Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Tuve fascinación por Platón cuando estaba en el colegio. Su concepto del amor más la mezcla de información consumida en los novelones latinoamericanos y la versión de amor romántico hollywoodense, me llevaron a buscar personajes, en este caso actores, para descargar en ellos la responsabilidad de aquella mixtura tan extraña sobre el concepto del amor que creé en mi juventud.

La versión que Platón citaba del amor como la locura divina, la búsqueda de la conexión con la eternidad y el desear lo que no se posee, arranca con la identificación de la belleza física, se extiende a la búsqueda de la belleza del alma, para luego trascender hacia la belleza por sí misma. 

En el año 2004, al actor germano español Daniel Brühl le cayó todo ese peso (pobres los artistas, ¡tantos seres humanos invadiéndolos con sueños, frustraciones y apegos!) gracias a su actuación en la película Goodbye Lenin, donde su personaje, Alex, buscaba conservar el universo ideal para su mamá. Yo, en ese mismo año, fui perdiendo poco a poco a la mía tras la agonía del cáncer.

Su concepto del amor más la mezcla de información consumida en los novelones latinoamericanos y la versión de amor romántico hollywoodense, me llevaron a buscar personajes, en este caso actores, para descargar en ellos la responsabilidad de aquella mixtura tan extraña sobre el concepto del amor que creé en mi juventud.

Fuera de su belleza física, innegable al menos para mí, su performance de Alex encarnó ese amor ideal y buscado con saciedad fallida durante mi adolescencia. Se convirtió en un amor platónico. Con su interpretación de Fredrick Zoller en Bastardos sin Gloria, esa personalidad machista, narcisa, que se jacta con orgullo de su rol de asesino, me llevó al siguiente nivel del que habla Platón sobre el amor. Ese Brühl es un señor actor. Es un artista, concluí. 

Trece años después supe que vendría a Cartagena de Indias, al Hay Festival 2022. Una bella disculpa para salir de mi encierro, sobre todo emocional, a causa de costumbres malsanas que adquirí durante la pandemia. Me decidí a volver a agarrar mi cámara, única herramienta para hacer lo que más me gusta en la vida y que por poco olvido: retratos. 

Viajé a Cartagena con la absoluta convicción de querer fotografiar a Brühl. 

Fuera de su belleza física, innegable al menos para mí, su performance de Alex encarnó ese amor ideal y buscado con saciedad fallida durante mi adolescencia.

Cuando se es fotógrafo y uno se enfrenta por medio de la cámara a ídolos o a personas que podrían catalogarse como famosos o influyentes, se asume que nuestro comportamiento debería ser como lo expone Platón, no el filósofo, sino el fotógrafo especialista en retratar el poder. Él dice que el sujeto a fotografiar es un ser humano más y que nuestras emociones y la relación idealista que se tiene con el personaje deben quedarse detrás de la puerta. Porque la foto no es para uno. 

Ahí la vanidad y el ego tienen un rol que puede salvar o hundir al fotógrafo. Y acabar con la foto. Uno (como fotógrafo) solo es un vehículo para que los espectadores observen la versión que uno plasma con un clic. Uno puede meter el gol. Pero quien realmente lo goza es la hinchada a la que le gusta ver el mundo a través de la fotografía. Sin embargo, el motor de mi carrera es precisamente la adrenalina que me produce enfrentarme con estos seres humanos. Me cuesta aplicar las palabras del fotógrafo Platón.

Uno puede meter el gol. Pero quien realmente lo goza es la hinchada a la que le gusta ver el mundo a través de la fotografía.

Nuestro equipo de trabajo en Cartagena estaba conformado por viejas amigas del mundo universitario y de una época nostálgica de cuando en Colombia se hacían buenas revistas impresas. Con ellas creamos una agenda para fotografiar a cuantos invitados pudiéramos durante los cuatro días del Hay Festival.

Comenzamos con Irene Vallejo. Al verla, encontré un personaje que parecía salido de la cabeza de Guillermo del Toro. Y debo confesar que no sabía quién era, porque, paradójicamente, me falta exploración y conocimiento del mundo literario. No tuve más de tres minutos para fotografiarla y en ese tiempo tuve a mis espaldas a unas señoras que buscaban la manera de meterse en mi encuadre para acercarse a Irene y tomarse selfies con ella. Algunas veces pienso que los avances tecnológicos —hoy todo el mundo cree ser fotógrafo con un celular en las manos— y la imprudencia de algunos han invisibilizado esta profesión. Y pongo mi carrera en duda. 

