Relatto | El cuento de la realidad
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Las manos de Eduardo Restrepo son duras como cascos de fragata. La artrosis, ese dolor que heredó de su madre y que ha compartido con sus hermanos, se empecina en petrificarle los nudillos, en hacer de su puño un mazo cerrado. Pero eso no le impide manipular clavos minúsculos, tomar unas pinzas, inclinarse sobre la mesa de su taller, afilar su ojo y trabajar según dicten el tiempo y el temperamento hasta ver unas láminas de madera convertidas en un buque o en una carabela.

Eduardo Restrepo tiene ochenta y seis años.

Imagina y construye.

Barcos a escala.

El primero que hizo fue a mediados de los ochenta. Trabajaba en una compañía petrolera cuando decidió comprar un modelo para principiantes del Golden Hind, el galeón con el que el corsario Francis Drake asedió las costas de América en el siglo XVI. 

Ese barco fue una lección de paciencia y también el lienzo de su primer arrebato creativo. Para darle un color más natural a los trozos de tela que harían las veces de velas, Restrepo las tiñó con té para volverlas más opacas, como curtidas por el sol y el salitre. Sin embargo, al cabo de un tiempo su método para envejecer artificialmente la tela dio como fruto una degradación real: sobre las velas, inscritas con las iniciales rojas de Elizabeth Regina, empezaron a aparecer colonias de hongos. 

Las manos de Eduardo Restrepo son duras como cascos de fragata. La artrosis, ese dolor que heredó de su madre y que ha compartido con sus hermanos, se empecina en petrificarle los nudillos, en hacer de su puño un mazo cerrado.

Aunque su interés por esta labor pueda dar la impresión de un hombre pasivo, reticente a las posibilidades del mundo exterior, lo cierto es que su vida ha transcurrido en el campo remoto, entre máquinas enormes y ruidosas. Estudió mecánica en Estados Unidos y durante mucho tiempo trabajó en Ecopetrol. Al retirarse, lo reclutaron para la construcción del incipiente oleoducto Caño Limón-Coveñas, que recorta toda una esquina de Colombia con una línea dúctil de más de setecientos kilómetros. Luego montó minas de cobre en Chile y arregló bombas centrífugas en la Patagonia. Y así estuvo hasta los ochenta y un años, recorriendo el continente para ensamblar monstruos de acero y asesorar proyectos que aparecerían en las pesadillas de un miniaturista.

De lado siempre estuvieron los barcos, como un silencioso rito reservado para los tiempos libres. Mientras estuvo activo en sus labores desmesuradas, Eduardo Restrepo no dejó de trabajar en sus modelos. Acondicionó un bar, uno de esos empotrados típicos y casi nunca utilizados de los apartamentos viejos de Bogotá, para montar ahí su taller. Instaló sus utensilios, sus pegamentos y una lijadora, pero los inconvenientes de trabajar ahí eran innegables y su familia no disimulaba al manifestar su disgusto.



"¡Ya se va a llenar de polvo la biblioteca!" reclamaba su esposa, María Isabel Londoño, cada vez que veía que Restrepo se preparaba para el ritual. 

Al reclamo le seguían los portazos cercanos y consecutivos de sus hijos, Diego y Andrés, que se encerraban en sus habitaciones para escapar del chillido punzante de la lijadora y el ínfimo pero constante martilleo contra las tracas. 

Hace cuatro años se liberó un pequeño cuarto contiguo a la cocina del apartamento y de inmediato Restrepo lo tomó como guarida. Ningún rincón de ese lugar revela hoy su pasado de experto en álabes e impulsiones; se trata más bien de un taller de oficios múltiples, dotado con materiales de carpintería, odontología, veterinaria o cualquier disciplina que le ofrezca herramientas para darle forma a sus barcos. Con agujas hipodérmicas, de las que se usan para vacunar al ganado, aplica el pegante que une las láminas de madera; con unas pinzas diseñadas para acomodar algodones en los escondrijos de la boca agarra los materiales que de otra manera se le escaparían de los dedos. Como el mundo de los barcos a escala pertenece todavía al orden de unos pocos iniciados, cuando no encuentra la herramienta precisa ni alguna otra que la sustituya, echa mano de su recursividad de mecánico para fabricarse la pieza que necesita.

Acondicionó un bar, uno de esos empotrados típicos y casi nunca utilizados de los apartamentos viejos de Bogotá, para montar ahí su taller.

Pese a que cada barco trae un manual de instrucciones, Restrepo se considera un autodidacta. Muchas veces se deja llevar por la intuición, se aleja de la fórmula, sigue sus propios métodos y añade detalles que le dan otra dimensión a los barcos, más allá de la de la réplica. Cuando terminó la Santa María, la carabela con la que Colón llegó al Nuevo Mundo, fue hasta una tienda religiosa, cercada por sex shops con disfraces eróticos y kits de sadomasoquismo en las vitrinas, para conseguir una estampa de la Virgen con la que adornó la popa.

