Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

Las chivas son como seres de otro tiempo. De pellejo vistoso y diseño alucinante. Bellas, recias e impetuosas. Pero de otro tiempo. Pertenecen a ese tiempo que transcurre sin afanes en las trochas y pueblos de Colombia. 

Las chivas alistan su primer viaje en la penumbra de las madrugadas. Calientan el motor entre ronroneos y resuellos de humo gris, mientras algunas sombras ocupan presurosas las bancas y los ayudantes trepan bultos al techo. 

En Colombia existen chivas de frontera a frontera. De Nariño a La Guajira y de los Llanos al Pacífico, pero en ningún lugar existen chivas como las de la zona cafetera. Allí son niñas consentidas para sus dueños: carrocería decorada, biseles pulidos, latas brillantes y luces por docenas. En algunas partes las conocen como buses de escalera. Con ese nombre nacieron, a principios de siglo XX, en Medellín. Los primeros buses de escalera eran, en realidad, camiones o autobuses con una carrocería adaptada para mover carga, animales y pasajeros. También les añadían algunas hojas de acero a la suspensión para enfrentar los agrestes caminos montañeros. Al parecer, a esa osadía, impensable para otro tipo de vehículo, se debe el nombre de chiva. 

Las fui a buscar al suroeste de Antioquia y norte de Caldas. Al principio por simple curiosidad de viajero. En Caldas les seguí la pista por Riosucio, Pácora y Aguadas. De Pensilvania salí en una mañana lluviosa hasta Arboleda. La noche nos agarró cerca de Nariño, en el sur de Antioquia. Al día siguiente, coronamos Sonsón y de allí saltamos a Ándes y Jardín. 

Encontré chivas en pueblos con balcones de madera y fachadas estridentes, con geranios sembrados en bacinillas, jarras y peroles. Acompañé a los campesinos por trochas y caminos, bordeando precipicios a través de picos montañosos que se encadenan en siluetas azulosas hasta diluirse en el horizonte. 

En las trochas descubrí que la chiva no es solo un medio de transporte. En la chiva viaja el canasto de moras o el racimo de plátanos junto con la ilusión del campesino de regresar con un bulto de mercado; en la chiva se esparcen los rumores, se comentan las noticias, se conoce a los nuevos vecinos, se va para el colegio, se cuentan los proyectos, se acuerdan visitas, se venden terneros, se consigue novia, se trastean armarios y se viaja a la fiesta o al funeral.

En la chiva se llega al cafetal, se sacan las cargas de pergamino y se entran los plaguicidas. Los choferes son confidentes, oficinas de giros y mensajeros de amores furtivos. 

Por transitar las trochas montañeras, las chivas también se han topado de frente con la muerte que ronda en algunas de nuestras zonas rurales. 

He recogido algunas de esas historias que vagan por los caminos de un país lejano en el tiempo, aquel país de piel áspera y anónima, curtida por los soles de las cordilleras, conectado por estas máquinas, cuyo número de reduce con el avance del pavimento: permite reemplazarlas por autobuses, asépticos, uniformes, individualistas, de mayor rentabilidad e imposibles para los bultos de café, los racimos de plátano, los atados de legumbres. El pavimento es la muerte lenta de las chivas. 

(La mayor parte de estas historias breves fueron publicadas en ‘Chivas, arcoíris del camino’, del fotógrafo caldense Carlos Pineda). 

La niebla 

(Municipio de Jardín, departamento de Antioquia)

Desde que salió del pueblo, en el claroscuro de la madrugada, la chiva viaja envuelta en una nube blanca que impide ver más allá de las alambradas de púas, de los barrancos por donde escurren hilos de agua y de los nogales que flanquean la carretera de cascajo y barro. La chiva se bambolea. Antonio, el chofer, pisa el freno y se enciende una lucecita roja al pie de un crucifijo plástico. Una llovizna leve empapa el panorámico. Los pasajeros cabecean adormilados en sus ruanas. Un escapulario del Milagroso de Buga se mece bajo el espejo retrovisor. La neblina persiste. De trecho en trecho, un caballo negro se siluetea, difuso, en medio de los pastizales. 

