Relatto | El cuento de la realidad

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El doctor está ofendido. 

Mensajeó a Ezequiel y le dijo que se sentía ofendido, que jamás lo recomendaría como guía de nadie, que era un desagradecido y un maleducado. Ezequiel, el Negro, aguantó con altura el hilo de reproches y acusaciones que entraron al celular, hasta que leyó los adjetivos y reventó: le respondió al doctor que le parecía muy bien que no lo recomendara porque si sus amigos médicos eran tan hipócritas como él, sería un alivio no sentir la obligación de acompañarlos. 

Entonces levantó la cabeza, me repitió por duodécima vez que era un estúpido, que el tipo era el tipo más desagradable y estúpido que le tocó conocer y me contó lo que había sucedido entre ellos después de apretar send. 

***

Conocí al Negro en un colegio del sur, antes de mi primer viaje a Bolivia. Él trabajaba como profesor de Educación Física, yo daba mis primeros pasos en la docencia. Al principio pensé que sería el típico profe cebado con la competencia, el fútbol o el vóley: un caso más de malformación académica. Pero una tarde lo crucé en el bus de la línea 60 leyendo una obra de Christian Ferrer de la colección Utopía Libertaria, y derribó mis ideas preconcebidas. Me senté a su lado y le comenté cuánto me apenaba que la mayoría de las empresas de ómnibus urbanos cambiaran el boletito de papel por la tarjeta electrónica, porque ya no podría dar con números capicúas y coleccionarlos. Sonrió y me contó que a él nunca le había tocado capicúa, pero sí un boleto con su fecha de nacimiento; que él no era supersticioso, pero que en Chile —donde nació— vive la mayor cantidad de videntes del continente; que el ochenta y tres por ciento de la población toca madera, y que casi todos los adultos que por descuido derraman sal, agarran un poco y la tiran por encima del hombro izquierdo. El Negro tiene la manía de coleccionar datos curiosos. Por entonces había incorporado a su léxico las palabras mórbido y megalómano. Lo hace cada tanto: lee por ahí o escucha al pasar una palabra que le suena interesante, averigua de qué trata y comienza a usarla de manera reiterativa y exagerada al comienzo, quizá para grabarla en la mente. Me decía que al director del colegio en el que trabajaba le metieron sumario por megalómano y maltratador; que los últimos tres turrones de maní que había comprado estaban un tanto mórbidos —en lugar de decir blandos, flácidos—; y me preguntó si sabía lo de las estatuas: hay cierto código que los escultores deben respetar al momento de hacer la estatua de algún militar: cuando el caballo tiene las dos patas levantadas, es porque el general murió en combate; si solo tiene una arriba, es porque murió por heridas de combate. "¿Y si tiene las cuatro patas apoyadas?", preguntaba retórico: "es porque seguro era un milico megalómano como Roca —general que lideró la avanzada militar expansionista del ejército argentino en la que se asesinó a gran parte de la población indígena—. ¿Sabías que Roca hizo toda la campaña, bueh… lo que ellos llaman campaña: sabías que Roca hizo su viaje sanguinario en carro? La foto del macho a caballo fue para hacerlo parecer un héroe o yo qué sé. Roca era un megalómano bárbaro". 

  Ezequiel recopila datos singulares o palabras inusuales por gusto, jamás para presumir. Ese día le pregunté de dónde había sacado lo del código oculto de los escultores y —esperando una respuesta pomposa— me descolocó: 

—Lo decía Joe.

—¿Joe?

—Joe, el personaje del cómic en los papelitos que envuelven los chicles Bazooka.

Nos hicimos amigos. Extrañé las tardes de mate y conversaciones desvariadas cuando partí a Bolivia. Él permaneció algunos meses más en la Patagonia, ahorrando unos pesos para volver a su tierra natal. Quería probar suerte en su verdadera pasión: el senderismo. Tenía muy claro que no le interesaba el turismo, que él quería proponer otra cosa. Tiempo después se mudó a la comuna de Hualpén, en la región del Biobío (Chile), y recorría los acantilados, las playas de la zona y la selva valdiviana con esfuerzo, pero en la tranquilidad de su propio emprendimiento, hasta la madrugada del sábado 27 de febrero de 2010.

