la sensación que producen los fuegos artificiales para gritar a los cuatro vientos que se había enamorado. Soñaba con arrodillarse y pedirle a su novia, cantante y psicóloga de profesión, que aceptara su propuesta en medio de una atmósfera que realmente la sorprendiera. 

Y nosotros —los 70 u 80 para entonces desconocidos— estábamos allí reunidos para llevar a cabo un plan que Christian tenía fríamente calculado, pero que, dirá él, fue orquestado por el Espíritu Santo. 

Un mes antes, Christian Rojas, actor y bailarín venezolano, había anunciado la noticia: le pediría matrimonio a su novia, Esthefany Pérez, otra joven de Valencia, Venezuela, que había llegado a Bogotá un año atrás. Y lo quería hacer justo en esa tienda, donde seis meses atrás la conoció.

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La historia comenzó el 5 de diciembre de 2020, por Instagram, como suelen iniciar en tiempos digitales muchas relaciones. Christian, desde su casa en la ciudad de Miami, se encontró con el perfil de Esthefany y su corazón se detuvo. No podía creer lo que veía: aquellos ojos de un azul infinito, esa sonrisa que parece nunca esconderse, la dulzura con la que hablaba a la cámara en cada uno de sus videos. Era, sin lugar a dudas, la mujer de sus sueños.

Le escribió un mensaje, le avisó que pronto viajaría a Bogotá y le ofreció sus servicios como productor de videos. Ella aceptó y el 16 de diciembre se dieron cita para tomar café en la tienda de Juan Valdez (la misma donde ahora estábamos reunidos para asombrar a Esthefany). No hubo vuelta atrás. 

En ese local, cuya fachada tiene un mural que celebra el trabajo de los caficultores colombianos, y alrededor de una sencilla mesa de madera, “dos almas gemelas se encontraron”, comentaría Christian. 

Se dijeron un chiste o dos, bebieron un par de capuchinos e hicieron el recuento rápido y apropiado de sus vidas: la de él suma 41 años, la de ella 30. Y hubo mucha risa. El amor a primera vista viene normalmente envuelto en la emoción de una interminable carcajada. Después, por supuesto, vino una segunda invitación. 

No pasó mucho tiempo. Christian debía regresar a Miami, pero estaba decidido a no olvidar a Esthefany como se hace con una conquista de verano. Así que una tarde, con flores y su nombre escrito sobre hojas regadas por el suelo en una zona del extenso Parque Simón Bolívar de la ciudad, como en la mejor escena de una telenovela, le pidió que fuera su novia. 

Ella aceptó y el 16 de diciembre se dieron cita para tomar café en la tienda de Juan Valdez (la misma donde ahora estábamos reunidos para asombrar a Esthefany). No hubo vuelta atrás. 

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Solo meses después, tras algunas pocas visitas de Miami a Bogotá, pero muchísimas demostraciones grandilocuentes de amor, Christian tomó valor y llamó a los administradores de las tiendas Juan Valdez. Necesitaba su permiso para hacer su declaración en el lugar que había elegido. 

¿Quién podría negarse ante semejante invitación? En tiempos convulsos nada más refrescante que permitirle al amor que baile en tu propia casa. 

Con la bendición de la tienda, se encargó de todo lo demás: invitó a tres compañías de baile (La Fábrica, Salsa en Bogotá y Zumba) y practicó con ellas varias coreografías, pidió la mano al padre de Esthefany y, en cuanto el señor aceptó, les pidió que viajaran desde Venezuela —él, su esposa y Tommy, el perro de Esthefany— para ser protagonistas de su evento.

Durante poco más de un mes, todos los implicados seguimos las indicaciones del plan y ese 23 de mayo nos reunimos en el lugar elegido, esperando a que no sucediera nada catastrófico. 

¿Quién podría negarse ante semejante invitación? En tiempos convulsos nada más refrescante que permitirle al amor que baile en tu propia casa. 

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Sobre las dos de la tarde, Esthefany entró a la tienda e, inocente de lo que sucedía a su alrededor, se sentó junto a su prima y una periodista de Telemundo, las coartadas de Christian. Mientras tanto una cámara escondida registraba sus movimientos y unos cuantos actores improvisados nos hacíamos pasar por clientes comunes. 

Hasta que, de repente, los golpes de un bongó dieron la señal de partida para el espectáculo y una joven se puso a bailar enérgicamente frente a la mesa de Sthefany, cuya sorpresa fue evidente, aunque todavía no imaginaba lo que sucedería a continuación.

Poco a poco, los supuestos transeúntes comunes que pasaban por ahí se fueron animando con pasos sencillos y en pocos segundos la esquina de la calle 85 con carrera 15 en el norte de Bogotá se convirtió en una enorme pista de baile, con más de 60 bailarines en acción y la estrella central: un Christian disfrazado con un traje al estilo oriental y una peluca con rastas.

Desde la puerta del local, Esthefany, quien se había instalado en primera fila para ver el espectáculo, con risa nerviosa ya adivinaba quién podría ser el artífice y cuál el motivo del show. 

Un pirotécnico preámbulo para una emotiva petición de matrimonio, donde quedó claro que lo que empieza con una buena taza de café, en uno de los lugares donde mejor lo preparan en el mundo, sólo puede terminar de manera prodigiosa. 


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