Seis años atrás pasé 40 días encerrado en la mezquita de casa para experimentar en carne propia una de las prácticas más intensas del sufismo: la halwa o seclusión. Sé que estoy contando todo a las apuradas y debo aclarar ciertas cosas pero permítame continuar antes de perder el hilo. En esos 40 días de retiro del mundo, llevé un diario con el registro de los vaivenes de la soledad más solitaria que viví en mi vida pues uno no habla con nadie. Uno se retira en un momento particular del año islámico. Come solo lentejas y pan. Repite una serie de invocaciones sagradas. Y recita y recita el Sagrado Corán, ese tesoro y oráculo inmenso descendido del cielo. Funciona como las viejas cajas fuertes: giras la ruedita una cantidad para un lado, luego para el otro, luego de nuevo para aquí, y zás: la caja se abre.
Cuando en mi caso, la caja se abrió, ese diario que les contaba fue interrumpido. No quiero hacerme el misterioso, pero lo que ocurrió a partir de entonces, no pude bajarlo en palabras. Un poema, una lágrima o señalar el centro del pecho hubiese sido incluso más atinado. Pero no suficiente.
Uno se retira en un momento particular del año islámico. Come solo lentejas y pan. Repite una serie de invocaciones sagradas. Y recita y recita el Sagrado Corán, ese tesoro y oráculo inmenso descendido del cielo.
A lo largo de la historia, los sufís –los místicos del islam, que se empeñan en limpiar su interior del basural que somos por dentro–, siempre se las ingeniaron para implantar sus mensajes de modos originales: desde fábulas musicalizadas por trovadores a danzas giratorias como trompos al infinito, desde chistes con doble, triple y cuádruple sentido a ceremonias regadas de té, mucho té pues beber té, dicen los maestros sufis, es mitad del camino.
Los sufís, místicos del islam, que se empeñan en limpiar su interior del basural que somos por dentro.
Leí por entonces una entrevista al gran tarotista, cineasta, poeta, buscador chileno Alejandro Jodorowsky. En los ’80, él había creado un cómic de aventuras sci fi fabuloso al que llamó El Incal. Cuando le preguntaban para qué meterse en el cómic, un género nuevo para él, dijo que no se le ocurría mejor manera de contar sus experiencias espirituales sin que sonara a tratado religioso que haciendo un cómic. Salvando las distancias –humildemente yo soy mucho mejor que Jodorowksy y mi cómic mucho mejor que el suyo, nah, era una chiste El Incal es lo máximo–, esa fue mi motivación para crear a Shams, empleado de peaje, amante del blues, con pasado de agite, quien se hace sufi tras un episodio tremendo, y no esperes que te cuente mucho más.
El Toreh trabajando en las ilustraciones de Shams./ Archivo particular.
Por otro lado, con tanto loco suelto por ahí, el mundo se ha quedado corto de superhéroes. Cuando los colosos del cómic Marvel y DC abordaron a protagonistas musulmanes siempre fueron una decepción, una cosa edulcorada y bajonera, un clon barato de la Liga de la Justicia. Un desprendimiento de costilla que languideció a los pocos números sin pena ni gloria. Ahí están Simon Baz, el linterna verde musulmán, un capitán américa negro llamado Josia al Hajj y un Batman islámico de nombre Bilal a quien, el caballero negro, le dio, para que se entretuviera –o para sacárselo de encima– la misión de custodiar París. Más acá, está Ms. Marvel, la teenager llamada Kamala Kan, hija de padres pakistaníes, familia islámica modelo, con poderes de rayos de no sé qué, que brotan por sus manos. Aunque la Ms. Marvel original se llamaba Carol Danvers, puso por primera vez un pie en el cómic en 1968, y nada tenía de islámico. En fin, como verán, ninguno me gusta.
Cuando los colosos del cómic Marvel y DC abordaron a protagonistas musulmanes siempre fueron una decepción, una cosa edulcorada y bajonera, un clon barato de la Liga de la Justicia.
“¿Por qué no creo un superhéroe 100% muslim, yo, que hace 13 años me inicié en el islam, y me jacto de ser creativo?”, reflexioné un día que, como suele suceder en los días en que uno tiene grandes reflexiones, no había internet en casa. Y así lo hice. Durante dos años, me embarqué con un dibujante de cómic excepcional y joven El Toreh, y sin habernos visto jamás las caras –milagros de la pandemia–, juntos nos aventuramos en contar esta odisea de un hombre –Shams, por si te olvidaste– llamado a suceder a su maestro sufí que acaba de morir. Si solo fuera una muerte como cualquier otra, vaya y pase, pero el episodio desata un acontecimiento que rasga los cielos, y pone en jaque la puerta que comunica con el mismísimo infierno por razones que, para averiguarlas, deberás poner de tu bolsillo 17 dólares y comprar el cómic.
