Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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No sé si sea un hobby. Exactamente ¿qué es un hobby? (qué fea palabra: color carey y depresiva. Me hablan de hobbies y pienso en suicidas). Googliemos: «Actividad u ocupación que se realiza meramente por placer durante el tiempo libre». 

Bueno, mi hobby, algo que hago meramente por placer durante el tiempo libre, es visitar apartamentos o casas en Bogotá que no voy a comprar ni a rentar. Veo el aviso, me erizo, llamo, voz gruesa y creíble, pregunto tamaño, número de habitaciones, precio, sí, mañana a las tres está bien, y qué emoción tan grande. 

No me interesa, yo qué sé, acordar una cita para ver un apartamento supuestamente tipo loft que arriendan en el barrio de Cedritos, o una casa que venden en Villa del Prado. La cosa, el placer, consiste en entrar en la belleza, y descubrir los tesoros que esta belleza guarda.  

Uno va en un bus por la carrera 13 con la calle 40, mira a la izquierda y ve un aviso de SE VENDE APARTAMENTO en una de las ventanas de Pastas San Marcos. Hay que llamar, por supuesto. Resulta no ser uno más de los dúplex que componen el edificio, que no están mal pero que ya pasaron hace rato por mi ojo, sino el penthouse, el apartamento que los italianos dueños de San Marcos se reservaron cuando construyeron la torre a finales de los años cincuenta.

La cosa, el placer, consiste en entrar en la belleza, y descubrir los tesoros que esta belleza guarda.

—Son 350 metros, más 70 de terraza, cinco habitaciones. Ocupa todo el último piso, gran vista —me dice doña Betsabé, la agente—. No olvide que el edificio es de conservación y…

«De-con-ser-va-ción», una de mis combinaciones favoritas. Suena a chocolate caliente con panecillos. Suena a arquitectura de mitad de siglo veinte bien pensada, a edificios firmados, a concreto, a escaleras fotogénicas (a veces hay que disimular, no mostrar gran emoción y aguantarse las ganas de tomar una foto en contrapicado, qué pesar). 

Abro un paréntesis largo. Digamos que todo lo de conservación es bueno, pero no todo lo bueno es de conservación. Los motivos son varios. Van dos: 

Uno: tener un edificio de conservación implica mantenerlo en pie, lo que hace difícil venderlo (muchos compradores están interesados en el lote, no en el edificio). Los dueños, entonces, buscan, de todas las formas posibles, y no sé qué tan legales, o que nunca les cataloguen su edificio como bien de conservación, o que, si ya cayeron en ese temible (para ellos) listado, los saquen de ahí quién sabe cómo. Así que hay joyas que increíblemente no son de conservación, y por lo tanto son derribables, y las derriban. 

Edificio San Marcos.

En la calle 73, abajo de la carrera 11, frente a la Universidad Pedagógica, había un edificio bellísimo, de cuatro pisos, rodeado de jardines florecidos, que debía ser de inicios de los años treinta. Duré años intentando entrar. Poco a poco, tras cada rechazo (juraban que yo era un ladrón; me ha pasado muchas veces: parezco tener look de asaltante de apartamentos), me fui enterando de cosas: una rica familia caritativa, dueña del lugar, permitía que allí funcionara una fundación que daba hospedaje a sacerdotes; en el inmenso patio trasero quedaba un estacionamiento. Al fin apelé a los contactos de mi buena parentela católica, y conseguí entrar.

En el interior quedaba poco del edificio original, salvo unos pisos de madera estropeados que no paraban de traquear y una escalera romántica. Los muebles eran sillas Rimax y catres viejos. En las paredes, afiches de Ediciones Paulinas. Pregunté por la historia del lugar; quienes lo habitaban (o administraban) sabían poco. 

—Obviamente, es de conservación —dije. 

—Fue.

—…

—Los dueños lo sacaron de la lista de edificios de conservación. Lo quieren demoler. ¿Vio afuera?

—No. ¿Ver qué?

