Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

Gustavo Tavera Bohórquez

Cigarrería Los Cerros, Bogotá.

Fotografías: Alejandra Quintero

Por: Daniela García Meléndez

Gustavo Tavera es un tendero de vocación quien, junto con su madre y su hermana, inauguró su tienda Los Cerros hace 48 años como homenaje a la vida de su padre Alberto Tavera. La “cigarrería”, como se les llama en Colombia a algunos de esos pequeños negocios de abarrotes, vende dulces, refrescos, galletas, helados, champú, cigarrillos, y todo tipo de elementos de primera necesidad y de caprichos que demande la comunidad del barrio. Pero la más novedosa de las actividades de Gustavo es una que lo ha llevado mucho más allá de ser el amable dueño del negocio de la esquina en el barrio La Perseverancia, de Bogotá. Él es, en realidad, un líder comunitario con todas las de la ley. Ha sido edil (especie de diputado de las junta administradora de la zona) durante siete períodos y, desde esa posición y desde su tienda, ha impulsado iniciativas como la construcción de la cancha deportiva del barrio, la instalación del gas natural y colectas para los actos funerarios de los vecinos.

Por otra parte, Gustavo no sólo actúa como gestor social o comerciante. También es un nostálgico coleccionista que, en recuerdo de su padre (auditor general de la empresa Coca Cola en Colombia hasta 1972) agregó a Los Cerros una pintoresca vitrina repleta de objetos con la identidad de la famosa empresa de refrescos como afiches, vasos, radios, balones, y  automóviles  de colección. Un minimuseo que alegra la vida de propios y extraños en este enclave del oriente bogotano.  

Ha sido edil (especie de diputado de las junta administradora de la zona) durante siete períodos y, desde esa posición y desde su tienda, ha impulsado iniciativas como la construcción de la cancha deportiva del barrio, la instalación del gas natural y colectas para los actos funerarios de los vecinos.

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Doña Jenny 

La Quesadilla Lady, Ciudad de México

Por: Ana Lorenzana 

La señora Elena Rojas montó el negocio hace 52 años, en la esquina de las calles Colima y Mérida de la Ciudad de México. Sin embargo, desde hace diez años es doña Jenny quien llega cada mañana para atender el changarro y a sus clientes, que se cuentan por docenas. Doña Jenny es una mujer dulce y agradable en el trato, aunque quienes la conocen más de cerca aseguran que es de carácter fuerte. Pero es que hay que tenerlo. Mantener un negocio durante tanto tiempo, por pequeño que parezca, es un trabajo que requiere de tenacidad, muchísimo esfuerzo y exigencia. Y la manifestación de esas características, en ocasiones, puede interpretarse como mal genio. En su negocio, que en Google puede encontrarse como La Quesadilla Lady, trabajan cinco mujeres más. Así que de los exquisitos pambazos que venden dependen cinco familias enteras, cuyos miembros más jóvenes, en muchas ocasiones, también ayudan a atender la fiel clientela, cuando sus madres no dan abasto.         

Mantener un negocio durante tanto tiempo, por pequeño que parezca, es un trabajo que requiere de tenacidad, muchísimo esfuerzo y exigencia.

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Toto Evangelista 

El Viejo Buzón, Buenos Aires

 Por: Guido Piotrkowski

Felipe “Toto” Evangelista es el dueño de este bar-restaurante, declarado “Café Notable” de la ciudad de Buenos Aires. Ubicado en el tradicional barrio de Caballito, esta esquina es sitio de reunión de vecinos, que se sientan a tomar café y conversar. También sirven platos típicos de bodegón porteño, como milanesa y guisos. 

