Relatto | El cuento de la realidad
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¡Cuani! ¡cuani! nos gritaba un hombre delgado y de ojos saltones mientras movía su mano derecha de arriba hacia abajo, insinuando que bajáramos la velocidad de nuestro automóvil. Después de haber conducido por más de 10 horas desde Ciudad de México, llegamos a Yucuiji, una comunidad indígena mixteca de las montañas de Oaxaca. Todo comenzó por la madrugada, saliendo hacia la autopista México - Puebla, cuya posición permite ver las luces del oriente de la ciudad destellando como pequeñas gemas. Con el amanecer, el Popocatépetl, un volcán icónico de la cosmogonía del Valle de México, robaba el protagonismo del paisaje emitiendo pequeñas fumarolas que bajaban densamente por la ladera del volcán. El camino era sinuoso y estrecho, cambiaba apresuradamente de bosque a planicie, casi esteparia, llena de campos de milpa, un sistema indígena autosustentable para el cultivo de maíz, calabaza, frijol, chile y quelites o hierbas verdes. Entre un vaivén de bosques y planicies aparecía la sierra, formada por un complejo sistema montañoso que rodea los diferentes valles del país, anunciando la entrada al estado de Oaxaca. 

Las motivaciones de nuestro viaje eran claras: registrar las tradiciones indígenas de consumo de hongos silvestres en la Sierra Mixteca, cuyas raíces se remontan a tiempos inmemoriales, en los que esas montañas densas albergaron a pequeños grupos de personas que dedicaban sus vidas a recolectar y cazar. De hecho, los primeros registros de actividad humana de dicha región se encuentran en el Valle de Nochistlán, a un par de horas de Yucuiji, datados en una fecha cercana a los 7000 años a. C. Hoy, aunque mitigada por los efectos de la conquista española, la cultura mixteca se mantiene viva, por una parte, gracias al aislamiento geográfico y, por otra, al entusiasmo de algunos de sus habitantes, como la familia Sandoval, importantes promotores de sus tradiciones. 


Después de haber conducido por más de 10 horas desde Ciudad de México, llegamos a Yucuiji, una comunidad indígena mixteca de las montañas de Oaxaca.


Bajamos de la camioneta, hambrientos y emocionados. Era la segunda vez que visitábamos a los Sandoval como parte de una serie de visitas con fines de investigación. Aprovechando la confianza ganada con la visita anterior, corrí directo a la cocina, sospechaba que habría algo increíblemente delicioso e interesante en el fogón. Debido a su muy reducido tamaño, solamente podía trabajar una persona a la vez, la jefa de la casa, la abuelita Estebanía Alavez. El cuarto estaba hecho de madera de pino y semiabierto de la parte superior para evitar que el humo se concentrara en el interior de la cocina; sus paredes eran negras por el hollín emitido por largos años de trabajo y protegidas con comales de barro (platos extendidos que son usados para calentar tortillas de maíz) rotos. En una cacerola de aluminio desgastado había un guiso rojo y espeso, el muy famoso mole amarillo. Imprudentemente, metí uno de mis dedos para probarlo, con la sorpresa de descubrir que estaba hecho con mi hongo favorito, Tricholoma mesoamericanum, ji’i yisi u hongo aguacate en la mixteca, mejor conocido como matsutake a nivel internacional. El aroma era como de canela, fundiéndose perfectamente con los condimentos base del mole: comino, pimienta y clavo. Muy probablemente este mole se consumiría así desde tiempos prehispánicos, con la excepción de algunos condimentos de origen islámico, traídos por los españoles durante la conquista. 


Hoy, aunque mitigada por los efectos de la conquista española, la cultura mixteca se mantiene viva.


Teníamos la fortuna de estar en Yucuiji para el cumpleaños de la abuelita. Todos los preparativos para celebrarla estaban en proceso, con una barbacoa, ancestro del mole amarillo. La respetada antropóloga Esther Katz, mentora de mi mentora, tiene la hipótesis de que la barbacoa de la mixteca se mueve entre los ejes centrales de la gastronomía de esas montañas y, quizás, como especulación propia, de la gastronomía e identidad de Oaxaca. Su carácter simple y rudo en ejecución permite entrever los orígenes del uso del maíz como eje rector de la soberanía alimentaria de esta región, previo a la colonización, a la nixtamalización, y a las tortillas, cuya preparación lleva los mismos ingredientes que el mole amarillo, pero con mucho menor refinamiento. 

La elaboración de la barbacoa mixteca se caracteriza por cocinarse bajo tierra con 5 elementos básicos: uno, la leña de pino o encino que funciona como el combustible principal; dos, el maíz, base calórica de esta preparación, cuya masa se nutre con jugos animales; tres, maguey o agave verde, cuyas hojas crudas contienen la masa del maíz y quemadas sirven para tapar el horno. Cuatro, chiles y hojas del árbol de aguacate, condimentos principales para la masa de maíz; y cinco, los animales, silvestres y domésticos, protagonistas del ritual. 

Servida la barbacoa, nos sentamos todos alrededor de una mesa larga de madera, en un pasillo abierto fuera del comedor. Llegó una agrupación de familiares músicos para ambientar el festejo de la muy respetada abuelita. La comida tenía sabores y texturas que jamás había probado; era una combinación muy compleja entre una polenta rústica y mole amarillo, donde fui testigo en primera línea del porqué de la hipótesis de Esther Katz sobre la barbacoa como el ancestro del mole amarillo. El sabor del consomé era verdaderamente intenso, un reto incluso, pero delicioso al final de cuentas. 


Este rito ancestral, tan ancestral como la misma fiesta, probablemente ha sellado alianzas tras alianzas desde tiempos inmemoriales.

 

“¡Mooordiiiida! ¡mooordiiiiida!” todos vitoreaban a la abuelita Etebanía para motivar que diera la primera probada al colorido y psicodélico pastel. Entre risas y aplausos, las primas se dispusieron a repartir el pastel entre todos los invitados para finalizar el muy calórico y delicioso festín. Ese sabor de pastel a vainilla artificial, en el límite de la cantidad de azúcar que cualquier persona podría asimilar, lo hacía irresistible y hasta adictivo. 

 La mesa se desarmó y se dejó el paso libre para el baile. Sonaban chilenas mixtecas, un estilo musical en extremo monótono, pero armónico. Se dice que estos sonidos llegaron a los estados del Pacífico del país en los tiempos de la Independencia mexicana, pasando el año de 1821. Un presunto barco chileno llegó a dar apoyo a la resistencia liberal, pero la batalla había concluido, por lo que se dispusieron a llevar el mensaje del final de la guerra por toda la costa oeste del país, y con él, el ritmo musical de las chilenas. Hoy en día, son el estilo sonoro insignia de la mixteca. Ya ebrio, con Superior, por supuesto, y con pulque (bebida fermentada del jugo del agave), también me dispuse a bailar; al parecer mi estilo era tan embarazoso que las tías cuchicheaban entre risas sobre mi torpeza; en fin, el baile nunca fue lo mío.  

Los hongos silvestres me llevaron a Yucuiji, pero con esta barbacoa se consolidó una amistad con la familia Sandoval. Este rito ancestral, tan ancestral como la misma fiesta, probablemente ha sellado alianzas tras alianzas desde tiempos inmemoriales. Todos bebían y reían, la noche y neblina se acercaban, envolviéndonos lentamente, helándonos hasta los huesos, mientras hacíamos los tratos finales del inicio de una colaboración traducida en kilos y kilos de algunos de los hongos más preciados por la comunidad, con la promesa de unirnos en una misma misión para la divulgación y protección de estas antiguas tradiciones.  

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