Relatto | El cuento de la realidad
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¿No es acaso una verdad universal que los barcos deben navegar sobre mares, ríos o lagunas; nunca sobre bosques, selvas o montañas? Jorge Vignati, asistente de dirección de Werner Herzog, debe haberse preguntado lo mismo esa tarde de 1981, tras conocer la montaña que la enorme embarcación de 320 toneladas iba a tener que cruzar para llegar al río Urubamba. Así lo establecía el guion: el Molly Aida debía ser remolcado por un millar de indios nativos ante la mirada atónita de quienes vieran a Fitzcarraldo, aquel indomable amante de la ópera y alter ego de Werner Herzog, representar la metáfora más grande de la historia del cine.

Lo había conocido en Cusco, diez años atrás, mientras el director trabajaba en la preproducción de Aguirre, la ira de Dios, la otra gran película del teutón filmada en la selva peruana. Aquella vez, Vignati acudió a una casa en la calle Procuradores para ayudar al realizador a conseguir algunos extras. A Jorge, cusqueño de nacimiento, no le costaría mucho trabajo convencer a unos cuantos compatriotas de que los europeos no eran pishtacos, no los iban a degollar y vender en el mercado negro. Después de eso, Herzog le propuso a Vignati que formara parte de su equipo, pero entonces él ya estaba embarcado en otra producción legendaria, The Last Movie, que en ese momento se estaba rodando en Chincheros.

Werner Herzog y Jorge Vignati filmando la escena del barco / Archivo de Jorge Vignati.

El verdadero Fitzcarraldo

La idea nació de una conversación entre José Koechlin y Herzog. “Tienes que volver a Perú. Tienes que hacer otra película”, le dijo el peruano a su paso por Munich. Habían entablado amistad mientras el director filmaba Aguirre, la ira de Dios, producción en la que el empresario invirtió 50 mil dólares para que pudiera ser terminada. “Me encantaría −le respondió Herzog−, pero no tengo una historia”. Entonces Koechlin, incansable viajero y promotor del llamado turismo ecológico, le habló de Carlos Fermín Fitzcarrald, ese cauchero que amasó una fortuna explotando la selva y sometiendo a los indios nativos en sus empresas más desquiciadas.

La historia es más o menos la siguiente: Fitzcarrald quería crear una ruta del caucho que uniera los departamentos de Loreto y Madre de Dios, con el fin de aprovechar ese gran sector que estaba en peligro por los caucheros bolivianos y brasileros. En junio de 1894, el llamado “rey del caucho” partió en al istmo entre los ríos Purús y Ucayali, donde hizo desarmar su nave, de aproximadamente 30 toneladas, en 15 partes distintas, para luego hacerlas remolcar por un millar de indios nativos y más de 100 caucheros blancos, con la intención de volverla a armar en la otra orilla. Fue esta historia de desafío a las leyes de la naturaleza lo que llevó a Herzog de regreso al Perú para filmar Fitzcarraldo

¿No es acaso una verdad universal que los barcos deben navegar sobre mares, ríos o lagunas; nunca sobre bosques, selvas o montañas? Jorge Vignati, asistente de dirección de Werner Herzog, debe haberse preguntado lo mismo esa tarde de 1981, tras conocer la montaña que la enorme embarcación de 320 toneladas iba a tener que cruzar para llegar al río Urubamba.

La maldición de Herzog

Podemos decirlo sin temor a estar equivocados: pocas películas han tenido tantos problemas durante su rodaje. El equipo de producción tuvo que enfrentarse al agreste clima de la selva, al conflicto armado de Perú con Ecuador y al ataque de la comunidad awajún, que inicialmente trabajaría en el film pero que terminó botando al equipo de producción y quemando el campamento. Alguien les había enseñado fotos de campos de concentración nazis, cadáveres apiñados en fosas de la muerte. Para colmo, Jason Robards, el actor que interpretaría a Fitzcarraldo, aprovechó los meses de vacaciones para renunciar a través de su agente. Según Vignati, las condiciones en las que se filmaba no tenían muy contento al gringo. 

Algo muy distinto sucedió con Mick Jagger, el Rolling Stone que actuaría en Fitzcarraldo. Durante su estadía en Iquitos, Vignati invitó al músico a conocer a los extras que interpretarían a los tripulantes del Molly Aida, anécdota que termina con Jagger borracho a la salida de una cantina en Belén gritando: “I'm free for first time in my life! I´m free!”. Sin actor protagónico, Herzog propuso al músico como Fitzcarraldo, lo que despertó el recelo de otro actor: Mario Adolph, que entonces interpretaba al capitán “Orinoco” Paul. Al final todos renunciaron, excepto Claudia Cardinale, Miguel Ángel Fuentes y José Lewgoy. Nadie parecía creer mucho en el proyecto. Jagger debía lanzar un nuevo disco y tenía una gira pendiente. Robards alegó disentería.

