Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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En las calles del barrio San Fernando, al noroccidente de Bogotá, los niños jugaban banquitas, un mini-fútbol popular. También corrían tras de un aro de caucho sacado de la rueda de un auto. Hace más de 60 años, vecindarios como ese, aún sin acueducto y sin pavimento, eran poblados por obreros, carreteros y campesinos que huían de la violencia en sus tierras. Sus hijos no tenían parques. Pero en San Fernando había una escuela grande llamada Panamericana, con varios espacios del tamaño de una cancha de fútbol, donde los estudiantes se divertían en el recreo corriendo uno tras de otro, sobre tierra y cascajo, en juegos como “la lleva” y “los perseguidos”.

Víctor Manuel Mora García, quien cumple 78 años este 24 de noviembre, me habría de contar que él era uno de esos muchachos. Me revelaría cómo fue que antes de los tiempos de su grandeza en el atletismo, correteó por las praderas de una vereda antioqueña en la finca de su abuelo, fue pintor de brocha gorda, se sumergió en el sueño de ser estrella del fútbol profesional y le torció el cuello a ese ideal para encontrar su verdadero destino en los podios de la gloria atlética. Siempre con rebeldía ante aquello que no le parecía correcto. Me lo narraría, con el entusiasmo de la nostalgia,  una hora después de mi travesía, bajo la lluvia de Montreal, hasta el distrito de Saint-Hubert, en la ciudad de Longueuil, Quebec, Canadá, donde vive con su esposa y su hija.

“Quién le dijo que yo era mala persona”

Yo tenía temor. A Víctor Mora todos le tenían temor. No porque fuera mala persona, sino en razón de su recia personalidad, sobre todo en las pistas y en las calles que lo vieron convertirse de pintor de casas y jugador de fútbol aficionado, en uno de los tres atletas colombianos más grandes de Suramérica y uno de los mejores del mundo en las décadas de los 60 y los 70. Un superhéroe para los niños de esas épocas. En aquello años Colombia casi no figuraba en el deporte internacional, había ganado muy poco, aunque daba sus primeros pasos a nivel mundial, vivía del recuerdo del empate 4-4 en fútbol frente a la Unión Soviética el 3 de junio de 1962 en la Copa Mundo de fútbol en Chile. Más de una década antes, en 1951, el atleta del departamento Valle del Cauca, Jaime Aparicio, se había convertido en el primer colombiano en alcanzar medalla de oro en unos Juegos Panamericanos, al ganar los 400 metros con vallas. Y en 1966 Alvaro Mejía Florez había abierto las puertas a la supremacía colombiana en atletismo de fondo en Suramérica, cuando ganó la entonces famosa carrera de San Silvestre en Brasil, por primera vez para el país y batió todos los récords de carreras de fondo en la región. Pero faltaba la llegada de Victor Mora para consolidar el dominio colombiano en las pistas y calles del continente y completar el tridente atlético junto con Mejía y Domingo Tibaduiza.

Víctor Mora en su casa: "¿Quién dijo que yo soy de mal genio?" / Ubaldo Lozada

Ese era el entorno del deporte colombiano que encontró Victor Mora en su época. Lo evocábamos con mi hijo Andrés, cuya generación desconoce a Mora, mientras nos desplazábamos por el nonagenario puente Jacques Cartier, entre su imponente estructura curva de barandas hechas en acero, soberbio con sus casi tres kilómetros sobre el río San Lorenzo, en Montreal. Yo le contaba a Andrés, cómo Mora llegaba con su poder a la pista del estadio de atletismo de la Universidad Nacional, en Bogotá, y con sólo verlo, los jóvenes novatos saltábamos a un lado con respeto y obediencia para desocupar los carriles de carbonilla y dejar que nuestro héroe realizara su entrenamiento. Sentíamos miedo, el mismo temor que sentían sus rivales desde el mismo inicio de las competencias, cuando en pleno calentamiento lo veían transformarse, hablar duro, ponerse de mal genio. “La adrenalina me ayuda en competencia”, explicaría alguna vez. Entonces Victor arrancaba la carrera con la enorme potencia de sus piernas, y sus 1.75 de estatura, impulsadas por esa furia que lo hacía temible. La misma dureza corporal y de carácter que lo catapultó a la gloria cuatro veces en la tradicional Carrera de San Silvestre, en Sao Paulo, Brasil, en los años 1972, 1973, 1975 y 1981, y también a las pistas internacionales y de los juegos olímpicos.