—Ya tenemos licencia de demolición.  

Los dueños, entonces, buscan, de todas las formas posibles, y no sé qué tan legales, o que nunca les cataloguen su edificio como bien de conservación, o que, si ya cayeron en ese temible (para ellos) listado, los saquen de ahí quién sabe cómo.

Me torné dramático y, tras un buen rato, conseguí algo: que la administradora de los bienes de la familia (que ese día no estaba) se reuniera con un grupo de arquitectos. Yo, iluso (de puro amable, por eso moriré pobre) tenía una idea: salvar el edificio convirtiéndolo en apartaestudios; quizás podrían hacer una torre adjunta en el lote de atrás, donde ahora quedaba el estacionamiento, lo que haría rentable el proyecto. Mi, digámoslo así, referente era la casa del pintor Sergio Trujillo Magnenat, personaje de una novela histórica que escribí, y por la que aún siento mucho cariño, construida en 1946 por Victor Schmid, en un estilo acaso Bauhaus. Tras años de abandono, había sido restaurada y convertida en apartamentos por dos arquitectos jóvenes. 

Edificio Calle 73.

Los contacté. Parecieron interesarse, y una tarde nos reunimos con los administradores en el segundo piso del viejo edificio. 

El encuentro rápidamente se tornó absurdo. Los unos no querían mantener la construcción en pie, sólo tumbarla, y quedarse con un lote de engorde en un sitiazo. Los otros, los arquitectos, en vez de mostrar ganas, interés de convencimiento, apenas si hablaban, y cuando lo hacían, parecía que les daba pereza: actitud inaguantable, mirada de culo, displicencia total. No miento, hasta dijeron de quién eran hijos, dónde habían estudiado y que eran amigos de no sé quién putas, la jeta torcida, la vergüenza total. 

Y yo ahí, aleteando para animar a los unos y a los otros, de pronto sentí que perdía el tiempo. Exageremos: fue como si el edificio crujiera; entonces le fui bajando a mi emoción hasta que guardé silencio. Qué raro, creo que de los dos lados quedaron contentos.

Dos semanas después una flota de buses llenaba el inmenso lote. Del edificio nada, como si jamás hubiera existido. Es que hasta arrancaron los jardines florecidos. Es otra de esas calles por las que he jurado jamás volver a pasar. 

En el interior quedaba poco del edificio original, salvo unos pisos de madera estropeados que no paraban de traquear y una escalera romántica. Los muebles eran sillas Rimax y catres viejos.

Decía que todo lo de conservación es bueno, pero no todo lo bueno es de conservación. Ya di un primer motivo. El segundo es que quienes eligen qué es de conservación y qué no, tienen estándares que a veces me resultan particulares. He entrado a casas y edificios bellísimos —siempre disfrazado de comprador: bien peinado, mirada seria, ¿ya cambiaron la tubería?— con la seguridad de que son de conservación, y resulta que no, y me da la idea de que a veces tiene que ver con el sector. Me explico: entre más deprimida sea la zona, menos edificios de conservación hay. Puedo estar equivocado, pero mientras en La Candelaria, La Magdalena, Teusaquillo y, en general, el costado oriental del centro bogotano, es común encontrar edificaciones de conservación, en La Pepita, El Listón, Santa Fe, Los Mártires, La Favorita y el Samper Mendoza, por nombrar los primeros barrios en los que pienso del sector occidental del centro bogotano, cada vez menos residencial, todo es, y ha sido desde años atrás, derribable, o al menos convertible en mierda, lo que quizás es más triste. Aquí las historias no son de edificios que algún día fueron de conservación y mágicamente salieron de la lista; aquí la conservación no existe. Me pregunto: ¿será que a los que establecen qué es de conservación les dará miedito y pereza meterse por esos lados?

Cierro paréntesis. 

Edificio Calle 73.

