Relatto | El cuento de la realidad

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No visité al Kronhuset, el edificio más antiguo de Gotemburgo, (que se construyó en 1654 como almacén para uniformes militares y hoy se usa como sala de conciertos); ni saqué la típica foto desde el Fountain Bridge; ni fui al Museo Volvo —marca originaria de esta ciudad—. En cambio, al llegar a territorio sueco esa tarde ya oscura de febrero, fui directamente por el tranvía 11 a la parada Saltholmen para subirme a un barco que me llevó al Archipiélago del sur en veinte minutos, por las aguas oscuras del Mar del Norte. 

Pero antes de embarcarme, en una pared del aeropuerto que me daba la bienvenida, había un mural con una inscripción que decía que durante casi 400 años Gotemburgo ha mirado hacia el mar y al mundo más allá. Eso mismo estaba haciendo yo. Al costado había cuadros en blanco y negro con fotos de estrellas de rock/pop junto a algunas postales de la ciudad. No entendí muy bien el por qué de aquellas figuras, no estaba Roxette pero sí Tina Turner, Freddie Mercury y Michael Jackson. Pocas semanas antes del lockdown mundial por la pandemia del coronavirus, llegaba yo, una simple profesora de tango que iba a enseñar el baile y a compartir mi cultura durante diez días a suecos ensimismados y simpáticos.  

La inscripción seguía: “Como ciudad marítima de comercio e industria, hemos fomentado relaciones estrechas y hemos podido intercambiar habilidades con muchos otros países. Las influencias externas y personas de diferentes culturas siempre han sido una ventaja para Gotemburgo”. Me alivió la apertura y la sensación de integración que promovían aquellas palabras, aunque supiera que una ciudad no siempre representa un país. 

Pero antes de embarcarme, en una pared del aeropuerto que me daba la bienvenida, había un mural con una inscripción que decía que durante casi 400 años Gotemburgo ha mirado hacia el mar y al mundo más allá.

El puerto donde se tomaba el ferry tenía habilitados dos muelles con un cartel luminoso, había que esperar, llegamos temprano, me guiaba mi amigo Alan, músico residente en Suecia desde hace cinco años. Si hubiéramos querido llegar más tarde, no hubiéramos podido, ya el siguiente tranvía escapaba a la sincronicidad horaria. Esperábamos la hora de salida del barco en una casilla calefaccionada y con wifi, afuera hacían dos grados de temperatura húmeda y profunda.  

El transporte público en Suecia es caro, los viajes cuestan más de tres euros y la tarjeta mensual ochenta, pero como los pagos se realizan casi todos con el móvil poco se utiliza el efectivo lo cual es una pena porque nos perdemos de ver más seguido los billetes impresos con la cara de la actriz Greta Garbo, el guionista y director de cine Ingmar Bergman, la escritora Astrid Lindgren o el poeta oriundo de Gotemburgo Evert Axel Taube. 

Los billetes impresos con la cara de la actriz Greta Garbo, el guionista y director de cine Ingmar Bergman, la escritora Astrid Lindgren o el poeta oriundo de Gotemburgo Evert Axel Taube. 

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Cabañas de pescadores, paisajes rocosos, amplias vistas al mar y senderos naturales son las características que componen el archipiélago. Las dos ínsulas más visitadas son Donsö y Vrångö, pero yo amanecía en Styrsö, de mil trecientos habitantes, surcada por casas con cercos de madera que separan los jardines de las calles. Los techos, paredes y cercos son blancos, rojos y amarillos y se presentan en sus diferentes combinaciones. En Styrsö vive gente con alto poder adquisitivo, las casas tienen dos o tres plantas y son caras, cuestan seiscientos mil euros como mínimo, y en general, las habitan sus propietarios.

Como ciudad marítima de comercio e industria, hemos fomentado relaciones estrechas y hemos podido intercambiar habilidades con muchos otros países. Las influencias externas y personas de diferentes culturas siempre han sido una ventaja para Gotemburgo”.

