Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Eran las siete de la mañana de una jornada que no auguraba nada bueno. Acababa de llegar a la terminal de la ciudad de Hué, cada vez más al sur de Vietnam, después de un trayecto penoso de cuatro horas desde la localidad de Son Trach, en un autobús destartalado que se tambaleaba de un lado a otro, embistiendo como una fiera cualquier intento por mi parte de conciliar el sueño. 

Me sentía agotada y lo único que quería era fumarme mi cigarro de buenos días, tranquila, sin que nadie me tocara las narices de buena mañana. Pero ahí estaba este espantapájaros, terco y decidido, con su interrogatorio policial sobre quién era yo, mientras yo trataba de esquivarle. Le mentí en todo lo relativo a mi persona, excepto mi nombre —sin apellidos, como si importara— y nacionalidad. Le dije que era profesora. Solo en contadas ocasiones verbalizo a los desconocidos que soy periodista, por si acaso, por psicosis y porque, como carta de presentación, es una trampa que obstaculiza el intercambio genuino. Le hablé mal, le miré mal y les recé a todos los dioses del Olimpo para que, por favor, le lanzaran un rayo fulminante y le hicieran desaparecer.

En una de esas malas contestaciones, Thanh, que así se llamaba, extrajo un cuaderno de su bolso de cuero marrón y me lo extendió: 

—Léelo; yo espero aquí. Relax, relax. Take it easy.


La selva vietnamita se extiende a lo largo de la cordillera Annamita, de norte a sur del país, hasta alcanzar el Delta de Mekong, entre mesetas y picos irregulares, algunos hasta de 3.000 metros de altura.

Se apartó un metro, pero su mirada escrutadora e interés no disimulado se quedaron ahí conmigo, como una mosca cojonera que da vueltas en círculos sobre un perímetro que no le corresponde, despidiendo ese ‘bzzzzzzzzz’ insufrible. Abrí el cuaderno sin despegarme de mi cigarrillo, por supuesto, y comencé a releerlo. Cada página contenía un texto escrito a mano por otros turistas que, al igual que yo, se habían tropezado con este personaje en la terminal de Hué. Estaban redactados en diferentes idiomas, diferentes caligrafías y con fechas comprendidas entre febrero de 2016 hasta octubre de 2019. Los sujetos firmantes me instaban a confiar en Thanh y aceptar su propuesta: completar el trayecto entre Hué y la ciudad de Hoi An de paquete sobre su Honda 125 T de 2003, por el oeste, tomando la ruta Ho Chi Minh que discurre de norte a sur en paralelo a la frontera con Laos. En resumen: dos días de travesía, unos mil kilómetros de recorrido y una noche durmiendo en una pensión regentada por montañeros en medio de la desangelada nada, que en esta parte del mundo toma el nombre de aldea de Prao.


Un tramo de la autopista solitaria que hace parte de la ruta Ho Chi Minh. Al fondo, la Honda 125 T de Thanh.

Terminado de revisar el cuaderno, Thanh me invitó a tomar café, porque Thanh huele la indecisión y la oportunidad como el más espabilado de los financieros neoliberales de Wall Street. Es un encantador de serpientes embutido en un cuerpo lánguido y pantalones demasiado grandes. No sé si fue el café calentito, el sonido rítmico de la lluvia cayendo sobre el río Perfume o mi desgaste, pero accedí a la locura, previo pago de 50 dólares que, en Vietnam, es una barbaridad de dinero. Los otros 50, entonces 100, que en Vietnam es una auténtica millonada, se los entregaría después de alcanzar Hoi An sana y salva y satisfecha. Me vino a buscar al día siguiente, temprano, para iniciar la aventura motera.


Thanh el día que le conocí y me invitó a café, minutos después de que su cuaderno (sobre la mesa), lleno de reseñas y firmas, hiciera su magia.

Thanh es un hombrecillo complejo de mirada apagada y triste. Se esfuerza demasiado por sonreír, pero sus ojos mantienen una expresión congelada de desesperación tremendamente angustiosa para quien se cruza con ellos. Tiene una muletilla: Happy, why not? (‘Feliz, ¿por qué no?’) y la manía de repetirla hasta la extenuación, como si se le hubiera atragantado. Lleva la frase tatuada en su antebrazo izquierdo, porque no se le ocurrió una gesta más trillada que la de tatuarse una declaración de intenciones en el cuerpo. Esto último lo afirmo con conocimiento de causa: yo llevo mi penitencia, varias, a cuestas, desdibujadas a estas alturas del partido. Entre tanto, Thanh se sabotea con frases lastimeras enmarcadas en la autocompasión. Las vomita entre párrafos, como los anuncios que te estropean la siesta de la película del domingo. 

—Estoy solo.

—¿Por qué dices eso, Thanh?

—Porque estoy muy solo. 

Y entonces entrábamos en bucle. 

Fuma como un cosaco. Cuando le embiste uno de sus ataques de tos crónicos, que le nacen en el pecho y le fusilan la garganta, le falta tiempo para fundirse de nuevo en un beso laaaaaaargo y conciliador con otro cigarrillo. Bebe cada noche hasta que el alcohol le doblega y apacigua el monstruo que habita en su cabeza y le recuerda que está “solo, solo, soooooolo”. Entonces, se va a dormir, anestesiado. La resaca del día siguiente debe ser criminal y la fiera vuelve a asomar la pezuña.