Ah, quería contarles de Shams. Shams es grande. Muy grande. Casi no pasa por las puertas. Y padece un problema en una amígdala de nombre raro. Esto le produce un fenómeno atípico: no siente miedo. Nunca lo sintió. Para suceder a su maestro, deberá retirarse del mundo por 40 días –eso que les narraba al principio– y combatir a los cuatro enemigos más grandes que tiene el ser humano, y todos ellos habitando dentro de uno.
Mundos paralelos, batallas de ángeles y demonios, y un reguero de flechas –me olvidé de contarles que Shams usa una ballesta–, atraviesan esta aventura de un nuevo superhéoe que reza, lleva barba, turbante y lee el Sagrado Corán, y cada vez que pone la frente sobre la alfombra tiene un salto cuántico a otro mundo –me gusta emplear la palabra cuántico cuando no tengo la menor idea sobre algún fenómeno–.
Shams es grande. Muy grande. Casi no pasa por las puertas. Y padece un problema en una amígdala de nombre raro. Esto le produce un fenómeno atípico: no siente miedo.
No quiero ponerme demasiado fan de mi propio cómic. Voy a parecer vendedor de Biblias. Pero bueno, soy como un niño: es mi primera historieta. Aguántenme.
Un día, me dije: ¿y qué tal si a este cómic extraordinario, le insertamos una banda de sonido propia, de modo que, mientras uno pasa las páginas, la música acompaña los climas de sus peripecias? Y así se sumó al equipo Sami Sebastian, director del Ensamble Sufi Yerrahi de Buenos Aires, un músico tan genial que puede hacer una sinfonía con un móvil viejo. A medida que le compartía las páginas, Sami me devolvía unos paisajes sonoros tremendos, sacudones de tensión dramática, remansos verdes pasada la tormenta, subidones emotivos. Un capo.
Aún así, había un eslabón que permanecía abierto. Los maestros sufís enseñan que Dios colocó un secreto en el corazón del hombre: se le llama sirr. Y toda esta historieta trata, en definitiva, de la búsqueda final de Shams tras ese, por así decirlo, santo grial del islam. Ahora bien, el sirr por algo es secreto. Y los maestros al referirse a de él, callan. Ellos te llevan a un sitio –bueno si eres sufí, si no, no te llevan a ningún lado– y luego te dejan en la antesala del secreto. Y el sirr, a cada uno le toca vivirlo a solas. Entonces, ¿cómo narrar lo inenarrable? ¿Cómo aludir a ese secreto enterrado bajo siete llaves en el cofre enjaulado de nuestras costillas? “Hagamos un video oculto”, me dije. “Que esté escondido en alguna parte del cómic y que la gente pueda verlo desde el móvil enfocando a un QR”. Y en esta etapa intervino Mutasalem Irión, un videasta sensible y experto que, conociendo desde dentro el sufismo, realizó un cortometraje –cortísimo metraje de poco más de un minuto– empapado de alusiones al sirr.
—Que sea una mezcla de David Lynch, con sufismo, y el video de “La llamada” pero luminoso —le sugerí.
Quedó extraordinario. Y lo ubicamos en un lugar simbólico. El lugar indicado. Pobre Shams: deberá batallar mucho hasta encontrarlo.
Portada de "Shams y la puerta del infierno".
Y bueno, eso es todo. No tengo mucho más para contarles. Excepto que hay días en que releo la historieta y me parece una joya sin precedentes –Leila Kovacs le puso color y quedó fantástico– y hay días en que me digo: “¿No será esto un mamarracho incomprensible?”
Guardo esperanzas de que sea, en definitiva, más de lo primero que de lo segundo. Y que en un par de años, me vean aquí hablando de lo maravillosa que está su adaptación en cine. Todo puede suceder. El secreto –el sirr– está allí entre sus páginas, implantado y encriptado. La puerta al infierno tiembla. Y un nuevo héroe de barba y turbante acaba de nacer para poner las cosas en su lugar. Que Dios lo ayude.