Alquilar vivienda en todo Suecia es complicado por el sistema que tiene el país: alquileres de propietarios, pero con una administración estatal organizada por listas de espera que van desde los cinco años (para vivir en las afueras) hasta los nueve para el centro. La gente alquila habitaciones y se muda varias veces al año. “Por una parte el sistema está bueno ya que cuando te toca, te puedes quedar el tiempo que quieras. Pero, como contrapartida, no hay viviendas disponibles y hay casas enormes en las que vive una sola persona”, me cuenta Alan. Y agrega que no es un tema de los inmigrantes, a un estudiante sueco que viene de fuera de la ciudad le pasa lo mismo. Los padres comienzan a pagarles casas a los hijos desde que son niños. 

En Suecia no hay viviendas disponibles y hay casas enormes en las que vive una sola persona.

En esta isla existen unos pocos edificios destinados al alquiler. Alan vive en una pequeña pero equipada casita blanca construida en el terreno de otra gigantesca; dice tener suerte ya que viviendas así no se consiguen para estar todo el año. En general, las tienen para huéspedes temporarios o se alquilan solo por el verano; no están preparadas para el frío o no tienen baño o cocina, ya que funcionan como anexo de la construcción principal. 

Alan vive contento en este contexto desde hace tres años: “La mitad de la población viene solo en verano, estables seremos 700”, dice. De junio a septiembre se llena de gente, los bares están abiertos y hay mucho movimiento de barcos y personas que van a pasar el día a otras islas, incluso a las no habitadas; también hay una competencia para correr —en el bosque y las calles— y nadar entre las islas, en la que este año participaron más de 500 concursantes. 

Con la escasez de eventos, nadie se pierde las festividades; por ejemplo la del 30 de abril (llamada Valrog, en el inicio de la primavera), que es la quema de los árboles naturales de la navidad pasada y que convoca a una gran gran fogata. “Alguien de aquí me contó que cuando era niño iba a robarse los árboles que tenían escondidos a las otras islas que competían en cual era la fogata más grande”, recuerda Alan.

Alquilar vivienda en todo Suecia es complicado: alquileres de propietarios, pero con una administración estatal organizada por listas de espera que van desde los cinco años (para vivir en las afueras) hasta los nueve para el centro.

Styrsö está conectada con un puente con Donsö, otra isla más pequeña a la que alguna vez fue Alan a ensayar con un colega, cargando el acordeón —más grande que él— sobre su espalda. Sin embargo, hay otra isla (Brännö) con el mismo paisaje árido y amarillento en este período, pero más bohemia con más artistas y gente joven. 

“En la isla no pasa nada, lo más lindo es el silencio, no se escucha nada, se vive en la naturaleza en una dimensión aparte. Es soledad absoluta, un ejercicio de aislamiento, por lo menos eso fue para mí”, reflexiona Joan, guitarrista valenciano que vivió casi dos años allí y más de ocho en Suecia.     

De junio a septiembre se llena de gente, los bares están abiertos y hay mucho movimiento de barcos y personas que van a pasar el día a otras islas, incluso a las no habitadas.

Casi siempre llegábamos de noche a la casa de la isla. Cuando nos bajábamos del barco caminabamos veinte minutos por calles asfaltadas donde los coches tienen prohibido circular, norma que se repite en todas las islas, excepto para las empresas constructoras o la Iglesia que tienen permisos especiales. La gente camina, va en bicicleta o en carros de golf. Pero también hay animales en los bosques que dan vueltas por los sitios urbanizados. Alan se encontró con dos ciervos que se metieron en un jardín y se quedaron esperando a que pasara al volver un día en el último barco. 

No se usan cortinas en las ventanas ya que la poca luz del invierno nublado y largo tiene que entrar a como dé lugar. Pero en ellas siempre hay plantas, y de noche lámparas tenues o velas encendidas generando un clima acogedor y habitado.   

Dejamos los zapatos en la entrada, costumbre también japonesa (cultura con la que encuentro muchas similitudes), y nos sacamos el barro o la nieve en el deck de afuera. El hogar mantiene el calor si lo dejamos cerrado, y entonces nos sacamos todas las capas de ropa que este cielo de diferentes tonalidades de grises, la lluvia y la nieve nos obligaron a vestir. 

