Al verlo dirigir los movimientos de Juliana Barbosa, es fácil descubrir los niveles de exactitud que busca el maestro de ballet Jaime Otálora.
Durante esta clase personalizada, ante cualquier observación de su mentor, Juliana contesta: “Ok. Sí, señor”. Y Jaime, sin despegar la mirada del cuerpo, la guía con firmeza:
—Trata de ajustarlo más. Ya está pegado, pero falta cruzarlo más. El torso es el que se mueve para allá.
—Ay, juepucha. Es que no sé, ¿por qué? —responde Jimena, preocupada ante el reto.
—Durante el Pirouette, ponle cuidado a los codos.
—¡Juepucha!
—¡Codos! —repite Jaime con énfasis, pero sin tono de regaño. Y tan pronto constata que su alumna comienza a mover el torso de la manera milimétrica que él le ha pedido, exclama animado: “¡Ahhh!, ¡ahhh!, ¡ahhhh!”.
Vine a observar a Jaime Otálora en acción, para entender, un poco de la historia de la escuela de danza Bogotá Capital Dance (BCD), una de las más importantes de Colombia, que tiene, además, su propia y exitosa compañía de ballet.
Esta escuela, fundada y dirigida por este oriundo de la ciudad de Cali que vino a recalar a la capital del país, es a la vez la explicación de las peripecias fotográficas que se pueden observar en este artículo.
Las imágenes forman parte de una serie de la fotógrafa Alejandra Quintero, que muestra a algunos de los miembros más sobresalientes de la BCD, recluidos en sus casas durante los momentos más álgidos de la pandemia de covid-19. Con posturas casi imposibles y en lugares más improbables aún de sus viviendas, las bailarinas (y un bailarín) posaron para la cámara de Alejandra Quintero, sin retoques digitales, ni artificios gráficos. De esa manera, la fotógrafa, quiso simbolizar el duro trabajo que exigen el ballet clásico y la danza moderna, a la vez que, a través de la estética de unas inusitadas imágenes, buscó resumir cómo la pasión de los danzantes por su arte se mimetizó con sus hogares y nunca se detuvo.
Así fue como, Juliana Barbosa, quien lleva siete años con la compañía, bailando seis horas diarias de lunes a sábado, terminó embutida dentro de una nevera.
Juliana no tiene casi uñas en los dedos gordos de los pies. Son unos pequeños pedazos morados. Decía Jaime -en broma- que nadie tenía los pies más destruidos y chuecos que ella. “El hielo es lo único que cura el dolor”, explica Juliana. De manera que en una creativa alusión a ese hecho, Alejandra Quintero (quien además de fotógrafa, también es alumna de la BCD hace cinco años), le pidió que posara contorsionando su cuerpo completamente dentro del gélido espacio.
Recuerda Juliana que ese día, ella y su familia, se levantaron muy temprano a desocupar la nevera. Pero lograr una posición de flexibilidad era difícil porque los músculos se contraen con el frío: “Estaba descalza, sentía la humedad en las plantas de los pies. Tuve calambres en las piernas cuando estaba ahí en el Souplesse. Sentí incomodidad total por el tiempo en el que tuve que mantener la posición. En algún momento, por molestar, ellos cerraron la puerta de la nevera para hacer un video para Instagram. Brevemente me vi sola, a oscuras y comencé a sentir claustrofobia”.
Otra de las bailarinas fotografiadas, Lina Vanegas, quien posó zambullida de cabeza en una lavadora, relata: “Yo me acuerdo de Alejandra sugiriendo algo y Jaime complementando: ‘Que alargue el cuello’ –decía–. Y enseguida salía bien la foto. O, decía: ´Es que tiene que cerrar las costillas´ y entonces salía la foto. Eso sucedió todo el tiempo”.
Con posturas casi imposibles y en lugares más improbables aún de sus viviendas, las bailarinas (y un bailarín) posaron para la cámara de Alejandra Quintero, sin retoques digitales, ni artificios gráficos.
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Jaime Otálora es Acuario con ascendente Acuario. Un signo zodiacal del elemento aire que se identifica con el personaje del inventor, cuya motivación es la idea de ser libre y que, en el cuerpo, está representado por los tobillos. Nació en Cali en febrero de 1979, pero desde el año 2000 decidió trasladarse a Bogotá, donde ahora vive con su pareja, Jeisson, un talentoso bailarían, y donde ha desarrollado la mayor parte de su aprendizaje con la danza y donde fundó su ahora reconocida Bogotá Capital Dance en 2014.
Duerme poco, entre cuatro y seis horas. Tiene una pequeña colección de carros pequeños y otra más grande de discos de música clásica para ballet; lee libros sobre metodología de la danza y ama las plantas pero, según dice, las mata si las toca.