Esa noche, dormía profundamente después de recorrer parte del sendero que pensaba visitar con una pareja colombiana que había contratado sus servicios como guía. Se despertó sin entender qué pasaba; demasiado tiempo fuera de Chile le había provocado amnesia y no supo reconocer el movimiento telúrico con premura. Al principio, en fracciones de segundos que se multiplicaron por mil, imaginó que la resaca le pasaba factura, pero no. No podía ser porque no había tomado una sola gota de alcohol. "¡Chuta! ¿qué comí?", dice que se preguntó; de pronto comprendió y saltó pateando las sábanas: temblaba. Todo temblaba: él, la cama, el aparador, un vaso de vidrio con agua que cayó al piso desde la mesita de luz y estalló, pegándole el cagazo de su vida. Las maderas de la casa crujían y el olor de la tierra se sintió con tanta precisión que tuvo la sensación de que se estaba abriendo un hoyo descomunal debajo de él. "Debo haber despertado en la fase del sueño REM, porque lo recuerdo muy clarito. Luego di vueltas y vueltas a lo que soñé, intentando encontrar alguna premonición onírica, algún tipo de mensaje quimérico, pero ni forzándolo, weón: soñé que mi vieja peinaba con parsimonia a mi hermanita y le ataba el pelo con dos chuflines, tipo chilindrina; y ahí desperté sin entender nada, pero eso me quedó grabado también". El foco de luz que pendía del techo se hamacaba con exageración y tuvo miedo. Salió a la calle a los tumbos, en calzoncillos. Una pareja vecina acababa de hacer lo mismo: el padre se apoyaba en la verja con su hijo de cinco o seis años en brazos y la mujer contenía el llanto tapándose la boca. 


Ilustración de Giuly Adduca.

El Negro se ríe, ahora, cuando recuerda al dueño del departamento que aún alquila; dice que nunca escuchó tantos conchisumares seguidos. "Mientras duró el sismo… ¿cuánto habrá sido? ¿Cuatro minutos? Cuatro, cinco minutos enteros estuvo el tipo repitiendo sin cesar conchisumare-conchisumare —estirando la a—, conchisumaaare, sin parar". Pero entonces no era gracioso. El terremoto fue uno de los más largos que se hayan registrado en la historia. Luego publicarían y repetirían hasta el hartazgo los números exactos: 8.8 en la escala de Richter, siete interminables minutos en su epicentro marino; el sismo se produjo a las 3:34 de la madrugada y tuvo una violencia tal que modificó el eje de rotación de la Tierra, acortó el día 1,26 microsegundos y se sintió con fuerza del otro lado de la cordillera, en Buenos Aires, en São Paulo, incluso en las Islas Malvinas. Un mes y medio antes, el terremoto que terminó de destruir Puerto Príncipe y mató a más de trescientos mil haitianos, había sido 31 veces menos intenso. El sismo del 27 de febrero es considerado como el segundo más fuerte en la historia de Chile y el octavo más fuerte registrado por la humanidad. La ciudad de Concepción, a veinte kilómetros del departamento que no se cayó y que aún alquila el Negro, se desplazó más de tres metros: la ciudad, entera, se corrió tres metros en dirección al mar. Y el mar, que había tomado impulso, volvió en forma de ola interminable, arrasando puertos, casas, pueblos. Destruyó Concepción.

Al Negro aún se le hace la piel de gallina al precisar lo que pasó. Fue descomunal, me dice: "Fueron sacudones de una agresividad descomunal, incomparable, descomunal mal". Y se esfuerza por buscar alguna analogía: "Si no has pasado una noche de tormenta eléctrica a la intemperie, es poco probable que otra cosa pueda darte una noción básica de la vulnerabilidad y la impotencia que se siente. Es inexplicable, porque te cambia incluso la noción del tiempo. Son de ese tipo de experiencias que solo es posible comprender si se sobrevive".