Por primera vez en casa de Mora

La lluvia caía pertinaz sobre el río. La mole del puente se veía más hermosa al pasar por la Torre del Reloj, en el Viejo Puerto de Montreal. “Victor no recibe a nadie en su casa”, me habían advertido amigos de Bogotá. Nadie lo entrevistaba en su casa, salvo vía zoom, la herramienta de comunicación legada por la pandemia. El mismo Víctor me había dado la dirección de su residencia, pero con la aclaración de que me atendería en una cafetería cercana. 

¿Qué preguntarle a esta vieja gloria del deporte a quien periodistas de todo el mundo han entrevistado miles de veces por más de 60 años, siempre sobre los mismos temas, y ninguno de ellos en su casa?

El navegador nos indicó la dirección que Victor nos había dado. Una estación de gasolina. Sigue lloviendo. Llamo por teléfono al campeón. Le indico el punto donde estoy. “Usted se vino por otro lado”, me dice. Me reitera la dirección y la ruta. Finalmente, las coordenadas consultadas en Google nos envían directamente a su casa. Víctor nos telefonea en el mismo instante que llegamos al lugar. “¿Adónde están”. Frente a su casa, le decimos. “Ah si, ya los estoy viendo por la ventana”.

Las calles de Longueuil, donde vive Victor desde hace más de 10 años, son distintas a aquellas donde creció en Bogotá.  También son diferentes las casas. Pero ambos sectores, los de Canadá donde ahora vive y Bogotá, donde creció, tienen su propio encanto.

La ciudad es gris, pero de aspecto elegante y ordenado. El cielo, las fachadas, la lluvia permanente de invierno y la soledad le dan apariencia de aldea fantasma. No se ve ni se oye siquiera el lamento de un alma en pena. Parece deshabitada. Algunos arces de los que están sembrados en cada antejardín, contrastan con su color verde y ya se sonrojan con el rubor del otoño que se asoma. Las casas de dos pisos con cuatro ventanales, forman una hilera disciplinada una junto a otra, enchapadas con ladrillo gris, construidas a la orilla de avenidas curvas que se pierden entre el vecindario con su pavimento reluciente, como recién hechas.

Calle donde vive Mora en Montreal, Canadá./ Ubaldo Lozada

Las casas de los sectores donde creció Victor Mora, por el contrario, son en su mayoría de colores alegres, de un solo piso. El barrio de La Perseverancia, donde fue a vivir ya de adolescente y donde inició su vida deportiva, fue construido en las laderas de los cerros orientales de Bogotá, entre calles empinadas que juguetean en forma de serpiente sobre los antiguos caminos indígenas, propicias para que los jóvenes corrieran trepando y algunos como Victor se volvieran atletas, entre bullicio, desorden, gentío y lucha por la vida. En ese ambiente vivió Mora su infancia y su juventud.

Ahora, al lado del bloque número 3601 hay parqueadas dos camionetas, una gris y otra negra, con su placa que dice “Je me souviens” (“Lo recuerdo”), el lema quebequense que hace alusión a su historia, pasado e identidad. Son los autos típicos que muestran el buen nivel de vida del vecindario.

Entonces la figura, para mí imponente, de Victor Mora asoma por la puerta de vidrio. Se ve casi igual de delgado que cuando corría, viste camiseta roja y pantalón caqui. Aún luce su corte de pelo estilo Bruce Lee y su bigote de Emiliano Zapata, apenas un poco encanecido.

