“Un turkmeno entra a un bar en el extranjero y se encuentra a un alemán, un francés y un estadounidense que han visitado, cada quien a su bola, Turkmenistán. Les pregunta individualmente qué es lo que más recuerdan de su estancia en el país, a lo que cada cual responde lo mismo: la palabra bolanok, prohibido, en turkmeno”. Mikhail, quien a la primera me pide que le llame Misha, el diminutivo de cariño en lengua rusa, echa a reír a pierna suelta antes de explicarme que lo que acaba de contar es un chiste, al menos para el humor local. Su risa es tan contagiosa que rio con él.
El chiste, esgrime Misha toda vez que la risa le deja, se cuenta solo. En Turkmenistán, (casi) todo está prohibido, afirma mi guía y traductor, un afable treintañero de ascendencia rusa, judía y turkmena. Lo dice tranquilo, desenfadado, mientras esperamos en el interior del coche, con el que hemos recorrido las provincias orientales, a que llegue un amigo suyo a recogernos. El chofer que nos trajo hasta las afueras de Ashgabat, la capital, no puede acercarnos al hotel. Los autos con matrícula foránea tienen prohibido entrar a la ciudad. Prohibidos también están los autos que no sean de color blanco, champán o plata. Prohibido circular con el automóvil sucio, so pena de una cuantiosa multa. Prohibido pintar la casa de cualquier color distinto a los mencionados con antelación. Prohibido fumar en público. Prohibido fotografiar edificios gubernamentales. Prohibido criticar al presidente o hablar mal de los expresidentes. Prohibido militar en partidos políticos distintos al del Estado, si los hubiera. Prohibido enviar correo postal a los países no incluidos en el listado sancionado por el Ministerio de Comunicaciones, en el que tristemente no figuran ni México, ni Argentina, ni España, ni Colombia, pero sí Brasil. Prohibidas también las redes sociales y prohibido cambiar dinero en el mercado negro, aunque todo turista avizor lo hace, por mor de no perder una tercera parte del valor de sus dólares con el tipo de cambio oficial. Un sucinto recuento de la larga, larguísima, lista de prohibiciones vigentes a junio de 2025 en Turkmenistán. Prohibiciones que, contrario a lo que pudiera pensarse, no impiden conocer a fondo este peculiar país de Asia Central y, de paso, quedar prendado de sus atractivos.
Mausoleo del sultán Sanjar (siglo XII) en la zona arqueológica de Merv.
Con poco más de 7 millones de habitantes, según el último censo realizado en 2022, y una extensión de 488,100 km², Turkmenistán es el cuarto país más grande de lo que fuera la Unión Soviética, detrás de Rusia, Ucrania y su vecino Kazajistán. La mayor parte de su territorio está compuesto por el inclemente desierto del Kara Kum (arenas negras, en turkmeno), cuyas temperaturas alcanzan el punto de congelamiento en invierno y, usualmente, superan los 50º centígrados durante los meses de verano. Lo extremo de sus condiciones geográficas y climáticas hacen de Turkmenistán el país con menor densidad de población de todo el continente asiático. Sus contados habitantes se concentran en las principales ciudades, situadas en las franjas fronterizas, al sur, al pie de las montañas del Kopet Dag, que separan al país de Irán, al norte, a lo largo de los oasis conformados por el cauce del mítico Amu Daria, en la linde con Uzbekistán, y al oeste, en torno a las costas del mar Caspio.
Vendedora de caviar de beluga en el bazar ruso de Ashgabat.
Turkmenistán no es un país pobre, de acuerdo con los estimados más recientes del Banco Mundial, su producto interno bruto es de 60 mil 630 millones de dólares, posee una de las reservas probadas de gas natural más sustanciosas del mundo, además de envidiables yacimientos petrolíferos. Los turkmenos disfrutan de electricidad y gasolina casi de forma gratuita, en cada casa se contabilizan en promedio tres automóviles, por no hablar de electrodomésticos y aires acondicionados, todo ello aunque la población carezca de libertad de expresión y los derechos políticos y de las minorías sean, prácticamente, inexistentes. Basta recorrer los amplísimos bulevares de Ashgabat y sus miles de edificios y palacios construidos con mármol de Carrara y granito de Noruega para darse cuenta de la ostentación turkmena, que, desafortunadamente, no trasciende los límites de la ciudad capital, aunque sí va mucho más allá de su potencial en hidrocarburos y se manifiesta en su diversidad cultural, su robusto legado arqueológico y su milenaria historia.
Explanada del Museo Nacional de Turkmenistán en Ashgabat.