El Viejo Buzón debe su nombre a un buzón de correo que hay en la puerta, de aquellos de color rojo que ya no se usan más. Toto, que nació en la casa de al lado, le puso así porque cree que desde ese buzón, su padre, un inmigrante italiano que llegó a la Argentina en 1939, le envío una carta a su hermano para contarle que había tenido su primer hijo. El local tiene 34 años y 10 empleados, la mitad son del barrio y la otra mitad no. El Viejo Buzón está ampliamente ligado al barrio de Caballito, y Toto es un vecino muy participativo, que supo organizar los primeros carnavales barriales pocos años depués del regreso a la democracia y cuando no había este tipo de festividades en la ciudad. En el barrio de Caballito está ubicado el club de fútbol Ferrocarril Oeste, un equipo tradicional de la capital argentina. De hecho, muchos de los vecinos que se reúnen aquí son fanáticos del club, igual que Toto y su hermano, que era un personaje muy conocido en la zona  (le decían “Tablón”) y fue el dueño original del Viejo Buzón. Porque Toto, en sus tiempos de bonzanza económica, le puso el bar a su hermano, que fallecería unos años después. Así, el Viejo Buzón pasó a su otra hermana, que también falleció, y fue entonces cuando Toto lo tomó y volvió a darle la impronta bohemia que supo tener en tiempos de su hermano. 

En el Viejo Buzón, además, se hacen shows en vivo. Antes de la pandemia, eran muy conocidos los domingos de tango, que poco a poco van retomando con un escenario al aire libre. Pero también hay lugar para otros géneros, como el folclore, y está abierto para artistas noveles que quieran encontrar un espacio para difundir su música. Toto recuerda con mucho cariño a una pareja de músicos colombianos, Oscar y Milena, que viajaban desde allí hasta la Patagonia a bordo de un viejo Fiat 82, y en su paso por Buenos Aires tocaron en el Viejo Buzón. Más allá de su trabajo en el bar, a Toto le gusta escribir poesía y prosa. Lleva escritos cinco libros y también hace radio. Tiene dos programas, uno en Radio República, en el que hablan de fútbol y Ferro, y el otro por streaming, que tiene una impronta cultural. Ambos programas los hace desde su local. “Los domingos de tango eran mágicos, porque siempre me inspiraban algo —cuenta Toto, entre las interrupciones y saludos de los vecinos al paso—. Mucha de la poesía que publiqué en el último libro, que se llama Versos a Caballito, la escribí espontáneamente esos domingos”. 

Toto es un vecino muy participativo, que supo organizar los primeros carnavales barriales pocos años depués del regreso a la democracia y cuando no había este tipo de festividades en la ciudad. 

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Omar Armando y Sandra Díaz Orjuela 

Arepas donde Omar, Bogotá 

Fotografías: Alejandra Quintero

Por: Daniela García

Aproximadamente en el km 33  del camino que conecta Bogotá con el cercano municipio de Choachí, bajo el cartel de Arepas donde Omar, se encuentra una familia completa: padre, madre, hija, hijo y hasta el novio de la hija, dedicada a un próspero negocio de venta de arepas y otras viandas, que según dicen, llegaron hasta el mismísimo paladar del papa Francisco.

Omar Díaz es la cabeza de esta pequeño parador campestre que nació por necesidad, pues anteriormente, a finales del siglo XX,  él junto con su esposa Sandra, eran criadores de cerdos, hasta que en 2000 llegó un brote de gripe porcina que acabó con ese negocio. En 2001, casi sin un peso en los bolsillos, Omar y Sandra decidieron preparar en su casa unas ricas arepas de maíz pelado con queso para después salir todos los días, a pie de carretera (en la vía a Choachí), a venderlas a quienes conducían los vehículos que pasaban por ahí. Al principio, a la intemperie, sin más cobijo que las nubes y los árboles que tenían tras ellos, vendían entre ocho y diez arepas al día. Pocos meses después, cuando las ventas aumentaron, construyeron un horno de leña y talaron un tronco de eucalipto para que la gente que les compraba pudiera sentarse a degustar las arepas y algunos postres caseros que adicionaron al menú. Hoy en día, después de construir una pequeña casa de ladrillo, con el frente abierto totalmente, en el borde de esa misma carretera de sus inicios, venden hasta 1200 arepas al día y han agregado otros productos artesanales, como el espectacular chorizo de cerdo, postres tradicionales, tortas de queso, achiras, envueltos y mantecadas. Sin embargo, nunca olvidan que las estrellas de la casa son todavía las crujientes arepas de maíz pelado. 

