Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Jorge Castillo esperaba su desayuno en el hospital Pirovano cuando su corazón se detuvo. La enfermera entró con la bandeja y Castillo ya era historia. 

Ha pasado un día desde entonces. Hoy, tengo una pala en las manos y en unos minutos voy a encargarme de que Castillo permanezca en el centro de la tierra, en la fosa 33 del cementerio de Chacarita, el más grande de Latinoamérica. 

Lo vimos llegar a la distancia, a bordo de una Chevrolet Lumina con vidrios polarizados seguida por tres automóviles. Que sean tres y no 20 o 30 los coches del cortejo, indica que la muerte de Castillo no fue sorpresiva. Era, al parecer, un hombre maduro. Esta es una de las cosas que se aprenden trabajando en un cementerio: la cantidad de automóviles, es inversamente proporcional a la edad del finado. Excepto que sea una celebridad, no falla jamás. 

Cuando la camioneta se detuvo, mis compañeros descargaron a Castillo en una camilla de acero, y luego, entre cuatro, lo bajaron a la fosa con ayuda de dos cuerdas. Ha llovido toda la mañana y estamos embarrados hasta las rodillas. Si estos hombres no toman el asunto con cautela, pueden acabar también ellos en la fosa. Ha sucedido. Chacarita alberga tres millones de personas y recibe a diario a otras cien. Ocurren muchas cosas en el pasaje de un mundo a otro. 

Hoy, tengo una pala en las manos y en unos minutos voy a encargarme de que Castillo permanezca en el centro de la tierra, en la fosa 33 del cementerio de Chacarita, el más grande de Latinoamérica. 

Aquí está la esposa de Castillo palpitando en los brazos de su hijo. El hijo tiene un tatuaje en el bíceps y usa anteojos oscuros, cosas que permanecen del lado terrenal del universo. Hay sobrinos. Hermanos. Cada uno de ellos sabe lo que se pierde el mundo sin Castillo. Nosotros no. 

Contemplamos su pesar en silencio. El cajón oscuro que se desintegrará en 180 días con su placa y cruz, desciende a la fosa mientras quitamos el barro de las palas con nuestras espátulas. Nadie nunca nos mira. Somos empleados de la muerte. Nos han contratado para cumplir su último deseo de pulcritud. Nos merecemos, como mínimo, la indiferencia. 

En verdad, somos una gran familia. Aquí trabajan como enterradores tres hermanos Figueroa, seis Carrizo, cuatro Díaz, Lazarte padre e hijo, Roldán tío y sobrino. La mayoría ha venido de Villa Robles, en Santiago del Estero. Es un oficio que se transmite de generación en generación. 

Hoy, tengo una pala en las manos y en unos minutos voy a encargarme de que Castillo permanezca en el centro de la tierra, en la fosa 33 del cementerio de Chacarita, el más grande de Latinoamérica. 

El primer Carrizo, el primer Díaz, Lazarte padre, todos han llegado alguna vez a casa contando cómo es cavar una fosa sacudiéndose las cucarachas o con hormigas rojas trepando por los pantalones. Cómo es dar paladas en días de tormenta, cuando el barro es plastilina y los pozos son piletones. Cómo en los días de frio se encienden fogatas con las cruces de madera. Contarán detalladamente sus hazañas, pero evitarán hacer mención a los ataúdes blancos y pequeños con los cadáveres de niños, el momento en que Dios abre su mano y deja que uno se estrelle contra el fondo del absurdo. 

Pregunte a cualquiera de mis compañeros. Nadie quiere enterrar a sus seres queridos. A metros de aquí están sus madres, sus tías, sus hermanas. Y llegada la hora, le pasan la pala a un colega, inclinan la cabeza y padecen su propia tragedia. Un día más tarde, estarán lidiando otra vez con muertos desconocidos. Somos inhumadores –los sepultureros se dedican al cuidado de las fosas y no tienen sueldo fijo–; pero la mayoría prefiere usar generalidades como “empleado municipal”. Esto les ofrece una mínima inserción en el mundo de los mortales que trabajan del otro lado de los muros, donde la muerte es mala palabra.