El primer entrenamiento

En el deporte, Mora es uno de mis ídolos; en el periodismo, es mi personaje. Lo tengo claro. Pienso en la frase de Gabriel García Márquez: “Todo personaje tiene una vida pública, una vida privada y una vida secreta". Me interesa lo que que no se ha contado de Víctor.

Lo quiero abrazar, pero estamos en pandemia. Él me saluda con el puño cerrado y me invita a quitarme el calzado, como es usual en Canadá. Adentro la casa también es gris, pero inundada por la luz que entra desde el inmenso ventanal que da al jardin donde se alcanza a ver una piscina, un gran prado y área para los asados. En Montreal es una casa bien ubicada, en Bogotá sería de alto estrato. Hay calidez y sencillez. En una pared brilla un trofeo de cristal de unos 20 centímetros, uno de los pocos que conserva Mora “porque lo gané en Checoeslovaquia”, dice. De las más de 430 copas y 270 medallas que ganó, la mayoría están abandonadas en una bodega del Instituto de Recreación y Deporte de Bogotá, IDRD, entidad a la cual los donó. En la casa resalta la camisa roja de Mora, quien es muy gentil, aunque al principio aparenta frialdad. Me invita a sentarme. Rompo el hielo.

—Atravesé Montreal para entrevistarlo. 

—¿Atravesó? Maestro, travesía la que hice en mi primer entrenamiento largo en Bogotá, cuando no sabía entrenar. Duró seis horas.

Entonces, sentados en el mismo sofá, separados por el distanciamiento social y la grabadora en medio, empezó a relatar, con el ritmo que usaba en las competencias, sin parar, de atrás para adelante, in crescendo. Fue cuando me percaté de que acababa de convertirme en el primer periodista que viaja de Colombia y atraviesa Montreal para ser recibido en su casa por un cálido Víctor Mora.

En su etapa de fulgor, Víctor tenía un estilo elegante, muy técnico, con un braceo ágil que, como dos péndulos sincronizados, impulsaba su gran zancada y su potencia aumentada por la gran capacidad pulmonar adquirida en los cerros del oriente bogotano a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar. Como decían los entrenadores, Víctor usaba sus brazos como alas para volar y sus piernas de gacela para correr. 

Así mismo habla. Víctor mueve sus manos y sus brazos para subrayar sus palabras, y piensa cada una de sus frases, como pensaba cada una de sus zancadas.

—Un dia de esos que amanece uno como con ganas de hacer locuras, por allá en los 60, salí de mi casa, en la Perseverancia, me fui por toda la carrera séptima hasta la calle 85, subí a Patios, La Calera, y seguí, seguí por allaaaá, más delante de la fábrica de Cementos Samper”. 

Cuando miró el reloj, llevaba como 2 horas 40 minutos de recorrido. Compró un bocadillo veleño de guayaba con azúcar, y se devolvió.

Con la mirada hacia el pasado, Víctor describió ese primer entrenamiento como quien narra un sueño. Dijo que trepó esos cinco kilómetros iniciales hasta el Alto de Patios, por entre el color verde y el olor a bosque en la vía al pueblo de La Calera, vió las casitas de artesanos que tallan piedra caliza, a mitad de la loma, miró atrás y disfrutó la panorámica de Bogotá a sus pies. Descendió hacia el municipio de Sopó, en la sabana, tras los cerros. Cuando miró el reloj, llevaba como 2 horas 40 minutos de recorrido. Compró un bocadillo veleño de guayaba con azúcar, y se devolvió. Fue su primer entreno de largo aliento y la base para su resistencia posterior en maratones alrededor del mundo, entre ellas la de Boston, en 1972, donde quedó segundo con tiempo de 2 horas 15:17, mejor marca que la del también colombiano Alvaro Mejía, quien había ganado esa misma carrera el año anterior. 