Jason Robards durante la filmación en la selva / Archivo de Jorge Vignati.

Filmación en trance

La película estaba lista en un 40%, se había levantado un nuevo campamento a orillas del río Camisea, en la región Cusco, a más de dos semanas de distancia de Iquitos. Por recomendación de los misioneros de la zona, llevaron visitadoras. Se había comprado un barco enorme, el Nariño, nave a vapor construida en 1905 que sirvió de modelo para otras dos. Una de ellas cruzaría la montaña que separa los ríos Camisea y Urubamba, por lo que se contrató al ingeniero brasilero Laplace Martins; mientras la otra se enfrentaría al Pongo de Mainique (brecha de agua del río Urubamba) y a los rápidos más furiosos de la selva amazónica.

Durante su estadía en Iquitos, Vignati invitó al músico a conocer a los extras que interpretarían a los tripulantes del Molly Aida, anécdota que termina con Jagger borracho a la salida de una cantina en Belén gritando.

Pero, ¿quién era Fitzcarraldo? Un típico personaje “herzogiano”. Un irlandés medio loco, obsesionado con la ópera, famoso en Iquitos por emprender ambiciosos proyectos que siempre terminaban en estrepitosos fracasos. Su sueño máximo es construir un teatro en la capital loretana para traer a Caruso, motivo por el cual tendrá que incursionar en el negocio del caucho. Pero entonces ya es demasiado tarde, el film se sitúa a inicios del siglo XX, y la única zona sin explotar es prácticamente inaccesible. Es entonces cuando nace la idea de transportar un enorme barco, de 320 toneladas y sin desarmar, por un estrecho que separa dos cuencas.

Herzog empezó a barajar nombres. Jack Nicholson parecía una buena opción, pero nunca se llegaría a concretar. La pérdida de Robards y Jagger, por otro lado, provocó serios cambios en el guion: Wilbur, el personaje que interpretaba el rockero, fue eliminado. Sobre lo duro que fue dejar ir a Jagger, el director ha dicho: “debe ser la pérdida más significativa que he tenido en mi carrera”. La baja de Robards, por otro lado, lo obligó a rediseñar el personaje principal, ya que originalmente Brian Sweeney Fitzgerald iba a ser un hombre entrado en años, siendo su proeza un último intento por conquistar sus sueños. En esta etapa de borrón y cuenta nueva, Vignati le preguntó a Herzog por qué no interpretaba él mismo a su propio alter ego. “No, Jorge, es que yo no sé sonreír”, fue la respuesta del teutón.

Jorge Vignati y nativos amazónicos que participaron en la película /Archivo de Jorge Vignati.

Kinski, la ira de Dios

Klaus Kinski era, de lejos, su última opción. El actor alemán, famoso por su carácter explosivo, ya había hecho papeles protagónicos para él en tres oportunidades, incluyendo Aguirre, la ira de Dios, cuyas difíciles condiciones de rodaje terminaron con director y actor intercambiando amenazas de muerte. Muchos años más tarde, Kinski escribiría en su autobiografía: “Herzog es un individuo miserable, rencoroso, envidioso, apesta a codicia y ambición, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de los pies a la cabeza”. Un día de abril de 1981, el alemán aterrizó en el aeropuerto de Iquitos para gritar: “Ich bin Fitzcarraldo!”. 

Fue el flaco Vignati, con su acento cusqueño, su pelo negro alborotado, su aspecto afable y tranquilo, quien tuvo la pesada tarea de intermediar entre Herzog y él, quienes constantemente estaban a punto de mandarse a la mierda. Con todo, Vignati recordaba al actor como un gran profesional. “Era un tipo que sabía de continuidad, por ejemplo”. Cuando la luz estaba mal colocada, o le daba una textura diferente, Kinski mandaba a traer un espejo, se estudiaba cuidadosamente y luego vociferaba con su tosco alemán: “Scheiße! Dilettanten, ignorant!...”. 

Pero, ¿quién era Fitzcarraldo? Un típico personaje “herzogiano”. Un irlandés medio loco, obsesionado con la ópera, famoso en Iquitos por emprender ambiciosos proyectos que siempre terminaban en estrepitosos fracasos.

A veces, el mismo Herzog le tendía trampas al actor para “sacarle la neurosis”. “Lo jodido eran las peleas estando los nativos, porque son muy susceptibles”, afirmaba Vignati. “Yo era el encargado de explicarles a ellos que no era un problema nuestro, que todo estaba bien”. Es un lío entre blancos, les decía. Lo más curioso es que, según Herzog, los nativos “no le temían a Kinski, que gritaba como loco todo el día, sino me temían a mí, porque siempre estaba calmado”. En el documental My Best Friend, el director cuenta que durante la filmación uno de los jefes indios se ofreció a matar a Kinski por él.