Frente a la familia del difunto Castillo, el capataz de la cuadrilla pronuncia estas palabras: “Si quieren despedirlo, por favor... ‘despidanlón’. Cuando los familiares dispongan, procedemos”. No hay lágrimas para Castillo. Hay lluvia. La esposa toma un puñado de tierra y la arroja encima del cajón, como hacen en las películas. Un sobrino de Castillo entrega un ramo de flores al capataz. Evocaciones fugaces para un hombre que no volverá. 

Siempre hay un miembro de la familia –y no dos ni tres: uno– que asiente con la cabeza para que completemos la tarea. El hermano de Castillo es quien hace el gesto. Nosotros tomamos nuestras palas y rellenamos el rectángulo de 2,10 x 80 cm de vacío, el acto que consumará para siempre la historia de este hombre. Antes de retirarse, la esposa hace un último pedido: “¿Podrían arrojar la tierra con más suavidad? Es lo menos que se merece mi marido.” 

El primer Carrizo, el primer Díaz, Lazarte padre, todos han llegado alguna vez a casa contando cómo es cavar una fosa sacudiéndose las cucarachas o con hormigas rojas trepando por los pantalones. Cómo es dar paladas en días de tormenta, cuando el barro es plastilina y los pozos son piletones.

La primera vez que se entierra a una persona, se tiene la impresión de que uno está implicado en su muerte. En un mismo día lo hice con cinco: tres hombres –dos viudos, un casado– y dos mujeres –una soltera, una viuda–; y puedo decirles que, con el tiempo, se siente lo mismo que al plantar un árbol, con la particularidad de que no hay nada que plantar. El entierro es más bien un acto de ocultamiento. 

Quise saber qué clase de flor silvestre engendran los muertos una vez que empiezan a asimilarse a la tierra. Había visto este fenómeno en el cine. Uno de mis compañeros clavó la pala en una fosa embarrada: “Esta tumba lleva dos años sin que la toquemos”. Señaló la fosa, y luego otra a su izquierda y otra más atrás. “Mirá lo que son: tierra, nada.” “Pero, ¿qué hay de las flores y el pasto endurecido que se ven en esas otras tumbas?” “Obra del sepulturero, ellos mismos siembran las flores y colocan el pasto. Para eso les pagan.” Y retomó su trabajo. 

Esta es una de las cosas que se aprenden trabajando en un cementerio: la cantidad de automóviles, es inversamente proporcional a la edad del finado. Excepto que sea una celebridad, no falla jamás. / Daian Gan/ Pexels.

En la ciudad de Buenos Aires hay 800 sepultureros. Cobran poco y nada por sembrar y retocar plantas que resisten cualquier temperatura –las llaman “uña de gato” y césped San Martín–. Además, hay 150 ayudantes de sepulturero, que se llevan porcentajes mínimos. Hasta que un sepulturero no muere, el ayudante no asciende, y muchas veces el destino los encuentra regando las flores de sus antiguos jefes. 

Hay tierra debajo de uno, esta es una de las cosas que la ciudad nos hace olvidar. La segunda de esas cosas es que, de un momento a otro, vamos a morir. En la Argentina, mueren 800 personas al día: 33 por hora, una cada 2 minutos. Un 19% muere por enfermedades del corazón, 18,7% por tumores, 7,9% por problemas cerebrales. Sin embargo, uno puede pasar la vida sin ver jamás a un muerto cara a cara. No hay muertos en la televisión, al menos no hay muertos reales. Se los nombra y eso es suficiente. No hay muertos en los diarios. Ni en las revistas. Lo primero que hace la policía cuando llega a un accidente, es cubrir los cuerpos. En los velorios, es común escuchar: “Mejor recordemos a Pablo cuando estaba vivo y saludable”. 

En un mismo día lo hice con cinco: tres hombres –dos viudos, un casado– y dos mujeres –una soltera, una viuda–; y puedo decirles que, con el tiempo, se siente lo mismo que al plantar un árbol, con la particularidad de que no hay nada que plantar. El entierro es más bien un acto de ocultamiento. 

La muerte es el eslabón que desbarata nuestra cotidianeidad –nos recuerda, a contrapelo, que estamos vivos y con los días contados–. El peñasco por donde rueda el marketing de la dispersión. Este misterio está ahora aquí, bajo mis pies. Y estoy hundiéndolo a un metro de profundidad, cualquiera sea su significado. 

