Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Kampot era un destino trámite. La idea era quedarme un par de días en este enclave del sur de Camboya, un pueblo grande o ciudad abarcable, de unos 50 mil habitantes o así, esencialmente rural, y continuar dirección a alguna isla paradisíaca, de esas que tachan de “imprescindible” en cualquier guía “del viajero que se precie”, y yo me niego a consultar porque no comulgo con sus ideas sacramentales. Pero el par de días se alargó otro más y luego otro y dejé de contar porque ahí me sentía bien. Una tarde somnolienta y apacible acabé por desbaratar cualquier pretensión de dirigirme a la isla de Koh Rong o su hermana chiquita, Koh Rong Sanloem, en las aguas soberanas de Camboya en el Golfo de Tailandia. Dos lugares de culto para los amantes del chapoteo entre palmeras, los cócteles embriagadores y el cachondeo al más puro estilo occidental borrico. 

He empezado a elevar a nivel de credo esas embestidas con origen repentino en el pecho y posterior martilleo a la altura de la cabeza. Algunos lo llaman intuición. Los periodistas lo llamamos olfato y sirve para casi todo: descartar fuentes, apostar por esta y no otra información, estimar su potencial credibilidad o, como en esta ocasión, decidir no marcharme a ninguna playa. No, no y no. Varias charlas con lugareños y expatriados confirmaron mis sospechas y me dibujaron un panorama ciertamente desalentador de estas islas que, pareciera, sintetizan buena parte de mis animadversiones más profundas: calor pegajoso, cantidades ingentes de gente reproduciendo patrones patrios y olas escupiendo día sí y el otro también toda la mierda que descargamos impúdicos al océano. Por lo tanto, no.

La vida en Kampot discurre apacible entre terrazas de hoteles marchitos de estilo francés y decenas de cafeterías y restaurantes administrados por franceses auténticos llegados a este rincón del planeta para devolverle a la tierra su gloria de antaño. Situada en la ribera del río Kam Chay, fue centro administrativo regional bajo el dominio colonial y principal puerto marítimo de Camboya hasta finales del siglo XIX. Tiene un malecón fluvial muy simpático donde los niños juegan y sueñan bajo las nubes.

Una bella estampa desde el malecón de Kampot al atardecer.

Cuando muere el día, el río se llena de embarcaciones motorizadas engalanadas con farolillos de colores. Algunos de estos barcos son tan elevados que los pasajeros de la cubierta debemos echarnos al suelo cuando atraviesa un puente para no comernos la mole de hormigón a nuestro paso. Río adentro, el capitán apaga las luces del navío y en la orilla más próxima, comienzan a encenderse millones de luciérnagas, como un gran árbol de navidad, pero no atisbas a perfilar ningún árbol, solo cientos de miles de diminutas bombillas blancas y amarillas.

Varias charlas con lugareños y expatriados confirmaron mis sospechas y me dibujaron un panorama ciertamente desalentador de estas islas que, pareciera, sintetizan buena parte de mis animadversiones más profundas: calor pegajoso, cantidades ingentes de gente reproduciendo patrones patrios y olas escupiendo día sí y el otro también toda la mierda que descargamos impúdicos al océano.

Kampot limita con el parque nacional de Preah Monivong, también conocido como Bokor, colmado de miradores espectaculares al vasto océano Pacífico, cascadas escandalosas engullidas por la jungla y despojos de proyectos hoteleros, pagodas chamuscadas y una iglesia desangelada donde Dios no se prodiga. Las construcciones y casas abandonadas desde el inicio de la dictadura de los Jemeres Rojos se caen a pedazos y nadie osa volver a anidar en ese lugar maldito. Durante la guerra civil, los genocidas chiflados volvieron añicos la zona y masacraron a buena parte de su población. Quienes sobrevivieron fueron llevados a cooperativas agrarias y obligados a trabajar de sol a sol hasta desfallecer o morir en nombre de la causa comunista. Hoy pareciera que los habitantes de Kampot están inmersos en ese debate existencial que antecede a la estampida del progreso salvaje –eso que llamamos ‘modernidad’-, respecto a si ceder de una vez por todas al turismo histérico o promover un desarrollo más pausado, acorde con la esencia rural sosegada de este lugar. 

Una de las numerosas casas que fueron arrasadas por los Jemeres Rojos y todavía pueden verse en el parque nacional de Preah Monivong. 

La belga Mariem y yo esperábamos a Pierre sentadas en la terraza del hotel céntrico donde se hospedaba este último. Ella roza los cuarenta, pero come años y no los aparenta ni por asomo. Es profesora de infantil en Ámsterdam y tiene ramalazos fantásticos de risa. Él es un expatriado proveniente de Lyon, creo recordar que es de mi edad, y trabaja desde hace años despachando vinos desde su Francia natal al Sudeste Asiático. 

Entonces, mientras esperamos a Pierre, le veo, le huelo el rancio que desprende su cuerpo raquítico y, peor aún, le escucho. Todos los desalmados parecen muy respetables hasta que abren la boca y se delatan. El viejo decrépito, de delgadez enfermiza y piel de gelatina, se sienta en la mesa tras de mí donde está aparcado otro vejestorio de cabellera entrecana, los dos con un pie a medio camino entre este mundo hostil y ojalá el infierno. “Ayer me follé a una niña de 10 años y durante unos minutos no sentí dolor en las articulaciones, bendito remedio”, le dice a su compinche relamiéndose de orgullo mientras se toca las patas de alambre con sus manos huesudas. Dejo de respirar, de sentir, de ser y solo quiero retorcerle el cuello. Pero no hago nada, absolutamente nada. Ni escupirle, ni increparle, ni acaso retorcerle el cuello y hacerle sentir por un momento toda la aflicción que él inflige con su mera presencia. Nada. Por fin aparece Pierre y nos marchamos bien lejos. 

