Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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 El aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un tsunami en el otro lado del mundo, dice un proverbio chino ya convertido en una frase trillada como pocas. La idea sin embargo es sensata: la historia es materia viva y más que sucederse como una escalera, camina en espiral. Hay algo cíclico en la vida de las familias; algunos lo llaman karma, otros destino, otros creen en la reencarnación. Yo no tengo ninguna respuesta a tal enigma, pero sí creo que las casualidades son un bien sobrevalorado. 

De pequeña escuché muchas historias alucinantes sobre barcos y viajes eternos, gente que se escondía en montes, de cárceles más oscuras que la noche, el hambre atroz de la guerra. A esa fantasía casi cinematográfica, con los años le agregue alguna conciencia política y cobró otro tenor: la Guerra Civil de España fue mi evento histórico preferido, y mi obsesión de estudio durante años, que satisfice en gran parte a base de novelas, biografías, películas, charlas o lo que hubiese disponible sobre el tema. 

Algunos años atrás, cuando comencé a fantasear con un proyecto de viaje y escritura al respecto, visité a Maruxa Fernández, una prima de mi papá. Fue en febrero de 2019, en la ciudad de Montevideo, capital de Uruguay. Llegué algo nerviosa a la puerta de una casa más modesta y oscura de lo que mi registro de niñez recordaba, en un día cálido pero soportable. La escuché atenta y ese día supe que su nombre en realidad no era María ni Maruxa (que es María en galego) sino Libertad. Me contó que mi abuela Teodosia fue una mujer hermosa y sobre todo coqueta; que se agarraba su pelo negro con hebillas y que siempre tenía una pañoleta decorando su cuello. Que su porte y su forma de caminar —cualidad que varias de las hermanas Fernández compartían— era tan elegante que arrancaba suspiros en su pueblo, San Miguel de Oia, en Galicia. 

Maruxa Fernández.

Me relató cómo sufrió la ausencia de su padre, Bagullo, al que sólo conoció por la descripción de su mamá Carmen. Tenía pocos datos, quizás alguna foto, pero ningún documento ni carta suya. Aprendió a quererlo de la manera más compleja posible: con la certeza de no poder nunca contrastar tanta idealización con los defectos mundanos que cargamos quienes estamos vivos. Maruxa recordaba bien la escena que dio pie a la traumática salida de la España franquista durante su primera adolescencia y me la contó con todos los detalles que pudo. 

Casa de la familia, en San Miguel de Oda, Galicia.

Con doce años, preparaba el examen de ingreso para la Escuela de Comercio de Vigo, un lujo que su madre Carmen (hermana de mi abuela Teo) logró ofrecerle a su única hija. La formación primaria la había realizado en el pueblo con una pareja de maestros republicanos —otra mujer también llamada Carmen y su esposo Manuel— que habían huido junto a sus hijos pequeños de Valladolid, a tierras donde nadie los conociera. El día del examen, Manuel escoltó a Maruxa hasta la ciudad para acompañarla y darle ánimos. Luego de una pequeña oda al gobierno de facto, la maestra de turno explicó que el ejercicio para los estudiantes consistía en describir la figura de Francisco Franco como quien “pone la leña en nuestro hogar y la comida en nuestra mesa”. Maruxa quedó inmóvil y no pudo escribir una sola palabra. La mujer se acercó y le repitió la consigna, pero ella siguió sin escribir. Es que su versión de los hechos era más bien distinta: ese hombre —o más bien todo lo que él representaba— le había robado a su padre y enmudecido a su madre. Su estrategia fue dejar pasar el tiempo haciendo garabatos en el aire, pero cerca de la hoja, como quien escribe de verdad. Cuando vio que otro alumno se disponía a entregar el examen, Maruxa firmó su hoja en blanco, entregó también el papel y se retiró del establecimiento.   

Teodosia fue una mujer hermosa y sobre todo coqueta; que se agarraba su pelo negro con hebillas y que siempre tenía una pañoleta decorando su cuello. Que su porte y su forma de caminar —cualidad que varias de las hermanas Fernández compartían— era tan elegante que arrancaba suspiros en su pueblo, San Miguel de Oia, en Galicia. 

Manuel la esperó y escuchó con atención lo sucedido sin decirle nada, mientras retornaban en el tranvía a San Miguel de Oia. Pocos días después, Carmen, la mujer de Manuel, se acercó a la casa de los Cucharones —el apodo propio de nuestra familia—: quería personalmente explicarle a la otra Carmen, la madre de Maruxa, el peligro que suponía la actitud de su hija, tan inocente para la propia niña pero tan visceral para la maquinaria pedagógica de la dictadura. La mujer le sugirió finalmente que se mudaran a Sudamérica, donde ya vivía la hermana mayor de las Fernández.

