Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Un contexto contaminado

Un río contaminado durante décadas ha generado enfermedades en las personas que viven a sus orillas. En rigor, es menos que un río, de hecho se lo ha llamado Riachuelo. Por su ubicación en el sur pobre de Buenos Aires, casi al fondo de la ciudad que ya se confunde en una zona mixta con la provincia de Buenos Aires —un mismo nombre para dos jurisdicciones distintas—, y por padecer un déficit habitacional histórico, se fueron formando asentamientos y villas en las tierras baldías que lo rodeaban. La cuenca Matanza-Riachuelo fue el sumidero cloacal de toda la ciudad durante los últimos cien años y hoy es la cuenca fluvial más contaminada de Argentina. 

En 2008, la Corte Suprema de Justicia dictó un fallo por el cual, a causa de la contaminación, debía hacerse una relocalización de las familias situadas en el borde del río y en las zonas de alto riesgo socio-ambiental. Estaban afectadas todas las personas instaladas en los primeros 35 metros de la orilla. Es decir, había que mudar a cientos de familias a nuevas casas en un lugar donde se garantizaran las condiciones sanitarias.

Uno de estos asentamientos fue la Villa 26. No muy extenso, pero poblado y con una extraña forma de pasillo. Entre junio y diciembre de 2017, junto al fotógrafo Gian Paolo Minelli, visité la Villa 26 para hacer un registro del barrio antes de su mudanza y demolición.

El paisaje de la demolición.

La primera visita

Una tarde de invierno llegué por primera vez al barrio. Vi las casas que se levantaron apretadas entre un paredón y el río, un barrio que adoptó la forma de pasaje. Había un sector abierto con un árbol viejo y mutilado que a primera vista podría ser uno de los puntos de encuentro del barrio. Ahí nomás estaba el río, marrón y bajo, como una frontera pero también como un secreto que guardaba el pequeño asentamiento. Vi un comedor, algunas casas precarias y un pasillo. Vi un arco de fútbol pintado contra el paredón de la fábrica. Pensé un instante en la cantidad de pelotas que fueron a parar al río y en chicos metiéndose a rescatarlas. Había un aro de básquet y perros. Siempre hay perros. Dos, cinco, siete. No se sabe de dónde salen y sin embargo ahí están como los centinelas primeros del barrio. Un nene de dos años jugaba con una pelota de básquet y uno de los perros. El niño apenas podía levantar la pelota. Hay dos hombres que cuidan del nene mientras charlan sobre herramientas, primero, y después sobre el cielo. El tiempo parece suspendido, un punto inmóvil.

En 2008, la Corte Suprema de Justicia dictó un fallo por el cual, a causa de la contaminación, debía hacerse una relocalización de las familias situadas en el borde del río y en las zonas de alto riesgo socio-ambiental. Estaban afectadas todas las personas instaladas en los primeros 35 metros de la orilla.

Sin embargo, la primera vez que veo el barrio es en un mapa, un par de horas antes. Es un dibujo trazado con un bolígrafo rojo donde se ve el edificio de la Fundación Proa (un espacio de arte contemporáneo) en el barrio de La Boca, después el río y el camino que costea al riachuelo, más atrás se ubica el asentamiento, un rectángulo breve que a juzgar por el plano está al borde de caerse al río. En la zona hay depósitos enormes y viejos, galpones abandonados, terminales de micros y fábricas venidas a menos. Es una región pobre y olvidada, como si hubiera quedado atrás de la ciudad, una especie de trastienda geográfica. El paseo turístico de “Caminito” pareciera ser el fin de la Buenos Aires visible. Después está el tiempo de los desclasados.

Demoliendo el barrio.

Recuerdo que el primer día en Villa 26 nos metemos en el pasillo junto a dos chicas que acompañan a las familias en el proceso de mudanza. Recorremos el barrio de punta a punta. Primera sorpresa, el asentamiento no es laberíntico como otros que conocí sino absolutamente lineal. Mezcla de propiedad horizontal —como un edificio acostado— y consorcio comunitario. A cada lado del pasillo están las casas y cuando se llega al final hay una puerta trabada por donde puede verse que el camino de la ribera ya llegó hasta ahí. El camino es una amenaza próxima, en cualquier momento ocupará el lugar de sus casas. En ese momento, una de las chicas recuerda la película The Truman Show. Dice que esa puerta parece la salida al mundo.

Ventana al Riachuelo.