Habitante de dos mundos

(Ruta Villamaría-Manizales, departamento de Caldas)

El pavimento nos sorprendió frente a un bosque de eucaliptos. La chiva avanzaba lerda por una recta bordeada de alambre de púas; de pronto, Giovanny Cardona, el conductor, soltó la mano derecha del volante y apuntó el índice hacia un punto en el horizonte, donde la carretera se tornaba lisa, y de un gris casi negro. “Allí está el pavimento, ¿si lo ve?”, anunció en voz alta, para competir con Leonardo Favio, cuya voz tronaba por los altoparlantes. 

El chofer aceleró un poco aprovechando la explanada. El pavimento se vino encima hasta ocupar casi todo el panorámico. De un momento a otro cesaron las vibraciones dentro del vehículo, una nubecita de polvo quedó flotando atrás, sobre el cascajo, hasta que se diluyó con el viento de la mañana.

Viajábamos en El Cordobés, un bus escalera de nueve bancas que hoy bajó de la montaña con trece pasajeros, seis bultos de café, una bicicleta, tres costales de naranjas y dos racimos de plátanos, pintones y raquíticos por causa de una plaga que arrasó con esos cultivos en la parte alta de Villamaría. 

La repentina aparición del pavimento tiene un profundo significado cuando se regresa a la ciudad por carretera desde un lugar remoto. Es, además, una frontera que el cuerpo agradece después de horas de zangoloteo y, en verano, de un polvillo casi invisible que se mete por las orejas y la nariz. El gesto entre los pasajeros es instintivo: los hombres apartan el poncho de la cara y algunas mujeres sacan espejitos para retocarse.

Estábamos en la vereda La Floresta, en un punto llamado La Arquería, a pocos minutos de Manizales. Pero podríamos haber estado entre La Casiana y Jardín o entre Mermita y Aguadas o ascendiendo, entre precipicios, del río Arma a Sonsón. La imagen era la misma dentro de la chiva: viajeros con el barro apelmazado en la suela de las botas se preparaban para entrar en un mundo donde la gente se hace brillar el calzado en las esquinas. 

De a poco, El Cordobés se adentra en la ciudad por calles secundarias. Diez minutos después llega a su destino en un parqueadero aledaño a la plaza de mercado. Allí se codea con los camperos que van para otras veredas y con las chivas que hacen la ruta a Riosucio. 

El Cordobés le pertenece a ese país campesino. Fue diseñado para transitar por caminos que doblegarían a cualquier autobús. Además, es como la sala de una casa. Los pasajeros se saludan, se gritan cosas, se hacen bromas, se cuentan chismes y, los días de mercado, se pasan de boca en boca un frasco de aguardiente. 

Para los pasajeros de las chivas, la plaza de mercado es la puerta de entrada y de salida de la ciudad. Durante horas se desperdigan por los corredores y pabellones o salen hacia otras zonas de la urbe. Dentro de unas seis horas, los campesinos regresarán a su vereda con víveres, ropa, machetes, teléfonos celulares y baratijas chinas. Durante la cosecha de café compran neveras y otros artefactos caseros. Antes, a mediados del siglo pasado, cargaban sus corotos a lomo de mula, pero desde que abrieron la carretera, este bus escalera o chiva, como quieran llamarlo, es el medio de transporte que les permite ir y venir entre el campo y la ciudad. 

A la mayoría de ellos no les gusta permanecer demasiado tiempo en medio del cemento; apenas terminan sus compras se trepan de nuevo en la chiva, regresan por el lugar donde termina el pavimento y, entre zangoloteos e incomodidades, se adentran de nuevo en sus montañas. 

Durante el invierno aumentan los riesgos en las carreteras de la montaña, como en el cruce de esta quebrada, entre el corregimiento de Arboleda, Caldas, y el municipio de Nariño, en Antioquia. 

La colegiala 

(Municipio de Andes, departamento de Antioquia)

Esta chiva ha tenido varios nombres. Cuando recién la manejaba mi papá se llamó ‘El puñal sevillano’, como la canción de Adolfo Carabelli, que sonaba mucho en las cantinas de por aquí; ¿sí la ha oído? Esa que dice: 

“Morena, me hirió de muerte

Con un puñal sevillano

Escucha, no llores y júrame por Dios

Que vas a matarlo al que me asesinó”.

