Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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El momento es este: miércoles, Castelar. Nada en la escena se devela como extraordinario. La luz blanda de las lámparas bañando el ambiente. El aroma del café negro recién molido. Las tazas chocando con los platos y las mesas redondas y las sillas de madera y las conversaciones triviales que rodean. La ausencia de cualquier tipo de privacidad. Nada distinto, excepcional, sobresaliente. Excepto él. 

Llega puntal a la hora pactada vistiendo una remera a rayas, un jean azul oscuro y un clásico reloj pulsera. Su aspecto acompaña el aura sencilla, amable y presuntamente transparente que envuelve cada uno de sus gestos. Todo en él refleja una confianza tranquila. Eduardo Sacheri me extiende la mano y sonríe con la calidez que invita al diálogo e instintivamente me relaja. Al sentarse su figura se encastra con el paisaje y nadie de los que nos rodean en el café parece percatarse que uno de los mayores escritores nacionales ha llegado al lugar. Dos cortados, un grabador y su libro Esperándolo a Tito nos acompañan en la mesa al tiempo que se desarrolla la charla. 

“Esperándolo a Tito”, el libro de Eduardo Sacheri que descansa sobre la mesa, durante el encuentro con la autora. / Archivo particular.

Es la mirada. En principio, es eso. La dirección letal hacia un punto directo que parece penetrar el vacío. Los pensamientos se le perfilan vorazmente en algún lateral del cerebro, pero él, como si fuera un director técnico, les pide que aguarden, que se ordenen, que respiren pausado y dejen de dar saltos. Recién entonces, apunta a los ojos y dispara:  

—Yo pienso que a esta altura de mi vida, capaz, podría no escribir más, porque me fue muy bien, y, sin embargo, lo sigo haciendo, y si lo sigo haciendo será porque lo necesito. Me hace bien, o me haría peor no hacerlo. ¿Es una necesidad eso? 

La pregunta no pide respuesta. De todas maneras, tampoco la hay. Son las diez de la mañana de un día de febrero. Afuera, el pavimento se extiende como una lagartija retorcida o una cerámica rota. El resto es puro sol y aire. 

Una biografía resumida de Eduardo Sacheri diría lo siguiente: que nació el 13 de diciembre de 1967; hijo de padres odontólogos y siendo el menor de tres hermanos; que escribió sus primeros cuentos en la década del 90 y luego algunos de ellos fueron transmitidos en el programa radial “Todo con afecto” de Alejandro Apo; que lleva hasta el momento quince libros publicados (seis de ellos en formato novela), tres películas lanzadas y un premio Alfaguara en el bolsillo. Añadiría también que el gran salto estratosférico fue cuando su novela La pregunta de sus ojos debutó en la pantalla grande y ganó un Oscar en 2010 a mejor película internacional. Y que esa es, a grandes rasgos, la historia. Solo faltaría montar la escena de un joven adulto insomne.

Eduardo Sacheri me extiende la mano y sonríe con la calidez que invita al diálogo e instintivamente me relaja. Al sentarse su figura se encastra con el paisaje y nadie de los que nos rodean en el café parece percatarse que uno de los mayores escritores nacionales ha llegado al lugar.

 La suya es una escritura que estaba destinada al ámbito académico. Como licenciado en Historia, jamás imaginó que sus textos vieran un horizonte más amplio que el científico. Pero a los veinticinco años, y en busca de su primer hijo, la necesidad de entablar conversación con la muerte comenzó a machacarle la cabeza.“Lo primero que escribí fue una carta a mi papá, que falleció cuando yo era chico. No dormía y necesitaba escribir eso. Luego me daría cuenta de que escribir es lo que me permite estar lo suficientemente sereno con el mundo como para cazar horas de sueño”, comenta en una charla TEDx de 2018.

La relación con su padre fue siempre lo que él entendió como el reflejo exacto del amor. Desde los cimientos de ese diálogo transpolar se edificaron sus mejores historias. Y es que a la hora de escribir, a él la fórmula que mejor le resulta es la de hablar indirectamente de las cosas que más le importan. Esos relatos tienen como común denominador los elementos más cotidianos de las situaciones diarias, que no dejan de ser para él los más extraordinarios.

Mientras la charla toma forma me revela la escencia que esconden sus historias: 

—Acá no hay zombies, ni espías, o invasiones extraterrestres. Hay gente con vidas muy cercanas y superficialmente anodinas. Vidas donde hay determinadas cosas y no hay determinadas otras.