***

El día anterior me encontré con mi antiguo profesor y uno de los fotógrafos más importantes del mundo: el maestro Ruvén Afanador. No había podido fotografiarlo aún. Sin embargo, lo agarré en la inauguración de su exposición Las Hijas del Agua y capturé un momento de camaradería junto a María Clemencia Rodríguez (esposa el expresidente de Colombia y premio Nobel de Paz, Juan Manuel Santos).

Las únicas palabras que había cruzado con ella en la vida fueron un pequeño llamado de atención que me hizo cuando fotografiaba a su marido para la portada de su más reciente libro en calidad de expresidente: “Esa camisa está arrugada, es inadmisible”, clamó. “Tranquila, María Clemencia, yo la plancho con Photoshop”, le respondí.  No haberle hecho caso me costó horas de trabajo en el computador. Se lo confesé. Y con esa historia rompimos el hielo para causarle algo de risa a Ruvén.

Algunas veces pienso que los avances tecnológicos y la imprudencia de algunos han invisibilizado esta profesión.

Luego llegaría el turno del periodista y escritor Felipe Restrepo Pombo. “¿Te meterías a la piscina? ¿Te le mides a buscar algo más extraño?”, me aventuré.  “Confío en ti —me respondió—. Pero me tienes que dejar más guapo que Jude Law”. Su parecido con el actor es innegable, y a diferencia de casi todos los escritores que aborrecen ser fotografiados, a Felipe le gusta. Había que aprovecharlo. Me dio 45 minutos. Esto en el mundo literario es una eternidad.

El escritor colombiano Felipe Restrepo Pombo.

Siempre he pensado que entre el universo de la literatura y los que vivimos de crear imágenes existen ciertas incompatibilidades. A los escritores no les gustan las fotos y en este festival no hay mucho tiempo para que los invitados puedan ser fotografiados. A menos que seas Daniel Mordzinski, el celebre fotógrafo del Hay Festival.

Cuando llegó el momento de fotografiar al renombrado cronista de la revista The New Yorker, Jon Lee Anderson, lo miré inquieta y pregunte:

—¿Está bien si te hago unas fotos?

—Sí, a menos que quieras un Mordizinski.

—¿Qué significa?

—Que me vas a poner manzanas en la cabeza o voy a tener que hacer malabares con ellas.

Siempre he pensado que entre el universo de la literatura y los que vivimos de crear imágenes existen ciertas incompatibilidades.

El cielo estaba azul y Jon Lee Anderson me lleva más de veinticinco centímetros de altura. Era el momento de hacer un encuadre inspirado en Quentin Tarantino, como aquella última toma de Bastardos Sin Gloria. Pero sin cuchillos ni manzanas. Solo él.

Habían pasado varios meses, muchísimos, desde que no hacía este tipo de fotografías. Muero de pánico al hablar de años porque siento que, desde que estamos en el mundo Covid, he perdido la noción del tiempo.

En fin, últimamente, en mis trabajos, han sido los personajes quienes vienen a mí, y yo cuento con un set planeado y coreografiado. Parte de su labor es darme el tiempo indicado para crear la imagen perfecta.

Así que entre los personajes que no deseaban ser fotografiados, el contar con poco —o nada— apoyo en iluminación y locaciones sin premeditar, se generó un coctel peligroso que me podía llevar al fracaso. Como el que efectivamente me sucedió cuando retraté a los integrantes de Los Danieles, el portal de periodismo de opinión más importante de Colombia. La foto salió mal. Sin embargo, fui testigo de la primera reunión física de este equipo, tras la eterna virtualidad, que cuenta con plumas consagradas del periodismo iberoamericano: Daniel Coronell; Daniel Samper Pizano; su hijo, Daniel Samper Ospina (mi jefe y mentor por una década, en la revista Soho) y la revelación del periodismo de opinión, Ana Bejarano, un agudo y necesario contrapeso para estos tres Danieles. La confianza me traicionó y las pilas del flash lo arruinaron todo. Encima, toda clase de dudas me venían a la cabeza. Podría estar en estos momentos fotografiando al otro Daniel, el de mis amores platónicos. 

Mi peor descalabro como fotógrafa. Reuní a cuatro leyendas del periodismo y el flash me jugó una mala pasada.

La noche anterior de la fracasada foto con Los Danieles había por fin conocido a Brühl, durante una fiesta organizada por el festival. Lo único que quise evitar fue convertirme en una de esas fans insoportables, así que no fui capaz de decirle que lo quería fotografiar a toda costa.