En medio de la pandemia, descubrió que era bueno para el piano y piensa seguir aprendiendo. Uno de sus propósitos más cercanos es tener un piano en su escuela, para que él mismo pueda tocar en las clases como lo hacen en muchas famosas academias internacionales. Y espera algún día presentarse en el legendario teatro Mariinski de San Petersburgo, con la compañía de su escuela interpretando El lago de los cisnes.
Jaime incursionó en la danza a los 18 años, relativamente tarde para este tipo de disciplinas. Pero tampoco hubiera podido hacerlo antes “En la casa no tuve esa oportunidad por temas económicos. Igual el tema no me llamó desde niño. Yo era deportista: nadador”, aclara.
Debido a que su padre, visitador médico, tenía que viajar mucho para vender sus productos (aunque es también una influencia muy importante para Jaime), fue su madre quien marcó con su amorosa presencia su juventud. Ella creó todo tipo de pequeños negocios independientes (postres, lavandería de ropa, etcétera) que fueron fundamentales para sacar adelante a Jaime y sus hermanos. Es una figura poderosa en la vida del maestro de ballet, a quien él describe, con lágrimas de agradecimiento, especialmente cuando recuerda cómo, a pesar de haber quedado paralizada como consecuencia de haber sufrido polio en la infancia, siempre mostró un coraje y una autosuficiencia inusitados para cuidar de su familia.
Con el imbatible apoyo de su madre, Jaime inició un periplo académico que pasó por algunos semestres de las carreras de Ingeniería Agrícola o Economía, y después por intentos en varias academias de danza, hasta terminar convirtiéndose en un autodidacta disciplinado y riguroso. “Yo bailaba ballet, contemporáneo, jazz, folclor -comenta -. Luego, más que todo por necesidad, me puse a dictar clases. Para hacer eso, uno tiene que tener una mente más libre, algo también necesario para haber podido crear hoy esta escuela de danza”.
Jaime incursionó en la danza a los 18 años, relativamente tarde para este tipo de disciplinas. Pero tampoco hubiera podido hacerlo antes “En la casa no tuve esa oportunidad por temas económicos. Igual el tema no me llamó desde niño. Yo era deportista: nadador”, aclara.
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Todavía era de noche. El cielo sobre la casa del barrio La Castellana, en el noroccidente de Bogotá, estaba despejado y bien estrellado, cuando timbré a las 4:30 a.m. Se oyó el sonido de las llaves en la puerta y salió Jaime a abrir la reja que da a la calle. Él, que por lo general sale a la calle todos los días a las 4:50 a.m., ya estaba bañado y listo para conversar conmigo mientras paseaba a sus perros adoptados, Apolo y Martina. Mientras caminábamos me dijo que no me invitaba a subir a su casa porque despertábamos a Jeisson (su pareja) y a su tercer perro, Juan Pablo, también adoptado. Así, nos fuimos acercando a la casa donde tiene su escuela de danza.
Todas las mañanas, su rutina es similar: pasea sus perros en un parque cercano y sigue con ellos hacia su escuela, antes de que salga el sol. Un lugar al que siempre llega de primero y que abandona de último, cerca de las nueve de la noche.
La casa de la BCD tiene dos pisos. En el primero, están los dos salones de baile, con sus espejos y barras, donde ensayan los estudiantes principiantes, medios y avanzados. En el segundo, además de una pequeña cocina, hay un salón de pilates y de recuperación. También están las oficinas administrativas y la de Jaime, que él me presenta como el cuarto de los “ellos” (lo perros), y finalmente, el gran salón principal.
Es en esa oficina de Jaime, donde se puede entender claramente, a través de los trofeos y premios exhibidos en una biblioteca, el resultado del esfuerzo de este tenaz maestro autodidacta y su compañía. Y la razón del prestigio que ha adquirido. Allí están las preseas ganadas en concursos de ballet y danza contemporánea en Argentina e Italia.
Los de la Argentina, por ejemplo, son una muestra de la sorprendente y rápida evolución de la compañía bogotana, porque la primera vez que fueron al país austral a concursar ganaron sólo una medalla, a pesar de que Jaime sabía que sus bailarines no estaban tan bien preparados, pero quería darles la oportunidad.
Al siguiente año regresaron al mismo concurso y obtuvieron 15 medallas: 12 de oro y 3 de plata. Una de ellas, era un reconocimiento para Jaime como el mejor coreógrafo de las Américas.
Por ello, al despedirme de Jaime Otálora, después de acompañarlo en su intensa jornada y conocer la poco habitual historia de éxito de su escuela en una disciplina tan exigente y competida, cobran mucho más significado las fotografías que aquí exhibe Alejandra Quintero. Estas imágenes con poses inauditas de unas bailarinas que, a pesar de su obligado encierro, se fundieron con los objetos y paredes de sus propias vivienda, son un potente reconocimiento a la dignidad de su esfuerzo, y a la vehemencia de un arte que danza por encima de las dificultades.