Raquel

Entramos a la casa de una mujer que vive en Manzana 4, una especie de sub-zona del barrio que quedó aislada del sector de mayor densidad habitacional. La mujer se llama Raquel. A la casa se entra por la pieza que funciona como taller textil. Ahí tiene cuatro máquinas en las que trabaja cosiendo ropa. Cuando llegamos estaba trabajando en unos pantalones cortos para un equipo de fútbol infantil. También está su hija, Zahira, es joven y extremadamente flaca. A los pocos minutos cuenta que tiene esclerosis. Raquel habla tranquila: “tenemos expectativa por irnos”. Y continúa un momento después con una descripción física de qué significa habitar ese lugar: “viviendo acá siempre te duelen los huesos”.

Una vista del Riachuelo. 

Raquel no es una vecina más que pasa desapercibida. Es una referente, se hace cargo de resolver problemas colectivos. Lleva 25 años en el barrio, conoce a todos y conoce también cómo hacer que las cosas funcionen (desde el tendido eléctrico hasta las relaciones de vecindad). Raquel dice “yo participaría de la demolición”. Parece querer irse ya mismo, cuanto antes. Al mismo tiempo, denota cierta nostalgia. Hay una idea que se repite: una casa no es un lugar físico o geográfico, no es una arquitectura sino los hechos vividos ahí. Eso es clave tanto para Raquel como para su hija. Las dos se extienden en historias familiares y barriales (crianza, trabajo, carnavales, festejos de fin de año). Raquel hace esporádicas referencias a lo que significa materialmente la casa: “los pisos los puse yo”, y donde antes había un patio ella levantó el taller textil. Hay algo de lo que es la casa físicamente, esa casa habitada, esa casa remodelada, mantenida, sostenida por ella que también es parte de una nostalgia. Aunque no sea más la nostalgia sobre un lugar al que no se quiere volver.

Raquel cuenta historias de todo tipo sobre el río: suicidios, accidentes, juegos. El río es el lugar donde todo puede pasar. Mejor dicho, el río es el lugar que le da rareza o extrañeza a un barrio que podría contar las mismas historias que cualquier otro. Pero ellos tienen un río. Tienen el misterio y el escándalo del río.

Hay una idea que se repite: una casa no es un lugar físico o geográfico, no es una arquitectura sino los hechos vividos ahí.

El niño en el Riachuelo. 

Historia abreviada del río

Un tipo quiso cobrar el seguro de su taxi tirando el auto al río, otro lo vio desde un puente y lo denunció pensando que estaban matando a alguien con auto y todo (el tipo nunca cobró el seguro). Una mujer se quiso suicidar tirándose al río pero cuando se está ahogando se arrepiente y empieza a pedir ayuda, la rescata un vecino en bote. Una mujer le dice a la hija que va a ir a nadar al río un ratito porque hace mucho calor, nunca más vuelve, se suicida en el agua. Una pareja llega en auto al barrio discutiendo de tal forma que terminan con el auto dentro del río.


A orillas del Riachuelo.

 Karina

Una expresión de la cara basta para conocer a una persona. Karina se ríe todo el tiempo, pícara, divertida, como si su marca de distinción fuera su forma de reírse a la vez aniñada y amable. Nació en el 71 en Villa 26 y, ahora, 46 años después, abandona el lugar donde ha criado a sus ocho hijos. “Este barrio es todo para mí”, dice de forma sintética, como si midiera las palabras. Desde los momentos felices hasta las situaciones malas, todo para Karina está guardado ahí, en esa parcela de tierra junto al río. “Es muy triste y es muy fuerte salir de acá”, explica poniendo en palabras una sensación, casi física, que comparte la mayoría de los habitantes. Irse es un proceso duro, difícil, contradictorio, repleto de angustias y expectativas, de miedos y esperanzas. Al mismo tiempo, pareciera que nadie se va a ir de ahí. Que pueden pasar a vivir en otras casas, en otros barrios pero que algo de ellos se queda a la vera del río para siempre.

En familia en el barrio.

Pocha

Cuando entramos a su casa, Pocha nos dice “pensé que no iban a venir”. Y recuerdo que una semana antes Raquel nos había hecho un comentario idéntico al llegar. Pocha tiene en su casa montado un pequeño almacén. Va y viene, conversa con nosotros mientras atiende. La conversación se torna animada y divertida. Después llegan otras personas y se suman a la charla. Miriam, que cuenta que tiene asma. Karina, que hace chistes todo el tiempo. Y la hija de Pocha, Karen, que llega con su propia hija. Las enfermedades ocupan buena parte de la conversación inicial. Problemas por la humedad. Dolores en los huesos. Chagas. Y otras aflicciones imponen condiciones en la forma de vida de los habitantes del barrio. Hablamos sobre el lugar nuevo al que van a ir a vivir. La expectativa por irse es enorme. Quieren mudarse cuanto antes. Parece imposible (e innecesario) hablar de otro tema.

Raquel cuenta historias de todo tipo sobre el río: suicidios, accidentes, juegos. El río es el lugar donde todo puede pasar. Mejor dicho, el río es el lugar que le da rareza o extrañeza a un barrio que podría contar las mismas historias que cualquier otro. Pero ellos tienen un río. Tienen el misterio y el escándalo del río.