Apenas asoma un rayo de sol hay que salir, los suecos están obsesionados con el sol y la vitamina D, que muchos se suplementan. Así que, por la mañana, salimos a comprar y caminamos por una atmósfera cansina. Hay dos mercados, pero otras islas tienen uno o no tienen, y donde hay cierran temprano. También pasamos por la biblioteca y la escuela primaria pegada a la de música; los niños vienen aquí desde otras islas y para estudiar la secundaria se van a Gotemburgo.  

No se usan cortinas en las ventanas ya que la poca luz del invierno nublado y largo tiene que entrar a como dé lugar. Pero en ellas siempre hay plantas, y de noche lámparas tenues o velas encendidas generando un clima acogedor y habitado.  

Al final uno se da cuenta de que sí hay cosas para hacer. Joan cuenta que se puede hacer una vida saludable con infraestructuras increíbles para el pequeño lugar que es, según describe: “gimnasios al aire libre e interior, sauna comunitaria, senderos en el bosque para andar y además está todo hecho por el ayuntamiento, que es muy poderoso… en Suecia está en todos lados. Antes no escatimaban dinero para estas cosas, ahora sí un poco desde que ha cambiado el gobierno en Gotemburgo que pasó a ser de derecha”. Según lo que se escucha, los suecos disfrutan pagando impuestos por estos motivos, pero a la vez tienen sentimientos encontrados con respecto a la familia real, también subvencionada por el Estado.

Horas más tarde, cuando un sol tibio de mediodía intentaba imponerse ante las nubes sin lograrlo, camino al bosque nos topamos con el cementerio, ahí nomás, muy campante, abierto a pie de calle en medio de un barrio; tumbas y lápidas color beige entre contornos de césped y algún árbol pelado por el frío. 

Para llegar a un asentamiento de pesca vikingo que quería conocer hubo que bordear el agua, perteneciente a la garganta del río Göta, y atravesar un campo de hierba seca y amarillenta peinada por el viento y al costado piedras grandes, tan gises como e cielo. “Tomtningar“, rezaba el cartel que explicaba que no había construcciones de casas pero si había restos de muros, que eran lugares temporarios utilizados durante la época estival encontrados también en toda la costa de Noruega y Dinamarca. Informaciones arqueológicas indican la conexión entre una zona comercial con el período de pesca de arenque entre los siglos XV y XVI. 

Por su ubicación estratégica, durante mucho tiempo el archipiélago fue zona militar y hasta no hace muchos años era una zona restringida: sin la ciudadanía sueca o un permiso especial, no se podía ingresar. Era por una cuestión de seguridad militar porque aún había reservas y lugares de entrenamiento y puntos de vigilancia: casitas que se ven en puntos altos. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis tomaron Dinamarca, se sabía que estaban mapeando las islas y había mucho miedo de que entraran por este sector, por eso había mucho control. 

En el asentamiento de pesca vikingo, un cartel anuncia que hay restos de muros.

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“Aunque no conozca a la persona que me cruzo, yo saludo y siempre recibo respuesta —dice Alan—; me encuentro a los vecinos en el mercado, en el barco o en el bar de un hotel en el que empecé a tocar hace poco —única actividad nocturna de los sábados que comenzó a hacerse después de la pandemia—. Son muy pocos los extranjeros viviendo en la isla, es una vida muy sueca. Yo me siento muy parte, últimamente más que antes, con mi característica que es que no soy de acá”.

Por su ubicación estratégica, durante mucho tiempo el archipiélago fue zona militar y hasta no hace muchos años era una zona restringida: sin la ciudadanía sueca o un permiso especial, no se podía ingresar.

