Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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¿Alguien puede asegurar que no ha leído a Jesús Zulaika? Difícilmente. Sucede que este español lleva 40 años ejerciendo el oficio de traductor: desde Los gansos salvajes, de Daniel Carney, hasta nuestros días han pasado por sus manos la obras de William Faulkner, Kazuo Ishiguro, Raymond Carver, Richard Ford, Martin Amis, Vladimir Nabokov, Jack Kerouac, Paul Auster y Tom Wolfe, entre otros.

Jesús tiene un hermano menor, Jaime, y ambos son los responsables de que en Sudamérica conozcamos la obra de escritores contemporáneos y no tanto. Los hermanos Zulaika traducen del inglés y del francés para Anagrama, un gigante editorial que desde 1969 ha publicado cerca de 4 mil títulos y que tiene uno de los más geniales y exquisitos catálogos del mercado. El hermano mayor, Jesús Zulaika, habló con Relatto sobre el rol del traductor, ese fantasma de la industria del libro al que tanto le debemos.

El traductor de De qué hablamos cuando hablamos de amor aseguró que, como él, muchos de los profesionales más acreditados llegaron a la traducción por azar pero “no fue el azar lo que les hizo quedarse, sino la inconsciencia”. Esta “dedicación altruista” tiene su origen en una casa llena de libros; su padre era abogado y su madre, ama de casa y, por igual, amaban los libros. Tal vez en esa biblioteca, donde no había fronteras entre los libros sobre tratados y leyes, música, artes plásticas y literatura, Jesús cultivó eso de borrar las fronteras en el lenguaje.

—¿Cómo fueron tus inicios en el campo de la traducción?

—Empecé a traducir por azar, en una época de mi vida en la que, después de dejar la carrera de Derecho —no era lo mío—, no sabía muy bien por dónde tirar. Y aquí entran los idiomas. El francés lo había estudiado en el bachillerato, en el colegio. El inglés —mis hermanos y yo— lo aprendíamos en casa. A los veinte años, después de haber pasado un tiempo en París perfeccionando el francés (eran los días agitados de Mayo del 68), y con objeto de mejorar también mi inglés, solicité y obtuve del gobierno británico un puesto de Asistente de Español en una grammar school de Preston, en el norte de Inglaterra. Ello, unido a mi amor por los libros, andando el tiempo, en Madrid, me animó a responder a una demanda de traductores todoterreno de una agencia importante de la época (Diorki Traductores), donde tuve ocasión de foguearme en todos los campos imaginables de este oficio. Al cabo de cerca de dos años, y de haber llevado a cabo mi primera traducción de una novela me apresté a la tarea de abrirme paso en el mundo de la traducción literaria, donde tuve la fortuna de lograr los primeros encargos en Bruguera, a la sazón mítica editorial de Barcelona. Para ella traduje Relatos (1981) de Faulkner, empeño largo y difícil que me abrió las puertas de esta profesión.

Para Zulaika, la traducción literaria “engancha”; aquí, de este lado del mar, podríamos decir que “prende”. En cualquier caso, reconoce, los años de formación fueron fundamentales para todo lo que vino después. En ese tiempo, un tiempo decididamente malo, los traductores argentinos jugaron un papel fundamental: “En la España de Franco no nos cupo más remedio que buscar bajo cuerda las traducciones que perfilarían nuestra educación sentimental y social, y que en aquella época sombría sólo nos las brindaban las editoriales argentinas. Es una deuda eterna con aquellos que las firmaron y cuyos nombres, por desdicha, han acabado por desdibujarse en mi memoria… Una deuda de gratitud que debo y quiero pagar aquí y ahora”.

Tal vez en esa biblioteca, donde no había fronteras entre los libros sobre tratados y leyes, música, artes plásticas y literatura, Jesús cultivó eso de borrar las fronteras en el lenguaje.

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Los hermanos Zulaika traducen del inglés y del francés para Anagrama, un gigante editorial que desde 1969 ha publicado cerca de 4 mil títulos.

—¿Cómo recordás aquellos años iniciales?

—Recuerdo aquellos años como un tiempo singularmente difícil, en el que la labor de un traductor literario no se consideraba casi una profesión en sentido pleno. La remuneración era mísera, apenas daba para vivir (en la mayoría de los casos, era una ocupación desempeñada por escritores, profesores universitarios e intelectuales de diversos ámbitos que con las traducciones de autores insignes o en boga realzaban su prestigio y redondeaban sus ingresos). Hoy la mejora tampoco ha sido mucha en este aspecto. La mayoría de los traductores literarios españoles tiene otra profesión principal, y dedican a la traducción parte de su tiempo libre por razones económicas o de prestigio o de gusto personal. Creo pertinente añadir que las facultades universitarias de Traducción e Interpretación han proliferado en España de forma tan “desconectada” con la realidad del mercado editorial que los licenciados que aspiran a traducir literatura se ven en multitud de casos condenados al subempleo o a la traducción técnica o comercial o sencillamente al paro.

—¿Qué creés que cambió en el oficio del traductor desde aquellos años hasta hoy?