Al Negro aún se le hace la piel de gallina al precisar lo que pasó. Fue descomunal, me dice: "Fueron sacudones de una agresividad descomunal, incomparable, descomunal mal".

Juan Villoro, el escritor mexicano, estaba en Santiago el 27F participando de jornadas literarias. Después de la semana de fiebre que le sucedió al sismo, intentó reconstruir la experiencia en El miedo en el espejo, un libro en el que narra el terror y el asombro compartido: "Cuando algo se agita de repente, puede medir dos tipos de ansiedad: la telúrica y la espiritual. Todo terremoto convierte a los sobrevivientes en víctimas omitidas: podrían haber muerto, pero se salvaron. ¿Responde esto a una casualidad o a un designio? La pregunta tiene sentido para cualquiera que atraviesa un caso semejante. La oportunidad de no morir exige examen de conciencia", dice Villoro y concluye que lo que el miedo destruye no se recupera en forma integral. Ezequiel lo cuenta a su manera: "Parecía que no terminaba más, por eso te digo que una cosa así te trastoca hasta la noción del tiempo: no es un tiempo medible en segundos, es un tiempo mental. Y cuando termina, la cabeza entra en una feísima montaña rusa de emociones. Después del miedo, llega una calma frágil y uno se dice “ya está, ya está; ya pasó, ya lo pasé”, pero dura poco y nada, porque desde ahí arriba miras el panorama y tomas real dimensión de que fue brutal, de que se fue todo a la mierda y tú también podrías haber muerto, y cuando lo piensas, otra vez abajo: aparece un temor oscuro con la misma sensación de indefensión que se siente cuando uno es niño y se enferma, o se pierde y no está la mamá cerca. Es un miedo que no termina de irse y que se activa por cualquier huevada". 

A poco más de un mes, el Negro puede —con esfuerzo— poner palabras a los fragmentos dispersos de sus sensaciones, mientras yo intento entender el pavor fibroso, visceral, antiguo, que se despierta ante la potencia de la naturaleza y que —como todo lo primitivo— es tan intenso como indescifrable. Él insiste con su estilo: "Mira, fue descomunal, fue realmente agresivo". 

Santiago resistió con entereza. Mientras en la capital algunos lamentaban la rotura del cristal de su cuadro favorito que se había desprendido y se había quebrado en el piso; en Concepción no había agua ni luz, la información era ambigua —confusa—, el pánico a tsunamis se contagiaba viral, casos de pillaje despertaron odio en unos y pulsiones carroñeras en otros. La presidente Michelle Bachelet solicitó calma en su primera rueda de prensa. La alcaldesa de Concepción, Jacqueline Van Rysselberghe, pedía desbordada que las fuerzas armadas hicieran honor a su nombre y se impusieran con mano dura. La segunda conferencia presidencial fue para ordenar el estado de excepción: los militares tomaron el control.

"Al día siguiente vine a ver cómo estaban mis parientes y amigos en Concepción y ya me quedé. Al tiro nos agrupamos entre conocidos para ayudarnos como podíamos. No había otro tema de conversación que el sismo. Horas y horas hablando de lo mismo, incluso de madrugada, era monotemático".

Los desastres tienen la cualidad de convertirse en tendencia mediática en cuestión de segundos; pero los terremotos, más que cualquier otro cataclismo, logran permanecer en las palabras de sus víctimas: dónde lo vivieron, quién murió, por qué, qué hacía, qué vestían, con quiénes estaban cuando pasó; qué se rompió, qué se perdió, qué se quebró.