En verdad, el metro de profundidad ha quedado atrás. Ahora, cavamos fosas a 0,80 cms. del suelo. Es más efectivo. Desde la apertura del Cementerio de la Chacarita en 1876, han transcurrido 127 años. La tierra está colmada. 

“Cada vez es más grave –reflexiona Ernesto González, director del cementerio–. Podés enterrar a un metro de profundidad lo que sea, volver a los seis meses y encontrarlo intacto. No hay aire, y los cuerpos no se descomponen.” En unos minutos, el director debe dejar la oficina porque lo espera el dentista. González preside el cementerio de Chacarita desde 1995. Trabajar con la muerte le ha alterado los nervios y los nervios le han alterado la dentadura. “¿Ves esa puerta? Bueno, por ahí nunca entran buenas noticias. Multiplicá eso por 362 días al año (aquí tenemos sólo tres feriados). Y considerá mis 28 años de antigüedad.” González se pone de pie. “¿Ahora entendés por qué tengo que ir cada dos por tres al dentista?”.

Ahora, cavamos fosas a 0,80 cms. del suelo. Es más efectivo. Desde la apertura del Cementerio de la Chacarita en 1876, han transcurrido 127 años.

Hay 100 mil sepulturas, 400 mil nichos, 10 mil bóvedas –el 10% en estado de abandono–, un cenizario, un osario, y 180 empleados sólo en este cementerio. En la Chacaríta tienen su panteón la Policía, las Fuerzas Armadas, el gremio de actores, y cuanta sociedad o círculo funcione en Buenos Aires. Aún así, no existe otro lugar donde las diferencias sociales sean tan marcadas. Hay muertes adornadas y pomposas. Muertes modestas. Muertes olvidadas. Muertes locuaces. Muertes con fotos. Muertes creyentes. Y muertes planas, terrosas.

En la última década, las cremaciones se cuadruplicaron. La mitad de la gente que muere en la ciudad de Buenos Aires es reducida a cenizas. Hace un año se inauguró el primer crematorio privado de la Argentina, en Escobar, con 5.200 m2 de parque y música funcional en la sala de espera. Uno puede llevarse los restos en ceniceros de pino o en mármol de carrara. Para los más excéntricos, se ofrecen pirámides egipcias en miniatura o imitaciones de libros.

Poco tiempo atrás, abrió Eternus, la primera empresa argentina que se encarga de arrojar las cenizas en cualquier rincón del planeta. Si es en alta mar, sugieren hacerlo con balsas. Si es en tierra, disponen de terreno propio en Pilar, y registran el episodio en video digital. Eternus dispone de religiosos, música funcional y una decena de palabras de despedidas modelo para elegir. Cuestión de gusto.

¿Ves esa puerta? Bueno, por ahí nunca entran buenas noticias. Multiplicá eso por 362 días al año (aquí tenemos sólo tres feriados). Y considerá mis 28 años de antigüedad.” González se pone de pie.

La crisis generó grandes cambios en el mercado de la muerte, y aumentaron un 60% los servicios gratuitos para indigentes. Los puestos de floristas alrededor del cementerio se redujeron a la mitad. Y, excepto el día del padre o el de la madre, las visitas a Chacarita se cuentan hoy con los dedos. 

Mientras tanto, los cementerios privados son todo un éxito. Están llenos de vida: a la sombra de los cipreses, los visitantes tienen pensamientos positivos, espirituales, la clase de meditación ligera que se tiene al adentrarse en un bosque. Varios metros más abajo, sus familiares descansan en cajones de mil dólares, tallados en cedro y álamo y ajustados con bisagras de bronce. Un sistema que los empleados de cocherías denominan “herrajes pesados”.

Si a uno las cosas le van mal, realmente mal, entonces conocerá a Horacio Vitulio. Es el único conductor de Buenos Aires que transporta a los muertos que no tienen a nadie que afronte los gastos. Esta gente muere en hospitales públicos, por lo general en soledad. Durante 15 días se buscan familiares, novias, amigos. Se piden informes. Y cuando todo esto fracasa, interviene Vitulio. Desde las 6:30 de la mañana, recorre más de 30 hospitales al volante de una Ford 4000 con banderines y stickers del club San Lorenzo –si a uno no le han ido las cosas realmente mal, jamás imaginará lo que hace Vitulio con la camioneta–.

