Comenzó a escalar tenaz la higuera —sin importarle el moño en la cabeza ni el vestido ampón—, a sus cinco años apenas. Y no fue para alcanzar un higo, ¡qué va!, su intento fue agarrar con su manita, estirando más y más el brazo, una cascabel, que al serpentear la dejó deslumbrada. No lo lograría. Su abuelo llegó látigo en mano, y con dominio, al primer tronido del aire, la descabezó.
Cecilia aceptó a regañadientes los brazos del abuelo, recuerda, porque a ella desde siempre le fascinaron las víboras. El hecho de que algunas fueran o sean venenosas, como aquella, parece no encontrarse en su renglón de importancia. Ella aprendió a transitar confiada, incluso en el peligro.
Las niñas la llamaban ‘güera desabrida’, le quitaban sus cosas y, al verla jugando con los niños, le salían con que ‘no era niña sino hombre’, y ya ‘encamaronada’, como ella dice, se las fregaba.
Nacida el 13 de octubre de 1948, Cecilia Decanis Trejo fue una niña atrabancada. Era más amiga de los niños que de las niñas. El silencio nunca le fue propio. Le gustó soltar la lengua y usarla; también el cuerpo. Fue la segunda de cinco mujeres, y le tocó vivir parte de su infancia en la hacienda de su abuelo materno, en San Juan del Río, Querétaro. Hasta que ya próxima a los ocho años, regresó a la casa de la Jardín Balbuena en la Ciudad de México, con sus papás y hermanas.
Las niñas la llamaban ‘güera desabrida’, le quitaban sus cosas y, al verla jugando con los niños, le salían con que ‘no era niña sino hombre’, y ya ‘encamaronada’, como ella dice, se las fregaba.
Emanuel, su padre, se dedicaba a la talabartería y tenía el taller en la parte posterior de la casa. Él fue, cuenta orgullosa, el inventor del portafolio diplomático y de la mariconera (aquella bolsa masculina, tan usada en los 80s y 90s del siglo pasado); su mamá, Lupita, se había casado a los 15, aunque tardaron siete años en procrear a la primera: Rosa María. Luego vendrían: Cecilia, Rosenda Julia, María Isabel y Amalia Guadalupe. Cuando sus papás se conocieron, bailando en el Salón Los Ángeles, Lupita —su madre— todavía usaba calcetas.
A Cecilia le gustaba la escuela y tenía aspiraciones. La expulsaron una vez por respondona. La monja la comparó con su hermana mayor y la niña le soltó un: “¡Pinche vieja!”
Cada mañana, su mamá iba a la Iglesia San Felipe Neri a misa, y pronto, por apegada, Cecilia comenzó a formar parte de Acción Católica.
Cuando estudiaba la biblia, le asignaron enseñar los rezos a los más pequeños. Cecilia, en cambio, les contaba los pasajes bíblicos con sus palabras, y recuerda que los niños abrían los ojos entusiasmados y se mantenían atentos a sus relatos, hasta que el sacerdote la escuchó y le pidió que se concretara a enseñar las oraciones. Desoyó al cura, le gustaba sentir la emoción de los niños con sus historias.
“Yo estaba destinada para ser algo grande, sí, de veras, como un tipo líder”, evoca Cecilia. No me lo dice a mí, se lo repite a sí misma, por todas aquellas veces en que le cayó el veinte de que la vida de todo tenía, menos de ser sencilla. Al mencionarlo, me mira de frente y sonríe; su dignidad y entereza siguen incólumes.
Cecilia en su habitación en la Casa Xochiquetzal, 2021.
***
Mientras Cecilia me habla de su niñez, nos trasladamos de las sillas del patio a su habitación, en el segundo piso, para estar más cómodas. Desde hace seis años, Cecilia vive en la Casa Xochiquetzal, un albergue único en el mundo, que da abrigo a mujeres que se dedicaron al trabajo sexual y al llegar a la vejez se encontraron en situación de calle. Se localiza en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Aquí las habitantes son sobrevivientes.