Ahí estoy, a las cuatro de la tarde en punto, tal como quedé con doña Betsabé. Hoy recuerdo su nombre, cómo no, y su voz que iba respondiendo a mis preguntas; pero sucedió lo que siempre me pasa cuando entro a un lugar que me cautiva: éramos sólo este apartamento y yo, y el pulso a mil. 

El barrio de Teusaquillo se metía por las ventanas de aquel noveno piso. Pero entre Teusaquillo y yo estaba el gran salón. A mi derecha, un jardín interior, coronado con un tragaluz; y a mi izquierda, la sala, y más allá el comedor. 

No había paredes ni divisiones entre la sala y el comedor, nada de horribles cenefas ni mentirosos drywalls: yo estaba ante el espectáculo de amplitud de la arquitectura de los años cincuenta. Los límites los daban los muebles, largos, muy horizontales, a escala con el espacio, y sobre ellos quedaban algunos adornos: piezas europeas de cristal y buena cerámica de mitad de siglo (otro tema que me obsesiona). 

La luz del sol resaltaba el polvillo que reinaba. El corredor que llevaba a las habitaciones y a la segunda zona de descanso estaba enchapado en una madera clara, que se curveaba en el nicho de cada puerta, lo que le daba al ancho pasillo un aire futurista, como de casa diseñada por Pierre Cardin. 

Decía que todo lo de conservación es bueno, pero no todo lo bueno es de conservación.

Y en cada cuarto, las camas sin tender y las cortinas medio rotas, como quemadas por el sol. Ningún cuadro en las paredes. Sólo las camas, las mesas de noche, las lámparas, los tocadores, y en el estudio las bibliotecas, el escritorio… Y de qué factura cada mueble. Aún tengo la certeza de que la mayoría de este mobiliario era europeo. Sentí, ya me acuerdo, que estaba en el apartamento de la familia real italiana o griega, que hacía unos meses había huido antes de ser apresada por el ejército. El rey, su esposa y sus hijos (siempre hay un niño enfermo) se habían llevado las joyas y el arte; todo lo demás había quedado ahí, ante mis ojos.

Salí a la terraza. Intentaba adivinar la forma de búho de la Universidad Nacional que se veía a lo lejos (bueno, la verdad jugaba a que era el dueño del apartamento que sale a relajarse con la vista), cuando escuché la voz de doña Betsabé: 

—Si no se vende, la familia tiene pensado separarlo, convertirlo en apartaestudios para estudiantes.

—¿Pueden? —e imaginé una larga fila de cubículos, la belleza hecha cuadritos. 

—De puertas para adentro, uno puede hacer lo que quiera —me respondió. 

Al poco tiempo, el aviso de SE VENDE desapareció de las vitrinas de Pastas San Marcos. De eso hace tres años, quizás. No miento: cada vez que paso por ahí, hago una pequeña oración pidiendo que una rica familia, o un enfermo mental de buen gusto, haya comprado el apartamento. 

Alguna vez quise preguntarle al celador del edificio qué había pasado al fin con aquel penthouse (no sé qué hice el número de doña Betsabé), pero pasó lo de siempre: el hombre me vio cara de asaltante de apartamentos y amenazó con avisar a la estación de policía que queda al lado. Cuando estuve lo suficientemente lejos, le envié mil maldiciones al puto portero, y aproveché para enviárselas a los muchachitos que vivieran en los apartaestudios, si es que semejante belleza de lugar finalmente había terminado convertido en una colmena. 

***

Casa calle 22. / Archivo particular.

En la calle 22, una cuadra abajo de la carrera décima, en un sector del centro de Bogotá que se ha empobrecido y deprimido mucho al paso de los años, el aviso de SE VENDE ESTA CASA sí continúa hoy (hace unos días pasé por ahí). Lleva años. Hay un muro, una puerta de hierro y dos confusas placas de piedra que, en vez de dar información sobre el arquitecto o el año de construcción, hablan de ventas de seguros para jóvenes viajeros. Antes, desde las escaleras de acceso al edificio de en frente, se podía ver algo de la casa, pero ahora en esas escaleras han puesto una reja que impide que los indigentes las usen como baño y cama, de manera que desde la calle la única vista posible es la del muro, la puerta de hierro, las placas y el aviso de SE VENDE ESTA CASA y, de pronto, algo del viejo pino que gobierna el amplio jardín. 