Con esa música se emborrachan los cosechadores de café; armaban peleas. A veces por plata y a veces por las viejas, por cualquier cosa. Había mucha cantina y docenas de mujeres. Mujeres bonitas. Venían del interior. Llegaban los viernes por la tarde y se iban los lunes, cuando los recolectores ya se habían gastado hasta el último peso y andaban consiguiendo monedas para regresar a las fincas. 

Después mi papá le cambió el nombre a la chiva. La bautizó Paciencia, hermano, porque eso les decía a sus amigos cuando alguno de ellos tenía problemas. También se llamó La Samaritana y La Rumbera. 

Ahora se llama La Colegiala. Y mientras yo viva y maneje este carro, se seguirá llamando así. Le puse La colegiala hace treinta y pico de años cuando conocí a la que hoy es mi esposa: María Ofelia Saldarriaga Henao. Ella era estudiante del colegio de Tapartó. 

En ese tiempo yo hacía viajes en la chiva de Andes a Tapartó, un corregimiento donde, según dicen, existieron los indios tapartoes; aunque después apareció un señor que lo bautizó Villa César, de modo que el pueblo se conoce con esos dos nombres. Yo arrancaba de madrugada y comenzaba a recoger estudiantes en un caserío llamado el Bosque. Seguía a La Camelia, Los Ranchitos, La Lejía, Porvenir, La Perlada, Puente Nuevo y, finalmente, Tapartó. Recogía cincuenta, sesenta estudiantes porque en esa época los colegios no tenían rutas.

María Ofelia se subía en El Porvenir. Se subía con una blusita blanca y una faldita de cuadros azules. Yo la chequeaba por el espejo retrovisor: era de pelo negro, delgadita y muy risueña. La pistiaba y le hacía señas para que se sentara en el puesto de la izquierda, al lado mío. Ese puesto es para la mujer que le gusta al conductor, la novia, la esposa, la amiga. 

Un día me atreví a decirle: ‘Reina, hágame el favor y se sienta aquí’. Ella dudó un poco, pero aceptó, y desde ese día viajaba siempre a mi lado. Hablábamos del clima, de la carretera, y como la tenía cerquita, aprovechaba para echarle piropos. 

Le decía, ‘Hermosura, ¿entonces qué?, ¿cuándo vamos a dialogar?, dame la oportunidad de dialogar contigo, organicemos un noviazgo, mira que eso de pronto va para largo’. Ella siempre decía que no; pero yo insistía. Hasta que una mañana, cuando se iba a bajar de la chiva, me dijo ‘un día de estos le aviso’. Y se despidió con una sonrisa. Yo me fui feliz para el taller y le mandé a cambiar el nombre a la chiva. Le puse La Colegiala. 

Cuando nos volvimos a ver nos dimos el primer beso. Después me presenté ante el papá de María Ofelia y le pedí la mano para formalizar la relación. El noviazgo duró seis años y nos casamos en el 88, en la iglesia de Tapartó. Ese día madrugué con mis hermanos a decorar la chiva. Le sacamos el barro con agua y jabón, la brillé, le embetuné las llantas y le puse serpentinas y globos blancos. Quedó bien linda. En la primera banca viajaron mis papás; más atrás iban mis once hermanos y un montón de amigos. 

De eso hace treinta y ocho años. Tenemos dos hijos muy estudiosos y trabajadores, gracias a Dios. María Ofelia y yo nos envejecimos, pero La Colegiala sigue enterita, como usted la puede ver. 

Testimonio de Jorge H. Ramírez (‘el Muelón’). Andes, Antioquia.

La mirada de la Virgen

(Municipio de Guatapé, departamento de Antioquia)

Albeiro pintaba las vírgenes más bonitas de Medellín. Sobre todo, la Virgen del Carmen. Él aprendió mirando, como casi todos nosotros. Aprendió allá en Barrio Triste; pero Albeiro no pintaba carrocerías. No le gustaba. Esa parte la hacía yo. Con regla y compás. ¡Pura geometría! Él prefería las figuras, los paisajes, como el nevado que usted ve en el maletero de esa chiva.