La construcción de estos barcos, lo supo desde el comienzo, es una tarea de paciencia. En promedio le toma un año acabar cada modelo y nunca se fuerza para sentarse a trabajar. Con frecuencia comete errores, descubre que faltan piezas o le entran ganas de tomar el barco y estrellarlo contra el suelo. Algunas láminas de madera pueden tener el grosor de una hoja y debe buscar la curva exacta para que se amolden a la estructura del modelo: con lo escasas que son, romper o rasgar alguna puede marcar la diferencia entre terminar o no un barco. Según su estado ánimo trabaja por tres o cuatro horas seguidas, con valles que llegan a extenderse por días enteros en los que no pone un pie en su taller. 



El total de su obra suma catorce barcos. Salvo el Mayflower, que tiene su hijo Andrés, todos están en una suerte de galería privada repartida entre dos salas de su casa. Los protege en unas urnas de cristal que ha ido cambiando por acrílicos para que no se conviertan en armas mortales en caso de un temblor o de un mal movimiento. Sólo dos veces las piezas han salido de su casa. La primera fue hace unos años, cuando en el centro comercial Atlantis se organizó una feria naval. Por casualidad, su hijo Nicolás se enteró de que el hombre encargado de llevar barcos a escala no iba a poder cumplir, y al poco tiempo la Santa María intervenida y otros cuatro o cinco de sus modelos estuvieron expuestos para los clientes. En otra ocasión, su versión del Rey del Misisipi, un barco a vapor que recuerda a los que en alguna época navegaron por el río Magdalena, se exhibió en una tienda de hobbies en otro centro comercial. 

En promedio le toma un año acabar cada modelo y nunca se fuerza para sentarse a trabajar. Con frecuencia comete errores, descubre que faltan piezas o le entran ganas de tomar el barco y estrellarlo contra el suelo.

Antes de iniciarse en esta carpintería de ribera seca no tenía mayor idea de quillas y listones, de grimpolas y baupreses. Tantos años cerca de los barcos y los manuales lo han sumergido en un mundo que cuenta con su propio vocabulario, que no pocas veces es un descubrimiento etimológico. Ahora sabe, por ejemplo, que cuando se manda a alguien al carajo, ese destino remoto no es otro que el balcón de la parte alta de los mástiles, el lugar movedizo al que ningún marinero quisiera ser enviado. 

Durante una época en la que trabajó en el montaje de una refinería en Tumaco, en el suroccidente colombiano, se le encargó medir las corrientes marinas a bordo de un planchón. El horizonte le bailaba, y desde entonces supo que nunca podría soportar el oleaje ni las condiciones inhumanas de alta mar. Por eso nunca ha hecho un gran viaje en barco, salvo algunas vacaciones familiares en un crucero, esos hoteles flotantes que en nada se parecen a las embarcaciones en las que los hombres se lanzaron a lo desconocido, le dieron la vuelta al mundo, y que fueron las primeras tumbas de sus navegantes. En su colección tiene al Mayflower, el barco que en el año 1620 llevó a los peregrinos ingleses a Massachusetts; el Constitution, que ha estado al servicio de los Estados Unidos durante más de doscientos años; y el Victory, a cuyo mástil fue atado el cuerpo del almirante Nelson cuando cayó abatido en la batalla de Trafalgar. 

Durante una época en la que trabajó en el montaje de una refinería en Tumaco, en el suroccidente colombiano, se le encargó medir las corrientes marinas a bordo de un planchón. El horizonte le bailaba, y desde entonces supo que nunca podría soportar el oleaje ni las condiciones inhumanas de alta mar.

Ni sus hijos ni su esposa, con quien se casó bajo la bendición de Camilo Torres antes de que el cura se fuera al monte a librar la lucha guerrillera, se han contagiado de su entusiasmo por la construcción de estos barcos. Lejos del tedio que les provocaba la actividad cuando Restrepo los fabricaba en sus narices, ahora ven con afecto aquella flota móvil anclada en las estanterías de su casa, y no descartan la posibilidad de encontrar un lugar que algún día pueda exponerla al público.

No pocas veces el mar ha sido metáfora de la muerte. T.S.Eliot la describió como un descenso por su garganta, Jorge Manrique la vio como la desembocadura de los ríos que son nuestras vidas. Eduardo Restrepo, firme e intacto en virtud de su empeño, es consciente de que a cada familia le corresponde su patria boba, un periodo en el que los herederos liquidan el patrimonio al peor postor antes de darse cuenta del valor de lo que han regalado. Por eso desde ya se anticipa a ese descenso y a esa desembocadura, y empieza a pensar en la mejor forma de que sus barcos, tras separase de sus manos duras, queden en unas más suaves que también sepan conservarlos. 


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