"Fueron días pésimos. Dormitaba en el patio de la casa de unos tíos y las réplicas encendían la alarma de todos, todos mal comidos, mal dormidos, las wawas llorando, no había luz, no había agua: un desastre. La primera semana fue un caos. El insomnio era colectivo, una vigilia masiva obligada. El mal humor a flor de piel, la mugre: todos sucios. Yo andaba con lo puesto y tenía una muda de ropa que me llevé en un bolsito de mano. Mira, fue pésimo, weón. Pésimo. Luego, una vez que lo aceptamos, que admitimos la situación, nos fuimos organizando entre nosotros porque la asistencia del Estado no llegaba. Apareció ayuda de los carabineros y de afuera, pero lo que nos hizo levantar fue la bondad entre vecinos", me dice el Negro anticipando su descarga. Su cara se altera: "A la semana del sismo comenzó a llegar ayuda internacional, especialmente argentina. Era lindo ver gente que uno no tiene idea quién es, apoyando la reconstrucción como si fueran hermanos: cruzaron cientos de camiones de donaciones, pero la alegría se transformó en rapiña porque las distribuciones no estaban bien organizadas —su bronca está a punto de rebalsar—; la Armada se impuso por la fuerza y parecía que tranquilizaban la situación, solo que en el vecindario las disputas se multiplicaban: que por qué a los fulanos les dieron colchón si no les hace falta, que para qué carajo ayudan a los menganos si tienen de sobra y ellos nunca dan una mano a nadie. La asistencia creó divisiones en la comunidad".

Al tiro nos agrupamos entre conocidos para ayudarnos como podíamos. No había otro tema de conversación que el sismo. Horas y horas hablando de lo mismo, incluso de madrugada, era monotemático».

"¿Hacemos mate? —me dice y enciende la pava eléctrica; sinónimo de que la charla se va a extender—. A las dos semanas, cuando se terminó de restaurar la comunicación, me llegó un mensaje de un doctor amigo de allá —de Argentina—, quien me había contratado como guía el verano pasado. Me decía que un colega estaba entusiasmado en traer donaciones y ayudar en la reconstrucción; y que quería ponerse en contacto conmigo para tener a alguien de referencia que conociera bien el lugar. Yo le respondí que no estaba seguro de ser la persona indicada, pero él insistió que sí; y que no habían querido ofrecer las cosas a ninguna oenegé porque querían entregarlas de manera personal. En resumen, ellos hicieron las gestiones y aún no sé cómo hicieron para cruzar tan rápido el camión doble acoplado por la frontera, no sé qué hilos movieron, pero un jueves cayó él", dice el Negro, ceba un mate y hace una pausa para ver si entiendo.

—¿Quién? ¿El de los mensajes?

—El mismo: por lo que contó cuando andaba por acá parece que es un médico bien conocido en el entorno de los adventistas. Bajó del camión con confianza, llevaba puesta una camiseta azul Francia y una gorra de los Philadelphia Eagles, no me olvido más. Por la manera en que se presentó, podría haber supuesto lo que se vendría, pero preferí no adelantarme con prejuicios. El camión tenía un acoplado lleno de colchones y bolsones de galletitas dulces Granix, a granel. En el otro creo que también, pero no lo vi. Algo más habría, porque el último día el tipo hacía alarde de ser un especialista cruzafronteras. "Doc, díganme", decía. Estaba su mujer también. La escuché llamarlo cariñosamente con un apodo frutal. Era muy amena la señora, sencilla, nada que ver con él. Igual, desde un comienzo siempre en segundo plano, como sometida. Ni bien llegaron, él dijo que traía donaciones —así, en singular habló—: "Traigo donaciones y voy a ver si puedo conseguirles más para que se puedan levantar". Al poco rato ya me parecía un engreído. Y como yo era su referencia, me tenía de punto, no sé si pensaba que sería su edecán o qué, pero me tenía de punto. Llamó a un grupo de personas que habían llegado como voluntarios desde otras localidades y contó que él había sido director de una oenegé de asistencia social y tenía experiencia en cataclismos y nos proponía esto y aquello y que después de comer comenzaríamos a trabajar. O sea, se puso a dar órdenes al tiro. Escucha, ¿sabí lo que dijo? Dijo: “Bueno, para agradecerles la ayuda yo me voy a hacer cargo de la comida estos días. ¿Qué les gustaría comer? Porque traje papa, batata, zanahoria…”. Impuso el menú, weón, no escuchó propuestas y la puso a cocinar a su mujer para veinte personas: un amor el doc. Parecía una joda, pero los cinco días que estuvo hizo lo mismo: preguntaba qué queríamos comer y largaba la sarta de las papas, batatas, zanahorias; hasta repetía el orden. Y los cinco días la mujer cocinando. Detestable. Trajo sus colchones, sus galletitas y no sé qué más, hizo fotos de las distribuciones hasta el hartazgo, y por las noches me hacía reunir a los voluntarios para “el momento de meditación” —por que eran adventistas los que ayudaron a repartir las cosas—, y luego él se ponía a contarles sus batallitas.