En Turkmenistán “somos diferentes, especiales, somos únicos”, presume Mekan Oraz, sin pudor de por medio, lo que considera distintivo de sus paisanos. El joven de 27 años, rebosantes mejillas y barba quirúrgicamente cortada, es nieto de quien fuera uno de los músicos tradicionales más conocidos de la región de Mary, al este del país, y de una laureada poeta. Dice llevar el arte en la sangre. Viste pantalón de mezclilla negro, camiseta desfajada color granate, gorra con la visera al revés y un par de gafas de sol demasiado grandes para su rostro. Porta una gruesa cadena de plata que hace juego con el brazalete que cuelga de su muñeca derecha. Le acompaño por algunos de los adinerados suburbios de Ashgabat mientras busca locaciones para grabar el vídeo de su nuevo sencillo, “Expensive” (caro, en inglés), disponible en plataformas desde finales de mes. Una canción que habla sobre la relación de un chico como él enamorado de una chica a la que, a su vez, enamora el dinero. Entre sus éxitos anteriores el músico cuenta con canciones como “Ak Prado” (Prado blanca, en turkmeno) oda a la camioneta de la marca Toyota prevaleciente en las calles del país. Mekan es rapero, un género en boga desde inicios de la década, aunque es un apasionado de la música que su abuelo interpretaba tocando la dutar, pequeña guitarra de dos cuerdas y cuerpo redondo, principal instrumento autóctono de Turkmenistán. Como su país, Mekan es una mezcla de influencias, estilos y tiempos que, aunque choqueantes y contradictorios, conforman el espíritu nacional, único en su haber.
Escultura de un soldado del ejército de Alejandro Magno, parte del legado artístico de la ciudad de Nisa, primera capital del imperio aqueménida (siglo III a.C).
Mary, principal ciudad de la provincia homónima y también ciudad natal de Mekan, yace a escasos kilómetros de la antigua Merv, asentamiento con más de 3,500 años de antigüedad fundado inicialmente durante la Edad de Bronce, el cual adquiere relevancia al convertirse en una de las primeras capitales del imperio aqueménida en época de Ciro el Grande. Una ciudad a la que el insigne viajero Ibn Batuta describió como alucinante, y visitada en su momento por Marco Polo, sede del poder del helenístico imperio seleúcida a la muerte de Alejandro Magno y poco más de mil años después, hacia el siglo XI, del selyúcida. Inscrita por su relevancia para la humanidad en el selecto grupo de patrimonio mundial de la UNESCO, hoy puede visitarse para descubrir todo lo que aún ahí queda en pie, empezando por el sobrio mausoleo del sultán Ahmad Sanjar, coronado por un imponente domo doble de más de 36 metros de altura. Muy probablemente la visita sea compartida con alguna manada de lanudos camellos o quizá con algunas familias turkmenas en peregrinación a los varios santuarios sufíes que pueblan el complejo arqueológico, pero casi con ningún otro turista. Un fenómeno que se repite lo mismo en el centro del desierto del Kara Kum, acampando al borde del cráter de fuego de Darvaza —producto de un accidente soviético ocurrido en 1971 mientras se exploraba la riqueza gasífera de la región y uno de los principales reclamos turísticos del país—, que entre los inexplicablemente suntuosos, aunque vacíos museos de Ashgabat, donde las estanterías de nogal, las vitrinas con chapa de oro y los candelabros de cristal cortado eclipsan a las colecciones pictóricas, etnográficas y arqueológicas.
Una de las innumerables imágenes del presidente turkmeno Serdar Berdimuhamedov, que engalanan casas, edificios y comercios en todos los rincones del país.
“¡Míster, míster!”, me llaman insistentes marchantes y marchantas a mi paso por los pasillos del mercado de Gulustan, conocido coloquialmente con el nombre de bazar ruso, una techumbre de concreto en estilo brutalista sostenida por dos docenas de columnas que data del período soviético. Es el corazón comercial de Ashgabat, en donde se venden melones y sandías recién cosechados, semillas, especias, ropa de segunda mano, fundas para teléfonos celulares, menjurjes y amuletos contra el mal de ojo, comida recién preparada y el tradicional caviar de beluga traído desde las costas del mar Caspio, que me dan a probar a cucharadas cada vez que respondo a los llamados de los comerciantes. En derredor pueden visitarse el parque Pushkin, con el busto dedicado al poeta ruso y una de las últimas estatuas de Lenin supervivientes en Asia Central, así como los vanguardistas murales en piedra del escultor soviético Ernst Neizvestny, némesis de Nikita Jrushchov, quien murió en 2016 en Nueva York tras años de vida en el exilio.
Bajo relieve (1975) del escultor soviético Ernst Neizvestny, en lo que fuera la sede del Comité Central del Partido Comunista Turkmeno en Ashgabat.
“¡Bolanok, bolanok!” me regaña ecuánime pero severo el oficial de policía cuya patrulla con todo y sirena encendida me siguió un par de cuadras por las arboladas calles del centro de Ashgabat tras cruzar el paso de cebra enfrente del bazar ruso camino de la oficina central de correos. Me habla en turkmeno, le explico que no lo hablo, cambia a un inglés incipiente en el que me indica que lo que acabo de hacer está prohibido. Cruzar de este a oeste por el paso peatonal, claramente marcado, de la avenida Azady. Sólo se permite el cruce de oeste a este. Me disculpo por la infracción. Me responde con un sólido apretón de manos y una sonrisa sin visos de reprimenda, a la que agrega la palabra bienvenido. Como escribe Paul Brummell, diplomático británico en retiro quien fuera embajador del Reino Unido en Ashgabat entre 2002 y 2005, en su prólogo a la guía editada por Bradt, “puede que Turkmenistán no sea un destino fácil para el turista, pero para aquellos que vienen aquí las recompensas son geniales”. Eso que ni qué.