Relatto | El cuento de la realidad

Por:

Ocho mujeres desnudas miran hacia la cámara. Sin chistar, sin esconderse, sin taparse nada. Sus cuerpos son muy distintos uno del otro, pero en común tienen que ninguno responde a las exigencias hegemónicas de la belleza: son gordas. 

Casi todas tienen panzas que llegan a la altura del pubis; los muslos se abultan y se empujan el uno contra el otro; los pechos tienen la forma que la gravedad les da, los brazos son más que unas espigas que cuelgan a los lados; los torsos tienen topografías diversas, con montañas suaves y flexibles que emergen horizontalmente, de los lados, antes de empezar la cintura o más abajo, arriba de las caderas; la piel tiene texturas diversas que da la celulitis y las estrías que se han quedado ahí con el paso del tiempo.

“Yo creo que hay mucha fuerza en la simplicidad de solo estar paradas con sus cuerpos”, dice Ana Harff, la autora de esa fotografía, “varias mujeres, mirando a la cámara; porque es casi como que te obliga a vos, espectador, a confrontarlas, porque ellas te están mirando”. 

“Yo creo que hay mucha fuerza en la simplicidad de solo estar paradas con sus cuerpos”, dice Ana Harff.

Están ahí paradas sin pedir disculpas por ocupar el espacio, por no verse como se les ha exigido, porque quieren estar ahí, desnudas, exactamente cómo son. “Entonces es casi como si te sentís intimidado de mirar de vuelta. Me gusta esa potencia que tiene el desnudo grupal de decir tipo, no juzgues, ¿entendés? apreciá, no juzgues”, sigue.

 Harff ha vivido gran parte de su vida en Argentina –desde el 2009– pero nació en Río de Janeiro, Brasil. Se mudó porque se dio cuenta de que la vida que estaba haciendo no tenía nada que ver con lo que ella quería, sino con las expectativas de sus padres y de la sociedad. “Vine más por ese miedo a la comodidad... a poder proyectar mi Ana de los 30 años y ya saber exactamente dónde iba a estar, eso me dio mucho miedo”. La idea de saber cómo se iba a desarrollar su vida, y que iba a ser bajo los cánones establecidos por alguien más, la hicieron dejar todo y mudarse lejos.

 Ahora, a sus 34, Ana Harff siente que su versión de ella de hace 10 años estaría muy orgullosa. Las decisiones que ha tomado, los cambios a los que se ha atrevido, le han permitido crear espacios (mentales, digitales y físicos) que la emocionan: “Siento que estoy en un camino en el que quería estar, como artista y como persona”.

Casi todas tienen panzas que llegan a la altura del pubis; los muslos se abultan y se empujan el uno contra el otro; los pechos tienen la forma que la gravedad les da, los brazos son más que unas espigas que cuelgan a los lados; los torsos tienen topografías diversas, con montañas suaves y flexibles que emergen horizontalmente, de los lados, antes de empezar la cintura o más abajo, arriba de las caderas; la piel tiene texturas diversas que da la celulitis y las estrías que se han quedado ahí con el paso del tiempo. 

***

La primera interacción de Ana Harff con la fotografía fue cuando era chica, en viajes larguísimos que atravesaban Brasil, el país más grande de Latinoamérica con sus 8.516 millones km². Hacía largas travesías bastante seguido pues creció en una familia de militares que debían mudarse de una ciudad a otra más o menos cada dos años.

“Estamos hablando de viajes en auto de tres días, doce horas adentro de un auto”, dice Harff. Ella iba con su papá, mientras que su mamá y hermana viajaban en avión. “Él me dejaba de copiloto con el mapa y yo, para entretenerme, porque no me gustaba leer mapas, agarraba la cámara. Entonces a cada pueblito que pasábamos, siempre que veía algo distinto a lo que estaba acostumbrada, yo hacía los registros”. Sus capturas no eran de los paisajes por los que atravesaban, sino de las personas que se iban encontrando en esos larguísimos caminos.

Cuando terminaron esos viajes, a sus 18 años, también se detuvo la fotografía. Por aquellos tiempos Ana decía que quería dedicarse a escribir. Sentía afinidad con las letras y con el arte, así que pensó que podía ser periodista y escritora, sin embargo, a los 20 años dejó todo eso y se fue a la capital Argentina. 

Hacía su vida en Buenos Aires: bailaba, trabajaba, estudiaba y hacía comunidad, pero aún no tomaba fotos. Fue hasta hace unos siete años que se entregó a esta nueva profesión que la está haciendo famosa, en distintas latitudes del planeta. Para empezar, su cuenta principal de Instagram –porque tiene dos– es seguida por más de 60 mil personas y sus fotos e historia han salido ya en muchos medios, como Página 12, Malvestida, Girlgaze, Marie Claire, Shoot Film, Infobae, entre otras. 

