¿Existiría, sin embargo, alguna posible relación entre la ignorancia que traía de mi cuerpo, de su presencia en el día a día, y mi oficio con cuerpos vacíos, sin aire vital, de una inmovilidad perpetua?
Julio Paredes
***
Si uno puede perderse en el mundo, no se hable de lo que puede pasar al sumergirse en los treinta millones de piezas que alberga el Museo de Historia Natural de Viena. Este enorme conjunto tiene sus orígenes en lo que fue la principal colección de objetos relacionados con la naturaleza en Europa, adquirida por el emperador Francisco I de Austria en 1750.
Cuando entré por primera vez al Natürhistorisches Museum (NHM), en vez de ir detrás de un río de escolares que fluía por las naves centrales, me fui en la dirección opuesta, a un lugar donde solo había vigilantes que cuidaban que nadie contraviniera la política de no fotografiar, a menos que esgrimiera el permiso y la factura con tres dígitos de euros. Andaba en esa oportunidad con una aparatosa cámara de formato medio, ruidosa y con más de cuarenta años, lo que me obligó a aguzar el oído y disparar cuando los pasos se desvanecían.
Esas solitarias galerías contenían unas vitrinas que ya eran viejísimas cuando el niño Sigmund Freud las visitó con sus compañeros del gimnasio. Abarrotados dentro de unas enormes cajas estaban estacionados miles de reptiles de todas partes del mundo que incluían algunas obras maestras de la taxidermia, con ejemplares que datan del año 1800. Lo primero que vi fue un caimán con las fauces abiertas, descrito como “Alligator Kolumbien”. ¿Del río Magdalena, en el Caribe colombiano? ¿Conseguido en la expedición imperial de 1817 o en la de 1852? La información es mínima. Hay más objetos que tarjetas. Un frasco con dos culebras: “Víbora siriopalestina y víbora iranoiraquí”; una vitrina con un pez gato enorme: “Silurus silurus”. Hacer algo más explícito es una tarea fenomenal. El NHM cuenta con 200.000 especímenes solo en su colección herpetológica, la mayoría conservados en alcohol.
Abarrotados dentro de unas enormes cajas estaban estacionados miles de reptiles de todas partes del mundo que incluían algunas obras maestras de la taxidermia, con ejemplares que datan del año 1800.
Al lado de los reptiles están los pájaros, luego los mamíferos. Y arriba, los montajes sobre la prehistoria y los primeros humanos. Estas salas son modernas, con mucha información y combinan montajes de modelos de resina con animales disecados. Están los huesos, las cabezas de dinosaurios, los antiguos pájaros. Se destaca la representación de un cazador que vaga con su lanza por los Alpes austriacos con una barba y unos ojos azules exactos a los de los vigilantes del museo, los choferes del tranvía, los oficinistas de corbata que cruzan, diez mil años más tarde, todos los días, el Danubio para ir a trabajar en sus oficinas de vidrio.
Lo que me hizo regresar a este aleatorio conjunto de fotos fue la insistencia de un amigo y compañero de estudios que dirige una prestigiosa editorial universitaria. Él había trabajado por largo tiempo en crear una revista especializada en edición y producción académica y el formato que quería imprimirle a la publicación consideraba un ilustrador diferente para cada número. Pensó en mí y discutimos varias posibilidades. Cuando le hablé sobre los animales disecados en las vetustas vitrinas del NHM quiso esas y ninguna más.
Ese amigo se llama Julio Paredes. Y ese amigo escribió una novela extraordinaria. Titulada Aves inmóviles, consiguió el pasado Premio Nacional de Novela de Colombia con la historia de un taxidermista de cara al triple desafío de enfrentar una grave dolencia, una traición al oficio y un examen sobre la soledad. Aunque sé que no es así, al leer su libro quise que unos caimanes colombianos extraviados por siglos en un museo vienés hubieran disparado su imaginación para construir esa historia de un taxidermista bogotano a quien le hacen el encargo de disecar un caballo. Un encargo que no quiere hacer.