Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Me limpio las manos llenas de polvo de ladrillo y busco la cámara de fotos. Atardece en el pueblo donde vivo, al sur de La Pampa, en Argentina. Esta llanura es como la lengua de un animal con sed. Cuando la vemos así, en toda su extensión, parece demasiado larga. Al principio me asqueaba. Ahora es distinto. Sí, por momentos aún me perturba, creo que podría replegarse sobre sí misma, volver a la garganta de ese animal flaco y moribundo, llevarme con ella: tragarme. Pero basta con sacudirme un poco para que esa sensación desaparezca. Aprendí a ser como Elvio. 

En la foto capturo la lengua hecha de pasto seco, un pasto que llega hasta mis rodillas, que el viento agita como un mar, que se topa al final con unas nubes gordas que parecen hacer nido sobre la copa de los caldenes. Un rosa violento estalla en el cielo cuando el sol, que está tan bajo, ya no nos obliga a entrecerrar los ojos. Un rosa que primero envuelve los silos de la planta de cereal y después se descompone sobre la línea del horizonte, se derrite, se vuelve naranja. No estamos en el medio del campo, pero casi. Es un sitio en los bordes del pueblo. Silba una martineta. El resto es silencio.

Atardece en el pueblo donde vivo, al sur de La Pampa, en Argentina. Esta llanura es como la lengua de un animal con sed. Cuando la vemos así, en toda su extensión, parece demasiado larga. Al principio me asqueaba. Ahora es distinto.

Cuando nos mudamos a General San Martín me sentí un poco como Ada, quien siguió a Elvio y dejó el barrio de Almagro, en la ciudad de Buenos Aires, para instalarse en una zona rural. Ada es un personaje de un cuento de Federico Falco que aparece en el libro 222 patitos. Fui ella mucho tiempo, vi todo “triste, amplio, vacío”, “tan ancho, tan chato”, y me hice infinidad de veces la pregunta que también Ada se hacía: “¿qué hago acá?”. Elvio estaba convencido de que en ningún lugar estarían mejor que en Cabrera, y donde él encontraba belleza, ella “sólo veía casitas bajas y grises, arbolitos de morondanga, los cables de la luz balanceándose en el viento, y puro campo, el campo casi metiéndose hasta el patio…”. 

Ada se esforzó por amigarse con aquel paisaje, intentó no estar triste, quiso hacer caso a los médicos que la atendían cuando se deprimía, seguir el consejo que le daban: concentrarse en las cosas lindas. Elvio la sacaba a dar vueltas en el auto, le mostraba que se podía ser feliz con las cosas chiquitas de todos los días. Una vez tomó el camino de los paraísos y fueron por la zona del bajo hasta que estacionó en la banquina, la invitó a bajar. Juntos cruzaron del otro lado del alambrado, caminaron contra viento. “Sentí lo que es esto”, le decía Elvio mientras abría los brazos hacia la inmensidad y la campera le flameaba, “sentí”.

Fui ella mucho tiempo, vi todo “triste, amplio, vacío”, “tan ancho, tan chato”, y me hice infinidad de veces la pregunta que también Ada se hacía: “¿qué hago acá?”.

En este tiempo de pandemia, esa imagen de Elvio se me hizo bandera. Si bien sigo extrañando la vida de ciudad, los cafés, las librerías, el cine, cualquier destello de multitud, hasta añoro los semáforos, en el caos de un mundo enfermo, ese deseo que compartía con Ada, de huir, comenzó a esfumarse. Dejó de hacerme ruido escuchar el silencio, entendí lo que es andar sin prisa, valoré no estar atrapada en un departamento y hasta me pareció una bendición que el campo de verdad se nos metiese un poco en el patio. Pasó algo más: nunca me sentí menos atrapada en el pueblo. A pesar del encierro, el aislamiento y la distancia social, la tecnología también nos abrió una puerta a los que vivimos en los márgenes. De pronto, sin salir de mi casa, salí al mundo: me anoté en cursos virtuales, comencé talleres de escritura por Zoom que antes sólo eran presenciales y se cursaban a cientos de kilómetros, asistí a todas las charlas que dieron mis escritores favoritos en la Feria Internacional del Libro, puse a todo volumen los conciertos en vivo a los que fui mientras barría la vereda.  

Leí que la Fundación Es Vicis, que promueve el repoblamiento rural, durante el primer año pandémico multiplicó por diez el número de personas que se inscribieron para irse a vivir a localidades del interior. Nosotros, que tantas veces nos prometimos volver a la ciudad, nos terminamos comprando un terreno en el pueblo. Estos días llegaron los primeros ladrillos. Los huelo, los toco, los suelto para sacar otra foto. Después abro los brazos y me parece que hasta hablo igual que Elvio. Digo: “¡Sentí! ¡Sentí qué hermosura!”.

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