No fue un entrenamiento técnico, pero se acostumbró a las distancias largas y sobre todo, se apasionó por correr entre montañas y cerros bogotanos, considerados por entrenadores alrededor del mundo como un privilegio para los lugareños  por la altura sobre el nivel del mar. Ciclistas y atletas famosos vienen de Europa a entrenar en esas montañas, calificadas por muchos como el “doping” de los deportistas colombianos.

Alguna vez le preguntaron a Mora si se dopaba, a lo que respondió: “¿Doparme? Mi doping está en esas montañas, donde entreno a diario. ¿Suerte? No la necesito, me mato entrenando, esa es mi suerte”.

Mora el antioqueño

Me percato de que Mora me acaba de imponer su propio ritmo, como en las carreras. Ya está impulsado en su historia. Entonces le pregunto sobre sus primeros años y su vida en Bogotá. Y me da la primera sorpresa.

—Nací en Bogotá, pero me crié en Antioquia. 

—¿Antioquia? —exclamo asombrado. Mora, con su acento de “rolo”, fue siempre conocido como puro bogotano:  había sido corredor de la entonces empresa distrital de aseo, Edis, representante de la Liga de Bogotá, y uno de los responsables de que la capital colombiana tuviera su primera pista atlética. 

—Me enviaron pequeño a vivir con mis abuelos antioqueños a una zona del suroeste del departamento de Antioquia, entre Betania e Hispania —aclara Víctor—. Recuerdo con gratitud esa experiencia. Mis abuelos, él conservador y ella liberal, se llamaban Benjamín García, genial, y mi abuela, la mejor del mundo, María Antonia Sánchez de García (señala hacia el cielo). Luego mis abuelos se trasladaron para Bogotá y regresé con ellos. Mi abuelo tenía una carreta de caballos donde cargaba mercados. A mí no me dejaba trabajar en eso. A la muerte de mis abuelos empecé a vivir con mis padres en el barrio La Perseverancia, cuando yo ya era un adolescente.

—¿Qué significa La Perseverancia para usted? —le pregunto.

—El barrio casi nada. Crecí en San Fernando adonde se trasladaron mis abuelos al llegar de Antioquia.

La pregunta sobre La Perseverancia, más que curiosidad sobre el barrio, tenía la intención, en doble sentido, de recordarme que, si algo caracterizó a Mora como atleta y como persona, fue asumir retos, insistir, perseverar. Como cuando ganó San Silvestre después de haberlo intentado tres veces: la primera llegó de octavo, luego de once, después de segundo y en el año 72, por fin, de primero. Incluso, perseveró en momentos bochornosos, como esa primera vez en San Silvestre, cuando debió soportar uno de esos hechos insólitos que ocurren en los deportes y que los espectadores nunca ven: en el sitio de salida, apretujados a la espera de la orden de partida, algunos corredores se ven urgidos a orinar ahí mismo. A Mora y a su compañero de equipo le mojaron sus piernas. Su amigo se indignó, Mora, por el contrario, se envalentonó más. También enfrentó con valentía infortunios familiares, como aquella ocasión en que, de niño y en plena Navidad, a sus padres les dieron escopolamina, una droga alcaloide que usaron los ladrones para aturdirlos y robarles todo lo que encontraron en su casa. 

Nos tocó, a mi hermana y a mí, ir a la tienda a pedir fiado lo del desayuno del 25. Desde esa época dije no, esas celebraciones son puro comercio e inseguridad. 

—Nos dejaron sin ropa de Navidad, sin regalos, sin comida. Nos tocó, a mi hermana y a mí, ir a la tienda a pedir fiado lo del desayuno del 25. Desde esa época dije no, esas celebraciones son puro comercio e inseguridad. 

Pero Victor perseveró y llegó la época en que sus triunfos en San Silvestre cambiaron la fiesta de Año Nuevo en Colombia, porque la gente interrumpía la parranda el 31 a las 9 de la noche, para ver por televisión y escuchar por radio el desarrollo de la carrera y la participación de Mora. Eran los tiempos en que el ganador era siempre Víctor. Entonces sí, la rumba seguía con el doble motivo de la fecha y el triunfo colombiano.