Un día, antecitos de la Feria de las Flores, nos llamaron de Guatapé para ir a pintar una Ford 65. Empacamos la ropita, los pinceles y nos fuimos. Allá pintábamos en la calle, a la vista de todo el mundo. Doce horas diarias. Trabajamos tan duro que al segundo mes la chiva estaba casi lista. 

—Parce, vamos a tomar cafecito —me dijo Albeiro una mañana, mientras retocaba unas líneas delgaditas en el escapulario de la Virgen. 

–¡Eeeeeh, hombre!, estaba por decirte lo mismo. 

Mientras él limpiaba los pinceles, me puse a detallar la virgen. ¡Oiga, igualita a los cuadros de mi abuela! Tenía una mirada profunda y triste, como a punto de llorar. No le miento, las vírgenes de Albeiro lo miraban a uno como si le conocieran todos los pecados. 

La cafetería quedaba a tres cuadras, en la calle del comercio. Era día de mercado y sonaba música por todas partes. El pueblo estaba lleno de campesinos que habían bajado de las veredas en chivas, camperos y a caballo. 

Con Albeiro nos pusimos a hablar de una chiva que tocaba pintar en Santuario. El dueño quería un Niño Jesús para que el cura le bendijera el carro. Por aquí existe esa costumbre. El Día de la Virgen del Carmen usted ve un desfile de chivas adornadas de azul y blanco. Las lavan, les ponen globos, flores, banderas. Los dueños y los choferes van a misa, queman pólvora y, a veces, preparan sancocho. Ese día, los párrocos bendicen las chivas y les echan agua bendita desde el atrio, así quedan protegidas de una desgracia.

Cuando salimos de la cafetería se escuchaba la voz de Darío Gómez, ‘el rey del despecho’. Acortamos camino por un callejón que olía a orines y boñiga de caballo. Caminamos por entre los animales, algunos ya cargados para regresar a la montaña, y desembocamos en la calle donde habíamos dejado la chiva. Apenas doblamos la esquina me frené en seco y le pegué un codazo a Albeiro. 

–¡Mirá, mirá, güevón! 

En la mitad de la cuadra había una pareja de campesinos ya mayorcitos. Como de unos setenta años. Habían dejado el mercado en el piso y estaban de rodillas, rezando frente a la Virgen que Albeiro acababa de pintar. 

Nacimiento en La Melliza 

(Municipio de Aguadas, departamento de Caldas)

Los dolores de parto aumentaron poco después de las seis de la mañana. José Santiago alistó un caballo y salió al trote hasta la carretera para atajar la chiva de las siete. A Sandra López Coy le habían advertido en el hospital de Aguadas que el bebé nacería el 15 de enero. Hoy era 15, pero la joven solo se acordó cuando sintió los primeros retorcijones. José Santiago alcanzó a parar la chiva y regresó a la casa por un sendero de mulas para sacar a su esposa en ancas. Sandra López Coy se acomodó como pudo sobre el lomo del animal. Había llovido y el fango atrapaba las patas del caballo, lo que hizo más lento el viaje.

Los dolores eran insoportables cuando salieron a la carretera principal. El conductor de la chiva acomodó a Sandra López Coy en la primera banca. “Aquí se sienten menos los baches de la carretera”, dictaminó. La Melliza, una chiva marca International, modelo 68, llevaba una docena de pasajeros y más de veinte bultos de café y naranjas. Cuando La Melliza se puso en marcha, Sandra López Coy se retorcía del dolor. 

Veinte minutos después la mujer no pudo más: 

—¡Pare donde pueda, don Hernán, que este muchachito se me va a venir! —gritó por encima de una ranchera de Vicente Fernández. Se veía sudorosa y jadeante. Estaban a mitad de camino, en la vereda Guaymaral. Don Hernán orilló el carro contra el barranco y les pidió a los demás pasajeros que se bajaran. 

