Recuerdo uno de los escasos días soleados de la Bogotá de antaño cuando visité una casa del barrio de Teusaquillo en la que los sobrinos de un fotógrafo que acababa de fallecer feriaban sus bienes. Allí intercambié todos mis ahorros por una cámara Rolleiflex que después supe que había sido fabricada el mismo año en que nací.  

Ese aparato de formato cuadrado, que me acompañó hasta que el abuso dio cuenta de él, tiene la peculiaridad de que uno mira hacia abajo para enfocar, lo coloca sobre el estómago para componer, y registra lo que se ve enfrente. Desde entonces me acostumbré a tomar fotos con la cámara posándose en la barriga y desde ese punto –el centro del mundo- registro el acontecer que pasa por mis ojos.

Siempre he fotografiado la gente que camina en la calle, pues el oficio permite congelar una de un millón de facetas posibles de una expresión y hace que recorrer las mismas cuadras traiga un descubrimiento al final del día. Con el tiempo he llegado a llenar discos duros externos y, antes, decenas de metros lineales de acetato y nitrato de plata con gente que camina.

Desde entonces me acostumbré a tomar fotos con la cámara posándose en la barriga y desde ese punto –el centro del mundo- registro el acontecer que pasa por mis ojos.

Por diversas circunstancias, regresé a Nueva York, una ciudad en la que he vivido en el pasado y que se está transformando. Aquí se han registrado 252 mil infectados y 24 mil personas muertas por el virus. La ciudad, además, ha sido el escenario continuo de más de diez protestas diarias contra el racismo, la violencia policial, la desigualdad, la inequidad en la vivienda, la falta de oportunidades y el fascismo creciente de esta sociedad. Ahora, con un octavo de su población desempleada, la ciudad se ha comenzado a vaciar. 

¿Se registra eso en la representación gráfica del deambular de la gente? Posiblemente. Hay cosas –y personas– que no cambian nunca. Esta selección es una muestra de las caras en las calles entre los dos últimos noviembres.