—¿Usted dónde estudió? —le pregunto después de conocer el episodio de la Navidad. 

—En la escuela Panamericana, en San Fernando. Allí iban todos los niños del sector, hijos de obreros, campesinos, todos. 

—¿La Panamericana? —digo de nuevo sorprendido—. Pero si yo también estudié allá. 

Sin saberlo, habíamos crecido en el mismo barrio, jugado en las mismas calles y estudiado en la misma escuela. 

La entrevista continuó, pero ahora sin mi temor reverencial, como  entre viejos vecinos que hablan sobre profesores, historias y rincones de barriada comunes.

Fiero en las pistas, tierno en casa

—Paremos un momento mientras tomamos onces [merienda] —dijo de repente Mora y se levantó para dirigirse hacia la cocina.

—Mi amor, necesitamos pan o galletas —le dijo a su esposa, también bogotana, psicóloga y quien trabaja en el departamento de Psicología de una escuela en Montreal.

—Tengo que salir a comprarlas  —respondió ella. Afuera todavía llueve.

—Entonces yo preparo el café —aclaró Víctor.

Es la cara que yo no conocía del campeón: el buen amigo, el esposo cariñoso. Mora, el que en su momento de esplendor deportivo les brindó ayuda, asesoría y amistad a múltiples atletas. Los entrenó, y llevó a algunos de ellos a la cúspide, entre otros a los difuntos Martín Pabón, Santiago Barón y Jesús Barrero. Como me dijo el exatleta Jairo Correa, quien recibiera la influencia de Mora y fuera figura en los años 70 y 80: "El último eslabón del deporte limpio tal vez fue Víctor. Si algún patrimonio tiene Mora hoy en día, fue porque lo ganó trabajando como empleado público y no compitiendo, porque en ese entonces no había premios en dinero. Después de él todo se volvió doping, porque empezaron a pagar por correr”.

Mientras tomamos el café, tenemos tiempo para enterarnos de que su música preferida es la de (Johann) Strauss, porque en la escuela Panamericana la ponían por altoparlante a la hora de recreo. Su comida predilecta los frijoles, por su niñez en Antioquia, y su equipo Independiente Santa Fe, por su amor al fútbol y porque alguna vez pudo haber jugado en ese onceno capitalino. 

Pero confiesa no leer mucho.

—Es más difícil leer un libro de más de 350 páginas, que correr 42 kilómetros —.dice.

Pero, en cambio, hace gala de sus múltiples viajes y largas estadías en países como Italia, Alemania, Argentina, EE.UU., que le dieron bases para hablar francés, algo de italiano e inglés, y conocer otras culturas. Y del paso del fútbol al atletismo, que cambió su destino.

—¿Cómo fue su encuentro con el fútbol?

—Cuando me fui a vivir con mis padres en La Perseverancia, a la muerte de mis abuelos, mi papá era pintor de casas y yo me convertí en su ayudante. Yo tenía unos 16 años y en el barrio se jugaba mucho fútbol, en las tardes, a veces hasta la noche. Mi hermano mayor me vinculó a un equipo y resulté bueno. Jugábamos casi todos los días. Alguna vez llegó un señor quien dijo ser representante de un equipo y me invitó a jugar. Yo acepté. De ese equipo pude haber salido para Independiente Santa Fe. 

Pero el carácter rebelde de Mora siempre se ponía de presente y una vez el entrenador lo gritó por algo que no le gustó en el juego.

—Al final del partido fui adonde el señor, me quité la camiseta, se la entregué y le dije: “muchas gracias, aquí está su camiseta, no juego más con usted porque no me gusta que me griten”.

Y ahí terminó la historia de Victor Mora en el fútbol, pero empezó la del atletismo.