En 2001, casi sin un peso en los bolsillos, Omar y Sandra decidieron preparar en su casa unas ricas arepas de maíz pelado con queso para después salir todos los días, a pie de carretera (en la vía a Choachí), a venderlas a quienes conducían los vehículos que pasaban por ahí.

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Vanessa

La Prosperidad, Ciudad de México

Por: Ana Lorenzana

La Prosperidad es un restaurante de comida casera tradicional o de mayoras. Es decir que en él trabajan solo cocineras expertas, no hechas en escuelas famosas como el Cordon Bleu, sino a pulso en los fogones de sus abuelas, aprendiendo las recetas y el sabor inigualable de la cocina típica mexicana ¡manjar de los dioses aztecas! El local es de Vanessa, una señora joven con una indiscutible visión para los negocios. Durante 15 años ha logrado consolidar un sitio tan próspero como el nombre que ostenta (aunque también se le conoce como el lugar del comal en la puerta), del que dependen, de una y otra manera, 30 personas, entre cocineras, meseros y proveedores. Es, sin duda, un motor de empleo en la zona de la colonia Roma Norte. 

Vanessa, al observar que su barrio tenía un gran atractivo para los turistas, se las ingenió para que La Prosperidad les ofreciera una serie de experiencias especiales. Les cocina la comida casera mexicana (bastante distinta a los burrtitos y el Tex Mex), les enseña a hacer tortillas y les comparte lecciones —que podrían ser vitales— sobre la enorme cantidad de chiles que existen en México.

 A Vanessa le gusta hacer amigos. Las señoras que trabajan con ella son sus amigas y los son también los extranjeros de todas partes del mundo, que llegan para conocer lo más auténtico del país a través de su sabiduría y de las fotografías amateur que toma por pura pasión. Su plato favorito es la cochinita pibil, pero piensa que si llegara el día de la última cena, quizás se daría el gusto con una copa de vino y una tabla de quesos.

Durante 15 años ha logrado consolidar un sitio tan próspero como el nombre que ostenta (aunque también se le conoce como el lugar del comal en la puerta), del que dependen, de una y otra manera, 30 personas, entre cocineras, meseros y proveedores.

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Nancy Mahecha y Alejandro Pinzón

Minimercado Santa Marta, Bogotá

Fotografías: Alejandra Quintero

Por: Daniela García Meléndez

Nancy y Alejandro llevan 32 años de casados, y hace 25, nació su más querido proyecto: la frutería Minimercado Santa Marta.  Aunque en realidad surgió como tres fruterías a la vez. La primera en el barrio Villas de Granada, en el noroccidente de Bogotá, y las otras dos en Álamos Norte.

Nancy estudió enfermería y conoció a Alejandro, cuando ella cuidaba a la madre de éste. Dicen que fue amor a primera vista, y con esa misma pasión tuvieron dos hijos y construyeron sus tiendas, de las cuales la más famosa es la de Álamaos Norte.  Pero las cosas no siempre han sido tan existosas como su frutería. Han tenido que afrontar muchas batallas, entre otras, varios altibajos económicos de sus negocios y, especialmente, el cáncer en el riñón que tuvo Alejandro, quien salió adelante y ahora vive con uno sólo. A pesar de que Nancy abandonó su profesión como enfermera, para dedicarse por completo a la frutería, los resultados de sus ventas y la amistad y solidaridad de los vecinos, les permitió a sus hijos, María Paula y Alejandro, seguir sus pasos  en el mundo de la salud. Ahora Mária es psicóloga y Alejandro hijo es médico. Otro buen ejemplo de cómo los pequeños comercios de barrio, son como epicentros de una gran familia. 

Han tenido que afrontar muchas batallas, entre otras, varios altibajos económicos de sus negocios y, especialmente, el cáncer en el riñón que tuvo Alejandro, quien salió adelante y ahora vive con uno sólo.

