Un fotoperiodista tiene información sobre un testigo clave de una masacre policial, sabe el paradero de esa fuente, entiende que es pandillero y que la policía lo quiere muerto: un hombre muerto escondiéndose en un monte. Leyendo el Libro Los muertos y el periodista (Anagrama, 2021), del periodista salvadoreño Óscar Martínez, fue como me topé por primera vez con la obra de Fred Ramos (Santa Ana, El Salvador, 1986).
Ramos ha trabajado para medios del calibre del diario salvadoreño El Faro, la revista Time, The New York Times o el Washington Post. Ganó la categoría “Daily Life” del World Press Photo (2014). Un proyecto sobre refugiados centroamericanos lo llevó al Hillman Prize (2018). Ese mismo año fue nominado al Emmy en la categoría: “News & Documentary”. En 2020 consiguió la beca de la PHMuseum y en dos ocasiones —2015, 2021— ganó en la categoría: “Retrato individual”, del premio POY (Pictures of the Year).
Ramos retrata la tragedia, la agonía, la esperanza y la muerte —mucha muerte— en el Triángulo Norte de Centroamérica: Guatemala, Honduras, El Salvador. Sus imágenes han sido expuestas en diversos festivales fotográficos del planeta: Francia, Holanda, Noruega, Alemania, México, entre otros.
Retratar el sufrimiento es parte de su trabajo. Su propio dolor —el asesinato de su padre— lo impulsó a buscar respuestas. Para encontrarlas ha recorrido pueblos y ciudades, fuera y dentro de su país. En el asiento trasero de un carro reanimó —sin éxito— a un hombre agonizante. En un caserío fotografió a un niño cuya muerte estaba anunciada tiempo atrás. En un desierto, al norte de México, acompañó a decenas de madres a buscar rastros de familiares desaparecidos. En Chiapas, en los rieles por donde avanza el tren que llaman La Bestia, retrató a un niño hondureño, un niño con una máscara de diablo, un niño en medio de una caravana de migrantes.
Un fotoperiodista tiene información sobre un testigo clave de una masacre policial, sabe el paradero de esa fuente, entiende que es pandillero y que la policía lo quiere muerto: un hombre muerto escondiéndose en un monte.
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Cuando tenía 7 años, Fred Ramos y su padre, Domingo, viajaron al interior de San Salvador para visitar a la familia. Domingo le compró una cámara Kodak desechable y después se hicieron un par de retratos.
“Tengo las fotografías. Primero, le tomé una a mi papá y después él me tomó una a mí. Un recuerdo bastante lindo… es el que mantengo. Sólo recuerdo que mi papá me dijo: 'Tenés que aguantar la respiración cuando tomes una fotografía'”. En cuanto al oficio, ese fue el primer consejo que recibió.
Él no cree que haya elegido la fotografía. Fue simple, se sintió cómodo. “De alguna manera, el ver a mi papá con una cámara, influyó mucho en mí” —dice en la sala de un apartamento de paredes blancas en la Ciudad de México—. Luego, estudié diseño gráfico, ahí fue donde volví a tener contacto con la fotografía, de manera más didáctica. Fue mi primera escuela. En El Salvador no hay escuelas de fotografía”.
Salió de la carrera y trabajó como diseñador gráfico en agencias de publicidad. La primera foto de la que se sintió orgulloso fue —en 2009— la ganadora de un concurso realizado por la Alianza Francesa, en El Salvador. Una sobre los siete pecados capitales. Ganó y viajó al festival de Arnes, Francia. Ahí —al sur del país galo— resolvió ser fotógrafo.
El trabajo publicitario no lo motivaba —sentía atracción por lo social— pero continuó por un tiempo. Ahorró y viajó a México para aprender algunas técnicas fotográficas: iluminación, retrato, desarrollo de proyecto gráfico. Después regresó a El Salvador. De ese retorno me comenta: “Seguí un par de meses más, tenía que ahorrar un poquito para poder aventurarme en el periodismo”.
Ramos retrata la tragedia, la agonía, la esperanza y la muerte —mucha muerte— en el Triángulo Norte de Centroamérica: Guatemala, Honduras, El Salvador.
La figura paterna ronda la conversación. Los recuerdos son flashes de la memoria. De pronto, Fred habla de una cámara —tal vez una Pentax K1000, no recuerda—. De niño jugaba con ella, hasta que
la averió y su padre “nunca volvió a tener una”.
