Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Efraín Gómez Lara abrió su tienda de revelado a finales de la década de los ochenta, cuando tenía unos 22 años de edad, justo cuando el reinado de la fotografía análoga empezaba a verse amenazado por el surgimiento de la digital. Su proyecto no fue un error de cálculo ni de perspectiva, porque lo único que le interesaba era seguir trabajando en su laboratorio y ofrecer a sus clientes fotografías de la más alta calidad, tal como lo ha hecho todos estos años que lleva nadando contra la corriente.

Su vida entera ha estado ligada a los químicos y a los cuartos oscuros. A los 12 años empezó a trabajar como mensajero para el señor Zingg, un alemán que había puesto en Bogotá un almacén de fotografía. Aunque era un placer atravesar una ciudad que no había expandido sus fronteras con la desmesura de hoy, lo que en realidad disfrutaba era subir al segundo piso de la tienda para observar al jefe de laboratorio, oriundo de la ciudad de Pasto (sur de Colombia), que trabajaba con los avanzados equipos que el señor Zingg traía desde Alemania.

"El que no escucha a un viejo no llega a viejo", dice Efraín, que desde niño ha cumplido con su propia prédica. 

Faltaba a clases para aprender de sus jefes y del pastuso esta alquimia por la que las imágenes llegan al mundo. Cuando se especializó en papeles y químicos obtuvo un primer ascenso y el dueño de la tienda lo puso a atender a los clientes. Esos años de aprendizaje serían claves para el éxito posterior de su propio negocio, pues sus clientes más fieles serían los grandes fotógrafos del país, quienes lo habían conocido desde los días en que de niño llegaba a sus casas o talleres a recibir rollos fotográficos y entregar revelados. Incluso alguno intentó enseñarle su oficio, ampararlo bajo su ala y bajo su lente, pero desde entonces Efraín sabía cuál era el lugar que le correspondía en esta cadena creativa.

El letrero de su tienda lo robaron hace años y nunca lo repuso. Sin embargo, a ningún conocedor le hace falta para saber dónde se encuentra Poder Fotográfico, un lugar al que los clientes llegan guiados por el prestigio que se ha construido a lo largo de décadas. Famosos reporteros gráficos de prestigio internacional como Leo Matiz o Carlos Caicedo le confiaban su material a este laboratorio, y con el tiempo el sitio se convirtió en una sede de tertulia tanto para maestros como para aprendices y estudiantes, quienes se reunían a conversar y a tomar café en la acera de la carrera quinta con calle veinte.

Empezó su negocio solo, como dice estar ahora, aunque en algún punto de estas tres décadas alcanzó a tener catorce empleados. En su época dorada, cuando Efraín llegaba a abrir la tienda, una enorme fila de personas ya lo esperaba en la calle. Al día se recibían cerca de 500 rollos provenientes de revistas y periódicos, de agencias de prensa y de publicidad, del Palacio de Nariño (sede del Gobierno) y de los ministerios. Hoy, la nómina se ha reducido a un hombre que lo ayuda con la impresión y una señora que atiende y recibe los 40 o 50 rollos que diariamente suman viejos puristas y jóvenes entusiastas o curiosos por conocer las imágenes de alguna película rescatada del olvido.

Famosos reporteros gráficos de prestigio internacional como Leo Matiz o Carlos Caicedo le confiaban su material a este laboratorio, y con el tiempo el sitio se convirtió en una sede de tertulia tanto para maestros como para aprendices y estudiantes, quienes se reunían a conversar y a tomar café en la acera de la carrera quinta con calle veinte.

Dice que el dinero no fue una motivación cuando su tienda fue una mina de oro, y tampoco lo es ahora que factura lo necesario para pagar el arriendo, los servicios y el mercado. 

"Ya no hay utilidades, ya no hay catorce empleados, ya no hay nada, pero a mí me apasiona".

Son esa pasión y el rigor con el que trabaja los que le han permitido sobrevivir en medio de las adversidades del mercado, la escasez de materiales que deben traerse al costo astronómico del dólar, y la degradación de la fotografía. Para Efraín, lo digital ha terminado por prostituir este arte. Según dice, las capacidades de las nuevas cámaras y el almacenamiento infinito de las tarjetas de memoria han provocado que los fotógrafos descuiden la técnica y la composición. “En cierta forma, se ha perdido el sentido de la oportunidad y de la precisión: se puede llegar a tomar miles de fotos en un par de sesiones, pero muy pocas de ellas logran acercarse a la calidad de las fotos análogas”, recalca.

