Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

La artista plástica Ana Gallardo entró esa noche a la exposición estrenando un vestido negro de cuello alto y hombros al descubierto. Antes de ingresar por la puerta principal, acomodó su collar enorme de cuero rojo previendo que sería el centro de las miradas de la fiesta. Era la inauguración de la edición 2012 de arteBA, el festival de arte más importante de Buenos Aires, un evento que se repetía cada año y donde era común que se rodeara de conocidos, de pretendientes y de colegas artistas: su círculo. 

Llegó puntual, quizás un poco temprano para lo que se estila en ese tipo de eventos. Ana se había perdido las últimas tres inauguraciones porque habían coincidido con otros compromisos que la tenían fuera del país. Es habitual encontrarla de viaje por el mundo. Participó en bienales en Venecia, Ecuador, San Pablo y Río, entre muchas otras. Pero ese año no pensaba perderse ni un minuto del gran evento porteño. 

Aquella noche, dejó su tapado en el guardarropas de la entrada y de camino tomó una copa de champagne. Comenzó a recorrer sola la exposición. En sintonía con el jazz que sonaba de fondo, Ana caminaba firme, como si fuera la dueña de la casa. Cada tanto se cruzaba con algunos viejos conocidos, artistas de su generación que llevaban colgadas de sus brazos a jóvenes mujeres de escotes lisos y brillantes. Fuera de eso, el salón estaba poblado por veinteañeros con cortes de pelo asimétricos de colores fantasía y anteojos de marco ancho. El lugar le recordaba un Free Shop mal iluminado, etéreo, y con esa mezcla de olores desarraigados que conforman el aroma del mercado. 

Años atrás, sus amigas y colegas habían sido el centro de la fiesta: imanes con los que todo el mundo quería reír a carcajadas entre un desfile de botellas de base ancha. Era distinto ahora. Como si las hubieran fumigado, no quedaban rastros de ninguna de ellas ni en el salón ni en las paredes de la exposición. 


Se sentía invisible como mujer y como artista. Había perdido el olor de la fertilidad y ni su collar enorme de cuero rojo lograba magnetizar la curiosidad ajena.


Ana se terminó sola tres copas de champagne, mientras recorría cada una de las obras que conformaban el festival. Ningún varón se acercaba a hablar con ella. Se sentía invisible como mujer y como artista. Había perdido el olor de la fertilidad y ni su collar enorme de cuero rojo lograba magnetizar la curiosidad ajena. Era un fantasma entre jóvenes promesas y viejos exitosos con premios humanos. ¿Qué hicieron con las artistas de mi generación?, se preguntó. ¡A mí no me van a sacar tan fácil de acá! 

—Esa fiesta, y las que siguieron, fueron un comienzo. Empecé a sentir que, sin importar mi trabajo, me sacaban del juego por vieja, a mí y a todas las mujeres artistas que cruzaban los cincuenta años —dice ahora Ana Gallardo durante una charla por Zoom. Al otro lado de la pantalla se ve una mujer con ojos negros brillosos. Lleva el pelo morocho bien corto y un flequillo arriesgado, moderno. 

En estos meses transmite desde el verano de la Ciudad de México, lugar en el que reside desde hace más de diez años y donde ha desarrollado gran parte de su obra plástica. Todas sus series abordan la violencia de género: la desaparición forzada de niñas y mujeres, los feminicidios, los maltratos al mundo trans y el tema que se cristalizó aquella noche en arteBA, la violencia en el envejecimiento. 


—Sentí la violencia en la invisibilidad, en el desprecio —dice Gallardo—. Desaparecemos hasta de los programas televisivos, de las películas, de la literatura. No hay gente vieja, a lo sumo hay hombres añosos. Algo de eso me empezó a hacer ruido.