La familia de Pocha nos recibe en una casa que no es su casa. Antes tenían una vivienda propia en otra zona del barrio, una casa amplia en un terreno que habían comprado hace más de 20 años. Pocha y Robert junto a su hija de un año se mudaron al barrio un día de lluvia. Cuando volvía de trabajar, Robert levantaba las paredes de su casa, que era de madera. “Y así nos fuimos quedando. Hicimos una casa grande y hermosa”, recuerda Robert. Una casa que habían construido de a poco. Una casa que la grúa no podía terminar de tirar de lo fuerte que era. Para que el camino de la ribera avanzara esa casa tenía que ser de las primeras en demolerse. Mudaron a la familia de Pocha a otra vivienda del barrio hasta que estuviera listo el lugar donde se mudarían de forma definitiva. Pocha nos recibe en una casa que no es de ella. Una casa en la que vive pero que no es la que ella levantó. Nos recibe en una casa provisoria, en una vida provisoria.

Robert es un hombre noble y cercano, trabaja de camionero, y estudia electricidad del automóvil, “para no quedarme atrás”, explica. Y agrega: “los camiones ahora vienen todos eléctricos, antes te bajabas con un alambre y una tenaza y lo arreglabas, ahora ya no se puede”. Es de Salto, Uruguay. Robert es alguien divertido y generoso, las veces que hablamos nos invitó a comer un asado o a compartir una cerveza. En cierta forma, nos hace parte del barrio. Como si supiera, quizás inconscientemente, que quienes escriban y retraten el barrio son, de un modo extraño, parte de la misma comunidad. 

Irse es un proceso duro, difícil, contradictorio, repleto de angustias y expectativas, de miedos y esperanzas. Al mismo tiempo, pareciera que nadie se va a ir de ahí. Que pueden pasar a vivir en otras casas, en otros barrios pero que algo de ellos se queda a la vera del río para siempre.

Durante la conversación las mujeres cuentan que en el barrio nuevo están juntando firmas para que no se muden, no los quieren como vecinos. Están furiosas y tienen razón. Hago un chiste tonto, les digo que ellos tendrían que juntar firmas contra la junta de firmas. Se ríen y hacen más chistes, se entusiasman. Una de las mujeres dice “ahora nos discriminan porque vivimos en una villa y después nos van a discriminar por venir de una villa pero nunca nos van a valorar por lo que somos y lo que hacemos”. La conversación se centra ahora sobre los orígenes. Dice Pocha: “uno no tiene que olvidarse de donde viene porque si no, ¿qué es uno?”. Hablamos sobre las personas que niegan sus orígenes, cambian su pasado adrede o reniegan del linaje familiar. Hablamos también sobre cómo ciertas presiones sociales hacen que algunas personas decidan negar ese pasado o al menos callarlo para poder ser aceptadas. Otra vez Pocha: “es triste una persona sin historia”.

Las que antes eran casas y ahora escombros..

La casa más antigua 

“Soy Mario Nievas y mi mamá es la que fundó el barrio, fue la primera en venir”. Me dice un hombre mientras me aprieta la mano. Enseguida me interesa su historia, quiero saber más. Le pregunto si la casa en la que vivió la madre, esa primera casa del barrio, aun existe. Me dice que de la casa queda solo “esto” y hace un gesto con la mano como el que calcula la altura de un niño que mide un metro. No entiendo, ¿cómo puede quedar eso de una casa? Me pregunta si quiero verla y le digo que sí, que me interesa. Vamos hasta la casa de Mario. Su terreno es una especie de complejo familiar precario. Dentro del terreno tiene varias pequeñas casitas, todas petizas, levantadas con ladrillos y techos de chapas, algunas tienen unas membranas encima. Ahí viven sus hijos y nietos. Nos lleva al fondo y vemos una montaña de chapas y maderas. Me dice, esto era la casa de mi mamá, al ser de madera se fue hundiendo en la tierra. Se trata de una especie de casa erosionada por el tiempo y a medio tragar por la tierra. Quizás sea el fósil más antiguo del barrio, el lugar donde todo empezó. La primera casa. El nombre de la madre: Rosa Saavedra. Las casas desde entonces no parecieron haberse modificado mucho en su forma de levantarse. Mario empieza a señalarme otras casas y me dice “ahí vive mi sobrino, ahí vive mi hermana, ahí mi otra sobrina”. Es un barrio que creció como crece una familia, de forma despareja, incontrolable y aleatoria.

Las casas del barrio.