—Le organicé una cama en la banca de la mitad con unos costales, y vea cómo es la vida que entre los pasajeros venían dos parteras —recuerda Hernán Londoño, el dueño de La Melliza. 

Las tres mujeres se quedaron solas. José Santiago se sentó bajo las ramas de un guayabo. Allí esperó, ansioso, hasta que escuchó el llanto de un recién nacido. ¡Fue una niña!, gritó una de las parteras. Los pasajeros aplaudieron. Algunos se santiguaron. Una mujer que vivía a orillas de la carretera, en una casa de bahareque, se apareció con unas tijeritas y un tubo de hilo para que las parteras cortaran el cordón umbilical y le amarraran el ombligo. Otra vecina subió a la chiva con una taza de chocolate caliente para la recién parida. 

La niña cumplió 13 años el mes pasado. Se llama Dahiana, estudia en séptimo grado y no cree cuando su mamá le cuenta la manera en que vino al mundo.

Las zonas rurales del norte de Caldas y el suroeste de Antioquia las carreteras son tan angostas, que este tipo de maniobras puede repetirse varias veces en un corto trayecto. 

Encargos de carretera 

(Límites entre Antioquia y Caldas)

Mientras maniobra el volante de su chiva, una Ford llamada La Paisita, John Fredy cuenta de los encargos inesperados que le hacen los campesinos. 

—Una anciana me salió un día a la carretera a pedirme el favor de que le comprara una aguja en el pueblo. ¡Una aguja! La necesitaba para remendar ropa. Y me entregó una moneda de cien pesos. —John Fredy sonríe con el recuerdo. No tanto por el encargo, sino porque al regresar con la aguja, la mujer le reclamó los cincuenta pesos de vuelta. 

En estas montañas, donde a veces no entra ni señal de telefonía móvil, los choferes de las chivas se convierten en un medio de comunicación: “Dígale a Arnulfo que suba por los pollos que me encargó”. O funcionan como oficina de giros: “¿Usted conoce al ‘Mono’ Ortega, el que vive por el desvío para Los Pinos? ¿Sí? Bueno, hágame el favor y me le entrega esta platica. Él ya sabe. Ahí va un millón y medio de pesos. Cuéntelos”. 

Los choferes de chivas también les hacen compras menores a los campesinos: “Concentrado para pollos, pilas para linternas, remedios para la gripa, carne de la más baratica, una cubetica de huevos, toallas higiénicas…”. 

En ocasiones, los campesinos les piden que les paguen los servicios públicos o la televisión por cable. También son confidentes de urgencias amorosas: “Pastillas de Viagra, condones y píldoras anticonceptivas”. O se convierten en cómplices de amores furtivos: “Entréguemele esta cartica a aquella. Usted ya sabe dónde la encuentra”. 

En las montañas, a veces se topan con pedidos inusuales. A un conductor de Andes lo abordó un hombre de aspecto misterioso, que le habló en voz baja. “Quería que yo buscara a un hombre en el parque y que le trajera unas municiones para pistola. A mí me dio miedo y ese mismo día le pedí a la empresa que me cambiara de ruta”. 

Después de bordear precipicios por media hora, La Paisita atraviesa una zona de cañaduzales y desemboca en un cafetal de pepas aún verdes. Más adelante aparecen tres casas de bahareque y tejas de barro. A medida que se acerca, el chofer se fija en un hombre alto y seco, machete al cinto, botas de caucho y sombrero alón, percudido y desgastado. Dice para sí mismo: “Debe ser aquel” y pisa el freno. 

—¿Usted es Jairo? —le pregunta John Fredy. 

—El mismo. 

—Ahí le mandaron unas puntillas y un alambre de púas de la ferretería. 

John Fredy arranca de nuevo. Ahora maneja por la orilla de un desfiladero. Abajo, ocultas por la bruma, están las cúpulas plateadas de la iglesia y el pueblo a donde John Fredy regresa cada tarde con la lista de encargos de los campesinos. El primero es ir a pagar una misa por el primer aniversario de un difunto. 