Ya no hay utilidades, ya no hay catorce empleados, ya no hay nada, pero a mí me apasiona".

Ninguna de las funciones de un programa de edición está por fuera de lo que Efraín puede hacer con su ampliadora y los demás equipos instalados en la enorme trastienda de su local. No es el último de su tribu, pero sin duda es el único que se dedica con tanta maestría al revelado. Para cada rollo prepara los químicos con la temperatura adecuada, saca las piezas de prueba y con el densitómetro mide el magenta, el cian y el amarillo. Si algo falla, si algún color se va para otro lado, Efraín vuelve a empezar el proceso para encontrar el error. Una y otra vez, hasta obtener la fotografía deseada.

En esos rituales que celebra en la penumbra de su cuarto oscuro, Efraín le ha dado forma concreta al registro gráfico de algunos de los eventos más impactantes de nuestra historia. Recuerda con horror los ríos de lodo y los cadáveres atrapados entre escombros que salieron a la luz cuando reveló los rollos de la tragedia de Armero (ciudad arrasada por la erupción del volcán Nevado del Ruiz en 1985), o la devastación de un pueblo convertido en trinchera cuando reveló las fotos de la toma guerrillera de la base militar de Patascoy en el sur del país. 

Pero la historia del país no solo se ha paseado por su laboratorio, sino también por sus vitrinas y aparadores. Alguna vez llegó a su tienda una cuadrilla de hombres jóvenes. El líder compró 150 rollos, y antes de sacar de una tula un fajo de billetes para pagar, pidió que le regalaran un par de los más especiales. Tendrían que pasar varios años para que Efraín se diera cuenta de que su cliente había sido Carlos Pizarro Leongómez, líder del entonces grupo guerrillero M-19. 

Recuerda con horror los ríos de lodo y los cadáveres atrapados entre escombros que salieron a la luz cuando reveló los rollos de la tragedia de Armero (ciudad arrasada por la erupción del volcán Nevado del Ruiz en 1985), o la devastación de un pueblo convertido en trinchera cuando reveló las fotos de la toma guerrillera de la base militar de Patascoy en el sur del país. 

Su aversión por la fotografía digital lo ha privado de registrar momentos memorables. Un día, apareció en su tienda Ernesto Monsalve, el fotógrafo del Museo de Arte Moderno de Bogotá. A su lado venía Henri Cartier-Bresson, que estaba de paso por la ciudad. En medio de los nervios y de la emoción, a Efraín no se le ocurrió sacar una de las cámaras clásicas que tiene expuestas en sus estanterías, y se negó enfáticamente a que Monsalve disparara con el equipo de última generación que traía. Por esa razón, de aquel día solo le quedan el recuerdo y los elogios que el fundador de la Agencia Magnum le hizo a su tienda, recordando que en un lugar muy parecido había nacido su interés por la fotografía. Lo mismo le dijo unos años después Martin Parr, otro legendario miembro de aquella agencia. 

En el convulso año que acabamos de pasar, cuyas adversidades todavía no cesan, a Efraín le diagnosticaron un linfoma de Hodgkin clásico, el nombre que los médicos le dan a un cáncer que ataca el sistema inmunitario. A pesar de las quimioterapias y sus consecuencias, no ha dejado de trabajar, y asegura que los clientes que le mandaban rollos le salvaron la vida porque lo mantuvieron ocupado. 

Espera con ansias que tras la emergencia sanitaria reabra OjoRojo, un lugar a pocas calles al que religiosamente asistía los jueves para ver las exposiciones de reporteros gráficos, así una que otra vez tuviera que soportar algún trabajo digital. Confía en que la mediocridad endémica de las nuevas tecnologías termine por exigir el retorno de la fotografía análoga, reservada, por lo pronto, a su selecta clientela.

Así continúa día tras día, abriendo y cerrando el local según lo exija el trabajo. En ocasiones no es la cantidad de encargos los que alargan la jornada, sino el interés que algún estudiante o fotógrafo joven muestra por su oficio. Efraín les enseña las máquinas y los químicos, los papeles y los equipos, el paso a paso de ese proceso artesanal, con el mismo entusiasmo con el que hace muchos años sus maestros se lo infundieron para siempre.

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