—Sin ningún género de duda, lo que hay que reseñar en primer lugar es un cambio de capital importancia. Si bien traducir es en esencia lo mismo desde tiempos inmemoriales, lo que ha cambiado en las distintas épocas es la consideración y el tratamiento que la sociedad depara a quienes se dedican al trasvase de textos de unas lenguas a otras. ¿Cómo se les trata a los traductores literarios en la España de hoy? La respuesta no puede ser más pesimista. Los traductores literarios son prácticamente invisibles, lo cual es algo de agradecer desde el punto de vista del autor y del lector, de la obra en sí, en suma, pero no en lo que concierne al reconocimiento de la trascendencia de su labor; y, lo que es aún más grave en un aspecto en modo alguno secundario, su remuneración es muy baja, si no claramente mezquina. Ahora bien, desde que soy traductor literario —principios de la década de los años ochenta— hasta hoy, en mi país se ha operado un cambio capital en la consideración legal de la traducción literaria, cambio auspiciado y amparado por la Ley de Propiedad Intelectual de noviembre de 1987, que otorga la categoría de autor al traductor literario. Tal estatus lleva aparejada la propiedad inalienable de la traducción por parte del traductor-autor y el derecho a las regalías (copyright) pactadas de antemano en el contrato de cesión y explotación comercial de la misma. No es que tal cambio haya tenido y tenga un gran impacto en el bolsillo del profesional de este oficio. El porcentaje que se acuerda por contrato es, en la mayoría de los casos, mínimo, y las obras en cuestión —huelga decir— raras veces alcanzan la categoría de bestsellers.

Recuerdo aquellos años como un tiempo singularmente difícil, en el que la labor de un traductor literario no se consideraba casi una profesión en sentido pleno. La remuneración era mísera, apenas daba para vivir (en la mayoría de los casos, era una ocupación desempeñada por escritores, profesores universitarios e intelectuales de diversos ámbitos que con las traducciones de autores insignes o en boga realzaban su prestigio y redondeaban sus ingresos).

—¿Podrías desarrollar esto?

—Lo que se estipula en el contrato es la duración de la cesión; la tarifa (o precio) por página (o palabra) traducida; el ámbito de esa cesión de la traducción —geográfico, modadidad (papel, mundo digital...)—; el porcentaje del total de las ventas en cada campo de explotación, etc. La cantidad percibida a la entrega de la traducción —la tarifa por página multiplicada por el número de páginas— constituye un anticipo de los derechos de autor futuros que les corresponderán al traductor por su porcentaje sobre el total de las ventas. La cuenta se irá calculando año tras año, hasta que la cantidad del porcentaje sobre el total de ventas alcance el anticipo percibido a la entrega del trabajo. Una vez saldado éste, el traductor empezará a cobrar las cantidades que siga generando ese porcentaje. En cualquier caso, el trato se reduce casi siempre a lo siguiente: el editor fija las condiciones y al traductor no le queda más remedio que “adherirse”.

Tom Wolfe, uno de los autores que gracias a Jesús Zulaika podremos leer en castellano.

-¿Qué rol considerás que juega la tecnología y, principalmente, internet en el campo de la traducción?

—Al tiempo que se iba dando el avance de la informática y de la mejora progresiva de los procesadores de textos y demás herramientas de ayuda a la traducción, la aparición de Internet supuso un giro copernicano, un antes y un después en la traducción literaria. De la máquina de escribir al ordenador, de las enciclopedias, diccionarios y obras de consulta a Internet... Si se me disculpa el citarme a mí mismo, copiaré lo que un día escribí en clave de humor en El País a propósito de la traducción literaria: “Dedicación altruista donde las haya, puede abordarse desde dos ópticas: la pragmática (diccionarios, amigo americano) y la mágica (mirada zen sobre vocablo esquivo hasta que el sentido se te ofrece como una fruta madura). Aunque una vez me quedé mirando ‘black hole’ y por poco desaparezco: tuvo que tirar de mí Jordan Elgrably, mi entonces ‘amigo americano’. Hoy el amigo americano es Internet. Sin Internet los frenopáticos estarían llenos de traductores literarios”.

—¿Cuánto de autor hay en el Jesús Zulaika traductor?

—La condición de autor del traductor literario es algo que hoy ya nadie pone en duda, y el refrendo que la ley de Propiedad Intelectual vigente ha otorgado a nuestra profesión es un triunfo social que debe enorgullecernos a todos. Sin duda hay una diferencia abismal entre una traducción buena y otra mala. Y ésa es la prueba del nueve en este campo: la bondad del resultado en la lengua de llegada. El buen traductor hace bien su trabajo, y el lector se deleita con él y lo agradece, con independencia de la consideración de arte u oficio que pueda merecerle. Ahora bien, ¿el traductor literario va en ocasiones más allá en su “autoría” de lo que en rigor debería? ¿Se extralimita con frecuencia? ¿Plasma de forma férrea y siempre sus elecciones formales? ¿Su “estilo” solapa el del autor de la obra que traduce? ¿Lo hace intencionadamente? ¿Es incapaz de soslayarlo? En mi opinión, el traductor debe tender a la invisibilidad en aras del autor. Debe ceñirse a su estilo todo lo humanamente posible. Contenido y forma han de respetarse y tratarse de forma ecuánime. Pero el traductor es un ser humano y no puede ni ahogar ni orillar su propia idiosincrasia, su ADN de “escritor”, y su “mano” asomará aquí y allá de forma inevitable. 