Mora y su descendencia, un legado de pasión y disciplina. Foto/ Yaline Santos Obando

—En una ocasión –recuerda— un amigo del barrio nos dijo que había una maratón. En esa época le decían maratón a cualquier carrera, porque no sabían que así se llama únicamente la de 42 kilómetros y 195 metros. Yo no sabía qué era eso, pero me animé. Era el siguiente domingo. La inscripción valía como dos pesos y un señor nos la pagó.

La ruptura con el fútbol fue literal. Mora les quitó los taches a sus guayos de balompié y los convirtió en zapatos de correr, rompió un jean y lo transformó en pantaloneta, y le cortó las mangas a su camiseta número seis de mediocampista. Ese fue el primer uniforme de competencia del futuro campeón múltiple de San Silvestre y plusmarquista suramericano de pista en medio fondo y fondo, a quien años después alguna marca deportiva le haría zapatillas, camiseta y pantaloneta en diseño técnico exclusivo, personalizado y a su medida.

Superbus se atrevió a retarlo

Con ese primer atuendo improvisado llegó a la Avenida de las Américas en la zona industrial de Bogotá, de donde salía la prueba, hasta el barrio Grancolombiano, en Ciudad Kennedy, unos ocho kilómetros. Allí vió a quien sería su primer rival.

—Cuando llegamos al sitio de salida, veo a un tipo con una pinta…, un uniforme la machera, blanco con una franja roja, otra azul, con un letrero en negro que decía “Superbus”. Dije, ¡uy, en la que me metí! (se pone la mano en la frente y cierra los ojos).  

Mientras le hacían una entrevista, Superbus miró a Mora de arriba abajo, en forma despectiva y retadora. Pero cuando se inició la carrera, Mora arrancó en punta y sólo miraba hacia adelante. Al arribar de primero le había cogido gran distancia al segundo, nadie menos que al vanidoso Superbus. Ese día Mora ganó su primer trofeo que aún conserva: una copita como de diez centímetros.

—Ahí empezaron mis problemas —dice Victor.

Problemas entre comillas, porque en realidad lo que sucedió es que se enseñó a ganar y a perderle el miedo a los rivales famosos. Superbus dijo, sobrador, que no había querido ganar porque al otro día tenía una competencia más importante. Mora quedó picado y un año después, cuando se volvieron a encontrar, lo retó: el que llegue primero sigue en el atletismo, el otro se retira. De Superbus no se volvió a saber nada. No volvió a aparecer en las competencias. Con el tiempo los contendores de Mora serían del talante de Alvaro Mejía, Tibaduiza, internacionales como Gastón Roelants, Frank Shorter, Lasse Viren, Ron Hill y, en general, los mejores del momento en el mundo. “Con ellos éramos rivales, pero fuera de la pista amigos”. 

Víctor Mora con Álvaro Mejía (q.e.p.d), de gorra, Moisés Sánchez (a la izquierda de Mora) y Jesús Uribe (en el extremo derecho). Rivales en la pista, amigos siempre. Foto/Yaline Santos Obando

Una vez Mora llegó tarde al entonces estado de Checoeslovaquia porque había perdido el vuelo que tenía previsto y nadie lo esperaba. No lo iban a dejar entrar al país porque tenía el cabello largo y barba, diferente a la foto del pasaporte. Mora tenía el número telefónico del monstruo de las pistas Emil Zatopek. Mora les mencionó ese nombre a los guardas, estos lo llamaron y Zatopek, generosamente, invitó a Mora como huésped a su casa e incluso le prestó ropa y zapatillas para correr. La leyenda checa, conocido como la “locomotora humana”, se convertiría en gran amigo y referente atlético de Victor Mora.

