Relatto | El cuento de la realidad
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De repente, en un descuido de las olas, se asoma la isla, una costra de tierra larga inundada por un mar que no se cansa de comerse las orillas. Al menos así se ven las Islas Malvinas* (Falklands) desde el aire. En tierra, esta costra es un paisaje duro, de ríos de rocas prehistóricas que cruzan los caminos sin árboles ni esquinas, azotados por un viento rabioso que reclama su espacio entre los techos y que cuando sacude las nubes deja ver un panorama que encandila. 

No es por capricho. Este archipiélago que se afirma en los ventarrones del Atlántico Sur se ha convertido en un destino reservado para turistas amantes de la naturaleza, la ciencia y la aventura. De ahí a enamorarse, hay un paso. Y a quedarse, hay otro. 

Ese amor por algo tan distinto a lo que estamos acostumbrados ha provocado que para muchos extranjeros este sea el lugar donde piensan enterrar sus huesos. Por algo, acá conviven 61 nacionalidades distintas entre apenas tres mil habitantes, acostumbrados a una apacible vida sin cesantía, a una cárcel que no tiene presos, a una confianza campechana con la que dejan los autos abiertos, pero, sobre todo, a la simpleza de pasar cada día sin mayores ambiciones. 

Por eso, acá las probabilidades de quedarse son altas. Muchos han venido de paso unas cuantas veces para hacer mil trabajos distintos y siempre han terminado en lo mismo: quedándose. 

Después de la guerra de 1982, los isleños se habituaron a disfrutar el momento. “No somos dueños de nada”, dicen. La frase se afirma hasta en lo más simple. Por ejemplo, en las Malvinas* es imposible hacer planes. Más bien, uno los hace, pero nadie asegura que se cumplan. En un día, el viento puede echar por tierra tus deseos, como recorrer la costanera o cruzar en avioneta hacia alguna de las 778 islas que arman este puzzle de tanta historia.

Es difícil asimilar lo que resulta de esa mezcla caprichosa que forman las voluntades de provenir de un pueblo patagón multicultural, el estilo de vida impecable y desarrollado de territorio británico de ultramar y las cenizas cada vez más extinguidas, pero no apagadas, de lo que fue la guerra. El viento hizo su trabajo. Revolvió todo para forjar en los isleños un espíritu tolerante, abierto, pero sobre todo respetuoso. Si bien Gran Bretaña solo maneja la defensa y las relaciones exteriores (y acá se levanta, con orgullo, el sentido de ser isleño como nacionalidad), en las Malvinas* es imposible sacudirse la idea de estar en un pueblito inglés, perdido en Europa. Acá todo funciona bien y para bien. Con paciencia, aún muy lejos del gusanillo de las ambiciones que corroe cuando uno ha nacido en el continente. 

Por ejemplo, en las Malvinas* es imposible hacer planes. Más bien, uno los hace, pero nadie asegura que se cumplan. En un día, el viento puede echar por tierra tus deseos, como recorrer la costanera o cruzar en avioneta hacia alguna de las 778 islas que arman este puzzle de tanta historia.

Pese a lo agreste, el clima no es muy diferente a lo que podemos encontrar, por ejemplo, en la ciudad chilena de Punta Arenas. Es raro que en la época turística —que va de septiembre a fines de marzo— alguien se queje de que realmente haga frío. Si el viento lo permite, es posible recorrer distintos atractivos que, en la época de cruceros, asumen con esa paciencia de la que hablamos a los miles de turistas que recorren la larga costanera de Ross Road y que por algunas horas duplican la población que habita en Stanley, la capital, que no ambiciona más que mostrarse en unas cuantas manzanas. 