Colores inesperados  

(Suroeste de Antioquia y norte de Caldas)

Gilberto y el Zarco perdieron la cuenta de las chivas que han decorado en Caldas y Antioquia. Sus dibujos van de pueblo en pueblo; se salpican con el barro apelmazado de los caminos, se despintan con el roce de los chamizos, se esconden con las polvaredas del verano y se destiñen bajo el sol y la lluvia de las montañas. 

Sus diseños son geométricos, acentuados por una gama cromática tan vistosa e inesperada como las fachadas de las viviendas cafeteras: azul aguamarina con amarillo ácido. Verde selva con mandarina. El color le da personalidad al carro, como las plumas a la guacamaya. Es un alarido en medio del rastrojo y de los serpenteantes caminos montañeros. La chiva necesita anunciarse de lejos: ¡Allá viene La Consentida! o ¡Mamáaaa… apúrese que La Reina ya se asomó en el guayabo! 

—Lleva más de treinta colores —explica Gilberto Castañeda, el de Aguadas, silencioso e introvertido. Gilberto traza las primeras rayas en la carrocería que El Llanero exhibirá en las trochas de Pácora. 

“Yo me acuesto y mientras me duermo voy pintando la chiva. Veo los colores. Y apenas me levanto le comienzo a echar pincel”. Así trabaja el Zarco. Vive en Pensilvania, donde hay dieciocho chivas, de las que llaman Carebola, debido a la forma del capó. Hoy está retocando un techo anaranjado que se rayó en unos cañaduzales, antier pintó de verde chillón el ‘bomper’ de una Dodge y mañana le llega una ‘forcita’ para retoques en rojo Ferrari. 

No siempre las chivas fueron tan electrizantes. Las primeras que circularon en Medellín eran simplonas. Dos colores de fondo y, con suerte, una franja lateral. Salían de la plaza de mercado de Cisneros y subían con carga y pasajeros a los barrios de la montaña. 

Después, los dueños le perdieron el miedo al color: naranja para las teleras. Azul cobalto en los estribos. Amarillo canario para el techo. Los choferes paisas pedían nuevos diseños y combinaciones. También querían santos, vírgenes y paisajes montañeros. Moda, religión y región. Competían por tener la chiva con más pintura y más bombillos. Así nació aquella inesperada pigmentación que recorre los más ásperos caminos de la zona cafetera. 

Así somos

(Suroeste de Antioquia)

¡Mire ese amanecer! El sol todavía no se asoma, pero ya se ve el resplandor detrás de aquellos picos azules. ¿Si alcanza a ver esa línea dorada en el espinazo de las montañas? Esa es la cordillera. Al otro lado está Jericó. ¡Hombre, qué pueblo tan hermoso ese! Allá tuve una novia cuando era muchacho, yo era muy andariego; administraba una finca cafetera en las afueras de Jericó y los domingos me iba pa’l pueblo. Así la conocí. Una mañana me trepé a la chiva y, preciso, me encontré de frente con su cara de gata y unos ojos cafés, misteriosos, inquietos, y una melena rubia, alborotada, como pelo de chócolo. ¡Una belleza de mujer! Muy inteligente. Nos íbamos a casar, pero se fue pa’l Valle con una tía. 

Espere a que pasemos ese bosquecito y le muestro dónde queda mi finca. Tiene un nacedero de agua cristalina arriba de los potreros. Lo invito a que la conozca un día de estos. Tengo vaquitas, dos mulas, gallinas y unos marranos que ya casi están pa’ chicharrón. El año pasado le sembré más café. Le sembré una variedad más resistente a las plagas pa’ no lidiar con tanto insecticida. También tengo aguacate criollo, naranja, gulupa… mejor dicho, vaya pa’ que conozca. 

¡Vea! ¿Si ve ese vallecito? Por aquí derecho, allá abajo, pasando ese bosque de yarumos y esa quebradita. Esa es mi finca. Mire los cafetales. ¿Si ve la casa de teja? Allí vivo con mi mujer y una hija. Ya llevamos varios años de vivir muy tranquilos. En paz. En una época sufrimos bastante. Llegó gente de afuera. Gente armada. Nos tocó irnos pa’ Medellín. Dejamos el rancho solo. Los animales, la cosecha, todo se perdió. Pero los armados se fueron hace años. Nadie los volvió a ver. Regresó la tranquilidad y nosotros volvimos a cultivar. Ahora usted ve pasar las chivas llenas de gente y de carga. Y espere a que llegue la cosecha del café pa’ que vea cómo se pone esto de bueno. 