El viejo decrépito, de delgadez enfermiza y piel de gelatina, se sienta en la mesa tras de mí donde está aparcado otro vejestorio de cabellera entrecana, los dos con un pie a medio camino entre este mundo hostil y ojalá el infierno.

Ese día conduje una moto por primera vez en mi vida. Mariem y Pierre me hicieron de guardaespaldas: uno delante pilotando la suya, la otra en la retaguardia y yo el queso curado del sándwich, lo más parecido a un mal chiste sobre nacionalidades. Hasta entonces no me había animado a empuñar una, el medio de transporte por excelencia en Camboya porque te permite completar distancias cortas y medias sin estar sujeto a los horarios vagos de los autobuses y sus continuas paradas durante el trayecto para recoger a cuanta persona se sitúa en la calzada y extiende la mano en señal de “pare que voy a subir”. La moto es libertad y la libertad en Camboya cuesta lo que en un estanco español cuesta una cajetilla de cigarrillos: cuatro euros el día de alquiler. Llenar el depósito son otros tres.

Condujimos por una carretera asfaltada tan perfecta, tan sorprendentemente lograda, en medio de una loma seca, tan terriblemente árida.

Condujimos por una carretera asfaltada tan perfecta, tan sorprendentemente lograda, en medio de una loma seca, tan terriblemente árida, y las casuchas de madera construidas en los costados son del color del polvo porque el aire hostiga y trae con él la arena del litoral que se pega sobre las fachadas como chicle. Nos dirigimos a la ciudad costera de Kep, otra ciudad-pueblo a unos 20 kilómetros de Kampot, invadida por monos sociables acostumbrados a los bañistas color granate abrasados por el sol. El lugar es famoso por el cangrejo de mar y se come aderezado con salsa de pimienta verde picante. Los lugareños venden el plato a precio de marisquería europea porque han aprendido a sacarle el máximo provecho al juego de la oferta y la demanda. Las bolitas verdes, tan chiquitas como el porexpan, se cultivan por toneladas –26 millones o así al año- en los alrededores de Kampot. La mayoría de las plantaciones de pimienta se financian con capital extranjero y se administran mano a mano con los locales, que son quienes atesoran el conocimiento ancestral de la tierra.

Una panomrámica de la principal playa de la ciudad de Kep.

El día se pasó volando, que es lo que sucede cuando estás entretenida, y siempre te preguntas por qué no puede imponerse la misma lógica cuando la vida te consume y deja de sorprenderte. Regresamos a Kampot por donde habíamos venido y nos pilló la noche. Mariem se despidió de nosotros al llegar porque había quedado con un amorcito de verano y los buenos amantes deben ser atendidos. Pierre y yo cenamos juntos y nos bebimos una botella del vino francés que le da de comer. Debía ser un buen vino, pero yo no entiendo de esos manjares y en realidad me vale con cualquier baratija. Poco a poco, el alcohol precipitó todo el dolor que me había acompañado desde por la mañana, como una mosca inmunda dando vueltas en mi órbita y me recordaba que el mundo por momentos es un jodido pantanal. 

—No lo entiendo, de verdad que no lo entiendo —le digo a Pierre. 

—Las dos partes se benefician. Los hombres buscan aquello que ya no encuentran en sus países: sexo, amor, atención… Para ellas es la forma de alcanzar estabilidad, cierto nivel de seguridad económica porque no tienen otro modo de salir de la pobreza —argumenta Pierre. 

—Pero está mal. ¿En qué cabeza cabe acostarse con menores de edad?

—Esa parte sí, ahí no tengo nada que decir, pero si las mujeres son mayores de edad, es la forma que tienen de salir adelante. Puedes ver muchos matrimonios de occidentales y asiáticas. Es verdad que ellas suelen ser mucho más jóvenes, pero son matrimonios estables y duraderos. Se acompañan, se quieren y se benefician mutuamente.

—¿Qué significa eso de que “en casa no encuentran lo que necesitan”? En sus países también hay mujeres de su edad con las que podrían mantener una relación en igualdad de condiciones, pero no les interesa, porque siempre será más sencillo manejar a una persona desde la posición de poder que te brinda sacarle veinte o treinta años de diferencia.

—No es tan sencillo. Por ejemplo, cuando eres extranjero, conoces a una mujer y te gusta, para ella eres como una especie de salvador. Creen que te sobra el dinero y entonces todo se vuelve una transacción. Hacéis cualquier plan y esperan que tu pagues todo. A mí me han llegado a pedir dinero después de tener sexo, aun cuando pensaba que estábamos en medio de una cita y nos habíamos acostado porque nos gustábamos. ¿Sabes cómo te sientes cuando te tratan así? 

Poco a poco, el alcohol precipitó todo el dolor que me había acompañado desde por la mañana, como una mosca inmunda dando vueltas en mi órbita y me recordaba que el mundo por momentos es un jodido pantanal. 

No supe cómo contestarle porque efectivamente no tenía ni idea de cómo se siente. Pierre trataba de calmarme los ánimos, pero terminé más abatida si cabe. El francés ha vivido los suficientes años en la región como para impregnarse de una condescendencia tan insoportablemente pragmática que puede resultar incluso creíble. La realidad de cada civilización es siempre mucho más compleja y encierra un sinfín de composiciones. Pretender comprender en apenas unos días tantos, tantísimos matices, realidades e injusticias es humanamente imposible. Viajar a veces es dolorosísimo. 

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