El ruido de la historia

Villa 26 no es solamente un barrio que creció al margen del Riachuelo sino que es, por sobre todo, un ecosistema de vida. La zona en la cual un grupo de hombres y mujeres se hicieron un lugar propio. Ante la demolición del barrio contar su historia parece algo inútil, burocrático. Las personas parecieran no tener ganas de hablar del pasado, lo llevarán con ellos a donde sea que vayan. A veces no sé si no quieren hablar del pasado porque les parece demasiado importante como para compartirlo con un extraño. Por momentos me resultan más interesantes los modos en los que cuentan las historias que las anécdotas mismas. Las modulaciones de la voz, las risas como sintaxis privada, los silencios como leves fundidos a negro. Las palabras que se repiten como un mantra, como si no tuvieran sinónimos, como si su valor fuera único. Las formas de buscar referencias temporales (la muerte de un hijo, la construcción de un cuarto, la inundación de los setenta) y referencias espaciales (el techo de una casa, el color de una reja, la moto atada en la puerta). El sonido de una voz que se vuelve aguda cuando deja caer una confesión.

Las casitas.

Claudio

Cuando Claudio me abre la puerta me doy cuenta de que ya lo conozco, solo que no sabía su nombre. Claudio habla de forma sintética, no se va por las ramas ni da grandes explicaciones. Más bien condensa el sentido en frases breves que parecieran mutiladas, como si les faltara una parte que le toca completar a su interlocutor. Claudio tiene 44 años, vive en el barrio desde los 8 años. Vino desde Misiones, donde nació. Me dice que tengo que conocer las cataratas, “ahí te das cuenta que somos moléculas en el universo”, me dice moviendo las manos. Me cuenta algunas imágenes y anécdotas sueltas, discontinuadas del barrio. Años atrás había un muelle de quebracho en el barrio, ahí jugaban los chicos. Claudio remaba en el río, un día lo ve un profesor del Club Regatas y se lo lleva para competir. Claudio remaba en una balsa improvisada que había construido con otros pibes del barrio. Entre el 85 y 89 hizo canotaje. La casa de Claudio está llena de trofeos por todos lados, pero no son suyos, son de los hijos, todos ganados jugando al fútbol. Su casa, me dice, mide 150 metros cuadrados (son dos plantas) y se muda a una de menos de 80 mts2. Está regalando, tirando y guardando en casas de otros buena parte de las cosas que ya no tendrán lugar en la casa nueva. Me muestra el cementerio de bicicletas, un rincón con fierros apilados y oxidados en donde se pueden identificar, cuadros, manubrios y ruedas, todo superpuesto como si se tratara de una instalación de un artista contemporáneo.

Villa 26 no es solamente un barrio que creció al margen del Riachuelo sino que es, por sobre todo, un ecosistema de vida. La zona en la cual un grupo de hombres y mujeres se hicieron un lugar propio.

Después me habla del “karma” de ser villero. Me dice que por vivir ahí sufrió estigmatización, discriminación y exclusión. Un silencio y después agrega “ahora vamos a pasar de ser villeros a ser ciudadanos. Otra vez la idea sobre el ser, la relación con los otros (la mirada de los otros) y el lugar de pertenencia como parte clave en la identidad. A Claudio le gusta mucho hablar sobre los medios de comunicación, saca el tema varias veces, lo relaciona con la villa. Habla sobre las formas en que los medios mencionan a los barrios como el suyo, que siempre usan el término “villa” y además lo hacen de forma peyorativa, cuando algo es malo sucedió en una “villa”, dice. Y contrapone otras formas de denominar al barrio que muy pocos medios usan como “barrio carenciado”, “barrio en situación de riesgo”. Claudio no quiere que el significante villa o villero tenga otro significado sino que quiere hacer explotar ese concepto y ser llamado, identificado, con otra palabra (barrio, ciudadano). Como si hubiera entendido a la perfección que dar la lucha por el significado de villa o villero no hiciera más que afirmar su condición de subalterno y excluido mientras que pelear por las otras denominaciones podría implicar un grado de integración, inclusión y quizás fortalecimiento. Claudio me cuenta que su casa fue construida por él mismo con partes que consiguió en lugares donde venden los restos que rescatan de las demoliciones. Me señala una puerta, la que da al riachuelo, sí, es una puerta que da a la nada, al río, y me dice que era de una penitenciaría. Después me cuenta sobre una pileta y otra puerta que compró en situaciones similares. Es una casa hecha de otras casas y construcciones. Claudio trabaja desde muy joven relacionado a la venta de diarios y revistas, me dice “tengo tinta en la sangre”. Ahora sus hijos siguen su mismo trabajo y entre toda la familia atienden dos kioscos de diarios. Me dice que lo único que tiene para contar es que él armó un equipo de fútbol que se llamaba “Los nenes de mamá” que fue el único equipo del barrio que ganó algo alguna vez.