Mientras me contaba, Maruxa fumaba cigarrillos usando una boquilla larga y blanca; un artefacto bastante fuera de época y que me causaba particular gracia. Con sus 83 años, mantenía una cadencia al caminar que supongo era la misma que le atribuían a su madre y sus tías. Sus pasos eran lentos pero sin frenarse, con la espalda y la cabeza totalmente erguidas, como si el cuerpo todo hiciera un único movimiento. Para mí siempre fue un personaje algo enigmático: una mujer con un apodo curioso, un acento indescifrable —pero definitivamente no uruguayo— y una historia de vida cargada de eventos extraordinarios. Ya tenía el pelo sobradamente blanco y las arrugas habían inundado su cara, pero el acento natal seguía intacto. Ante mi trabado intento de explicar por qué estaba allí esa tarde buscando respuestas, ella sonrió y me dijo: “Porque también es tu historia”.

***

José Rodríguez, cuyo apodo natural era Pepe, fue más conocido como Bagullo. Nació en 1909 en San Miguel de Oia, un pueblo costero de Vigo en Galicia. Su padre era un importante comerciante de la zona: poseía barcos de pesca en Lisboa y un local de ultramarinos en el pueblo que acaparaba casi todos los rubros; vendían incluso ataúdes para los muertos. El primer auto del pueblo, un Ford de la época, lo tuvo esa familia. Sin embargo, Bagullo transitó su propio camino bastante alejado del de su padre: se hizo comunista de jovencito y hasta viajó a Asturias para participar, en 1934, de la huelga general revolucionaria, episodio que le costó una detención y su primer fichaje en las actas policiales de la época. 

Para mí siempre fue un personaje algo enigmático: una mujer con un apodo curioso, un acento indescifrable —pero definitivamente no uruguayo— y una historia de vida cargada de eventos extraordinarios.

En julio de 1936, Bagullo tenía 27 años y acababa de ser padre. De su relación con Carmen Fernández, el primero de ese mes nació una pequeña a la que llamó Libertad. Carmen tenía 23 años al momento de ser madre por primera y única vez. Ambos se habían conocido y enamorado en los bailes del pueblo bastante tiempo antes, pero su relación no era aprobada principalmente por el padre del Bagullo: su consuegro era sabidamente anarquista, y él, de tendencia fascista. Y otro detalle no menor: Carmen era de familia campesina, es decir, pobres.  

Dicen que cuando la beba nació, Bagullo estaba increíblemente contento y se lo contaba a todo el mundo. Carmen permanecía en duelo por la inesperada muerte de su propio padre —el anarquista— Benito Fernández, más conocido como Cucharón, al que le dejó de funcionar el corazón un día mientras picaba piedra. Por esa condición, no fue ella a anotar a la niña al ayuntamiento y en cambio fue el padre. “Si usted es soltero, tiene que venir la madre a anotarla”, le dijo el funcionario de turno. No estaban casados, así que igual a cómo llegó, Bagullo se tuvo que regresar a San Miguel de Oia sin ningún papel.  

Con el levantamiento franquista del 18 de julio de 1936, toda la comunidad de Galicia quedó rápidamente en manos de los golpistas. Más que guerra civil, lo que se llevó adelante en aquel territorio fue una dura y abierta represión a los republicanos en todas sus variantes: no hubo prácticamente enfrentamientos y bastante pocos episodios de resistencia. Con el correr de los días, el clima se tornó por demás hostil y el Bagullo decidió huir al monte con sus compañeros más cercanos. Sabía que, de quedarse, tenía las horas contadas. Apenas logró despedirse de su mujer y su hija. 

Monte San Miguel de Oía.

En el pueblo, Carmen sufría en silencio la ausencia de su compañero mientras criaba a Libertad con más miedo que leche en el pecho. Pocos meses después, una mañana de otoño, se asomó una joven a la casa de la familia Fernández. La mujer le acercó una carta a sus manos: era de Bagullo. Allí le contaba que intentaría cruzar a Portugal por el río Miño con su amigo y compañero de andanzas, valiéndose de su pasaporte portugués. Le hablaba de los deseos para la hija de ambos: que conozca el mundo y pueda educarse, que lleve su apellido y con la frente en alto su nombre: Libertad. No intentaba ser una carta de despedida, pero lo era.

Los días de terror asomaban: había requisas, controles, amenazas constantes. En la casa de los Fernández, la Guardia Civil buscaba a Florindo, alias Cucharón, el segundo de los hermanos varones por acusaciones de “comunista muy propagandista de tales ideas”, tal como figura en la causa militar. Como primera advertencia, una tarde le destrozaron la bicicleta. Asustado, Florindo se escondió en el monte mientras su hermana menor, María, le llevaba clandestinamente algo de comer siempre que podía. Finalmente, el 1 de septiembre Florindo fue detenido y condenado a 20 años de prisión por “auxilio a rebelión”, haciéndose eco de las tumultuosas jornadas del 22 y 23 de julio donde decenas de ciudadanos y vecinos de Oia intentaron hacer frente a la avanzada militar, en un enfrentamiento, por cierto, muy desigual. Florindo tenía por aquel entonces 28 años. 