Es buena narradora y sonríe amistosa. Mueve las manos y la cabeza al platicar y desenfunda o guarda los ojos aceitunados, según la intención. Sobre su pantalón y blusa, lleva un mandil de cuadritos; trae el cabello gris cano recogido en una colita, sencillo y sin decorar su rostro. Sabe que cuando se ‘enguapece’ (le gustan los usos españoles), luce muy bien.
A sus 72 años, se le ve apacible, aunque es bien sabido que una pequeña chispa la engorda y puede ser muy canija. Lo sé porque la he escuchado a lo bajo, como si fuese rezo o maldición, lanzando habladas al pasar junto a alguna de sus compañeras..., una prefiere desaparecer en ese momento; la tensión crece.
Tocó la puerta de la Casa Xochiquetzal hace seis años, después de que las vueltas de la vida la dejaron sin techo y estuvo durmiendo por cuatro meses, entre cartones, en la estación de autobuses San Lázaro.
Sobre su pantalón y blusa, lleva un mandil de cuadritos; trae el cabello gris cano recogido en una colita, sencillo y sin decorar su rostro. Sabe que cuando se ‘enguapece’ (le gustan los usos españoles), luce muy bien.
Dos años después de llegar al albergue, ‘Barbie’, luego de las últimas fatigas, fue diagnosticada con cáncer de seno. Desde entonces se atiende en Fucam (Fundación para el cáncer de mama), donde continúa en revisiones. El médico le puso el nombre de ‘Barbie’, por su rostro fino y su sonrisa cándida.
Este albergue, nacido en 2006, representa la unión de esfuerzos entre el Gobierno de la Ciudad de México, que prestó la casa y provee algunos alimentos, y de mujeres intelectuales y del ambiente artístico que, incentivadas por una trabajadora sexual, Carmen Muñoz, crearon una asociación civil, para recibir donativos de la sociedad y resolver el día a día.
En la Casa Xochiquetzal se da techo, alimento, atención médica y psicológica, al tiempo que actividades recreativas, y se procura una vejez digna, a mujeres que se dedicaron al trabajo sexual. En este tiempo, más de 300 mujeres han podido ser apoyadas, empezando por obtener sus documentos de identidad, primer paso para contar con derechos.
Aquí se fomenta la participación en comunidad de las habitantes, con reglas sencillas. Eran libres de seguir trabajando en la calle o emprender un pequeño negocio, hasta que sobrevino el coronavirus.
Costado de la Casa Xochiquetzal, en donde estaba el abandonado Museo de la Fama, 2018.
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A los 17 años, Cecilia se casó con Luis Manuel, un agente aduanal. Ella trabajaba en el Banco de Industria y Comercio y comenzó a estudiar psicología. Pero Cecilia no perdonó su infidelidad. No importó su embarazo, ni que él no le diera el divorcio. Con Manuel en brazos, su único hijo, regresó a los 23 años a la casa paterna.
Pronto pidió a su papá ayuda para conseguir trabajo con alguno de sus proveedores, y en menos de una semana, Cecilia debió presentarse con el dueño de la petaquería Numancia, el español Jesús Rodríguez Vélez, que la puso a cargo de la caja al conocer su experiencia en el banco. También atendería a los clientes cuando hubiera mucha gente.
Un 24 de diciembre, en que el jefe había comprado viandas y champagne para brindar con los trabajadores del negocio, ocurrió lo inesperado.
—Pues ya me voy Don Jesús, me despido —cuenta Cecilia que le dijo a su jefe—, porque si no se va a hacer un poco tarde. Él se me quedó viendo y dice: “Pues sí. Pero cuando den las 12:00, hija, te acuerdas de mí. Acuérdate que te mando un abrazo muy fuerte…”. Yo me quedé asombrada, y pensé, ¡ayyyy!, pobrecito, qué tierno, ¿no?
—También cuando usted esté en esos momentos, acuérdese que la familia Decanis le mandamos un abrazo fuerte. Entonces me mira y me dice: “Y principalmente tú”. P-u-e-s sí, dije yo un tanto extrañada. En eso de que te das el abrazo, y se me ocurre darle un beso en la mejilla, me enterneció, no sé… Y que se separa de mí y me dice: “¡Coño! Todo me esperaba menos eso”.