Lo que ahora ya no es.

Paolo

Cuando entramos a la casa de Paolo está por empezar un tatuaje en la pierna de una chica. Nos habla de los hijos. El más chiquito es arquero en un equipo que salió campeón, el más grande es bueno haciendo modelismo y la más grande está estudiando criminología, “ya me trajo un diez”, confiesa Paolo. Dice también que ese mismo día va a tatuar al hijo del medio por primera vez, el chico está ahí al lado, mirando Los Simpsons en la TV, parece tranquilo y bueno. Paolo agrega “ya sabe, escudito de Racing y mi nombre para que siga viviendo acá”. 

La casa de Paolo, el tatuador.

Paolo tatúa rápido, la imagen en la pierna de la chica avanza a una velocidad impresionante, en quince minutos lo tiene terminado y dedica otros quince minutos a pintarlo. Mientras, cuenta una anécdota sobre cómo empezó a dibujar. Años atrás un grupo de artistas fue al barrio con caballetes a pintar. Paolo era chico y se paró al lado de uno que trabajaba con grafito. Según él, para que deje de molestar y se vaya, el artista le regala una hoja de dibujo y un grafito. Paolo vuelve a la casa, agarra un diario, copia la imagen de un bebé (“me salió igual”) y se lo lleva al artista. Primero no le cree que lo haya hecho él y le pregunta si lo ayudaron los padres. Dice que no, que lo hizo él solo. El artista queda sorprendido y le consigue una beca para que estudie bellas artes. Paolo termina la anécdota: “nunca fui”.

Paolo tatuando a una chica.  

El almuerzo

Vamos a la casa de Pocha. En la puerta, el marido (Robert) está con otro hombre charlando mientras controla de reojo el asado que prepara en una pequeña parrilla. Hablamos con ellos unos minutos. También está el hijo más chico de Pocha y Robert. Le preguntan a Gian Paolo por Italia, si allá hay villas, si hay corrupción, etc. Gianpa habla del sur, de la Italia pobre, de los trabajadores que no pueden cubrir sus necesidades básicas, habla de la mafia. Después hablamos de fútbol. Salen rápido los chistes por la no clasificación de Italia al mundial. Robert hace un chiste: “sabés que ahora sacaron una nueva comida mexicana, se llama ’taco mundial’, viene sin Chile”. Nos reímos. El otro señor que está ahí parado dice que es tucumano y un instante después me doy cuenta de que tiene puesta la camiseta suplente de Atlético Tucumán. Le hago un chiste sobre fútbol, lo llamo “pulga Rodríguez”, se ríe y me dice que le gusta más Luchetti. El fútbol, no es la primera vez, es un facilitador en las charlas en el barrio. Como si el hecho de conocer de fútbol me convirtiera en alguien más cercano y rompiera toda distancia o barrera, hablando de fútbol somos todos iguales. Un momento después el señor tucumano se va y Robert insiste en entrar a la casa a comer con ellos. Con Gianpa nos sentimos un poco incómodos (no queremos comerles el asado pero tampoco despreciar la invitación). Entramos con la idea de quedarnos solo un momento. Para colmo, todo se debe a un chiste que me salió mal a mí, le dije a Robert si faltaba mucho para el asado y ahí nomás nos agarró para que comiéramos con ellos. Compartimos la mesa y charlamos. Robert me recuerda que esa casa no es de ellos, que los mandaron ahí provisoriamente y me vuelve a contar y describir cómo era la casa que tenían antes. El hijo más chico, el único que está en ese momento en la casa con ellos, dice que está contento con la mudanza. Pocha agrega “estamos contentos por los chicos”, “ahora no podemos organizar un cumpleaños” y dice que no es por los compañeros de escuela de su hijo sino por los padres que no los mandan si hacen un cumpleaños donde viven ahora. En la nueva casa su hijo va a poder “recibir a los chicos” y no juntarse siempre en la casa de otros. Pregunto cómo se llevan con el hecho de que los padres no quieran llevar a sus hijos a la villa. Robert toma la palabra, está parado, y me quedan grabados dos momentos de todo lo que dice. El primero: “si me dicen villero les digo contame vos tu historia” y después explica que a su forma a todos les ha ido mal, que todos tienen fracasos, miserias y que él por lo menos pudo construirse su propia casa para sus hijos. El segundo momento es cuando cuenta que días atrás en una reunión en el barrio nuevo al que se van a mudar (los vecinos que ya están ahí no quieren que vayan “los de la villa”), ante las críticas que recibían de los otros (que eran ladrones, etc., y que no querían eso en el barrio), Robert señala a cuatro o cinco de los que están ahí que los conoce (los dos barrios están separados por pocas cuadras) y les dice “los hijos de ustedes vienen a comprar droga a la villa”. Y explica que para venir a comprar droga no hay problema pero para que ellos vivan en mejores condiciones sí y todos se horrorizan.