El nombre completo de su padre era Domingo Fred Ramos. Domingo nunca fue fotógrafo, pero fue él quien influyó en que su hijo se convirtiera en uno. Domingo nunca fue fotógrafo, pero fue víctima de la violencia. Domingo murió en 2011.
“Fue asesinado por pandillas en El Salvador. Ese hecho fue un giro —aclara Fred—. Fue donde dije: 'La verdad sí me interesa conocer qué pasa en este país'. La verdad, la cámara fue la excusa para poder meterme a la sociedad y poder documentar y entender lo que pasaba y, de alguna manera, entender lo que le había pasado a mi papá. También, al final, ese suceso fue el último empujón que yo necesitaba para salirme del diseño gráfico, de las agencias y meterme al periodismo”.
Se presentó con el editor de fotografía del diario El Faro. Fue aceptado de inmediato —sin sueldo—. Se hizo fotógrafo de violencia porque, en ese momento, era lo único que le interesaba.
“En mi caso, no me considero que sea un periodista que se involucre en esta profesión porque quiere explicar el mundo. Era un poco egoísta, no me interesaba explicarles a las demás personas, me interesaba entenderlo”.
En un caserío fotografió a un niño cuya muerte estaba anunciada tiempo atrás. En un desierto, al norte de México, acompañó a decenas de madres a buscar rastros de familiares desaparecidos. En Chiapas, en los rieles por donde avanza el tren que llaman La Bestia, retrató a un niño hondureño, un niño con una máscara de diablo, un niño en medio de una caravana de migrantes.
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Fred Ramos, premiado fotógrafo cuyo trabajo lo ha realizado entre Centroamérica y Estados Unidos.
Otro recuerdo del padre. En una calle del barrio Concepción, una niña recostada en un poste lleva puesta una máscara negra; atrás, un niño gira un neumático. La fotografía la tomó, el canadiense, Larry Towell y fue la imagen que despertó la mirada de Ramos.
“Es una foto de la posguerra en El Salvador. Me gusta esa foto, porque es una historia interesante. La vi navegando en Internet, navegando en estos blogs de fotografías. La imagen me atrapó”. La guardó y sólo tiempo después la mostró. “Un día —todavía mi papá estaba vivo— le dije: 'Mirá, te quería enseñar esta foto'. Mi papá la vio y me dijo: 'Esto es aquí, como a tres cuadras de la casa'. Nos pusimos a investigar, porque había unos números de teléfono atrás. Y, sí, era como a tres cuadras de la casa”.
—¿Cómo se fotografía la tragedia? —le pregunto.
—Es incomodo siempre. No hay una fórmula. Me he encontrado de todo. Al final, la clave ha sido que he ido a escenas, he estado en funerales, a donde la gente realmente quiere que se sepa lo que pasa. Pero, por supuesto que me han sacado de varios. De repente te dicen: 'Queremos estar solos'.
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Ramos es un fotoperiodista de violencia, de pandillas, de injusticias, de muertos, en últimas, del fracaso social. La importancia de su labor es un hecho clave y reconocido en el libro del periodista Óscar Martínez, Los muertos y el periodista: “Por esos días, mi colega Fred Ramos me contó que tenía una fuente en el cantón Santa Teresa. Dijo que tenía una fuente —<<casi un niño>>—que andaba escondiéndose en los montes, porque había presenciado la masacre y sabía que la Policía lo quería muerto”.
Por algún motivo, Ramos recuerda esa historia y las palabras del libro de Martínez encuentran eco: “Rudi es un personaje que yo le presento a Óscar (...) Es obvio que a Rudi lo van a matar. Rudi va a terminar muerto. Es obvio, es básicamente su destino. Y Rudi lo sabía. Era una cuestión complicada de pensar, pero todos los que estábamos involucrados en esa historia, lo sabíamos. Va a pasar, la única diferencia es ¿Contamos su historia o no la contamos? Creo que fue bastante cuidadosa la manera de cómo lo hicimos. Mucho de su historia salió cuando él había fallecido. Era, básicamente, el pacto que hicimos con él: ‘Nada de las cosas que te pongan en riesgo las vamos a decir hasta que vos estés muerto’, así se lo dijo Óscar. De una manera cruda, pero era la manera como había que decírselo, para que hubiera claridad de por qué estábamos ahí y qué era lo que queríamos. Creo que Rudi lo entendía perfectamente, a pesar de sus 15 años. Lamentablemente pasó”.