“En ese momento ya no sabía cómo justificarme, fue todo tan rápido —dice Cecilia—. Y le respondí: ‘Discúlpeme, pero es que se me salió, pero mire, que la pase bien con su familia, que esté muy a gusto, con permiso. ¡Hasta luego!’ Y que me voy como cuete. De un detalle inocente, la situación me hizo sentir muy, muy incómoda”.
Al volver al trabajo, después de las fiestas, Jesús Rodríguez Vélez, “Chucho”, comenzaría a cortejarla y a invitarla a comer a diario, con chaperona incluida.
Él le llevaba 45 años a Cecilia, que tenía 23. Dos décadas atrás, la esposa de Chucho había regresado a su país natal, España, luego de una infidelidad a su marido.
Un beso en la mejilla fue el culpable de que Jesús Rodríguez Vélez “Chucho” comenzara a elucubrar historias. Un beso en la mejilla, como agradecimiento y ternura, por ser un hombre mayor. Lo que fue solamente una acción espontánea, se convirtió en forma de vida, porque la relación duró 28 años; hasta su muerte, a los 96. Y ella piensa hoy que sí, que de alguna manera él le atraía, en esa, su juventud impetuosa.
Pero Cecilia no perdonó su infidelidad. No importó su embarazo, ni que él no le diera el divorcio. Con Manuel en brazos, su único hijo, regresó a los 23 años a la casa paterna.
Sin embargo, también me cuenta Cecilia, “entre nosotros había trato, era atento, pero no había nada de nada, solo tragábamos como cochinitos y tomábamos la copa”.
Cuando Jesús Rodríguez Vélez se enteró que Cecilia tenía un hijo, se quedó asombrado. Ella para defenderse de su crítica desenvainó la espada: “Mi matrimonio se acabó antes de nacer mi hijo. A mi ex no lo veo más, pero se niega a darme el divorcio. De todas maneras, si te preocupa buscaré otro trabajo porque yo tengo aspiraciones”.
Ella había dejado su trabajo en el Banco de Industria y Comercio siendo cajera principal debido a su embarazo y había estudiado psicología. Chucho se ofreció a hablar con el director de Banco Bancomer, Manuel Espinosa Yglesias, muy amigo suyo.
Chucho nunca sería su compañero, ni vivirían juntos. Ella nunca se sintió con la confianza de compartirle sus dificultades; quizá haya sido una forma de mostrar frente a la vida un poco de independencia, una manera de entrarle a la vida con orgullo.
Pero la relación continuó.
Cecilia Decanis Trejo en la Casa Xochiquetzal, en fecha cercana a la celebración de la Independencia de México, 2019.
***
“Mi papá era muy alcahuetito, consentidor, con sus hijas, y mi mamá era el freno”, platica Cecilia. Así que cuando su mamá murió, apenas a los 48 años, todo se les vino encima. Cecilia se sintió responsable de ver por sus hermanas y apoyó para que siguieran sus estudios; el papá no estaba al pendiente de lo que cada una necesitaba. Rápidamente el sueldo de Cecilia formó parte de los ingresos de la casa. Entretanto, sus hermanas cuidaban a Manolo, su niño.
“Tienes frente a ti, a la persona que hizo que aceptaran como empleadas a casadas, viudas, divorciadas y madres solteras en el banco Bancomer”, me lo dice de pie en su habitación, dejando ver su dentadura superior incompleta, al sonreír garbosa.
“Me empecé a dar cuenta que las mujeres estaban preocupadas por mantener su vida en secreto. Nos unimos como 10, y al terminar de trabajar, poníamos pancartas en la acera frente al banco. Pedíamos derechos para todas las mujeres en la institución, porque las trabajadoras de limpieza, por ejemplo, tenían derechos, pero las de confianza, no”.
Los de seguridad del banco les pedían día a día que se retiraran; ellas, en cambio, querían generar alboroto, hasta que llegó a oídos del director Espinosa Yglesias y la mandaron llamar. A Cecilia no le había importado tener ese trabajo por recomendación de Chucho ni que él fuera amigo del dueño. Solo pensó en combatir esa injusticia. Cuando la convocaron, las demás le dijeron que estaban con ella y que, si se tenía que ir, se irían todas juntas.