Alguna vez en casa.

Geografía interna

Más o menos a la mitad del único pasillo que vertebra la villa hay una interrupción y sale una calle. Ahí se arma un pequeño playón, un punto de encuentro de los chicos y chicas del barrio. Hay motos estacionadas, una pequeña parrilla y un sillón viejo de dos plazas. En ese lugar conozco a Karen, una chica amable e inteligente, de mirada áspera, que habla segura. Es madre de una nena, está cursando a la noche y tiene proyectos para cuando complete los estudios. Karen es crítica y pareciera que no se le escapa nada. No puedo calcular su edad, no me animo a preguntar. Apuesto que tiene menos años de los que aparentan su madurez y convicción.

Parrilla, perro y playón en Villa 26.

Leyenda

Un hombre se colgó de un árbol, y como después de ese hecho los vecinos del barrio empezaron a ver la imagen del tipo ahí colgado decidieron talar el árbol, cortarlo casi al ras del suelo. Es el árbol que se encuentra en la entrada del barrio. No vieron más la imagen del tipo colgado.

La leyenda del árbol que decidieron talar.  

¿Qué hay en las casas?

Los objetos tienen la capacidad de crear el lugar donde se encuentran. Una casa no es otra cosa que el espacio que proyecta una serie de pertenencias privadas y cotidianas, el pequeño ajuar que articula una identidad. Cuando se muden, las casas de Villa 26 recrearán su atmósfera a fuerza de hornallas donde se calientan pavas y ollas, mochilas escolares a medio abrir, trofeos deportivos acomodados en lo alto de una repisa, estampitas de santos aquí y allá, floreros y espirales, pósters de futbolistas y cantantes como pequeños altares, adornos fabricados por los niños en el colegio, cascos de moto, cinturones y zapatos de trabajo, juegos de mesa y cartas españolas, macetas de plantas tenues, libros y diarios apilados, teléfonos y televisores sonando, platos de comida caliente, cables e instalaciones eléctricas, manteles de hule, cortinas desgastadas, botellas vacías, juguetes desparramados, anteojos de sol y biromes en los bolsillos de los abrigos, cajas de remedios y auriculares, ropa apilada en una silla, panes, bicicletas. El universo íntimo de una casa.

¿Qué hay en las casas?

El río fuera del tiempo

Navegar el Riachuelo es asistir a una superposición de tiempos, a distintas capas históricas sedimentadas en el paisaje. Ahí puede verse la arquitectura de La Boca, los barrios periféricos, las ruinas oxidadas del puerto, las máquinas que limpian y recolectan residuos del agua, las fábricas viejas y abandonadas, los galpones inmensos y ciegos, las industrias aún activas que tiran desechos al Riachuelo, el camino de la ribera que se abre lentamente recuperando el río, los asentamientos que se levantan de espalda al agua, el puente transbordador en reparación, las casas precarias de familias que no tuvieron otro lugar a donde ir a parar, las escenas del pasado que habitan las geografías marginales, los puentes bajos y ya sin uso que marcan la circulación de otra época, las lanchas que toman muestras del río en el trabajo de limpiarlo, y siempre la calma impasible de un río de llanura que es la frontera sur de la ciudad. Sobre esa frontera de agua, la Villa 26 es un punto que condensa una historia de exclusiones y resistencias.

El Riachuelo tiene una presencia fantasmal que quizás se deba a la dificultad para observarlo. No hay vistas claras hacia el Riachuelo (ni hacia el Río de La Plata en su totalidad). Uno de los puntos de vista es desde La Boca, a nivel de la ciudad, sobre las barandas que están frente al Teatro de la Ribera. Otro punto de vista, este algo más panorámico, es desde la terraza de Fundación Proa. Ahí la vista sobre el Riachuelo adquiere otra dimensión, se vuelve una imagen reconocible y comparable con la de otros paisajes, puede obtenerse una noción de su comportamiento. Desde la Villa 26 puede verse de una orilla a otra y adquiere una dimensión casi doméstica, es parte del paisaje cotidiano. Casi todas las casas tienen un patio trasero que da directamente al Riachuelo. Otra perspectiva posible es navegándolo. Bajar al río cambia las coordenadas de la percepción que se tiene sobre el Riachuelo. El ruido del motor de la lancha, el agua agitándose por el movimiento, el viento que rompe contra el cuerpo. Conocer el Riachuelo por dentro es un viaje extraño, un viaje hacia la quietud, la calma y el aislamiento de la ciudad. Ahí el tiempo parece ser otro. Un tiempo bajo y chato, un tiempo de impureza proverbial. El Riachuelo es otra dimensión de la ciudad, su lado B, el falso fondo que recuerda que todos venimos del agua.