En el pueblo, Carmen sufría en silencio la ausencia de su compañero mientras criaba a Libertad con más miedo que leche en el pecho.

Carmen, temerosa, decidió quemar la carta de su amado. Ese fue el último recuerdo que tuvo de él y de esa decisión se arrepintió toda la vida. Mientras tanto, en todo el territorio español acechan múltiples epidemias y los niños morían como moscas. Concepción, la abuela de Libertad, era una católica obstinada que temía que la pequeña fuera al “limbo de los niños” en caso de morir. “Hay que bautizar a la niña”, le exigió a su hija. Con poco más de un mes de edad, Libertad fue llevada a la parroquia y cuando el sacristán que oficiaba de padrino tomó parte en el asunto, intentó persuadir a Carmen: Libertad no era nombre de santa, ni muy acorde a los tiempos que corrían. “¿Por qué no la llamáis María?” sugirió disimulando sus intenciones. Carmen no podía con todo: estaba sola, con miedo y una hija que cuidar. Finalmente accedió y Libertad fue bautizada el 10 de agosto de 1936 en la capilla de San Miguel de Oia bajo el nombre de “María Luisa”.

Acta de bautismo de Maruxa en la parroquia de San Miguel de Oia.

***

Carmen emigró en 1950 a Uruguay junto a su hija Maruxa, cuando ya no había esperanza alguna de encontrar a Bagullo y la represión franquista seguía asolándola a cada paso. En el Río de la Plata ya estaba instalada hace décadas mi abuela, que se había casado con un italiano desterrado y habían tenido un hijo y una hija. Con los años, mis abuelos fueron ayudando a mudarse a las hermanas Fernandez, una tras otra: Carmen, María, Albina. También viajó Florindo en 1951, luego de cuatro largos años de prisión en la Isla de San Simón, en la ría de Vigo, y más de una década de hambre y hostigamiento al recuperar la libertad; lo que técnicamente podría pensarse como una migración forzosa, aunque nadie lo haya reconocido como tal. María estaba casada con un vasco comunista llamado Julián, que luego de pelear en el norte, fue prisionero de guerra y enviado a trabajos forzosos a Galicia, donde se enamoró de una de las hermanas Fernández. El vasco también fue a parar a Montevideo, junto con las dos hijas que tuvo con María.  

La vida siguió, las niñas y los niños crecieron, los mayores envejecieron. La vida política de América Latina también tuvo sus propios despertares y sus largas noches; es increíble cómo a veces la historia pareciera empecinada en contarnos las costillas. Varios de esos niños “Cucharones” —porque como la tierra, el apodo se hereda— sufrieron la cárcel, la persecución y el miedo, cuarenta años después de la tragedia española. A mi padre, por ejemplo, la dictadura argentina lo llevó a cruzar el Atlántico, pero esta vez al revés; y allí nacimos los hijos de otro exilio.  

Retrato de las hermanas Fernández.

***

La historia siguió latiendo y en junio de 2021 decidí dar un paso más y viajar a España a encontrar algo a lo que nunca supe bien que nombre ponerle. Durante todo el mes de agosto me instalé en la ciudad de Vigo, en Galicia, y de a poco fui intentando acercarme a mi objeto de estudio, aunque no supiera cual era. 

Visité San Miguel de Oia y pude encontrar la casa que construyó mi bisabuelo Benito, donde se criaron las hermanas Fernández y sus hijas. Gracias a la predisposición de uno de los curas del pueblo, encontré los libros de la iglesia donde se conservan las fechas de bautismo de Maruxa: 10 de agosto de 1936. “Hija natural” decía el texto: lo que no decía es que al padre lo mataron los fascistas y su cuerpo está aún desaparecido, que sus padres no estaban casados porque la familia de él no quería saber nada con “mi” familia y que su nombre era Libertad, no María, pero que tuvieron que anotarla así por la presión del cura del pueblo. Un cura como el que buscó los libros de registro ahora, pero 85 años atrás. 

Luego de varios intentos, logré juntarme con uno de los hombres más viejos de la zona y fue para él una sorpresa saber de qué familia provenía. El hombre tenía un recuerdo muy vívido de Florindo y era claro que lo apreciaba mucho; al parecer, habían trabajado juntos en canteras de la zona. También recordaba a las hermanas Fernández, que vendían leche al costado de la calle principal para sobrevivir. Me relató alguna que otra anécdota familiar y a medida que él más recordaba yo menos le entendía: su español fue dando paso a un gallego cerrado y rápido, como un viaje en el tiempo a su propia historia y aquellos años de plomo. Hizo sobrados esfuerzos por no posicionarse políticamente ni mostrar alguna opinión contundente, pero de la guerra dejó claro dos malos recuerdos: los muertos que aparecían en las calles o en las playas, y el hambre que pasaron. Por momentos, me miraba sin entender qué hacía una argentina de 36 años en el bar de un pueblo gallego preguntando por los “Cucharones”. Tampoco era una respuesta que yo pudiera darle, pero de todos modos brindamos por los reencuentros inesperados. 