Joan coincide en que los suecos no te hacen sentir “el extranjero”; sin embargo, dice: “Cada isla tiene un poco su rollo, Styrsö es la más grande entonces mucha gente viene porque tiene más servicios, porque es más fácil vivir ahí que en otras islas. En Donsö —la que se conecta por un puente— la gente es un poco más conservadora, más religiosa, no quieren vender las casas a personas si no van a vivir allí, digamos que no son tan abiertos”. Él, al inicio trabajaba en el supermercado, tocando en la iglesia y dando conciertos en las iglesias de todas las islas y se sintió muy acogido. 

 “En Suecia en general la gente no habla mucho, pero sí que en la isla te sientes parte de una comunidad, si te falta algo puedes ir al vecino… aunque no hay esa cultura de barrio como en España u otros sitios”, describe Joan. 

Alan y Joan. / Julián Castro.

Pero Joan tiene una visión aguda sobre la cultura de este país nórdico: “La amabilidad sueca ya parece falsa, hay mucha diplomacia porque hay miedo al conflicto”. Recordé que caminando por Gotemburgo un día encontré el libro Como ser un sueco de Matthias Kamman, en el que se enumeran cincuenta y cinco cosas que se han ser/hacer para pertenecer al clan rubio, exitoso y modélico según se lo ve de afuera, y algunas de ellas tienen que ver con evitar a los vecinos, evitar conflictos, ser neutral. 

“En Gotemburgo la relación con los vecinos es inexistente e invertebrada, te cambias tanto de casa que no hay tiempo para crear vínculos tampoco, los amigos siempre viven lejos porque la ciudad es extensa; hay mucha soledad, es un tema difícil y no sé si se puede solucionar”, dice Joan, que vivió siete años en la ciudad además de en el norte del país y en Estocolmo. Ahora ya tiene la nacionalidad sueca. 

En el país, orgulloso de su pasado vikingo, según lo dice el libro, hay una gran segregación: con barrios-gueto, por ejemplo, en los que solo se habla árabe. Pero Joan dice que hay una conciencia antirracista y antifascista brutal, no se trata de que los suecos no se mezclen, es un problema de cómo está configurada la ciudad. La segregación es económica, las personas con menos recursos viven en ciertos barrios, donde a su vez viven sus conocidos.

La amabilidad sueca ya parece falsa, hay mucha diplomacia porque hay miedo al conflicto”.

“Es difícil decirlo, no son racistas, pero tampoco son abiertos, para hacerse amigo de un sueco… pasan los años y sentís que nunca llegas a conocerlo. Claro, los árabes, los latinos o los mediterráneos tenemos otra forma, vivimos más colectivamente. Estamos en grupo y quizás queremos estar solos, en cambio los suecos viven solos y a veces van al grupo. Nosotros estamos todos los días hablándonos y preguntándonos ¿qué haces hoy? Tengo amigos en Suecia, pero ninguno es sueco”.

Desde la década del setenta Suecia se convirtió en un gran receptor de refugiados y asilados políticos, sobre todo de Medio Oriente y Latinoamérica. Hoy es el país que más acoge de la Unión Europea por número de habitantes. En Gotemburgo hay diversidad y segregación a la vez; cuenta Alan que en Angered, el barrio donde trabaja “casi no hay suecos, sino gente de Somalia, Siria, Afganistán, y no hay una realidad de integración”. Él supone que tiene que ver con una cuestión económica, por el precio que tiene vivir en cada barrio, y con una cuestión cultural histórica ya que los inmigrantes van donde están los suyos, su familia o amigos, y así se va armando una comunidad. Dice que las políticas socialistas no lo han podido resolver, hubo mucha inmigración en muy poco tiempo. Alan trabaja en el Centro Cultural Comunal Blå Stället, que nació cuando comenzaron las políticas socialistas y se fomentó el acceso cultural a los trabajadores. “Blo” —por su fonética— significa “azul” y representa a trabajadores de fábrica que visten mamelucos de ese color. 

En Gotemburgo la relación con los vecinos es inexistente e invertebrada, te cambias tanto de casa que no hay tiempo para crear vínculos tampoco, los amigos siempre viven lejos porque la ciudad es extensa; hay mucha soledad, es un tema difícil y no sé si se puede solucionar”, dice Joan.