Ana Gallardo siempre estuvo preocupada por la vejez. Las residencias para mayores le parecían sitios deslucidos que maquillan su espíritu de depósito y que insisten en homogeneizar a todo el que ingresa. Había recorrido varias, siempre con espanto, sin entender cómo podía ser que a nadie se le hubiera ocurrido trabajar en una alternativa mejor. Con esa misión, reunió a un grupo de amigos para bocetar distintos sistemas de viviendas con espacios comunes donde las personas podrían hacer diferentes actividades manuales como huertas, oficios, espacios de conversación y fiestas. El hacer como motor de la vida. Una Bauhaus de la vejez donde los habitantes podrían generar dinero brindando clases a la comunidad sobre diferentes saberes y habilidades. Así nació Un Lugar Para Vivir Cuando Seamos Viejos, el proceso artístico que se pregunta por el hogar futuro en un sentido amplio, donde se problematiza el habitar, el dinero y el deseo. Ana Gallardo estaba trabajando en ese proceso cuando notó que ella misma estaba envejeciendo y que comenzaba a desaparecer para la mirada del resto.

—Sentí la violencia en la invisibilidad, en el desprecio —dice—. Desaparecemos hasta de los programas televisivos, de las películas, de la literatura. No hay gente vieja, a lo sumo hay hombres añosos. Algo de eso me empezó a hacer ruido.

   En el Zoom comienza a hablar aplacada, desde una migraña crónica. El día anterior debió dedicarlo a atravesar ese dolor persistente que suele dejarla en banquina por tardes enteras. 

—Para dejar de tener estos dolores de cabeza debería cambiar de vida: no tomar alcohol en las comidas, comer sano, no estar frente a la computadora durante tantas horas. Todas cosas que no pienso hacer —dice Gallardo, quien minutos más tarde, ya encendida, no conversa, hace declaraciones: tiene tan claro el sentido de su mensaje que pone todo su cuerpo a reforzar la intención de las palabras.

—El ciclo de la vida es violento —afirma—. Envejecer para una mujer es violencia pura porque está sucediendo algo que uno no quiere que suceda. Además, están los silencios: nadie habla de la menstruación ni mucho menos de la menopausia. Nadie te explica. Entonces, cuando se te va la menstruación llegás a esa otra parte a donde ni siquiera sabés cómo vas a llegar. 

Desde que comenzó a involucrarse con estos temas, Gallardo ya no pudo pensar en otra cosa. Esa violencia que se ejerce contra las viejas fue el insumo para su obra siguiente. 


Bienal de la Habana (2019).

La historia de Ana Gallardo podría comenzar así: era marzo y en la terraza hacía mucho calor. Una hamaca de tres cuerpos chirriaba con cada empujón de viento. Se columpiaba sola exhibiendo el avance inclemente del óxido sobre la pintura blanca. La pelopincho (piscinita para niños) era enorme y tenía agua verde. En los bordes internos se había pegado un hongo baboso. Las baldosas calcáreas tenían brea derretida. Ana y su hermana rasqueteaban las juntas con los dedos, hacían bolitas negras y luego masticaban la brea jugando a comer chicle. 

—Cuando éramos chicas, nadie nos decía nada. Mi mamá no se podía ocupar porque estaba deprimida. Se dejó morir de hambre. Yo tenía seis años. 

Sin embargo, esa terraza desmadrada no es el inicio. La historia de Ana Gallardo comienza mucho antes: con el deseo mutilado de su madre por consolidarse como pintora en un sistema social que solo la quería mujer y ama de casa. En ese gesto de postergación materna, y en la tragedia que desató después, está la génesis de su mirada sobre el arte que debe, por definición, cuestionar la sociedad para transformarla. 

A los 17 años, Ana dejó definitivamente su casa. En su obra CV laboral (2009) se escucha en la voz de la artista su propio currículum con los trabajos con los que se ganó la vida desde los 14 años, vendiendo seguros o teléfonos celulares, cocinando o siendo mesera. 

—Recién a mediados de los años 80, después de la dictadura, logré conectar con algo de la vida, con algo propio, con la juventud, con poder hacer cosas distintas —cuenta Gallardo mientras se reclina para apoyar la espalda en la silla—, pero en ese momento ya me decían que era demasiado grande para ser una artista joven. 

Para entonces, Ana Gallardo había cumplido los treinta y estaba criando sola a su hija. 

—La sociedad todo el tiempo te está diciendo que estás grande para hacer un montón de cosas. Para el sistema del arte, si fuiste madre, ya no podés seguir. Es un sistema cruel, construido por varones, que niega a las viejas y endiosa a la juventud. Hay un montón de mujeres que trabajan invisibles, maltratadas —dice Gallardo. 