Lucia y Eduardo Sacheri en un café en Castelar. / Archivo particular.

Por “acá” se refiere a Castelar, ciudad en la que nació, creció, escribe, cría a sus hijos, da clases por videollamada y, cada sábado, religiosamente, juega partidos de fútbol con sus amigos. Por “vidas superficialmente anodinas” se refiere a realidades que se mueven en un horizontal perpetuo. Vidas, dice, así como la suya. 

Le consulto:

—En Los dueños del mundo escribís al principio esto: “un libro que habla, apenas, de algo tan doméstico e intrascendente como una vida suburbana”.

—Lo que pasa es que en el fondo todo depende de cómo mires las cosas, de cual sea la pregunta que te hagas o de dónde te detengas. Los seres humanos nos creemos muy excepcionales y distintos, pero lo único que nos distingue es la cáscara. Todos queremos un puñado de cosas, tememos un puñado de cosas, y nos aferramos a otro puñado de cosas. 

El destino de sus libros ocupa un lugar menor en su cabeza y el “para quién” parece no perturbarlo. Dice que escribe y el resto ya lo determinará el tiempo. Mientras tanto, parece increíblemente acostumbrado a habitar esa paz mental, esa fuente de incertidumbres. Eduardo Sacheri traza historias como quien siente que está tomándole el pulso a la realidad. Es que de cierto modo lo hace. Sus relatos vienen a decirnos, entre tantas otras cosas, que no hay nada más admisible, más intrínsecamente humano, que haber amado irremediablemente algo. Llegar a él es fácil. Lo difícil es comprender cómo opera su mente. 

—¿Viste esa escena? - me pregunta - La de la pasión… 

La escena de la que habla es la de Franchella en El secreto de sus ojos. “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de religión...”.

—Sí, la vi – respondo.

—Bueno, la pasión es singular de padecimiento. No viene del placer, viene del padecer. Igualmente, hay una zona de la pasión que es interesante porque precisamente en pos de eso vos te sacrificás, te esforzás, te disciplinás, si fracasás, insistís. Ahora, al mismo tiempo, no hay ningún reloj íntimo que te diga “hasta acá llegó esto, no insistas porque no tiene sentido”. 

—¿Y con la escena qué pasa?

—Basta con que te metas en Youtube y pongas Pasión: El Secreto de sus ojos y ya salta esa escena. Es una hermosa escena. Pero aquella arranca con ese personaje diciéndole al otro “yo soy prisionero de mi pasión, me alcoholizo y estoy destruyendo mi vida y vos, que estás enamorado de una mujer que no te da ni la hora, también te la estás destruyendo, entonces me puse a pensar en esto de destruirse la vida por una pasión y me di cuenta que somos esclavos de nuestras pasiones”.

En 2009 se lanzó la película "El secreto de sus ojos", basada en la novela "La pregunta de sus ojos" de Sacheri.

Cada una de sus pausas da lugar a una criatura hermosa que se estira, observa, y sonríe...

Luego, abre los brazos como un atleta rendido en un marcado gesto de resignación.  

—Y bueno, cada cual se apropia de lo que quiere, pero yo tengo derecho a decirle a esos que se adueñan festivamente de la escena “pará, flaco, no es tan simple”. 

El destino de sus libros ocupa un lugar menor en su cabeza y el “para quién” parece no perturbarlo. 

Entender los sinuosos caminos que transita la mente de un artista suele ser, casi siempre, una tarea sumamente compleja. Quisiera decir que Sacheri es la excepción, pero no. Aún después de varias horas de charla, no me quedan dudas de que sus palabras dejan entrever tan solo un lateral sobre el cual se erige su escritura. Afuera, Castelar sigue siendo lo del principio. Una ciudad al oeste del Gran Buenos Aires, donde hay senderos que se bifurcan, vías del tren, un cielo que parece un azul de mar, rejas que cubren casas vestidas de colores partidos, gente que duerme la siesta religiosamente cada día. Un lugar minado de posibles personajes sobre los que se inspire Eduardo para sus próximos relatos. Al irse, lo que deja es solo un rastro. La borra del café, sobres de azúcar de esqueleto quebrado, algunos billetes arrugados, un pulso firme, el aliento. El resto es puro sol y aire. 


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