Klaus Kinski interpretando a Fitzcarraldo.

Conquistando lo inútil

Cuando Klaus Kinski contempló la pendiente por la que el Molly Aida sería remolcado, supo que todo eso era una locura. Su pelo amarillo estaba desordenado adrede, tenía los ojos saltones y esa expresión dramática en el rostro. Hacía tiempo que el ingeniero Laplace Martins había renunciado, Herzog se empeñaba en que la pendiente por la que trepara el barco fuera de 40°. “Hay una 30% de probabilidades de que lo logren”, dijo el brasilero antes de largarse. El realizador mandó a traer remolcadores del Callao, quienes modificaron el sistema por uno de poleas cuádruples y cables muy gruesos, uno de los cuales tuvo que ser llevado en avión hasta Shepagua, un pueblo maderero, y transportado por el río Camisea en cuatro lanchas unidas para ser conservado en una sola pieza. 

Una vez con el sistema en funcionamiento, Herzog recibió una llamada desde Manaos: el teatro en el que se debía filmar el comienzo de Fitzcarraldo estaba disponible y tenía que volar con Kinski. Fue entonces que el director llamó a Vignati y le dijo: “Jorge, te dejo el corazón de la película. Tú vas a filmar esto”. La nave estaba siendo remolcada y las tomas en las que aparecía Fitzcarraldo ya habían sido grabadas. Ahora solo faltaba lo más difícil: que el barco a vapor navegue sobre la montaña, con Caruso en la proa cantando a través de un gramófono y árboles erguidos como brócolis. Una Caterpillar jalaba los cables y hacía funcionar las poleas, que arrastraban el barco por una trocha; debajo de la tierra, unos enormes troncos se encargaban de que el barco no cediera. 

Werner Herzog, Claudia Cardinale y Jorge Vignati / Archivo de Jorge Vignati.

Poesía en la jungla

La metáfora de Herzog pudo ser completada. En Iquitos, durante la visualización de la cinta, el director felicitó a Vignati jalándole los pelos: “¡Bien hecho, Jorge!, ¡bien hecho!”. Sin embargo, la travesía aún no terminaba. Faltaba la escena en los rápidos, aquellas peligrosas tomas que debían ser filmadas mientras el barco rebotaba entre las rocas del Pongo de Mainique. Thomas Mauch, el director de fotografía, resultó herido mientras sostenía la cámara, así que la responsabilidad volvió a caer sobre Vignati. “Yo hice esas tomas también”, contaba. Después de eso, la nave terminó encallada en un banco de arena, lo que retrasó una vez más la película. 

Aunque Fitzcarraldo nunca tuvo la intención de ser un estudio etnográfico, sí termina siendo una suerte de documental, gracias a la actuación de los indios machiguengas y campas. En el making–of de la película, un consciente Herzog dice: “Ellos poseen la autenticidad de su cultura… y eso desaparecerá de la faz de la tierra”. El crítico Ricardo Bedoya, por su parte, considera al teutón como el director de un cine que parece haber “salido de la nada”. Según él, Werner Herzog es un hombre obsesionado con los actos extremos, los mismos que “tienen que hacerse, ser filmados y reproducidos ante la cámara como si fuera la primera vez”.

Mientras Herzog filmaba en la jungla, en Lima se estrenaba The Empire Strikes Back, segunda parte de la saga que pronto se volvería el paradigma de la plasticidad y de los efectos especiales. Al respecto, el alemán ha dicho: “podría haber hecho como en los filmes de Hollywood: mentir y ahorrarme, mediante maquetas y decorado, los horrores del rodaje en plena selva y enfrentarme con los problemas de semejante empeño”. Y luego: “Quiero que los espectadores recobren la confianza en lo que ven sus ojos”. 

Tras acabar el rodaje, la amistad entre Herzog y Vignati los llevó a filmar en Nicaragua, el Himalaya, la Antártida y otras partes del mundo, hasta el fallecimiento del cusqueño, el 8 de marzo de 2017. Hoy día, Fitzcarraldo es considerada la mejor película del alemán, aclamada por la crítica y ganadora del festival de Cannes de 1982. Hace unos pocos años, Herzog publicó Conquista de lo inútil, el famoso diario que escribió durante la filmación de Fitzcarraldo, aquel centenar de páginas que le infundió un horror visceral durante años y que ahora se anima a describir: “Es como un sueño afiebrado en la jungla. Es poesía. No es un diario sobre un rodaje. No es una memoria. Es poesía”.

* A la memoria de Jorge Vignati.

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