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Luis Alejandro Danis Millán

Puesto de periódicos, Ciudad de México

Por: Ana Lorenzana

A Luis Alejandro le gusta leer el periódico El Financiero, especialmente la columna que escribe el periodista Quintero. Lo hace desde hace años. Se sienta en una de las mesas de la cafetería Bisquets Obregón, mientras pide unas enchiladas verdes y desde la ventana cuida de su puesto de periódicos ubicado desde hace 40 años justo en frente, en la emblemática calle Álvaro Obregón de la Ciudad de México. 

La rutina la ha repetido año tras año, día tras día. En ese corto momento de tranquilidad, aprovecha para saludar a los meseros, que ya son viejos amigos: ellos lo conocen tan bien que saben qué pedirá cuando tiene mucha hambre, poco tiempo o mucho frío. 

La calle Álvaro Obregón, con sus palacetes salidos de una postal parisina, ha cambiado mucho con los años. A él le gustaba más antes, cuando no había tanto restaurante, tanto bar, tanta tienda de diseño, tanto turista caminando. 

Porque aunque camine mucha gente frente a su negocio, lo cierto es que se ha ido perdiendo el gusto por la lectura y con la caída de las ventas de la prensa, son cada vez menos los que se detienen frente a él. Hace parte de la Unión de Expendedores y Voceadores de los Periódicos de México, que solía ayudarlo con mayor frecuencia. Ahora, mantiene con vida su negocio gracias a los refrescos y los dulces, que siempre querrá la gente. 

En ese corto momento de tranquilidad, aprovecha para saludar a los meseros, que ya son viejos amigos: ellos lo conocen tan bien que saben qué pedirá cuando tiene mucha hambre, poco tiempo o mucho frío. 

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Bouba Thiam,

Kiosco Touba Argentina, Buenos Aires

Por: Guido Piotrkowski

Bouba Thiam es el dueño del kiosco Touba Argentina, que está ubicado en la avenida Corrientes del barrio de Almagro, en Buenos Aires. Touba es el nombre del lugar de origen de Bouba, en Senegal, desde donde llegó hace 26 años. Primero entró por Brasil con la ilusión de luego emigrar a Estados Unidos, aunque nunca se fue. 

Bouba trabajó como recepcionista en un restaurante de la Costanera en el que lo contrataron porque sabe francés, árabe y algo de inglés. También fue ayudante de cocina y vendedor callejero. Hace 11 años puso este kiosco, en donde no solo vende refrescos y dulces, también tiene accesorios para celulares, gafas de sol, accesorios para el cabello, artículos de limpieza, de todo un poco. 

Bouba tiene 53 años y cuatro hijos. El mayor es fruto de su unión con una mujer argentina, que falleció, y los otros tres con una mujer senegalesa. Es ella quien lo ayuda en el kiosco, que no tiene empleados porque no puede pagarlos. A veces, tiene que cerrar para ir a comprar personalmente mercadería que se demora en llegar. Dice que trabaja doce horas al día. Pero Bouba es un hombre de mucha paciencia, se nota cuando atiende a los clientes o le hacen preguntas de toda clase. El kiosco está en un punto neurálgico y también tiene la máquina para cargar saldo en la Sube, la tarjeta que se usa para viajar en los medios de transporte. Por eso, también recibe preguntas constantemente. A Bouba le gusta el deporte, y aunque no le queda mucho tiempo libre y está cansado del trabajo, cuando puede va a correr. Y además, como es creyente y musulmán, reza. Y más ahora en pandemia, cuando lo preocupa la salud de los suyos. 

Bouba trabajó como recepcionista en un restaurante de la Costanera en el que lo contrataron porque sabe francés, árabe y algo de inglés. También fue ayudante de cocina y vendedor callejero.

