Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Es la noche del viernes 13 de noviembre del 2015. Me estoy cambiando para ir a un bar cuando vibra mi teléfono. “Agus, ¿estás bien?”, me pregunta un amigo. No entiendo por qué me escribe, lo primero que hago es abrir un diario en Internet. Dice “Tiroteo en París”. Mando un mensaje a mi familia para avisar, por las dudas, que estoy bien y salgo al pasillo de la Casa Argentina en París —donde vivo desde hace dos meses como parte de una beca de estudio— para avisarle al resto sobre lo que acabo de leer.

En este momento creemos que solo es un episodio policial. Pero en pocos minutos se sabrá que es el peor ataque terrorista de la historia reciente de Francia.

Empezó en las inmediaciones del Stade de France, el mayor estadio deportivo del país, ubicado al norte de París. Apenas pasadas las nueve de la noche hubo una primera detonación, a la que le siguieron otras dos. A unos metros se estaba jugando un partido de fútbol entre Francia y Alemania al que asistía el entonces presidente François Hollande, que debió salir escoltado. El ruido del primer estallido quedó registrado en la transmisión, que fue interrumpida. Y en simultáneo hubo tiros en cuatro bares ubicados en dos barrios de París.

Minutos después se sumará otro tiro en un quinto bar, un ataque en un restaurante y una embestida —la peor de todas— en el teatro Le Bataclan. Pero por ahora pienso que el horror se detuvo.


Minutos después se sumará otro tiro en un quinto bar, un ataque en un restaurante y una embestida —la peor de todas— en el teatro Le Bataclan. Pero por ahora pienso que el horror se detuvo.


Estoy en el pasillo de la residencia que comparto con estudiantes de Argentina y de otros países —México, Colombia, el Líbano— en la Ciudad Universitaria, un barrio residencial que está en el sur de la capital francesa. Hablo con dos amigas con quienes iba a salir esa noche. Las tres llegamos a Francia en septiembre para estudiar. Todas soñábamos con estar acá. Pero ahora conversamos preocupadas.

—Quédense —nos dice Alex.

Él lleva más tiempo en París. Le tocó vivir el ataque contra la redacción de Charlie Hebdo, el 7 de enero también del 2015.

—No salgan —insiste—. Está pasando lo mismo que la otra vez.

Le hacemos caso. Bajamos a la sala de residentes, donde ya están agolpados varios de nuestros compañeros y compañeras en torno al único televisor de la casa. Empezamos a chequear entre nosotros quiénes están y quiénes faltan.

—En la habitación 310 no responde nadie, ¿se acuerdan quién está ahí?, ¿alguien tiene su teléfono?

—Pensemos piso por piso, ¿quién nos falta localizar?

—Phillippe y un par más fueron a ver el partido.

—¿Alguien sabe si están bien?

Un rato después:

—Respondieron. Están bien.

Alivio.


La entrada del Bataclan. A la izquierda, está el café, donde logró esconderse Bertrand. A la derecha, la entrada del teatro que reabrió un año más tarde con un concierto de Sting.


En la televisión ya están informando sobre los primeros tiros en el Bataclan. Los atacantes abrieron fuego en la entrada y luego en el subsuelo donde una multitud escuchaba un concierto de Eagles of Death Metal. Algunas personas lograron escapar, otras fueron tomadas como rehenes y siguen ahí dentro. París es un gran trueno. Desde las ventanas entran los sonidos de las sirenas. La policía patrulla toda la ciudad buscando a los atacantes que siguen prófugos. Nosotros buscamos a nuestros compañeros. Solemos ir a los lugares de los atentados. Están lejos de la Cité, pero son zonas donde transcurre la vida social de la juventud parisina.


Útimo día de la maestría en Estudios Internacionales con colegas de Colombia, España, México y Perú en la vera del Sena. Un día de alegría y frío, varios meses después de los atentados.


A la medianoche, nos falta ubicar todavía a seis personas. No nos vamos del salón hasta escuchar que, en la madrugada, la toma de rehenes en el Bataclan llega a su fin. Varios medios argentinos y latinoamericanos me ofrecen salir al aire. Acepto. Digo que en total, 130 personas fueron asesinadas en los siete atentados, atribuidos todos al Estado Islámico. Entre las víctimas había personas de todas partes del mundo, también latinas.


Reportes desde París para la prensa.