Cecilia entró a la oficina temerosa, aunque se armó de valor. El director le preguntó por qué había hecho eso y ella hurgando en su mente, respondió:
—¡Por hambre! Porque las mujeres mentimos, por hambre. Si nos quedamos sin nuestro trabajo, nos morimos de hambre. Yo soy separada.
–¡Ayyyy, hija! —le dijo el director asombrado— tú aquí armarías una revolución. Por hambre, qué buena respuesta. Hablaré con el Consejo, no te aseguro nada.
Las palabras de Cecilia redituaron. Consiguió algo para muchas mujeres y pudo seguir trabajando en el banco.
—¡Por hambre! Porque las mujeres mentimos, por hambre. Si nos quedamos sin nuestro trabajo, nos morimos de hambre.
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Sin embargo, dejarse arropar por un hombre tan mayor, que nunca quiso vivir con ella y el hecho de que ella tenía que ayudar a su familia, la llevó a comenzar a prostituirse en el Bar Manolo’s, que estaba junto al High Life, en las calles Madero y Gante. Ganaba dinero y también satisfacía sus llamados corporales.
La ocasión se le puso enfrente, cuando otras jóvenes que también visitaban el salón de belleza al que iba a peinarse cuando trabajaba en el banco, escucharon que tenía preocupaciones económicas y la invitaron. “¡Ven a tomar una copa con nosotras!”, le dijeron. Un día las visitó y se entusiasmó porque creyó que era un bar de chicas. Nunca había entrado a uno.
¿Un bar de chicas?, sí, pero de la vida galante. Ellas le hablaron claro: habían escuchado que tenía muchas necesidades, sabían que era hija de familia y una opción para obtener más dinero era esa, beber y tener sexo con algún cliente.
Aceptó por juego, pero el dinero fue llegando, y pudo ir cubriendo los gastos. Después no solo acudía al Bar Manolo’s, sino también al Hotel de la Ciudad de México, al Alameda o al Regis. Al bar siempre. En el Hotel de la Ciudad de México conoció al gerente que le avisaba quien podía ser su cliente. “Yo le daba lo que yo quisiera de propina, porque de todas maneras el cliente también le daba. Todo fue siempre muy discreto, hasta que…”.
Sin embargo, dejarse arropar por un hombre tan mayor, que nunca quiso vivir con ella y el hecho de que ella tenía que ayudar a su familia, la llevó a comenzar a prostituirse en el Bar Manolo’s, que estaba junto al High Life, en las calles Madero y Gante. Ganaba dinero y también satisfacía sus llamados corporales.
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En la sala de descanso, bordando, Cecilia y Marbella (QEPD). Discutían, pero a veces se querían, 2019.
“¡Ayyyy! ¡En la torre!, ¡qué idiota!, ¡estúpida!, ¡animal!, ¡pendeja!… Pero ¿dónde metiste la pata? ¡Dónde le diga algo, ya me amolé! ¡Aaaaaaay, no! Dios, que no le diga nada, que no le diga nada… Así estaba yo”. Cecilia se observaba en el espejo del baño de la tienda Sanborns de la calle Isabel La Católica.
Chucho le había llamado por teléfono para que desayunaran o tomaran café. Estaban en Sanborns, platicando, cuando escuchó: ˝Chuuuuuuchoooooooo˝, y al voltear, se quedó con la boca abierta. Era Manolo, dueño del Bar Manolo´s y muy amigo de Chucho.
—Coño, Manolo, qué milagro. Yo te hacía en España —le dijo Chucho.
—Es que esta vez no fui.
—Mira, te presento a mi mujer.
Cecilia y Manolo se dijeron “mucho gusto”, y de inmediato Cecilia se disculpó y dijo que iba al tocador. Al volver, Manolo ya se había marchado, y Chucho le preguntó por qué se había parado tan rápido, que si no lo conocía, que si no lo tenía como cliente…, en el Bancomer.