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José Manuel 

Birria Colima, Ciudad de México

Por: Ana Lorenzana

El puesto callejero de Birria Colima en la colonia Roma Norte es tan famoso como cualquier negocio de postín. Y hasta más porque, sin reservas pero en cantidades que ya quisiera tener cualquier restaurante a manteles, desde muy temprano aparecen, al pie de la modesta caseta, los hambrientos y sedientos empleados de otros negocios, de supermercados, de fábricas y hasta encorbatados de oficina. Todos ansiosos por obtener el paquete estrella: tacos de birria y el consomé, cortesía de la casa. Dicen ellos: “levanta muertos”. La caseta —con sus paredes de lata y sus escasos metros cuadrados— ha estado en la misma calle desde hace 27 años, cuando los padres y los tíos de José Manuel lo levantaron con muchísimo esfuerzo. Ahora, son José Manuel y su primo quienes cocinan la birria —con la receta familiar— y atienden la clientela. José Manuel llegó al pequeño merendero hace cerca de 15 años. Algunos días también trabaja en un tianguis (mercado callejero) vendiendo ropa. “Hay que hacer de todo para sobrevivir. La pandemia le dio duro al negocio. Durísimo. Pero hemos sobrevivido, gracias a Dios y a los clientes que han vuelto por la birria que ya conocen y que les gusta”.

Sin reservas pero en cantidades que ya quisiera tener cualquier restaurante de manteles, desde muy temprano aparecen, al pie de la modesta caseta, los hambrientos y sedientos empleados de otros negocios, de supermercados, de fábricas y hasta encorbatados de oficina.

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Rosalba Bucurú

La Concordia, Bogotá. 

Fotografías: Alejandra Quintero 

Por: Daniela García Meléndez

Rosalba es una mujer de 55 años. Nació en las cálidas tierras del departamento del Tolima, pero desde muy niña su familia se trasladó a la ciudad de Manizales, en el Eje Cafetero colombiano. Allí, cuando tenía 7 años, su padre abrió una tienda de abarrotes para su madre, en donde Rosalba aprendió todos los rudimentos y secretos del manejo de un negocio como esos. Especialmente el buen trato con los clientes, y con la gente en general: una clave de vida que le quedaría grabada en su mente para siempre. Diez años depués, Rosalba se mudó a Bogotá, y a partir de 1998, empezó a trabajar como empleada en una comunidad de tiendas misceláneas en el barrio La Candelaria, que se ayudaban entre sí con publicidad o simplemente con empleos para muchas mujeres que lo necesitaban con urgencia.  

Cinco años después decidió fundar su propia asociación de mujeres “cabeza de hogar”, ayudándolas, de nuevo, a conseguir trabajos en pequeños comercios. La inició con 10 asociadas y llegó a tener 35, aunque tuvo que cerrarla debido a una crisis económica. Para superar la crisis, Rosalba decide finalmente abrir su propia tienda, La Concordia, junto con su socia, Emilcen Martínez, en el barrio del mismo nombre, situado en el centro de Bogotá. En ese lugar ya han permanecido 7 años, y en él han tenido la oportunidad de exponer todo el aprendizaje de solidaridad y generosidad que Rosalba aprendió y ha ejercido siempre, no importa el lugar. 

La Concordia le ha enseñado que las tiendas de barrio son fundamentales para la convivencia armónica y amable de una comunidad. Son su caluroso corazón. 

Cinco años después decidió fundar su propia asociación de mujeres “cabeza de hogar”, ayudándolas, de nuevo, a conseguir trabajos en pequeños comercios. 

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Marco Antonio Carmona

Taco Mío, Ciudad de México

Por: Ana Lorenzana

Lo de Marco Antonio Carmona es un emporio de tacos. Hace 22 años, cuando él tenía 18, abrió con su mamá el primer puesto. Hoy, ya tiene tres locales en diferentes colonias de la Ciudad de México, gracias a una combinación de exquisitos tacos de mixiote de carnero y bistec enchilado y al entretenimiento del bueno, que va por cuenta de un televisor y la música de la Sonora Santanera. 