Durante mucho tiempo hubo serios problemas de alcoholismo y los trabajadores gastaban mucho dinero en ello; por lo que una de las trasformaciones fue la de crear lugares de entretenimiento cultural para las clases populares y claro, de allí también el System Bolanget (tiendas estatales, las únicas que venden alcohol). “Lo malo de Suecia son las tantas regulaciones: beber, bailar, tocar, todo tiene que ser planeado, nada improvisado; no hay una sensación de libertad y eso es común a todo el territorio”. 

El país siempre fue pobre, pero tuvo su gran ascenso económico después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los países europeos estaban en ruinas. Suecia no fue invadida y tenía su industria intacta. Con su hierro y madera se recontruyó gran parte de Europa. Después vinieron tres décadas de políticas socialistas donde el mismo partido mantuvo el modelo. Hoy la economista progresista Magdalena Andersson preside un gobierno de coalición, como la primera mujer en la historia de Suecia en tener el puesto.  

En muchas cosas el país parece ser modélico en la institucionalidad, la igualdad entre hombres y mujeres, en derechos laborales, pero la música y el arte son difíciles, me explica Joan, quien dice que no viviría para siempre en Suecia. “Hay mucha burocracia y todo lo que presentes tiene que ser bien profesional, aunque Suecia me ha salvado la vida a nivel profesional porque hay bastantes opciones, obtuve muchas ayudas para estudiar (becas-préstamos), para grabar, trabajar, viajar. Durante la pandemia he trabajado más allí que en España. Allí es posible montarte tu empresa y hacer tu rollo, pagas tus impuestos dependiendo de lo que ganes y ya; todos tenemos una empresa personal y con eso puedes hacer muchas actividades. Si necesitas más, puedes trabajar en otra cosa algunos días por semana y, además, hace falta mucha gente con estudios, muchos suecos no estudian, no tienen esa presión de que para tener un buen trabajo hay que estudiar, si trabajan en el supermercado y ganan dos mil euros, ya está bien para ellos”.   

El país siempre fue pobre, pero tuvo su gran ascenso económico después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los países europeos estaban en ruinas.

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En mi último día vuelvo por mi equipaje a la isla. Después de vivir en el archipiélago, Gotemburgo parece una gran ciudad, aunque no lo sea (cuenta con medio millón de habitantes y es la segunda ciudad sueca); es tranquila, apacible, no hay mucho ruido y es tan plana como una hoja impresa. 

Lo malo de Suecia son las tantas regulaciones: beber, bailar, tocar, todo tiene que ser planeado, nada improvisado; no hay una sensación de libertad y eso es común a todo el territorio”. 

En el centro está la catedral protestante que por fuera es marrón y por dentro muy blanca, amplia y minimalista, solo tiene algún detalle dorado. A pocos metros de allí se encuentra el centro comercial Nordstan, donde camino un buen rato porque afuera nieva. En la vidriera de un local hay un típico cartel publicitario, pero con una imagen muy atípica: una chica de piel morena y corpulenta posa en ropa interior diferente a la típica modelo de cintura escuálida. Es más bien una a la que se le marca un rollo, una modelo gente como uno. El Stora Saluhallen es otro buen lugar para refugiarse del frío. Es el histórico mercado gastronómico donde, desde 1887, se pueden encontrar productos como bombones de queso azul, reno, alce, o platos caseros. Ahí me esperaban unas albóndigas con salsa y puré de papas abrazado con una mermelada de arándanos rojos. 

También estuve por Haga, uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Su principal atractivo es la calle peatonal Haga Nygata, llena de casitas de madera con tiendas de artesanías y cafés. En un exhibidor circular de tres plantas estaban “los suecos” esos típicos zapatos con suela de madera, sueltos por detrás, con el talón descubierto; los había de muchos colores y se estaban mojando por la lluvia.  

Me despiden las mismas tonalidades grises que me dieron la bienvenida y a ese cielo tenía que acercarse el avión de regreso. A mí como a los suecos —según el libro— nos gusta vivir en el extranjero por un tiempo, pero siempre volver a casa y tomar agua de la canilla. 

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