—No, yo no lo conozco —le respondió Cecilia.
—Pues es el que tiene el Bar Manolo's aquí en Gante.
—¡Ayyy, Chucho!, pues qué sé yo.
—Enfrente del High Life, hija. No, nunca hemos ido. Tienes razón, ¿cómo lo vas a conocer? —dijo Chucho.
Nerviosa, Cecilia inventó que acababa de recordar que tenía unos papeles qué firmar. Quedaron en encontrarse más tarde, y sin tardanza se dirigió al Bar Manolo’s —que abría durante el día-— en busca del dueño. Lo encontró en su oficina y trató de disculparse, aunque él en un primer momento la hizo sufrir haciéndose el desentendido. Finalmente le dijo: “Ceci, sabía quién eras tú, de donde venías, de tus necesidades; y sé que tienes mucho tiempo con Chucho. Todas lo saben. Aquí es una tumba. Nadie habla de nadie. Él no llega aquí, porque ya se le acabaron las fuerzas. No te preocupes, puedes seguir viniendo”. Y las muchachas le dijeron: “Todas sabíamos que el de la petaquería Numancia era tu viejo”.
“¡Ayyyy!, madre mía —les dijo Cecilia—. Yo no me imaginé que fuera amiguísimo de él. Nunca. Y Chucho era el presidente de los comerciantes en el Centro en ese tiempo, su tienda estaba en Bolívar y 16 de septiembre, y el Bar Manolo’s en Madero y Gante, ¿no se van a conocer? ¡En qué planeta vives!, me repetí”.
¡Ayyyy! ¡En la torre!, ¡qué idiota!, ¡estúpida!, ¡animal!, ¡pendeja!… Pero ¿dónde metiste la pata? ¡Dónde le diga algo, ya me amolé! ¡Aaaaaaay, no! Dios, que no le diga nada, que no le diga nada… Así estaba yo”.
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El trabajo se acabó en el banco, al desaparecer el área en que se desempeñaba, durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Sin embargo, años antes, se le había presentado la oportunidad de adquirir un pesero (camioneta de transporte público), con toda la documentación en regla; su hijo todavía no tenía la mayoría de edad, así que ella lo acompañaba en la ruta mientras él manejaba, para que aprendiera y se fuera haciendo responsable. Esta ocasión —por suerte— no había pedido opinión a su familia, porque siempre la desalentaban. Así había ocurrido con otras oportunidades de negocio: como cuando le ofrecieron una huerta de aguacates o aquella en que una cuñada le ofrecía traspasarle un puesto en la Central de Abasto.
Las cosas iban bien con el pesero, y ella pagaba ya otro pesero para renovar el que tenía. Fue cuando el gobierno del entonces Distrito Federal (hoy Ciudad de México), decidió cambiar la instrucción del tipo de automotores que podrían ser transporte de pasajeros, y optó por microbuses. Corría el año 1992. Ella perdió dinero de la compra del pesero y tuvo que venderlo y malbaratarlo para comenzar a pagar un microbús. Mientras tanto, ella mantenía a Chucho al margen de sus preocupaciones, por la recomendación que le había hecho la dueña de la pastelería El Molino y que Barbie intentó cumplir a cabalidad: “A hombres como él no hay que llenarlos de dificultades, porque lo que desean es disfrutar; de los problemas, huyen”, le había dicho la pastelera.
El hijo de Cecilia se sintió adinerado —vio en Chucho una figura paterna y con recursos, y en su madre una voluntad feroz por salir adelante—, acabó apenas el primer semestre de la carrera de ingeniería en computación, y quiso llevar a la novia a vivir a casa de la mamá. Chucho le paró los tacos esa ocasión —se enteró e intervino—, pero Manolo no volvió a la escuela.
“Es bueno para la carpintería —sostiene Cecilia— pero eso se trabaja por proyecto. Le ha entrado fuerte al ejercicio y es bien parecido; aunque no ha elegido las mejores parejas. A veces piensan que Manolo es insensible, que nada le preocupa, pero es bueno”, insiste su madre aterciopelando la voz, y rememora cuando la acompañó a su primer radioterapia por cáncer de seno, y al salir se abrazaron y él la consoló al explotar en llanto.