Al cabo de un año, consigue que mil cuerpos lleguen a destino en ataúdes de segunda mano, utilizados por gente que fue directo al crematorio –una hora antes de consumirse a 700º de temperatura–. El Estado garantiza el transporte y una estadía de dos años en el sector de los indigentes. Los que desembolsan 60 pesos tienen derecho, en cambio, a permanecer el doble de tiempo y a un sector más accesible y luminoso del cementerio.

Los cementerios privados son todo un éxito. Varios metros más abajo, los muertos descansan en cajones de mil dólares, tallados en cedro y álamo y ajustados con bisagras de bronce.

Diez años atrás, quedó vacante el puesto de conductor de la morguera. Un funcionario recorrió las oficinas de la Municipalidad buscando candidatos para un trabajo de seis horas, tranquilo. Tan tranquilo, explicaba, que el ocupante anterior se había jubilado y ahora disfrutaba de una vejez sin complicaciones. Vitulio no recuerda bien aquel día: no sabe bien si aceptó o si no supo cómo rechazar la oferta.

Hoy coordina con la morgue de los hospitales cuántos cuerpos pasará a buscar. No hay maquillaje en los muertos que recoje Vitulio, ni smoking. Para ellos no hay flores ni velorios. Es la muerte en crudo. La muerte bien muerta. 

El trabajo de Vitulio se completa con pequeños condimentos: los deshechos patológicos camino a la cremación. Pasa lista de ellos, frente al camillero de turno al llegar al hospital. “¿Rivas?” El hombre saca una bolsa roja: una pierna. “¿Mármol?” Extrae una bolsa verde: una mano. Tal vez esta gente siga viva haciendo sus cosas y sus miembros aquí, en bolsas. No puedo saberlo.

Mientras hace el repaso de los miembros, Vitulio escucha comentarios de los camilleros que para él ya no significan nada. “Estaba tomando mate y me acordé de que tenía que traerte al muerto.” O: “Hace tres años tengo la mano de un tipo que se atoró en una picadora. Me tiene podrido”. O: “El otro día vino una señora y entre tres no podíamos ponerla en la camilla. ¡Y el marido nos decía que estaba flaca!”.

No hay maquillaje en los muertos que recoje Vitulio, ni smoking. Para ellos no hay flores ni velorios. Es la muerte en crudo. La muerte bien muerta. 

En una autorización de cremación librada por un juez, leo algo incomprensible. “¿Qué significa la palabra ‘supracondílea’?” “Amputación”, explica Vitulio. “Tiene que figurar el motivo. ¿Fue por gangrena? ¿Por alguna enfermedad?” El camillero, calvo y corpulento, añade, tentado: “¿Por boludo?” Hay muertos por todas partes. Olor a muerte por todas partes. Es el último lugar donde uno desearía trabajar. Sin embargo, el chiste hace reír a todos los que estamos vivos en la sala. 

Vitulio se coloca un par de guantes de látex, alza las bolsas y anuncia: “Estamos todos, ¿no?”. Y se marcha silbando, camino a la morguera. 

Morir implica un trámite en el que intervienen al menos una docena de personas. Hay licencias, certificados, documentos. Uno muere y deja atrás un puñado de papeles, su participación incuestionable en la historia.

Esta mañana, en Chacarita, no ha parado de llover. Los enterradores parecen siluetas de barro que la tierra engulle lentamente. Cuando los familiares se retiran, siempre alguno de nosotros se detiene a observar el cielo convulsionado, con nubes musculosas, mientras se despega el barro del rostro.

Hay muertos por todas partes. Olor a muerte por todas partes. Es el último lugar donde uno desearía trabajar. Sin embargo, el chiste hace reír a todos los que estamos vivos en la sala. 

El cielo, ese cementerio por explorar. Hay cientos de personas que ya eligieron dormir el sueño eterno fuera de este planeta. Las envía Eternus, intermediarios de Celestis, la casa matriz en los Estados Unidos, en los mismos cohetes que transportan los satélites. Por el momento, existen tres opciones para los que eligen ganarse el cielo: la dispersión de cenizas en la órbita terrestre –995 dólares–, el descanso eterno en la Luna –9 mil dólares–, y, la más atractiva, volar a los confines del universo en la nave Voyager –15 mil dólares–. 

Sin tripulantes. Ni fecha de regreso. Un viaje solitario, silencioso, sin escalas. Directo a los pies de Dios.

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