***

 A los 20 años Ana Harff comenzó a hacer Tribal Fusión, un baile en el que se mezclan la danza del vientre, de origen árabe, con otros diferentes bailes étnicos, como flamenco, danzas africanas, bhangra, hip hop, etcétera.

« ¿Que es Tribal Fusión? », Leyre Mendoza (blog), 20 octobre 2019.  

Tiene sus orígenes en los años 60 del siglo pasado, en San Francisco. Por aquel entonces era muy común que en la ciudad californiana hubiera clubes con bailarinas de belly dance. Una de las bailarinas más famosas, Jamila Salimpour –que incluso tuvo su propio cabaret y organizaba unas grandes fiestas–, transformó la danza árabe mezclándola con movimientos y sonidos más actuales. Comenzó a enseñar su disciplina y ahora sus técnicas han recorrido todo el mundo. 

« Fallece Jamila Salimpour, creadora del American Tribal Style y Tribal Fusion », AÑIL DANZA ORIENTAL, 13 décembre 2017.

Se han hecho comunidades fuertes en torno a esta danza. Ana Harff era parte de una de éstas; cuando llegó a Argentina siguió bailando y encontró ahí a sus más cercanas amigas. 

Sin embargo, en 2015 quiso dejar la danza, aunque no a su comunidad. Su decisión de dejar de bailar coincidió con que compró la que se convirtió en su primera cámara, lo cual le permitió seguir cerca de sus compañeras sin tener que subirse al escenario. Iba a los eventos y tomaba fotos, sin saber muy bien aún qué iba a suceder con ellas, solo capturando a sus amigas disfrutando de sus cuerpos. 

“Fui completamente sin pretensiones, pero hubo algo cuando yo sacaba las fotos y veía el visor… algo tipo, eso de captar un momento muy hermoso, una expresión súper linda, que me hacía casi quedarme sin aire, diciendo esto me encanta, me encanta, me encanta; y seguía sacando, sacando y sacando y ese día saqué tantas fotos…”, cuenta Harff en la entrevista. Esa es para ella, la primera vez que hizo fotografía. 

Al tiempo que eso empezó, trabajaba haciendo traducción de películas porno. Por un lado, iba con sus amigas a verlas bailar y gozar de sus cuerpos sin respuesta alguna al patriarcado: jugaban, se disfrutaban ellas mismas en una especie de ritual, con vestuarios excéntricos, en espacios llenos casi únicamente de mujeres. Del otro, tenía la reproducción sexual del patriarcado en su máxima expresión: pasaba horas mirando porno machista en donde la mujer –que además suele responder a patrones hegemónicos de belleza: con grandes senos, muy delgada, el pelo muy largo– sirve solo y únicamente de receptáculo del placer del hombre. 

Ya enamorada de la fotografía, decidió desarrollar un proyecto que le permitiera ver el mundo de otra forma. Empezó con ÚNICA en el año 2016, un proyecto en donde invitaba a amigas a hacer una sesión de desnudos. Quería mostrar los cuerpos de mujeres desde otro lado, desde el respeto y la estética, desde un lugar en el que cada persona que sale a cuadro es importante y tiene una historia. 

“Para mí, un buen fotógrafo retratista tiene que estar legítimamente interesado en las personas”, dice Harff. No empatiza con una dinámica de sacar fotos sin preguntarle a la persona cómo está, si necesita algo, si tiene sed o frío. Le platica a su modelo de su vida y le pregunta sobre la suya. Entabla relaciones con las personas que retrata y procura que ese rato que pasan sea cercano y cálido. 

 Ahora, a sus 34, Ana Harff siente que su versión de ella de hace 10 años estaría muy orgullosa. Las decisiones que ha tomado, los cambios a los que se ha atrevido, le han permitido crear espacios (mentales, digitales y físicos) que la emocionan.

La fotógrafa cuenta que con ese proyecto entró de cabeza al feminismo, a escuchar cómo las mujeres –que primero iban de una en una y luego empezaron a hacer sesiones grupales– narran las historias de relación con su cuerpo y de sus luchas como mujeres. Encontró que, a pesar de las diferencias culturales, de idioma, de origen y de formas del cuerpo, las conversaciones entre sus invitadas compartían muchas problemáticas parecidas, casi siempre relacionadas con la autoaceptación y con la percepción de su propia imagen.

 Sus descubrimientos dieron paso a su siguiente serie, Ser Gorda, que empezó en 2019 y terminó un año después. En la descripción del proyecto Harff escribió: “Un cuerpo gordo que es marginalizado como resultado de nuestra aparente falta de vigilancia, que nos empuja hacia el abismo, hacia el límite de nuestra propia humanidad. Nos vigilan y nos dicen cómo deberíamos ser en una sociedad que siempre se escondió detrás de su propia hipocresía. Existe el cuerpo que molesta: el cuerpo gordo”.