Una casa no es otra cosa que el espacio que proyecta una serie de pertenencias privadas y cotidianas, el pequeño ajuar que articula una identidad. 

Laboratorio fotográfico

Las fotografías familiares conforman una historia visual del barrio. A menudo en las casas vemos porta retratos y fotos enmarcadas que no muestran solamente a los habitantes del barrio o el linaje de una familia sino que además, como un plus de sentido involuntario, muestran de fondo la transformación de la zona y las viviendas. Árboles que ya no están, baldíos donde después hubo casas, otras versiones de construcciones que fueron mutando. Y el paso de los años registrado a través de las caras fotografiadas, de hijos que crecen, de personas que dejan de aparecer en las fotos y otras que de pronto irrumpen en la secuencia de imágenes. Puede contarse una vida en pocas escenas, en un puñado de imágenes. Basta un álbum abreviado del barrio para poder ver ahí toda su historia condensada. Su historia de luchas y sufrimientos, de resistencias y desgracias, de felicidad modesta y noble. Aun así, las fotografías que muestran el pasado del barrio parecieran ser piezas fuera del tiempo, no solo de otra época sino de otra geografía. Quizás el efecto del tiempo sea cambiar los lugares, quizás la Villa 26 haya sido más de un barrio a la vez y dependiendo de quien fuera el fotógrafo era el barrio que quedaba retratado.

Un enorme peluche de Micky Mouse olvidado en el barrio.

Apuntes de campo

En el barrio esperan el río, los perros, las deudas, los hermanos, los diarios y las pastillas para dormir. Esperan el benteveo, las chapas, la máquina de coser, el violeta del cielo, las antenas y el pan. Esperan el otoño, las piezas sin ventanas, la cumbia, los santos y los muertos. Esperan la ropa colgada secándose en una soga, los cigarrillos, los gritos, las botellas y la estufa eléctrica. Esperan las polillas, tu nombre escrito en una pared, el abrazo, el café caliente, la luz, los labios, el humo y la madera. Esperan el olor de la comida recién preparada, el encierro, los hijos, el martillo, las ojeras y el jazmín. Esperan las lluvias, el niño que fuiste, las muñecas, el carbón y la vida empezando una y otra vez.

Navegar el Riachuelo es asistir a una superposición de tiempos, a distintas capas históricas sedimentadas en el paisaje. 

Serafina

Serafina fue la primera persona del barrio que conocí. Y es probable que para la mayoría de los que se acercaron a la Villa 26 haya sido así. Es el primer mojón de referencia. Ineludible, por historia y por eso específico, por su ubicación en el barrio y las redes que ha tendido estos años. Conocer a Serafina es conocer un lado del barrio, una dimensión, una mirada parcial. Se trata de una mujer silenciosa por sus movimientos tenues que habla poco y en voz baja pero no es, en ningún sentido, una persona pasiva o retraída. Quizás en su caso, la procesión va por dentro. Coordina el comedor “Los Ángeles” que es la única institución tradicional del barrio. Cuenta parte de su vida mientras muestra las instalaciones del comedor, un espacio precario que resuelve la alimentación de algunos de los habitantes del barrio (y de afuera). En un momento se detiene frente a un altar con fotos del Papa Francisco y el padre Mugica, se queda mirando las imágenes. Dice que ella fue obrera fabril y delegada sindical. Serafina llegó en 1955 a esa pequeña zona de pastizales de Barracas con 16 años desde Santiago del Estero. En ese momento el barrio no existía como tal. Serafina cuenta la historia antes de que empiece la historia de la Villa 26.

Quizás el efecto del tiempo sea cambiar los lugares, quizás la Villa 26 haya sido más de un barrio a la vez y dependiendo de quien fuera el fotógrafo era el barrio que quedaba retratado.

Denominadores comunes

 Hay algo que se repite en los testimonios: con la mudanza se va a perder una forma de libertad. El paso a otro tipo de vivienda y de organización urbana es vivido, a priori, como una pérdida. Ya no vas a salir de tu casa y ver los árboles y el río. La relación con el río no deja de ser contradictoria, paradójica. La experiencia de vivir al lado del riachuelo, más allá de que ese río sea el lado maldito del barrio, el mayor contaminante de toda la región y el causante de enfermedades, generó una memoria positiva. Nadie desconoce los problemas que trae la contaminación del riachuelo y al mismo tiempo no deja de ser un valor diferencial. Y en el mismo movimiento se juegan el deseo y la expectativa por la casa nueva, por el reconocimiento al derecho a la vivienda. Quizás, en una relocalización como esta, puede probarse la idea de Le Corbusier de la casa como “máquina de vivir”. Cada familia, como pudo, con sus carencias y posibilidades, con sus estrategias y precariedades, construyó su propia máquina de vivir. Adaptada a sus necesidades más inmediatas pero también ellos adaptados a la forma de la casa que habían levantado. En cierto punto, cambiar de casa implica volver a aprender a vivir. Empezar de cero (aunque nunca se empieza de cero, siempre hay un pasado). Conocer la forma de vida que propone la casa nueva. Acomodar la casa nueva a la forma de vida que nosotros cada uno quiere.