Por fortuna lo hizo María Fernanda Barbosa, mi coequipera y amiga universitaria. Brühl me dijo que estaría en horas de la mañana siguiente en el hotel Santa Clara para ser fotografiado por otro Daniel, Mordzinski, el de las manzanas.

Definitivamente, era un escenario confuso repleto de seres humanos llamados por el mismo nombre. ¿Acaso cuántos Danieles había en el Hay Festival? 

No entendí el mensaje de Brühl. No supe si había aceptado ser fotografiado por mí o me estaba sacando el cuerpo. ¿La cita sería a la misma hora en la que yo debía fotografiar a los columnistas? Lo que sí recuerdo con claridad fue que reiteró una sospecha que yo tenía sobre Tarantino. Este director no tolera la improvisación. Los actores deben seguir al pie de la letra su guion. Brühl me contó que, a pesar de que Tarantino no sabía hablar francés, si su personaje de Fredrick Zoller cambiaba alguna palabra del libreto, por más mínima que fuera, Tarantino se daba cuenta y paraba la escena. Nada fácil para un actor con impecable genialidad para improvisar.

En mi versión "groupie" junto a Daniel Brühl durante la noche del coctel. Mi amiga María Fernanda Barbosa, dueña de una seguridad arrolladora, le pidió que posara junto a mí. Aunque yo iba tras su retrato, lo único que obtuve fue una foto con cara de fan haciendo el ridículo.

***

Unas horas antes de conocer a Brühl, tuve una reunión que había estado esperando por más de cinco años. La escritora Piedad Bonnett y yo compartimos el mismo dolor. No fue fácil fotografiarla porque no podía dejar de hablar con ella. Al final, creo que ambas nos sentimos cómodas y ella quedó satisfecha con su retrato.

Así que entre los personajes que no deseaban ser fotografiados, el contar con poco —o nada— apoyo en iluminación y locaciones sin premeditar, generaron un coctel peligroso que me podía llevar al fracaso.

Para facilitarme momentos de improvisación, opté por utilizar velocidades bajas y hacer barridos con personajes. Tanto el retrato de Piedad como el del escritor Jonathan Franzen fueron realizados con este recurso. Antes de que llegara mi momento con Franzen, una voz femenina del periodismo nacional me advirtió que el escritor estadounidense era "arisco" con las fotos. Quizás su comentario me llevó a inspirarme en la portada de un disco de Placebo llamado Meds, una banda inglesa de rock alternativo, que usé varias veces como banda sonora a la hora de editar fotografías para juntar las experiencias personales y sensoriales que me regala la música.

El ejercicio funciona muy bien para esos momentos en los que la improvisación y el miedo a la cámara pueden resultar molestos para el retratado. 

El escritor norteamericano Jonathan Franzen espantando a la fotógrafa.

Finalmente llegaron los momentos de agonía porque el tiempo se agotaba y no había logrado la meta de fotografiar a Daniel, el actor. El festival contaba con pocas horas para llegar a su fin. Era domingo y esperaba con ansias que la oficina de prensa lograra un espacio en la agenda para llevar a cabo mi cometido. No sucedió. Me invadieron la frustración y la angustia. Recordé que dos días antes, durante la charla que Brühl dio junto a Juan Gabriel Vásquez y Daniel Kehlmann, este último —un Daniel más para el conteo—, habló sobre la frustración. 

***

Conocer a Irene Vallejo y su libro El Infinito en un Junco, que empecé a leer inmediatamente la conocí, me sirvieron para entender qué fue lo que me pasó. Me di cuenta de que perdí irreverencia, me sumergí en el desconcierto de interactuar con alguien que consideré un imposible y me estanqué en la añoranza del amor platónico. Volví a olvidar las palabras del fotógrafo Platón.

Me di cuenta de que perdí irreverencia, me sumergí en el desconcierto de interactuar con alguien que consideré un imposible y me estanqué en la añoranza del amor platónico.

Tanta confusión mental pudo deberse al sin número de Danieles. O al Covid que tuve unos días antes. Puras disculpas. Pero con este texto apliqué la idea de Kehlmann: darle la vuelta a la frustración, que algo tendrá que salir. He aquí los retratos que sí logré tomar y que me devolvieron la fascinación por mi oficio. Mientras tanto esperaré a encontrarme de nuevo con ese Daniel, el de mis amores platónicos, que al final es solo un ser humano más.

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