Cuando se relacionan con el arte pasan cosas hermosas, sanadoras. Las mujeres logran resolver un problema o descubren algo, y ahí mi trabajo está ligado a ofrecer una revancha”. 


Uno de sus primeros trabajos sobre la vejez lo realizó con su tía Rosita. Una señora retacona de casi ochenta años, mandona, que maltrataba a su marido cada vez que podía y que, desde que Gallardo tenía memoria, siempre hablaba del pasado. A Rosita solo se le ablandaban los gestos de la cara cuando empezaba a hablar de la casa de su adolescencia italiana en Pompeya y de su primer amor. 

Ana fue a visitarla y esa misma tarde, en la mesa de fórmica del comedor, Rosita sirvió té y se largó a hablar antes de beberlo. Arrancó por su padre, que era estricto, que tomaba decisiones por ella. Los ojos chiquitos de Rosita se iluminaron cuando empezó a hablar sobre el muchacho al que había amado en ese pueblo. Un amor que su padre le había prohibido, pero que se las ingenió para cultivar con encuentros a escondidas en el campanario de la iglesia del pueblo. Rosita recordó con desolación la última de esas citas clandestinas. Asistió sabiendo que su padre le había comprado un pasaje en barco para la Argentina, donde vivían sus hermanos. Esa tarde se despidió de su amor en el campanario. “Hasta mañana”, le dijo, sin atreverse a contarle que al día siguiente abandonaba Pompeya. 

—Ahí entendí que el verdadero problema no era la vejez, sino qué te pasó en la vida —dice Gallardo—. Mi foco empezó a ser el empoderamiento de la vejez y eso está muy relacionado con qué hiciste con tus deseos. Generalmente, la gente que envejece mal es porque no ha logrado darle batalla a su deseo y, si no lo revisa, lo que hace es escaparse, algunos incluso enloquecen. Con todo el material de Rosita, Ana Gallardo montó una muestra en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires: auriculares con los audios de su tía contando su historia de amor y dibujos de los objetos recordados que su tía pintó en carbonilla sobre las paredes de la sala. Los detalles arquitectónicos del campanario indicaron cuán fresca persistía en Rosita esa historia de amor amputado. 


La tía Rosita dibuja sobre la pared (2004).

La muestra fue un éxito. Gallardo comprobó que el arte era una herramienta potente para librar la batalla que liberaría a las viejas. No iba a ser fácil que la escucharan, por eso decidió entrar al sistema del arte a los gritos. Como un rompehielos, abriría ella misma el camino que necesitaba recorrer. Eso sí: a falta de madre, iba a necesitar referentes que le contaran todo sobre ser viejas. Por eso, empezó a contactar a mujeres mayores de setenta años y armó su propia Escuela de Envejecer.

—Les preguntaba por el amor, por el deseo, por sus sueños. En el camino fui encontrando educadoras del envejecimiento —dice Gallardo—Son maestras en romper modelos que las tuvieron durante sesenta años en la cocina. Desde entonces, no paré de aprender de mujeres de todo el mundo.

Ana lleva más de quince años recorriendo Europa, Asia y gran parte de América para explorar su proyecto sobre la vejez. En cada ciudad se reúne con mujeres mayores y trabajan en la reconexión con el deseo. El hecho artístico fluye en cada mujer que se anima, que se hace fuerte frente a un pincel, un lápiz o un micrófono, en cada sonrisa orgullosa, en cada carcajada. Las piezas visuales que emanan de esas experiencias forman parte del proceso que Ana compila y exhibe y que algún día, quizás, completen una obra cerrada. 