Celebración del Día de las Madres, en el patio de la Casa Xochiquetzal. El día de mayor significado para ellas, durante el año. 2019.
***
A la par que el trabajo sexual en el bar de algunos hoteles para juntar suficiente dinero y adquirir el microbus, Cecilia comenzó a trabajar en changarreo de la empresa Kraft, haciendo visitas tienda por tienda, y ofreciendo promociones de productos de limpieza y para niños. Su hijo la llevaba en la combi, y la esperaba mientras ella mostraba en cada establecimiento sus artículos.
La primera ocasión que ofreció una promoción, se quedó trabada, aunque le habían dado un curso introductorio sobre cómo debía presentarse y lo que debía decir al dueño de la tienda. Al entrar, se le cerró la garganta y llegaron las lágrimas a galope. Ahí sintió que el futuro la había alcanzado. No había de otra, necesitaba trabajar para vivir. Tuvo la fortuna de que el tendero la animó a decir las cosas con sus palabras, le dio confianza para continuar y adquirió dos ofertas. La amabilidad, a la par que su carisma, permitieron a Cecilia desempeñarse bien en ese trabajo, tanto, que escaló a supervisora de autoservicio. Todo lo vendía.
El hijo de Cecilia se sintió adinerado —vio en Chucho una figura paterna y con recursos, y en su madre una voluntad feroz por salir adelante—, acabó apenas el primer semestre de la carrera de ingeniería en computación, y quiso llevar a la novia a vivir a casa de la mamá.
Chucho, que al iniciar la relación, la endulzó con un “somos almas gemelas”, en su lecho de muerte le pidió perdón. Sus palabras a Cecilia fueron: “Si volviera a nacer, me casaba contigo”. Y sin ella confesárselo nunca y él nunca enterarse, fue cuando se prometió no volver a comerciar amor. Tenía entonces 51 años.
Un buen tiempo trabajó Cecilia en la empresa Kraft; también con el microbús de pasajeros. Fueron años de pelearse por las rutas y organizarse con el líder de microbuseros. Ella era la única mujer en aquel grupo. Para entonces, su hijo ya tenía pareja, vivía aparte y comenzaron a tener problemas con las cuentas del microbús que le había dejado a su hijo para que lo manejara todo el tiempo, hasta que se lo quitó. Durante cuatro años Cecilia y su hijo se distanciaron, tiempo en el que la madre contrató choferes para que hicieran la ruta, hasta que en 2005 vendió el carro. La economía pasaba por tiempos difíciles y una vez sin microbús, los trabajos para Manolo se tornaron provisionales, aunque un tiempo manejó un camión de volteo y empezó a relacionarse en labores de construcción.
Cuando reestablecieron relaciones, madre e hijo tuvieron oportunidad de laborar juntos: Barbie, encargada de limpieza fina en una construcción y su hijo en albañilería y carpintería. El trabajo lo consiguió una nueva pareja de Manolo. Era una obra grande, cercana al Club de Golf en Santa Fe, pero renunciaron porque el encargado era abusivo y se quedaba con parte del pago. Por si fuera poco, el hijo de Cecilia acababa comprando, a cuenta de su madre, la comida para dos personas más en la construcción.
En los últimos tiempos, Cecilia había andado de un lado para otro, en la casa de varias amistades. Así transitó de una vivienda cercana al Monumento a la Revolución a un pent-house por Las Águilas en el que duró varios años —ella se encargaba de la limpieza— hasta que murió el dueño. Finalmente llegó a vivir con Dulce, una amiga que leía las cartas y hacía trabajos de brujería. Pero Dulce, al tener que recibir a su hijo en casa, la corrió.
Chucho, que al iniciar la relación, la endulzó con un “somos almas gemelas”, en su lecho de muerte le pidió perdón. Sus palabras a Cecilia fueron: “Si volviera a nacer, me casaba contigo”. Y sin ella confesárselo nunca y él nunca enterarse, fue cuando se prometió no volver a comerciar amor.