Ahora solo queda.

Los nombres

El cambio de nomenclatura de las casas de los hombres y mujeres de Villa 26 es un cambio en la forma de habitar la ciudad. Pasar de “Manzana 3, Casa 9”, a tener nombre de calle y altura es también una forma de cohesión social. La mera forma de mencionar o definir el lugar donde se vive puede convertirse en un estigma. No es involuntario que quienes viven en las zonas olvidadas y abandonadas de una ciudad tengan otra forma de identificar las calles donde viven. Las familias, a menudo, necesitan mentir sobre su lugar de residencia para ser estratégicos y no quedar excluidos de un trabajo por ya estar excluidos del derecho a la ciudad. “Ahora vamos a poder dar una dirección como cualquiera cuando nos pregunten”, es una idea que se repite en uno y otro de los testimonios. Como si ahora pudieran decir, pudieran poner en palabras donde es que tienen su casa, de dónde vienen, cuál es el lugar que habitan. Un dato históricamente escamoteado. No son pocas las personas que han pedido a un familiar que vive en otra zona de la ciudad poner en sus documentos la dirección de ellos para evitar problemas y señalamientos. La modificación en las coordenadas de la casa habilita la integración a la ciudad, a ser parte de un entramado, a dejar en cierta forma los márgenes. Es el punto de pasaje de un tipo de vida a otra.

C.79

La memoria de los árboles

Los árboles precedieron al barrio y ahora, en cierta forma, sobrevivieron a su traslado. Testigos silenciosos de una historia colectiva y periférica. Habían quedado durante años atrapados entre casas, siendo parte de un patio trasero o el punto de encuentro de un grupo de amigos. Para los árboles la vida del barrio ha sido también parte de su propia vida botánica. Trepados por hijos, usados como apoyo para levantar una casa precaria o apenas el follaje que daba sombra en verano, los árboles integraron el ecosistema del barrio. Árboles dentro de las casas, árboles podados para alimentar salamandras, árboles talados para exorcizar fantasmas, árboles que crecieron a la par de las casas y tienen ahora ladrillos incrustados, árboles con hamacas al río. Árboles que portan en su corteza la memoria de una forma de vida.

Primeras demoliciones

Con las demoliciones el barrio se convirtió en otro, en uno que se parecía al anterior pero que ahora había adoptado una forma fantasmal, de posguerra. Las conexiones inesperadas que se generaron entre las casas demolidas hacían pensar en una pequeña ciudad saqueada, devastada. De pronto, producto de las máquinas y los obreros de martillo, el barrio se transformó en una serie de escombros y construcciones sin techo. Ahora la luz solar entra a lugares donde nunca había ingresado, paredes y espacios enteros que habían vivido a fuerza de luz artificial ahora eran tocados por un rayo limpio e impávido de sol. Algunos habitantes se encargaron, antes de irse, de desmantelar su propia casa para llevarse marcos y ventanas, puertas o chapas, grifería y estufas. Aquello que dejaban era el después de una casa. Durante los días de la demolición las casas conformaron un laberinto de ruinas, con huecos inconducentes, pasajes inesperados y paredes que se levantan inútiles, teatrales. El barrio de golpe adoptó la forma de una escenografía postapocalíptica. El paisaje perfecto para que un grupo de hijos juegue a la guerra o se sientan conquistadores de su propia tierra.

A cielo abierto.

Un barrio multiplicado

 A un lugar lo crean las personas que lo habitan. Villa 26 ahora será un lugar duplicado, existirá ahí donde se encuentren las personas que lo vivieron, que lo hicieron posible, que lo reconstruyen y lo proyectan con su propia experiencia y forma de vida; pero también, de una manera extraña y lejana, seguirá estando a la vera del río, donde estuvo siempre, como un espacio invisible, como un barrio que se podrá seguir recorriendo de memoria aunque ya no estén sus casas. Y quizás como si se tratara de una coartada del tiempo y el espacio, quienes fueron parte de Villa 26, vivirán en dos lugares a la vez. Como si ahora sus vidas se hubieran desdoblado. Por un lado, la vida nueva en las viviendas a las que llegan como un nuevo punto de partida. Por otro, en el recuerdo de esa parcela de tierra donde levantaron sus primeras casas, entre los árboles centenarios, en la atmósfera milagrosa del río.

Mirando el Riachuelo.

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