Una de las experiencias que más valora es la que sucedió en La Habana el año pasado. El geriátrico Convento de Belén es de estilo colonial y tiene un patio central con una palmera inmensa. Las jornadas fueron registradas y hay videos con este tipo de escenas: 

A un costado, en la sombra, las chicas del coro cotorrean entusiasmadas mientras esperan su turno para cantar. Son once, todas tienen más de 80 años y algo en común: si las hubieran dejado elegir, hubieran querido ser cantantes. También tienen en común su pasión por la bisutería: lucen pulseras, collares, relojes, aros y anillos. Es el día de la audición y se las nota intranquilas. Cada una preparó una canción y esa tarde, al lado de la palmera inmensa, van a interpretar temas de Rocío Jurado, Los Wawancó y José Feliciano. Cuando una canta, las otras aplauden y se hamacan en sus sillas siguiendo el ritmo. Preparan la performance “Reconstrucción de un deseo”, el concierto de apertura que Gallardo presentó en la 13ª Bienal de La Habana el año pasado; la pieza es el primer boceto de un disco que Gallardo planea grabar con ellas en 2021. 

—Esa obra tiene momentos de revancha —dice Gallardo y luego explica que esas mujeres fueron niñas durante el régimen del dictador Fulgencio Batista. Fueron las adolescentes de la revolución. Y siempre estuvieron condicionadas para lo que el sistema determinaba que estaban capacitadas. Así perdieron el contacto con ellas mismas.

—Entonces las mujeres pasan a ser tablas de obligaciones y cuando llegan a la jubilación, como ya nadie les presta atención, las viejas empiezan a hacer lo que querían y se conectan con aquello que se les había negado. 


Bienal de la Habana (2019).

En la vejez hay una reconexión con el deseo. La semilla brota antes, muchas veces en la infancia, donde el arte es el lugar de la intimidad, un refugio que se pierde con las responsabilidades. “Te lo quitan”, dirá Gallardo. Y en esa reconexión hay una transformación.

—Cuando se relacionan con el arte pasan cosas hermosas, sanadoras. Las mujeres logran resolver un problema o descubren algo —dice Gallardo—, y ahí mi trabajo está ligado a ofrecer una revancha. ¿Quién te dice que no sabés cantar? ¡Andá y cantá como quieras! Cantá porque la autoridad la tiene justamente esa profundidad de garganta que tiene tu vida. El arte está lleno de censuras, es el lugar más discriminador de todos, contradictoriamente, porque debería ser el más libre. Yo le doy batalla a eso. 


Casa Rodante (2006) Performance y video – Ana Gallardo recorre la ciudad de Buenos Aires con su hogar en un carro. 

En su último video, Ana Gallardo camina por una plaza mexicana llevando en su mano un atril y un libro. Camina firme. Pareciera que es la única persona de la plaza que está allí con una misión. Va directo hasta la fuente donde los niños chapotean en los chorros de agua y frena. Frente a la mirada curiosa de los oficinistas que pasan caminando, Ana despliega el atril, apoya el cuaderno abierto y comienza a leer en voz alta. Lee los textos de Cristina Urzaiz, una narradora de 85 años que a los 70 descubrió su pasión por la escritura. 

Ya no filma a esas mujeres solas, Gallardo comenzó a incluirse a ella misma en las performances. Ella ahora es parte de ese staff docente de la Escuela de Envejecer. En su recorrido por las aguas profundas de la vejez logró llevar decenas de historias de vida a las salas de arte más importantes del mundo. Viajó con esas nuevas artistas, con sus historias y en cada caso fue dando luz al proceso de reconexión de las personas con sí mismas. 


A un costado, en la sombra, las chicas del coro cotorrean entusiasmadas mientras esperan su turno para cantar. Son once, todas tienen más de 80 años y algo en común: si las hubieran dejado elegir, hubieran querido ser cantantes.


Las noches que Gallardo pasó en los bares haciendo croquis de edificios, soñando entre cervezas y maníes con la idea de abrirle puertas a la vejez, tomaron forma en su obra artística: la Escuela de Envejecer es su hogar comunitario y su espacio de crecimiento. Hoy, con todas las experiencias en la mano, sería bueno verla entrar nuevamente a aquella fiesta de la que se fue espantada. Lo haría en equipo, abrazada de todas esas mujeres para las cuales el arte fue una oportunidad de revancha con la vida. Entonces, llenaría la recepción de arteBA de viejas que cantan, que bailan, que pintan, y se mezclarían con el resto de los artistas presentes que, espantados, buscarían con la mirada a los guardias de seguridad. 


Más de esta categoría

Ver todo >