Yo me bajo en ese guadual que se ve allá delante. Allí hay una trochita que entra hasta la finca. ¿Si la ve? Es ese camino de tierra negra que baja en medio del potrero. Como le dije, usted puede andar tranquilo por todos estos caminos. Aquí no le pasa nada. Y si lo agarra la noche, le pide posada a un campesino y seguro que no se la niega. Y hasta le da merienda y desayuno. Así somos por aquí. 

Rezos y balas

(Montañas de Caldas y Antioquia)

La chiva que venía de Pensilvania coronó la última cuesta y el bramido de su corneta rebotó, minutos después, contra las fachadas de la calle principal de Arboleda, un corregimiento incrustado entre montañas, en el norte de Caldas. 

El trayecto demora unas seis horas, bordeando precipicios y laderas sembradas de café, plátano y frutales, siempre en medio de cañones que se estrechan en las profundidades, donde, invariablemente, destellan las aguas cristalinas de un riachuelo serpenteante. 

“Antes, este viaje era una pesadilla”, me había dicho esa mañana un pasajero —de poncho, sombrero blanco y navaja al cinto— cuando nos detuvimos a desayunar en Puerto Buñuelo, un punto perdido en la cordillera. 

La pesadilla a la cual se refería el hombre no eran los despeñaderos que bordean la vía, sino la presencia de los grupos armados, guerrilla y paramilitares, que se disputaban buena parte de la geografía colombiana, en especial, las zonas campesinas, el territorio por cuyas carreteras angostas y sin pavimento transitan las chivas. 

En la plaza principal de Arboleda, justo donde ahora se apea una veintena de pasajeros maltrechos y soñolientos, se levanta, entre pinos, una araucaria y pomorrosos, un pedestal con los nombres de un sargento, un cabo segundo, dos patrulleros y diez agentes de policía asesinados en el año 2000, durante un feroz ataque de trescientos guerrilleros. 

Los habitantes cuentan que el pueblo quedó semidestruido luego de la arremetida de 48 horas con ametralladoras y explosivos. Ni las chivas ni otros carros podían transitar porque los guerrilleros se apostaron en los caseríos ubicados a lo largo de la carretera que viene de Pensilvania, atraviesa Arboleda y sigue hacia Nariño y Sonsón, en Antioquia. 

De eso hace veinte años. Insurgentes y paramilitares abandonaron las armas tras sendos acuerdos con el Gobierno, y Arboleda —al igual que otros caseríos montañeros a donde solo llegan las chivas— fue reconstruida. La tranquilidad que ahora se respira es palpable en la canción lejana de Pastor López, en los campesinos con bultos y herramientas al hombro, y en las risotadas estridentes de los escolares, inquietos por treparse a la chiva y salir rumbo a los caseríos dispersos en la ruta de regreso a Pensilvania.

Choferes y ayudantes de estos buses escalera cuentan de los retenes y del asesinato de sus colegas o de pasajeros, a quienes obligaban a bajar del vehículo, a veces con sus nombres anotados en un papel, y de las advertencias lapidarias al despedirse: “¡Hágale, que usted no ha visto nada!”. 

Y los choferes no veían nada. Ni escuchaban. Tan solo se encomendaban al cielo para el siguiente viaje y protegían los cuatro costados de las chivas con una legión de santos, ángeles y vírgenes; les regaban agua bendita, les hacían baños con plantas dulces, amarraban escapularios en la palanca de cambios o en el espejo retrovisor y eran devotos participantes en las procesiones a la Virgen del Carmen. 

La chiva anuncia con su corneta que va de regreso a Pensilvania y pueblos intermedios. Los últimos pasajeros se trepan a la carrera. El conductor se santigua, mete primera y acelera despacio. 

Aunque está prohibido cargar animales en los buses escalera, a veces los conductores ceden ante los ruegos de los campesinos.

Más de esta categoría

Ver todo >