La verdad, la cámara fue la excusa para poder meterme a la sociedad y poder documentar y entender lo que pasaba y, de alguna manera, entender lo que le había pasado a mi papá.
Después de escuchar la anunciada y trágica muerte de Rudi, le pido a Ramos que me hable más sobre las características de los pandilleros.
“De alguna manera, representan fracasos del Estado, de la sociedad, del gobierno. Al final, trabajar con Rudi, conocer a Rudi, fue algo que me ayudó a entender por qué Rudi había decidido ser pandillero: vivía en un contexto de marginación, de violencia. Era muy difícil que él tomara otro camino. No vivía en un lugar con completa ausencia del Estado, había policías, había una escuela a un par de metros de su casa. Al final, no es la escuela, no es la policía, sino que es la pandilla la que termina adoptándolo y diciéndole: 'Mirá, sabemos que te sentís solo, sabemos que querés pertenecer a algo, veníte con nosotros'. Un niño de 13 años, obviamente, lo toma. Vivía en un contexto familiar en el que todos sus hermanos mayores habían estado en prisión por una u otra razón. Los únicos que no habían estado eran los chiquititos. Su mamá colaboraba con la pandilla, de hecho, es la mamá quien lo termina empujando a que se involucre. La mamá colaboraba con la policía, colaboraba con la pandilla y lo mandó, de alguna manera, diciéndole: 'Mira, vas a ser como mi espía, me vas a dar información de los pandilleros'.
En el fondo, era alguien que quería ser parte de algo bueno. Recuerdo que, una vez me dijo que había dejado la pandilla. Me mandó un audio diciéndome: 'Dejé la pandilla'. Antes de ese audio, siempre me hablaba con insultos, malas palabras, con su jerga de pandillero. Pero en ese, me decía: 'Mirá, dejé la pandilla. Oí como hablo, pues. Oí como hablo. Ya no digo malas palabras'. Era una manera muy inocente, para él eso era un símbolo. Era un niño, inocente al final”.
—¿Cuál ha sido la fotografía más difícil de sacar?
— Un trabajo que estaba realizando con Carlos Martínez [periodista de El Faro y hermano de Óscar], en la periferia de San Salvador. Veníamos de regreso de un pueblo, Zacatecoluca. Encontramos a un tipo, tenía pocos minutos de que le habían disparado. Intentamos ver si llegaba una ambulancia, pero en ese momento fue como: 'Mira, no va a venir. Llevémoslo al hospital'. Fueron los 30 minutos más largos de mi vida. Carlos Martínez manejando como un loco. Yo, de copiloto, tomando fotos de Felipe —era el nombre de este personaje, que también era pandillero—. Fue muy difícil para mí, fue un momento donde no sabía si tenía que tomar fotos, tenía que pensar con cabeza fría. Al final fue: Hay que tomar esta foto, la tomo, en lo que hablo con él, en lo que intento reanimarlo, en lo que intento que la situación sea menos tensa, imposible en esas circunstancias. Al día siguiente, nos enteramos de que había fallecido”.
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En 2014, Ramos ganó el World Press Photo, con un fotorreportaje sobre desaparecidos en El Salvador. Trabajó junto a antropólogos forenses, desenterró decenas de historias detrás de los atuendos de personas sin identificar. Una, en particular, le pareció incomprensible.
“La última fotografía es la ropa de una chica, es un short cuadriculado verde y una camiseta. Todos esos atuendos son de desaparecidos, no identificados, o sea, XX. Pero de esa chica, sí habían logrado identificar a los padres. Los antropólogos fueron y les dijeron: ‘Mire, hemos encontrado a alguien que creemos que es su hija ¿Quieren empezar el proceso de análisis de ADN?’. La familia se rehusó por completo. ‘No, porque a mi hija le gustó la pandilla y creemos que se merece que la hayan matado’, dijeron. Es muy fuerte, no creo que nadie se merezca eso. Me cuesta entender por qué la familia tomó esa decisión. Pero terminar abandonando el cuerpo así de tu hija, los restos, me parece una manera bastante cruel”.
—¿Lo más gratificante de hacer tu trabajo?