Atiende siempre con una sonrisa, aun en los días que hace frío y no llega mucha gente. Y eso se contagia. A sus clientes —muchos famosos de la televisión o de bandas importantes, y otros que recorren media ciudad para llegar hasta alguna de sus casetas— les gusta ir con él no solo porque confían en su selección musical, con la que de vez en cuando terminan bailando sobre la banqueta, sino también por su amistad. Es un hombre bonachón, que ha construido su negocio con una disciplina férrea, levantándose desde temprano y yéndose a acostar tarde, justo cuando el último fiestero de la noche se despide. A Taco Mix —que es el nombre original que eligió, aunque por cuestiones de marca registrada tuvo que cambiarlo por Taco Mío—, la gente llega desde temprano: algunos con ganas de unas botanas de papitas o cebollitas verdes con chile habanero, manzano y de árbol, para picarse hasta el tuétano y salir con ganas al trabajo. Otros llegan en la noche o después del trabajo: una buena comida les cae bien, pero mucho mejor la conversación amable de Marco Antonio o la buena película que haya decidido pasar esa noche. 

Es un hombre bonachón, que ha construido su negocio con una disciplina férrea, levantándose desde temprano y yéndose a acostar tarde, justo cuando el último fiestero de la noche se despide.

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Adriana Nadur

Pizzería el Puente de Ariel, Buenos Aires

Por Guido Piotrkowski

Adriana Nadur es la dueña de esta pizzería tradicional del icónico barrio de La Boca, en la ciudad de Buenos Aires. La pizzería la abrió originalmente Ariel Menoni, quien aprendió los secretos de la pizza y de la magnífica fugazza con queso de su padre, Mario Menoni, distinguido maestro pizzero de Banchero, otra pizzería icónica de Buenos Aires. Y además, según revela Adriana fue el inventor de la fainá con verdeo. La pizzería abrió en el año 1989, en un local que estaba en la esquina del actual. Años después se mudaría a otro espacio, mucho más grande, donde la pizzería cobraría notoriedad por la gruta que había en su interior y la imagen de una gran Virgen de Lourdes ubicada en su gran patio cervecero, donde estaba también emplazada la réplica del puente que recordaba al viejo transbordador del Riachuelo, y que pasó a ser un faro barrial. Ese puente determinaría el nombre de la pizzería. El local cerraría en el año 2008 y desde ese momento la pizzería funcionaría en éste sobre la Avenida Almirante Brown. Adriana conoció a Ariel, quien era como un padre para ella, su padre del corazón, desde sus doce años, y empezó a trabajar en la pizzería en el año 2003. Hizo de todo, desde la limpieza hasta amasar la pizza. Ariel falleció dos años atrás, le dejó la pizzería, y desde ese entonces, Adriana tomó el  mando. Ahora tiene 52 años, tres hijos, dos de los cuales trabajan junto a ella, y cinco nietos, uno de ellos también trabaja en la pizzería. En El Puente de Ariel, que está abierta de 10 de la mañana a 11 de la noche, trabajan unos diez empleados, en turnos noche y día; muchos de ellos viven en La Boca. Al igual que los vecinos de toda la vida que vienen a comer a diario algún plato del día, o a charlar con Adriana. En el Puente de Ariel pueden llegar a sacar 120 pizzas en un sábado a la noche pero, además, hay cocina tradicional porteña (milanesas, empanadas, canelones). 

Mientras dialogamos, pasan y la saludan, le hacen bromas, le piden cambio, y también hacen consultas. Adriana trabaja todo el día, y descansa en pocas ocasiones. A veces viaja a la provincia de Entre Ríos, en la región del litoral argentino, a visitar a su hermana. Los días en los que juega Boca, la pizzería es un lugar de encuentro para los fanáticos del club. Y los días en que se juega el superclásico del fútbol argentino, Boca- River, el local rebosa, y hay gente hasta sentada en el suelo.

Mientras dialogamos, pasan y la saludan, le hacen bromas, le piden cambio, y también hacen consultas. Adriana trabaja todo el día, y descansa en pocas ocasiones.

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