La vida política de América Latina también tuvo sus propios despertares y sus largas noches; es increíble cómo a veces la historia pareciera empecinada en contarnos las costillas.

Del padre de Maruxa nunca nadie supo más nada. Se cree que fue asesinado en tierras portuguesas (hay versiones en ese sentido) y probablemente abandonado en alguna fosa común, como tantos otros. Pero entre búsqueda y búsqueda, lo más significativo no fue encontrar algo sobre su muerte, sino sobre su vida: Bagullo fue uno de los principales dirigentes de izquierdas de la zona, un hombre de cierto nivel intelectual y muy querido en la comunidad. En su almacén solían reunirse jóvenes del Sindicato Agrícola o de la Sociedad de Marineros, así como de organizaciones obreras locales, para hablar o discutir de política. Bagullo encabezó todas las actuaciones realizadas para defender la República y eso le costó un lugar privilegiado en las listas enemigas. 

Esa investigación la realizó principalmente un historiador con el que logré contactar el último día de mi estancia en Vigo. Ya para ese entonces había asistido a varias bibliotecas en las ciudades de Vigo y Pontevedra en busca de material local, me había entrevistado con los movimientos de memoria histórica gallegos y charlado casi con cualquiera que me diera un mínimo indicio del tema. Hechas las presentaciones pertinentes, fuimos a pasar el día en San Miguel de Oia intentado conciliar un relato que teníamos a medias; él desde la investigación histórica rigurosa, yo desde los testimonios de las mujeres sobrevivientes y emigradas. El hallazgo era igualmente significativo para los dos: buscando cosas de su familia, la sobrina nieta de Libertad se topó con el historiador que obsesivamente reconstruyó la vida republicana de ese pueblo gallego durante la década del 30. 

Además de hablar un largo rato, almorzar en el pueblo y señalarme los lugares y casas más emblemáticas de las luchas de la época, el historiador me llevó a conocer las zonas agrestes donde se escondían los prófugos y escapados, quienes pasaron a ser llamados forajidos. Subimos al monte de Coruxo, pero las cuevas que usaban los republicanos de escondite ya no están; probablemente resultado de los cambios en el paisaje y la extracción continua de piedra de la zona. De pronto, los escenarios de los cuentos que escuchaba de chica estaban bajo mis pies.  

Varios de esos niños “Cucharones” —porque como la tierra, el apodo se hereda— sufrieron la cárcel, la persecución y el miedo, cuarenta años después de la tragedia española. A mi padre, por ejemplo, la dictadura argentina lo llevó a cruzar el Atlántico, pero esta vez al revés; y allí nacimos los hijos de otro exilio.  

En el libro que el historiador escribió sobre el pueblo, aparece una pequeña biografía de Bagullo. Sin pensarlo mucho, le mandé fotos a Maruxa de esas páginas, con quien no hablaba quizás desde aquella tarde de 2019. Me contestó algunas horas después emocionada, probablemente con lágrimas en los ojos, diciéndome que, entre otras cosas, nunca había conocido la fecha de nacimiento de su padre. “Para estas cosas vale la pena seguir viva”, me dijo por audio con su acento típico y a mí se me estrujó el pecho: fue raro acercar un pedacito de la historia de su papá a una mujer que ya es abuela de adolescentes. 

***

Desde pequeña, atesoro un repertorio de poemas escritos por Carmen. Son unas fotocopias dobladas que intentan emular un librito que mi tía me deslizó una tarde de verano mientras vaciaba alguna de las tantas cajas acumuladas en su departamento. Yo a Carmen no la conocí ni tampoco tenía muy claro quién era, pero por alguna razón que entonces no sabía, conservé el poemario hasta el día de hoy. 

Cuando llegó a Uruguay, Carmen apenas sabía escribir. Probablemente con esfuerzo, participó durante diez años —entre 1978 y 1988— en un taller de escritura en el Club Aleluya, un espacio cultural y recreativo para adultos mayores en el barrio Parque Rodó de Montevideo. Allí reunió en forma de prosa alguno de sus pensamientos, dedicados mayormente al amor de su vida, Bagullo. Carmen murió en 1992 sin haber podido volver nunca a Galicia. 

“A nada llames tuyo

Porque tuyo nada es, 

¿no ves cómo los antepasados

todo lo dejaron

para lo que vieron después?”

 


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