Desde esa primera victoria sobre Superbus, Mora inició otra maratón, la más tenaz, la de enfrentarse a un deporte difícil, sin apoyo, sin entrenadores, con la única arma de su perseverancia y su rebeldía. Aprendió a entrenar sólo, con sus propias investigaciones y el métodpo de “ensayo y error”. También se enfrentó a los directivos que solo aparecían para sacar pecho y lideró una huelga de atletas en los Juegos Nacionales de Pereira en el año 1974, para que Bogotá tuviera su propia pista. Lo expulsaron a él y todo el equipo de Bogotá, pero años después la pista fue construida en El Salitre y todavía hoy existe una placa con los nombres de esos atletas que la exigieron. Aún así, abanderó el atletismo colombiano en los Juegos Olímpicos de Munich 1972 y de Montreal 1976, en tres juegos Panamericanos y en todos los campeonatos suramericanos y centroamericanos en las décadas del 60 y 70, además de haber poseído todos los récords nacionales y suramericanos en esos años, desde 1.500 metros en adelante. Incluso consiguió, en Alemania, la marca suramericana de la hora en pista con 20 kilómetros y 129 metros. 

En un estacionamiento canadiense

A Victor Mora nadie le puede seguir el ritmo. Camina muy rápido, conserva el instinto de velocidad de su época de corredor. A su edad aún trabaja, sin necesidad económica de hacerlo, simplemente “porque no me gusta quedarme en casa sin hacer nada”. Camina diariamente desde su casa al trabajo y luego de regreso, unos diez kilómetros. Lo visito en el sitio donde labora, el estacionamiento de un centro comercial en Montreal. Me recibe en su oficina, en el sótano del edificio, donde realiza tareas de administración y algunas operativas. Allí me cuenta sobre su eterna pelea con los directivos del atletismo que en muchas ocasiones con su inexperiencia y su falta de visión lo perjudicaron con decisiones antitécnicas, como aquella vez en la que lo inscribieron en los Olímpicos de Munich 72 para el maratón, cuando en realidad estaba preparado para 5.000 metros.

—¿Se siente olvidado por Colombia? —le pregunto.

—No. No me siento ni olvidado ni recordado. Traté de hacer lo mejor posible, de acuerdo a las capacidades y a las posibilidades que había en la época, para hacer lo que quería hacer. Pero orgulloso de ser colombiano, sí. 

Sin embargo, Víctor sí es recordado por sus pasos gigantes, sus marcas y su legado en el atletismo, donde formó a una generación y es ejemplo para muchas otras. En Suramérica se le recuerda más cada diciembre por San Silvestre, una carrera famosa pero no tan importante en lo técnico. En Puerto Rico es famoso por haber ganado tres veces el medio maratón de Coamo. 

—En Europa recibí más gratitud y reconocimiento que en Colombia. Allá gané competencias de alto nivel que en mi país no fueron valoradas. Por ejemplo fui el segundo latinoamericano, después de Osvaldo Suarez, de Argentina, en ganar el Grand Prix de Praga, donde vencí a los mejores atletas de los países socialistas, en el año 65.

Así es el Victor Mora de hoy, el que se siente orgulloso de sus triunfos en el atletismo, pero que jamás lloró ni cuando ganó ni cuando perdió, “porque las victorias son para reír y ponerse felíz, no para llorar”. El mismo que se lamenta de no haber podido obtener una medalla olímpica, pese a sus capacidades. El que no tiene secretos para su desempeño, excepto practicar siempre con sobrecarga, es decir, exigirse demás en los entrenos, la mística, el sacrificio y la disciplina, valores que ahora fueron cambiados por dinero y tecnología, ah, y la morcilla donde el “Manteco” Moreno en la calle 27 sur de Bogotá: “Eso hace que oxigene bien la sangre y el corazón”. El padre de siete hijos y abuelo de al menos diez nietos, quienes recibieron el legado de ser descendientes de una gloria del deporte. Como dice Victor Hugo, su hijo mayor: “de mi papá recuerdo su disciplina y también su pasión y entrega en la competencia. Pero ante todo, que es un hombre de retos: retar a mi papá es cosa seria”.

Nuestro saludo había sido con el puño,  pero en la despedida nos dimos un abrazo a la salida de su casa, después de casi cuatro horas de charla que Víctor no quería terminar: “yo tengo todo el tiempo para usted ahora, porque me gusta hablar de lo que más amo: el atletismo”. 

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