Habla de su intimidad con titulares, con detalles dispersos, sin especificar cuando se le insiste. Dice que no tiene amigos. Estuvo casado en algún momento indeterminado y es padre de una adolescente. Las dos mujeres viven en Australia desde hace cuatro años y no las ve desde entonces. Le gustaría tener una novia, pero a sus 42 años no da con ella. Aparte de solo, está viejo, dice. A falta de una enamorada, acude puntual a los karaokes de Hué, donde nació y reside, a cantar canciones tristes y emborracharse con cerveza y ron. El You are not alone (‘No estás solo’) de Michael Jackson es su sedante lacrimógeno de cabecera. Embebido en vino de arroz, trató de que la cantáramos a dúo durante nuestra parada en Prao, pero los dos vasitos del tamaño de un dedal que ingerí de ese líquido blanquecino no hicieron la magia.

Thanh es generoso. Antes del viaje compró chucherías y ropa para los niños que habitan en los pueblos tribales de la Cordillera Annamita, también conocida como Truong Son. Son los ‘montañeros’ a los que el periodista Michael Herr se refiere en su libro Despachos de guerra como “la porción más primitiva y misteriosa de la población vietnamita”. Tienen su propio dialecto y son una especie de apátridas de la era moderna: solo le pertenecen a la exuberante montaña y la montaña a ellos. 

—Estas personas son muy pobres y yo tengo que ayudar a la gente de mi país. No olvido de dónde vengo. 

—¿De dónde vienes, Thanh?

—He vivido en la calle desde los once años y eso no se olvida.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Me tuve que buscar la vida. 

—¿Y dónde estaba tu familia, tus padres? ¿Dónde están? ¿No tienes hermanos?

—Murieron. 

Entramos en bucle. 


El hombrecillo y yo sobre su Honda 125 T, en algún punto indeterminado del camino, ya internados en las montañas.

Las aldeas de montañeros aparecen dispersas a lo largo de la ruta Ho Chi Minh, un símbolo de la resistencia rebelde en tiempos de la guerra de Vietnam. Hoy, es una red de caminos, más senderos de gravilla y tierra que carreteras pavimentadas, y una vasta autopista que atraviesa zigzagueando las imponentes cumbres veladas de la Cordillera. Durante la contienda, fue la principal vía del gobierno de Hanói para suministrar efectivos y armamento a sus colegas del Vietcong en su cruzada por desestabilizar Vietnam del Sur y echar a los estadounidenses de la zona. Por aquel entonces, era una red de caminos artesanales que discurrían trenzados de norte a sur del país, internándose en Laos y Camboya, protegidos por la tupida vegetación de la impenetrable selva. La abismal hendidura llegó a tener cerca de 20.000 kilómetros de longitud total y requirió el trabajo constante de 230.000 personas, muchos de ellos campesinos simpatizantes con la causa comunista y otros tantos campesinos forzados a aportar a la causa comunista. Estas gentes cavaban día y noche la ruta para mantenerla operativa frente a los bombardeos de los aviones norteamericanos.

Thanh es también un hombre retorcido: acortó nuestro viaje cuatro horas y cuando le increpé por ello, ya en Hoi An, se inventó mil excusas. Finalmente, puso cara de cordero degollado y se quedó callado porque sabía que yo tenía razón. Aun así, le entregué el resto del dinero que habíamos acordado porque si su palabra no vale, la mía sí. Dejó de fingir cuando acarició los dólares. Un negocio redondo teniendo en cuenta que el salario mínimo en Vietnam es de unos 200 dólares al mes. Él se había hecho la mitad en dos días. La dueña de mi hostal en Hoi An me explicó que existen más Thanhs, cada uno con su cuaderno original, y abordan al turista incauto en Hué. El fraude, porque mi Thanh me aseguró una y otra vez que él era el genio detrás del invento, les permite ganarse la vida como guías turísticos informales sin depender de una agencia que les contrate. 


A lo largo del camino, aparecen formaciones monolíticas en las que apenas se percibe lo rocoso, colonizado por completo por la frondosa selva.

Ahora, Thanh y yo somos amigos en Facebook y él me lleva en su cuaderno. De vez en cuando me manda fotografías acompañado de otros extranjeros que, como yo, accedieron a su ofrecimiento. Sin él lo más probable es que jamás me hubiera internado en las profundidades de Vietnam, allí donde converge la dignidad rural, selvática y montañera de sus gentes, alejadas de los principales centros turísticos, atestados de nosotros los turistas y viciados por nosotros los turistas. Solo en los primeros cinco meses de 2019, Vietnam recibió unos 7,3 millones de visitantes provenientes de otros países. En 2018, fueron 15 millones y medio. En cuanto al cuaderno, si alguien se cruza con Thanh y me conoce, sepa que todo lo que ahí relato es cierto: lo bueno, lo malo y lo humano. Lo terriblemente humano, como todos nosotros. 

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