Dedicación altruista donde las haya, puede abordarse desde dos ópticas: la pragmática (diccionarios, amigo americano) y la mágica (mirada zen sobre vocablo esquivo hasta que el sentido se te ofrece como una fruta madura)"

—¿Qué sentís cuando pensás que miles de personas, no sólo es España sino también en Sudamérica, gracias a tu traducción conocieron la obra de autores monumentales como, por ejemplo, Raymond Carver?

—La respuesta es muy sencilla. Una gran alegría. Y satisfacción. Y orgullo. Y la sensación sumamente gratificante de no trabajar en vano. 

—Borges decía que estuvo buscando la palabra “desdén” durante 17 días para cerrar el cuento “El muerto”. Haciendo un paralelo con esta situación, ¿cuánto fue lo máximo que te demoraste en meditar una frase, expresión o palabra porque no estabas conforme con lo que lograbas? En caso de haber sucedido, ¿de qué frase y autor se trató?

—Creo que, a diferencia de la anterior, ésta es una pregunta que no sabría responder con gran seguridad de acierto. Son muchas, muchas las ocasiones en las que la elección de la palabra mejor se nos presenta con tintes “ominosos”. A lo largo de mi vida profesional he tenido que vérmelas miles de veces con verdaderos “muros” de esta índole, culs de sac que me impedían seguir con normalidad dada la cantidad de opciones léxicas que se me presentaban y que percibía como válidas —si bien de valor dispar—, y me hacían detenerme más de lo estrictamente razonable. (Borges, en El muerto, escribía su obra —en su caso admirable e imperecedera— y entendemos que se permitiera el “lujo” de demorarse ad infinitum; nosotros los pobres mortales, en cambio, dependemos de las “hojas diarias traducidas” para subsistir, y nuestro tiempo de elección entre alternativas se ve forzado a ser siempre relativamente breve). 

La condición de autor del traductor literario es algo que hoy ya nadie pone en duda. Hay una diferencia abismal entre una traducción buena y otra mala.

—Antes de soltar a Borges se me ocurre preguntarte si hay autores que no traducirías, no pensando en su obra sino en otros aspectos, como en su vida o en determinaciones políticas. De Borges sabemos, entre otras cosas, que ha quedado expresada su misoginia en más de una ocasión.

—No, no hay ni habría ningún autor a quien no traduciría por razones extraliterarias. No traduciría bazofias seudoliterarias, eso seguro (salvo que de ello dependiera mi alimento). En el caso de Borges, tiendo a ser indulgente. Le creo (aunque no ciento por ciento) cuando afirma que desconocía lo que acontecía realmente durante la dictadura militar. Supongo que ser Borges debió de tener graves servidumbres. Respecto de su misoginia..., la conversación sería larga, ¿no? Su postura ante la dictadura apunta a un conservadurismo ideológico de raíz educacional que pudo llevarle a mirar hacia otra parte; lo de la misoginia, sin embargo, anidaría en estratos más insondables del ser, capaces de generarle una timidez patológica frente a la mujer, y una frustración irremediable e incapacitante (“He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer: no he sido feliz. / Que los glaciares del olvido me arrastren y confundan, despiadados…”). Es un asunto éste sobre el que hoy hay unanimidad en la crítica: la vida personal de los escritores es una cosa, y su obra es otra. Cuando la obra de un escritor vale la pena, vale la pena igualmente traducirla a otras lenguas. A todos nos vienen a la cabeza ciertos autores de vidas nada edificantes.

—¿Cuándo considerás concluida una traducción? ¿Pasado el tiempo, te has arrepentido de algunas páginas tras haber entregado una traducción al editor?

—Pienso en ello unos instantes, y la respuesta es sí: “El buen vino del señor Weston”, de T. F. Powys. Entregué la traducción a Edhasa hace unos treinta años y no estaba bien rematada (no había podido dedicarle una corrección concienzuda). Me pagaron religiosamente (gracias a la delicadeza suma de la editora María Antonia de Miquel, que no me dirigió ningún reproche ni me dijo absolutamente nada). Pero el libro, en su día, salió firmado por otro traductor. ¿Me avergüenzo de ello? Supongo que sí. En aquel tiempo atravesaba una mala racha en mi vida, y no pude hacerlo de otra manera. Repito: lo lamento infinitamente. Pero al cabo me digo: “Ha sido sólo esa vez: perdónate”. 

—¿Pensaste alguna vez en escribir ficción?

—Sí, muchas veces. Y lo he hecho. Pero el resultado nunca me ha gustado lo bastante como para darlo a leer a los lectores. Tengo la fortuna de no sentirme en absoluto frustrado. Me digo: soy un traductor literario, no un contador de historias. Son dos cosas distintas. Nunca sentí esa pasión devoradora del narrador, esa necesidad de “contarme” o “contarlo” a toda costa. Con vivir me basta.


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