Las sesiones de foto que hace Harff implican bastante más que ir a posar frente a una cámara. Muchas personas han acudido a ella para trabajar problemas emocionales, pérdidas, traumas. La brasileña se encarga de crear espacios seguros. “Hay algo que es muy potente cuando vos te ves en una situación muy semejante, independientemente del cuerpo que tengas, porque llega un momento en el que el cuerpo en sí es obsoleto, por así decirlo”, explica la fotógrafa; “Como que tu cuerpo no importa tanto como lo que te trajo hasta ese momento, porque hay muchas cosas fuertes que se comparten cuando se arman esas juntadas, que llega una instancia en donde el hecho de estar desnuda no es distinto a estar con ropa”.  

Un cuerpo gordo que es marginalizado como resultado de nuestra aparente falta de vigilancia, que nos empuja hacia el abismo, hacia el límite de nuestra propia humanidad. Nos vigilan y nos dicen cómo deberíamos ser en una sociedad que siempre se escondió detrás de su propia hipocresía. Existe el cuerpo que molesta: el cuerpo gordo”. 

Fuera de sus sesiones de foto también se ha dedicado a trabajar por crear espacios seguros para cuerpos diversos. Desde 2016 su cuenta de Instagram se empezó a llenar de cuerpos redondos desnudos, con estrías y celulitis, sin panzas planas ni huesos de la cadera visibles; con pelos donde sea que crezcan, con quemaduras, con formas tan diversas como la vida misma. A cada rato le bajan las fotos, justificando que ese contenido no es apto para la plataforma, pero a pesar del enfado que eso le suscita, Harff sigue subiéndolas, mostrando esos cuerpos que incomodan pero que ahí están y no se van a ir.

Creó una segunda cuenta de Instagram para jugar con el algoritmo, pues la única forma de vencer las prohibiciones de la plataforma es seguir subiendo más contenido: la programación está hecha para seleccionar imágenes que no cumplan con las reglas morales de la plataforma, principalmente tráfico sexual, pedofilia, violencia, terrorismo, entre otras. “Pero el algoritmo no es perfecto, a veces aprende mal”, explica Harff, que se ha dedicado a hacer una ardua investigación de cómo funcionan los sistemas de la red social. “Si vamos a pensar que los algoritmos se alimentan ante una base de datos y la mayor parte de la base de datos de cuerpos son de cuerpos al estilo Victoria Secret, ¿el algoritmo va a ser más preciso en cuerpos hegemónicos o en cuerpos gordos? En cuerpos hegemónicos, porque ellos tienen un banco de datos muchísimo más grande para poder hacer una selección más fina”. 

Ana Harff especifica: “Una foto en sí no empodera, lo que empodera más es el proceso exterior que uno recibe grupalmente”. 

 Así que Ana Harff se dedica a darle datos a los algoritmos para que entiendan que la diversidad no tiene por qué ser motivo de censura. “La fotografía es la manera que yo quiero mostrar mi mundo perfecto. Es una proyección del mundo que me gustaría que existiera”, dice la fotógrafa. 

El asunto va mucho más allá de una obstinación por tener sus fotos en la red social. Se trata de un asunto de representación y de normalización de los cuerpos diversos. Mientras el flujo de imágenes que se ven en los medios siga respondiendo a las normas machistas que exigen un cuerpo delgado, sin vellos, sin marcas, la sociedad seguirá normalizando ese como el cuerpo “normal”, mientras que los demás quedan en la marginalidad donde se replican las discriminaciones y violencias. 

Por lo tanto, el trabajo de Harff –junto con muchas otras fotógrafas y fotógrafos que ahora se abocan a mostrar desde la diversidad– facilita procesos sociales profundos, de reconstrucción de la definición de la belleza, de apertura a la aceptación propia, de reconstruir la interpretación de lo normal a partir de un discurso que incluya la diversidad.

La fotografía es la manera que yo quiero mostrar mi mundo perfecto. Es una proyección del mundo que me gustaría que existiera”, dice la fotógrafa. 

“Así como el patriarcado es intrínseco hoy en día porque la manera como actuamos es patriarcal, el objetivo máximo del feminismo es hacerse obsoleto, que no tengamos que estar siempre apretando la misma tecla, tipo ‘uy esto es machismo’”, explica Harff. “Lo mismo con la diversidad. Yo siento que utópicamente hablando –aunque ojalá no sea sólo utópico–, el final es que la diversidad se convierta en norma, se convierta en el patrón. El patrón será trabajar desde lo diverso”.

Más de esta categoría

Ver todo >