De un momento a otro, Cecilia se sintió sin opciones y buscó lugar en el albergue para gente sin techo de la colonia Coruña, donde había estado su hijo un tiempo; fue hasta entonces que se enteró, de que solo atiende varones. Luego, acudió al albergue de Villa Mujeres, pero no podría salir durante un mes y como ella trabajaba cuidando niños no podía renunciar a juntar sus centavos. Tuvo que ponerse brava para que la liberaran.
Desde entonces no pudo pensar claramente, como ella dice, y fue así como acabó viviendo en la calle, durmiendo en la estación San Lázaro por cuatro meses. Primero se quedaba en las bancas de la cafetería, para que no la vieran y pudiera descansar, pero cuando la detectaron los policías, no pudo seguir ahí y empezó a quedarse con los indigentes, en el pasillo que lleva a la salida de la Estación.
“Lo más difícil era cuando llovía: el suelo mojado”, se estremece Cecilia de tan solo recordarlo.
El descanso era corto, porque a las cinco de la mañana aparecían los policías, al grito de: ¡levántense ya! Sin embargo, ahí conoció al ‘Tío’, un viejito que le tomó cariño y le guardaba los mejores cartones para que no pasara frío por la noche. Mientras me lo cuenta, se le cuajan los ojos y se anuda su garganta. Tío la llamaba ‘su sobrina’ y cuidaba de que no la molestaran, porque le decía: “tú no eres de aquí, tú eres de otra clase”. Tiempo después lo buscó, y nunca lo pudo localizar, quería agradecerle por haber sido su ángel de la guarda.
Un día, al visitar a una amiga suya que vendía gelatinas por el centro de la ciudad, ésta le recomendó acudir a un albergue que estaba por allá por La Merced, y fue así como llegó a la Casa Xochiquetzal, un 25 de agosto de 2014.
En tantas ocasiones se encontró ante alguna fuerte disyuntiva sin saber qué hacer, que se quedaba sin aliento pero tomaba una bocanada de aire y seguía adelante, sin la posibilidad de detenerse. Y aunque la vida le cayó encima de repente, Cecilia Decanis Trejo no se arrepiente de nada. “Hice lo que mi inteligencia y mis capacidades me permitieron”, dice con seriedad, para en seguida soltar una risa cascabelina.
Primero se quedaba en las bancas de la cafetería, para que no la vieran y pudiera descansar, pero cuando la detectaron los policías, no pudo seguir ahí y empezó a quedarse con los indigentes, en el pasillo que lleva a la salida de la Estación.
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Vista de la entrada de la Casa Xochiquetzal, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, siempre rodeada de puestos ambulantes que venden todo tipo de mercancías. Todos se conocen entre sí, 2018.
Cecilia se la puede ver bailando ensimismada, escuchando música en inglés en el patio del albergue con sus audífonos puestos. Le gusta mucho el rock, y también la música de los 70s. Cuando va a hacerse sus revisiones por el cáncer de seno, el doctor la trata de primera, me dice contenta. Su preocupación de cada día sigue siendo su hijo, al que sigue ayudando si puede.
En una sobremesa con sus hermanas, un fin de semana que la invitaron a comer, hará unos tres años, a uno de sus cuñados se le ocurrió preguntarle por el lugar donde vivía. Ella le respondió, sin falsos pudores, que vivía en la Casa Xochiquetzal, un albergue único para mujeres de la tercera edad que se habían dedicado a la prostitución.
Las hermanas tosían e intentaban cambiar el tema, pero Cecilia, como cuando el cura le exigió solo enseñar los rezos a los más pequeños, no les puso atención y le comentó a su sorprendido cuñando que, efectivamente, ella había sido prostituta. Él, sin embargo, alabó la labor que se lleva a cabo en la Casa Xochiquetzal y le manifestó sus respetos, por su vida y sus decisiones. ‘Barbie’ le dijo que ya no ejerce porque está vieja.
El único tatuaje que tiene Cecilia es el de los tres puntos en su seno para las radioterapias. Espero que sea el único que permanezca de todos esos pinchazos sufridos en la vida y que no necesariamente se exhiben en el cuerpo.
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