— Un trabajo que hice en El Salvador, en 2016, con un pandillero que era exmiembro de la pandilla del barrio 18, en San Salvador. Tenía como 5 años de haberse retirado y había tenido un proceso bastante complicado. El proceso de reinserción en El Salvador es nulo, no existe, no hay programas, no hay nada. Entonces, salirte de la pandilla es obligarte a vivir encerrado en tu casa, en tu barrio. Tu mundo se limita bastante. Él tenía algo diferente, quería participar en la sociedad. Claro, tenía un problema: tenía toda su cara tatuada. Sus posibilidades eran casi nada, limitadas. Pero él hacía cosas: se maquillaba, se ponía camisas de manga larga, estaba buscando maneras de esconder su pasado. Alguna vez me dijo que había salido a la calle y que alguien lo reconoció —por el trabajo que había sido publicado en El Faro— y le dijo: 'Te felicito, sé que esto es difícil, pero quiero decirte que habemos gente que te apoyamos'”.
El proceso de reinserción en El Salvador es nulo, no existe, no hay programas, no hay nada.
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Para Ramos es importante el encuadre y los colores. Se hace siempre la misma pregunta: ¿Cómo hacer que una fotografía se sienta diferente a las otras? Cuando cubre un evento en un mismo espacio, o en un mismo lugar, rodeado de fotógrafos que encuadran los mismos rostros, rastros, señas y retratan la misma historia.
En 2018, al cubrir la caravana migrante que partió de Honduras hacía la frontera de México con Estados Unidos, grandes medios de todo el mundo hicieron presencia, los fotógrafos más importantes, entre ellos, Larry Towell —uno de los tres referentes de Ramos, junto a Rodrigo ABD y Taryn Simon— y algunos ganadores del Pulitzer.
“¿Qué va a ser mi diferencia?', esa es una pregunta que trato de hacerme siempre. Creo que ahí está la diferencia, en las preguntas que te hacés, en qué tanto tiempo estás dispuesto a invertir a la historia. A veces, no es tanto de talento, sino de qué tanto estás ahí, esperando a que pasen las cosas. No me considero que tenga un increíble talento como fotógrafo, a veces le dedico un poco más de tiempo a las historias”.
Entonces, salirte de la pandilla es obligarte a vivir encerrado en tu casa, en tu barrio. Tu mundo se limita bastante. Él tenía algo diferente, quería participar en la sociedad. Claro, tenía un problema: tenía toda su cara tatuada. Sus posibilidades eran casi nada, limitadas.
Ramos tiene fotografías favoritas. Una de ellas está en los retratos que les tomó a sus familiares. “Yo estaba aprendiendo cómo mi familia manejaba el duelo de mi papá, el duelo de mi abuelo que había muerto muchos años antes, de una manera parecida [asesinado por razones políticas]”. La segunda la tomó durante la caravana migrante: “Es la de un niño hondureño que está con una máscara de diablo. Esa foto me generó bastante satisfacción. Esa foto es un reflejo... logró ser una de las que explican esa caravana”.
El diálogo de una imagen con miles de personas. Eso fascina a Ramos. “Cualquier persona puede entender el lenguaje sin importar el idioma, sin importar la región. Me parece impresionante como puedes comunicarte con un montón de personas, a través de una fotografía”.
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Ramos hace deporte, corre, boxea, práctica muay thai y hasta ahora no ha padecido el síndrome de estrés postraumático: “Eso digo. Una vez fui al dentista y me dijo que estaba friccionando los dientes mientras dormía. Eso es una consecuencia de alguna manera”.
—Al ver tanta tragedia ¿Se pierde la fe en el oficio, en la humanidad?
[En México, hizo un fotorreportaje para The New York Times, la continuación del trabajo de los atuendos de los desaparecidos]
—En el hecho de estar trabajando con las buscadoras, te das cuenta de que hay personas increíblemente buenas, en circunstancias tan drásticas, tan horribles. Vos podés imaginarte que no existe nada de eso. Por ejemplo, la mayoría de las madres que andan buscando a sus hijos, la mayoría nunca encuentra a sus hijos, no son ellas las que encuentran a sus hijos. La mayoría de los hallazgos que hacen son de otras madres. Al final, se termina convirtiendo en una colaboración. La búsqueda de sus hijos es el motor, también, el hecho de encontrar a los hijos de las otras madres. Hay madres que ya encontraron a sus hijos y siguen ahí, buscando.
Fred Ramos, el hijo de Domingo, hace tiempo entendió que por más que se busque una explicación para la crueldad: “La violencia no tiene respuestas ni explicaciones, es absurda, no tiene sentido”.