Ejerciendo mi hobby, he entrado a muchas casas y apartamentos. Como sólo entro a lugares que tengo la certeza de que me van a emocionar (ya sea por su fachada, año de construcción o arquitecto firmante), las decepciones han sido poquísimas. Digamos que de cada visita salgo sonriente, loco de ganas de llegar a casa para revisar las fotografías que tomé (si es que me lo permitieron), hacer un borrador del plano y suponer cómo sería vivir ahí y dónde pondría cada objeto de mi colección de piezas decorativas del siglo veinte; hasta pienso en cuáles serían mi farmacia y panadería de confianza y dónde desayunaría los domingos.  

Dicho esto, anuncio: mi visita a esta casa de la calle 22 ha sido la más conmovedora. Si bien en la zona hay bastantes joyas olvidadas, esta fue una absoluta sorpresa. En la zona uno espera encontrar vestigios republicanos (hasta coloniales, de pronto), algún detallito nouveau, más decó y sobre todo buen material de mitad de siglo, pero no una inmensa mansión inglesa rodeada de jardines, totalmente amueblada y habitada por nadie. 

Cuando estuve lo suficientemente lejos, le envié mil maldiciones al puto portero, y aproveché para enviárselas a los muchachitos que vivieran en los apartaestudios, si es que semejante belleza de lugar finalmente había terminado convertido en una colmena. 

El aviso, además de anunciar que la casa estaba en venta, y de informar los números a los que se podía llamar, decía claramente que era de conservación. Por eso acordé la cita (también porque algo había podido atisbar desde las escaleras de en frente antes de que las enrejaran). Quien me atendió fue el hombre a cargo del cuidado del lugar; vivía con su esposa y su hija en la casa del servicio, detrás de la mansión.  

Desde que él me abrió la puerta de la calle, pisé el jardín y miré lo que tenía en frente, la experiencia se tornó inverosímil. ¿Qué carajos hacía una casa así en una calle tan fea y peligrosa como esta? Y, sobre todo, ¿por qué lucía en perfecto estado si todas las joyas arquitectónicas circundantes estaban hechas un asco? 

No entramos por la puerta principal, a un lado de la casa, sino por la vidriera que llevaba al gran hall. Me sentí como un invitado de lujo: un nuevo embajador, un ministro recién nombrado por Alfonso López Pumarejo, elegante presidente de la primera mitad del siglo veinte. 

Se abren las puertas de vidrio y hierro forjado, y veo un piso geométrico de madera noble, enchapes de nogal que suben hasta la mitad de las paredes y que se encuentran con un papel de colgadura de escudos dorados; en el techo hay un intrincado diseño de evocación árabe. El mobiliario es una mezcla de neocolonial, decó y años cincuenta. Poltronas de terciopelo, acompañadas de pequeñas mesitas, sobre las cuales hay jarrones y cigarrilleras, sólo parece faltar un vaso de whisky. A la izquierda, una puerta lleva a la antigua sala de bridge, desde hace décadas convertida en estudio. Frente a mí, otra puerta se abre al hall; tomo esa ruta. Huele a madera encerada, los pisos ni siquiera crujen. Nada de polvo, la casa brilla. Al fondo, con vista al jardín de atrás y a la fachada de la casa de los empleados, está el comedor. La mesa, de doce puestos, parece pequeña: perfectamente cabe una de veinte. Tomo la silla de la cabecera y me siento. Imagino que la cena está servida, la mesa puesta, y que yo soy…

—Venga por acá —me dice el administrador. Me levanto de inmediato. 

¿Qué carajos hacía una casa así en una calle tan fea y peligrosa como esta? Y, sobre todo, ¿por qué lucía en perfecto estado si todas las joyas arquitectónicas circundantes estaban hechas un asco? 