Bajó del camión con confianza, llevaba puesta una camiseta azul Francia y una gorra de los Philadelphia Eagles, no me olvido más. Por la manera en que se presentó, podría haber supuesto lo que se vendría".

***

A medida que Ezequiel relataba, parecían activarse más y más elementos de una tragicomedia que se repite en los escenarios postdesastre: humanitarios en sus distintas etapas de evolución, intervención gubernamental ambigua e intermitente, presencia y doctrina militar en ejecución, donaciones inadecuadas, distribuciones no calibradas y sus consecuencias para los damnificados que, como reacción final, terminan hastiados de la presencia de los benefactores. 

Los voluntarios, en sus actuaciones solidarias iniciales, pasan de una etapa de inocencia humanitaria que los lleva desde la sumisión abyecta al primer caudillo que se cruza, a tomar decisiones irreflexivas, por momentos temerarias e incluso peligrosas por el afán de mostrarse como redentores. Los que ya tienen cierto bagaje por el mundo del altruismo comienzan a sentir desgaste. El cansancio deriva en replanteos de sus propósitos caritativos; este grupo conforma un conjunto heterogéneo de personas que miden su participación en base al rédito obtenible o directamente se bajan de la iniciativa solidaria ante el mínimo llamado de atención. Hay una fracción que busca el equilibrio y luego está el sector dirigencial: líderes y directivos de agencias, iglesias, asociaciones, corporaciones, oenegés, partidos y órdenes filantrópicas instantáneas. 

El doc pertenecía a este último bando.


Ilustración de Guily Adduca.

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Ahora el Negro, semanas después de haber soportado cinco días con el tipo a cuestas, dice tener una revelación. Usa el término con sarcasmo, pero habla en serio: Él disfrutaba narrando sus viajes por Asia, América y África, y se regodeaba relatando sus batallitas: una noche estuvo como dos horas contando cómo había logrado meter un container con materiales de construcción y qué sé yo qué más para un proyecto dizque social en Belice, cuando parecía ser una misión imposible y no muy legal. Lo más loco es que los voluntarios decían amén al escucharlo.

"Al tercer día se completó la distribución. Convengamos que tampoco era tan compleja la tarea, ni muy ordenada que digamos. Fue más bien cumplir: vaciar los acoplados. Por la tarde, el doc me dijo que quería ir a la zona más destruida: quería que lo llevara a ver lo peor de la catástrofe. Fuimos a dar vueltas por la ciudad y lo paseé por el casco antiguo donde se hizo selfies. Al otro día lo mismo, mientras la mujer preparaba el almuerzo, él quiso ir a filmar el edificio colapsado donde habían muerto familias enteras. Recién ahora me cuadra todo, ahora lo entiendo, es como una revelación, weón: lo suyo fue puro turismo, y yo me había convertido en su guía".

Macabro.

Es real, existe, lo llaman dark tourism: turismo macabro. Y no necesariamente responde a un nicho selecto ni es algo nuevo. Se considera un fenómeno debido al crecimiento exponencial que tuvo potenciado por el marketing y las redes sociales: excursiones a zonas afectadas por desastres naturales, visitas a distritos golpeados por actos terroristas, paseos en escenarios de pobreza extrema, viajes de adrenalina por territorios en conflicto. Las opciones van desde el thanatourism o recorrido por lugares relacionados con tortura, violación y muerte; tours por cementerios, casas o edificios en los que se suicidó algún famoso o descuartizaron a cierta jovencita; pasando por packs turísticos "campos de concentración nazis", a través de los túneles y escondites del vietcong, o en la Zona Cero en Nueva York. En Los Ángeles, hay empresarios que ofrecen la alternativa gasolera de los minibuses, un combo completo fast-food + souvenir morbo-patriótico + coche fúnebre para conocer la residencia de Sharon Tate, la modelo y actriz que, embarazada de ocho meses y medio, fue brutalmente asesinada por miembros de la secta de Charles Manson; luego visitar —por afuera— una residencia de siete dormitorios, trece baños, doce chimeneas, piscina, cine, bodega, gimnasio y hasta ascensor, en Holmby Hills: la última morada de Michael Jackson; y para cerrar, el bungalow donde encontraron al actor John Belushi sin vida: un tour por la muerte y los escándalos de Hollywood.