En las horas siguientes —incluso entrada la madrugada—, me empiezan a llegar mensajes de amigos y familiares de residentes que me escucharon en la radio o la televisión. Preguntan por algunas de las personas que, como nosotros, ellos no pueden ubicar. Golpeo la puerta de los cuartos que nunca respondieron. Siguen sin responder y no sé qué decirles a las familias. Me duermo rendida, angustiada, con el canto de los pájaros que anuncia que está por amanecer.

A la mañana, veo mensajes en Facebook de los estudiantes que nos faltaba encontrar. Dos están de viaje y no habían avisado a nadie. Nunca se vayan de viaje sin avisar a nadie.


Poco antes de que la policía ingresara al subsuelo del Bataclan y matara a tres de los cuatro terroristas —el cuarto se inmoló ahí mismo—, un comando entró y los rescató.


Con Gabriela —una de mis compañeras— decidimos ir al Bataclan. Salimos a pesar de las advertencias y las restricciones de circulación. El subte y las calles están casi vacíos. Ya cerca del teatro nos topamos con el perímetro de seguridad y los móviles de televisión. En el piso hay sangre seca, una bolsa de suero, guantes quirúrgicos, una zapatilla huérfana. El aire está pesado; caen algunas gotas de lluvia. Sobre el vallado hay flores, notas y velas. Cerca nuestro está Bertrand, responsable de la cafetería del Bataclan, ubicada al lado de la entrada principal. Bertrand se salvó porque cerró la puerta con llave cuando empezó a escuchar los tiros y ordenó a los empleados esconderse en el depósito. Poco antes de que la policía ingresara al subsuelo del Bataclan y matara a tres de los cuatro terroristas —el cuarto se inmoló ahí mismo—, un comando entró y los rescató. Un mes más tarde lo entrevistaré para el medio con el que colaboro desde Francia:

—Escuchábamos todo lo que pasaba —dirá—. Los tiros, los gritos, los silencios y de vuelta los tiros y los gritos. Mientras, la música ambiente del bar continuaba.

Con Gabriela, pensamos en ir también a alguno de los bares donde sucedieron los otros ataques. Pero volvemos a la casa en silencio. Con menos adrenalina en sangre, empiezo a llorar. Hace dos meses que llegué a París, la ciudad con la que siempre soñé, la de los míticos cafés que frecuentaban Simone de Beauvoir y Julio Cortázar, la del Mayo Francés y las baguettes. Hasta anoche, cada día había sido un idilio. Ahora es lo contrario a eso.


Hace dos meses que llegué a París, la ciudad con la que siempre soñé, la de los míticos cafés que frecuentaban Simone de Beauvoir y Julio Cortázar, la del Mayo Francés y las baguettes. Hasta anoche, cada día había sido un idilio. Ahora es lo contrario a eso.


Al día siguiente, el domingo, voy con mi amiga Camila a recorrer los lugares turísticos para hacer una crónica. Salió el sol y se ve más gente en las calles, aunque todos los museos y la Torre Eiffel están cerrados.


Tras los atentados, se decretaron tres días de duelo y cerraron todos los centros turísticos, incluido el Museo del Louvre.


Bordeamos el Sena. Hablo con Thierry, dueño de uno de los puestos de libros ubicados en el margen del río que está reemplazando a su empleado, un chico franco-venezolano cuyo mejor amigo murió en los atentados. Le pregunto por qué decidió abrir igual.

—Porque hay que estar de pie y demostrar que vamos a seguir adelante.

Esa frase queda en mí desde entonces. Como el recuerdo de aquella noche y de los días que siguieron, que solo puedo pensar —y contar— en tiempo presente. Como si hubiera pasado ayer —o todavía más: como si siguiera pasando—, pienso en ese noviembre y en cómo, a pesar de todo —de las sirenas constantes en las calles, de las caravanas de las camionetas policiales y patrullas militares, de los controles antes de entrar a un edificio, cualquier edificio, y de las evacuaciones sorpresivas en espacios públicos—, quienes vivíamos en la Casa Argentina recuperamos la alegría de los días y las noches en París. Y reinterpretamos, a nuestra manera, una línea que alguien —anónimo— escribió en un altar improvisado en la Plaza de la República para recordar a las víctimas del terrorismo: “Aún así —decía la frase— no tenemos miedo”.


Mural realizado dos días después.


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