Junto al comedor hay otra sala, es el bar. Y a la izquierda, el baño, el tocador de mujeres y el guardarropas. Después, una sala más, un baño para caballeros, la cocina infinita y las escaleras que bajan a un sótano asustador que alguna vez fue una cava. 

Arriba, me reciben otra sala, un solárium, cinco habitaciones y tres baños. Todo listo y dispuesto. Sólo parecen faltar los abrigos y sombreros en los oscuros armarios, el sonido de la radio, el olor a Mitsouko de Guerlain, los jabones junto a las tinas, los libros de cuentos y las biblias en las mesas de noche, quizás unos tacones de charol sobre la madera. Desde una de las ventanas veo el segundo piso del edificio de al lado, una torrecita oscura que quizás fue atractiva medio siglo atrás. Me demoro unos segundos en enfocar la imagen. Se trata de una habitación llena de camarotes, hay sombras, humo, figuras que se mueven, que entran y salen. De pronto, me parece estar viendo los pechos desnudos de una señora gorda; entonces algo se atraviesa entre ella y yo. Es un tipo que me muestra un cuchillo y me grita: «¿Qué le pasó, malparido?».  

El administrador y yo subimos a la mansarda, y fue ahí, lo recuerdo bien, donde me golpeó la más triste de las epifanías. Vi arrasados los pisos de maderas palaciegas y los empapelados de seda, vi arrasadas todas las paredes y los arcos, vi arrasadas las tinas, los azulejos franceses y las griferías inglesas. Sólo vi kilómetros de porcelanato blanco, luces azules y rojas, y el estruendo más bárbaro de puro reguetón. Los nuevos dueños no tocarían la fachada para, supuestamente, cumplir con las normas urbanísticas. Le pondrían un nombre fácil al lugar: «La Mansión», «La Casona», o «El Palacio». 

Interior casa calle 22. / Archivo particular.

Sí, por ahí hay propuestas —me dijo el administrador. Supongo que yo había dicho algo y él me estaba respondiendo—. Además, el jardín puede ser un buen parqueadero. Ningún… ningún club de chicas de por acá tiene tanto espacio para parquear carros. 

—¿Y los dueños venderían la casa para un puteadero?

—Ya están cansados. Se fueron para el norte hace unos veinte años porque no aguantaron más. Quieren mucho la casa porque es la mansión de la familia. Mire cómo la cuidan, y eso vale. Pero si les hacen una buena propuesta… la sueltan.

De eso ya hace dos años. 

Para escribir este texto, hace unas semanas volví al lugar, anoté el número telefónico y llamé. Quien me respondió fue un agente de bienes raíces. En definitiva, me contó que todo seguía igual. Le pedí fotos e información de la casa. 

Coincidencialmente, por razones de mi trabajo actual, la semana pasada supe que una entidad del gobierno estaba buscando una casa en el centro de Bogotá, un lugar dónde tener oficinas, archivos y salas de reuniones. De puro amable (por eso moriré pobre), los llamé, me reuní con la persona a cargo, que resultó ser amiga de una amiga, y le hablé bellezas de la casa. Le mostré las fotografías que el agente me había enviado. Cuando le di la dirección exacta y le garabateé un mapa de cómo llegar al lugar, la mujer se atacó de la risa. 

Hace dos años, al salir de la casa, tuve miedo de que el hombre de la ventana del edifico aledaño estuviera esperándome en la calle. No había nadie. De todos modos, algo nervioso, caminé a mil hasta la carrera décima. Pero algo me detuvo. Era un aviso de SE VENDE recién puesto en una de las ventanas de Cité Restrepo, uno de los primeros conjuntos de apartamentos que hubo en Bogotá, y al que yo jamás había entrado. Memoricé el número telefónico y, minutos después, cuando ya estuve en una tienda de la carrera séptima con calle 24, llamé y acordé una cita.  

 

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