Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Una tarde de enero, hace cerca de tres años, llegué a Leticia, la capital del departamento del Amazonas, en Colombia. Podría decirse que viajé bien acompañado. Iba con un amigo del colegio, quien aseguraba ser experto en temas de selva, y con mi equipo de fotografía (dos cámaras, lentes, cargadores, bolsas antiagua, flashes, stands y varias memorias). También iba vestido como lo ameritaba la ocasión: varias capas de ropa para enfrentar los bichos de tamaño descomunal que encontraría, botas de caucho, poncho, sombrero, gafas y guantes. A la temperatura que suele pasar los 30 grados centígrados y a la humedad habitual de la región, le subí fácilmente 20 grados con mi atuendo. La sensación térmica era tan fatigante y ardiente que parecía estar muy cerca del mismísimo infierno.

Mi misión era una y clara: quería ver cara a cara a El Diablo. Al chamán de chamanes, al “papa” de los indígenas, al personaje más importante de las comunidades nativas del Amazonas. El hombre, que estaba muy cerca de los 80 años, se hizo famoso gracias a sus poderes curativos con los que ha sanado a propios y extraños: devuelve a la vida a los moribundos, cura heridas del corazón, hace danzas con rezos y cánticos en lenguas para ser oído en el más allá y celebra rituales colectivos y humeantes en su maloca (casa familiar que utilizan en la selva amazónica).


La sensación térmica era tan fatigante y ardiente que parecía estar muy cerca del mismísimo infierno.


Llegar a él fue todo menos fácil. La travesía tuve que hacerla por río y por tierra. Primero, recorrí más de 45 kilómetros en una canoa de madera piloteada por Carlos, un hombre sin dientes pero sonriente, quien aprendió a moverse entre la furia del río más caudaloso del mundo desde que era un niño. A él, de quien ya no recuerdo su apellido, le agradezco esa primera parada en un restaurante peruano, donde probé el muy exquisito y crocante chicharrón de pirarucú. Posteriormente, caminé más de 20 kilómetros entre una vegetación frondosa cuyos árboles parecían incrustarse en el cielo y los sonidos de los animales salvajes se oían en estéreo y dejaban el corazón desbocado y los sentidos alerta.

Pero allí, donde las condiciones resultan inhóspitas y desafiantes para muchos, descubrí una sociedad indígena unida por lazos mucho más profundos que los lujos insípidos de una vida en la ciudad. En el Amazonas, hombres, mujeres y niños viven de la pesca, del comercio que viaja entre fronteras y de las costumbres en las que han ido entrelazando leyendas y herencias ancestrales de sus antepasados. Las miradas de los vecinos del río Amazonas son miradas de desconfianza, pero hay en ellas algo de esperanza. Sentí el peso de la tristeza en los viejos que esperan que el río les traiga alguna migaja de desarrollo. También, la alegría de los niños que juegan descalzos e inocentes sin pedir nada más al destino. Allí, en ese río y en esa selva, los pequeños lo tienen todo.

  

Primero, recorrí más de 45 kilómetros en una canoa de madera piloteada por un hombre sin dientes pero sonriente, quien aprendió a moverse entre la furia del río más caudaloso del mundo desde que era un niño.


Caminé durante horas entre raíces y troncos enormes. Empecé a agotarme. Sentí cómo cada gota de sudor bajaba por mi cara y, aunque me había untado hasta en el cogote el repelente hecho con alcohol y tabaco, no pude evitar que me picaran bichos endémicos, como el arador (también conocido como cuitiva). Este insecto entra por los poros, camina dentro de la piel y sale para volver a introducirse en el siguiente orificio abierto. El interminable tejido que hizo el bicho a través de mi piel produjo una rasquiña tortuosa que me duró semanas. 

Finalmente, con más picaduras de las que hubiese podido contar, llegué a la maloca, pregunté por él y me encontré de frente con el hombre que buscaba. Bueno, lo hice segundos después de oír un grito: “Párese, viejo hijueputa, que le llegó visita”. Era Gloria, su mujer. 

Ahí estaba El Diablo y puedo asegurar que no tiene cuernos, ni cola, ni dientes. Tampoco huele a azufre. Lo que sí expedía era un tufo a cerveza en honor a los cuatro días que llevaba de fiesta. No vestía ninguna indumentaria ceremonial. Para pasar la resaca de muerte había elegido una camiseta raída de un equipo de fútbol brasilero, que no pude identificar por lo desteñida que estaba, y una pantaloneta que conoció mejores épocas. El Diablo pertenece a la tribu de los huitotos. Nació hace 79 años, pero lleva vividos unos 150. Quizás porque a él vuelven ancestros y espíritus otorgándole poderes. 

Entre una humareda que formaban el sahumerio de mambe (mezcla de cenizas de yarumo, coca y otras plantas exóticas) y el cigarrillo marca Pielroja sin filtro que fumaba, el viejo me saludó y se presentó como curandero, brujo y maestro. Hablamos un rato, aunque entendí poco debido a que se expresaba en una jeringonza en la que el español hacía su aparición de vez en cuando en medio de no sé cuántos dialectos. Me pareció que mencionaba algo acerca de sus milagros y de la gente que iba en busca de remedios para el mal de amores, de ojo, para alejar a los espantos malignos o para curar el mal de estómago, que es siempre el peor. Por segundos su cara se perdió entre el humo verde que exhalaba y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano por leer sus labios.

Confieso que estaba nervioso. Entre los animales salvajes y la lejanía del cemento, su idioma inconexo me resultó perturbador. Mientras El Diablo hablaba, agachado –nunca se sienta–, yo intenté encontrar el camino de su mirada perdida. Luego, observé alrededor de la maloca en busca de realidad en esa escena surrealista y regresé a sus gestos. Igualmente, perdido. Estábamos ahí, en medio del pulmón del mundo, a kilómetros de la civilización, sudando en cantidades industriales y con sed. Muchísima sed. 


Ahí estaba El Diablo y puedo asegurar que no tiene cuernos, ni cola, ni dientes. Tampoco huele a azufre.


De pronto, movió los ojos de un lado para otro, como buscando pasado y futuro. Después los cerró y levantó mucho las cejas. Entonó oraciones y cánticos en su dialecto. Para un primíparo como yo, todo resultaba extraño. Me sentí como viviendo en carne y hueso un documental de National Geographic, en el que yo era la bestia en estudio. De golpe, suspendió el canto, murmuró bajito y Panduro, un indígena que estaba cerca prestando atención, salió despavorido. A los pocos minutos, llegó con un tarro lleno de mambe para recargar. 

Conmocionado y confundido, no le quité los ojos de encima. Y casi con sutileza felina, me acerqué a él aún más. Asentí con la cabeza inclinada, intentando parecer menos despistado. El sujeto, en su trance, hizo algo parecido a bendecirme. Y yo, mareado, estuve a punto de irme al más allá. Hasta que, por fin, en un fugaz instante de lucidez o quién sabe de qué, logré ver al hombre místico y mágico al que su pueblo venera. 

Ese día regresé a Leticia. Navegué de vuelta por el Amazonas. Vi la vida alrededor del río. Niños y ancianos. Blancos, negros e indios. Caminé otra vez por senderos endemoniados en la profundidad de la jungla. De nuevo, los bichos me acribillaron. Y viajé a Bogotá, con la tranquilidad de haber cumplido el cometido. Dicen que todos los caminos conducen a Roma. Pero no: hay uno, muy húmedo y caliente, que lleva a El Diablo. 


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