A los cruceros —que generalmente vienen por el día— se les hace un resumen del paraíso, en recorridos que duran unas cuantas horas. Se les sugiere, por ejemplo, visitar algunas de las estancias que se niegan a perder la tradición de la esquila, como Fitzroy o Long Island, donde miles de ovejas aún pastan soberanas. Lo que antes fue la principal entrada de divisas para este pueblo autónomo, ahora ha abdicado en favor de la venta de derechos de pesca del calamar, del turismo y de la inversión de ahorros por parte del gobierno local. Esos ingresos son más que suficientes para jactarse de ser una nación incluso con niveles de subempleo, lo que provoca el atractivo de muchos inmigrantes que aportan diversidad a una mezcla que sorprende. 

Somos parte de este pequeño pedazo de mundo de contradicciones —dice John Fowler, un exprofesor que acaba de cumplir 50 años viviendo en la isla—. Somos pacientes, pero el clima nos maneja. Somos pacíficos, pero tuvimos una guerra. Somos isleños, pero nos creen británicos. Somos una mezcla de nacionalidades, pero estamos mimetizados. Así debe ser el paraíso, ¿no?"

Aunque uno venga de paso, hay una parada hacia el norte de Stanley, en Volunteer Point, que exige una visita. Es una playa en que los pingüinos rey han establecido una colonia poderosa y que a las Malvinas* le da mucho sustento para hablar de su indiscutible sitial como reserva de la naturaleza. Es un festín el que acá se dan científicos, fotógrafos naturalistas y toda clase de ambientalistas incapaces de entender cómo en tan pocas tierras hay espacio para tanta diversidad de aves, orcas, elefantes y leones marinos, además de cinco de las siete especies de pingüinos conocidas hasta ahora y que han hecho de este lugar su refugio intocable. 

Hay puntos más extremos, como Carcass, Saunders o Pebble, por el norte, o bien los imponentes acantilados de Port Stephens, en el suroeste. En la parte más austral, Sea Lion es otra impresionante colonia de pingüinos y de arenas como harina donde se puede caminar, con precaución, entre los juegos y peleas torpes de los elefantes marinos, unos colosos de piel dura que pueden llegar a pesar cuatro toneladas. 

En Stanley, si se quiere, se puede hacer todo. O nada. Sentarse en un banquito de la costanera para ver pasar las estaciones en un rato o caminar hasta los bares que cerca de las once de la noche tocan una campana para anunciar que es tiempo de la última ronda. Los isleños dicen que, si se mira con paciencia, las Malvinas* nunca han cambiado. Ni siquiera la presencia de inmigrantes de lugares tan diversos ha modificado las costumbres. Acá se mezclan. O más bien, se mimetizan. Como la canción de Serrat, es normal que en el bar, en el gimnasio o en la escuela converse el legislador con el carpintero. Y que compartan. Y que se incluyan.

Por eso, no hay temores ante lo que se avecina. La inminente explotación del petróleo en altamar —con el consiguiente arribo de una fuerza laboral inusitada— podría alterar la calma a lo largo del territorio. Pero los isleños confían (quizás saben) en que nada cambiará.

 “Somos parte de este pequeño pedazo de mundo de contradicciones —dice John Fowler, un exprofesor que acaba de cumplir 50 años viviendo en la isla—. Somos pacientes, pero el clima nos maneja. Somos pacíficos, pero tuvimos una guerra. Somos isleños, pero nos creen británicos. Somos una mezcla de nacionalidades, pero estamos mimetizados. Así debe ser el paraíso, ¿no?”.

Llueve. Destapándose de las sábanas de nubes, el atardecer cae sobre los techos coloridos que se desgranan a lo largo de Stanley. El viento desprolijo revolotea el cielo y las estrellas. Hay que vivirlo, porque después de todo, el paraíso dura poco y no nos pertenece. Porque no somos dueños de nada.


*Islas Malvinas (Falklands) es el nombre que utiliza la Organización de las Naciones Unidas (ONU) cuando se refiere al archipiélago en español, y Falkland Islands (Malvinas) cuando lo hace en inglés.

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