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"Sin piedad", el libro escrito por Migue Roth, sobre la particular manera en que la caridad se presenta en América Latina.

La última noche en Chile, el doc hace alarde —una vez más— de su cualidad benefactora y no la ve venir: el Negro se harta y se prepara para el cruce. Ezequiel no es una persona dura, todo lo contrario: es cordial y sensible. Pero las palabras de su adversario pertenecen a alguien cauterizado y ególatra. Tiene y entretiene a los voluntarios en derredor, estira la meditación póstuma con un nuevo relato de aventuras por el continente negro, vuelve a abrir la Biblia y el dique de Ezequiel se agrieta —suspira casi resoplando—, el doctor lo nota y lo mira con desagrado, pero el público está cautivado y él no va a desconcentrarse con un simple gesto desubicado. Abre en el capítulo nueve del libro de Corintios y lee los primeros versículos, apura una analogía, y el Negro no lo puede creer, mira a los voluntarios y no lo puede creer: ¿no se dan cuenta? —piensa—, ¿de veras no se dan cuenta? ¡El tipo se está comparando con un apóstol!

¿No soy libre? ¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús nuestro Señor? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?”

Una señora dice amén y es el colmo, la violencia de la escena le parece desmesurada y el dique de emociones que apenas contenía revienta en una diatriba que escuchan todos:

"Disculpe, doctor, pero no me parece bien lo que está haciendo, ni lo que dijo ayer, ni su actitud. ¿Me parece a mí o se está comparando con el apóstol? Desde que llegó no para de dar órdenes, por la noche nos trae acá para que escuchemos sus aventuras y las historias de cómo metió cosas sin declarar a un país en crisis, después me hace que lo lleve a recorrer las zonas más afectadas para tomarse fotos —los ojos del doc no pueden abrirse más, alguien atisba una interrupción «Oye, Ezeq…», el Negro lo detiene con la mano y sigue—; a mí todo eso no me parecen buenas acciones aunque use la Biblia y discursos moralizantes para legitimarlas".

—A mí me parece que vos, pibe, estás muy equivocado y sos un maleducado —responde el doc con el rostro desencajado.

—¿Y qué hiciste? —pregunto entusiasmado, con el mate en la mano y al borde de la silla—, ¿qué le respondiste?

—Nada, weón. Me fui nomás. Tiré el bombazo y me fui. ¿Para quí-quirí que me quedara?

La última noche en Chile, el doc hace alarde —una vez más— de su cualidad benefactora y no la ve venir: el Negro se harta y se prepara para el cruce.

***

Antes de partir, la mujer del doc busca a Ezequiel y lamenta lo que pasó, se despide dándole las gracias por su cordialidad. Le expresa deseos de pronta recuperación y reconstrucción de la ciudad. El doc ni se acerca; se sube al transporte y se van; el Negro se siente agradecido por ello. 

Díez días después, sentado en el sillón de su departamento, Ezequiel describe los hechos en una crónica verbal prolija que me facilita la tarea. Intercala conclusiones —me dice una frase para titular: "Las tragedias pueden volverse una mercancía, incluso espiritual"—. A la hora entran a su celular los primeros mensajes del doctor; alguien le pasó el número. El Negro aguanta los reproches como si se tratara de las réplicas del sismo. Pero está harto y escribe como respuesta un "Hipócrita" contundente.

Me dice por duodécima vez que el tipo es un estúpido, y aprieta send.

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