Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

Por:

1. En la celda de terapia intensiva.

Ya no está en mis manos. Nada depende de lo que pueda hacer o no hacer, pensar, angustiarme, implorar.

No me pesa no ver más a mis hijos ni a quienes quiero, ni que no me vean más. No necesito terminar nada de lo empezado, ni saber qué ocurrirá, ni cómo seré recordado. 

Tampoco me despierta culpa encontrarme con este tipo de egoísmo. Al contrario, admitirlo me libera y produce alivio.

En algún lugar no muy distinto de esto que llamo yo, algo me da permiso para dejar que todo acontezca sin mi intervención ni responsabilidad.

Veo mi biografía como un tráiler, transcurre como si fuera la de otro. Puedo reconocerme en innumerables escenas, en el arenero, en brazos de mi abuela, en el colegio, en la primera redacción que trabajé, convirtiéndome en adulto… Las imágenes se suceden cronológicamente y llegan a este hombre de setenta y cuatro años que hasta hace unos días avanzaba por la vida sin la remota idea de que estaría aquí, en este trance. 

¿Estoy negando mi miedo? ¿Debería sentirlo? 

El miedo no es una parte consciente de mí.

Solo lo puedo reconocer a través de ciertos comportamientos. ¿Cuál sería ahora?

Ni el hecho de estar tan tranquilo me intranquiliza.

No te hagas el tonto, hace tiempo que te preparás para este momento. 

Bueno, llegó.

No se trata del morir o de elucubraciones metafísicas, sino la posibilidad cercana de morirme yo, Juan Carlos. Ahora la vivencia ocupa el lugar de los conceptos.


Al levantarme de una silla siento un fuerte mareo. Con cuánta fuerza viene esto, alcanzo a decirme. Nada más. Caigo de plano, me cuentan.


2. Ahora, contando.

Hace un año, dos veces se me interrumpe el suministro eléctrico y recién reconecto quince minutos después. La primera ocurre un domingo al volver de remar y jugar al tenis. Al levantarme de una silla siento un fuerte mareo. Con cuánta fuerza viene esto, alcanzo a decirme. Nada más. Caigo de plano, me cuentan. También, que al abrir los ojos, no parecía consciente. 

Al volver en mí, no distingo confusión de visión de una realidad más amplia. Las verdades universales —tipo Todo lo que ocurre es lo mejor que puede ocurrir, yo estuve aquí antes, hay algo que nunca muere, etc.— se me mezclan con el reconocimiento de las vetas de la madera del piso, la tela de los sillones, las ventanas, los árboles de calle. Sé que me pasó algo, no puedo decirme qué. A pesar de que puedo pararme y caminar solo, entiendo que lo ocurrido fue grave. Algo más serio que una lipotimia. Síncope cardíaco.

Me instalan un marcapasos triple, con desfibrilador y resincronizador. Al volver a casa, la resolución técnica me hace olvidar lo que me pasó. Con mucha cautela reanudo mis actividades.

No pasa una semana cuando, al levantarme de otra silla, vuelvo a desplomarme. Durante diez o quince minutos, el tiempo en llegar la ambulancia, otra vez se me va la mente. Silencio absoluto, ninguna imagen, ningún recuerdo. La terminal de un cable no se aferra al tejido dañado y hace falso contacto, me dicen al despertar en la guardia de la clínica. Me recolocan un segundo marcapasos. La debilidad me impone otro ritmo. Y otro registro: me siento en un bote a la deriva, estar llevando una vida paralela. 

Durante los tres meses que siguen, la consciencia de haberla perdido un par de veces, haber estado cerca de no regresar y sobre todo que me pase otra vez, es una presencia cotidiana. La fantasía recurrente es que el cable travieso vuelva a desconectarse y mi corazón no resista un tercer bloqueo.

Me mareo cada vez que giro la cabeza, pierdo fuerzas, bajo doce kilos, no me reconozco en mis ojeras. Todas las mañanas despierto sin saber quién soy, si esto es verdad o mentira. Varias veces por día necesito resetearme. Recordar que todavía estoy aquí, que vengo de tal pasado, que éste es nuestro dormitorio, que ella entiende lo que me pasa…


Todo cuanto vine aprendiendo y reconociendo sobre el ser testigo, el observar sin juzgar, el entregarme, la vida impersonal, la vuelta a casa, etc. está frente a mí como una alfombra. No necesito hacer nada. Solo dejarme deslizar sobre ella. 


3. La noche previa a la segunda intervención

Termina el horario de visitas y mi hija y mi compañera se van, quedo solo en el cubículo de terapia intensiva. 

Pasa a verme el cirujano. 

¿Corro riesgo de morir en la intervención? 

Haremos todo lo posible para que no ocurra. 

O sea: ¿puede ocurrir? 

Arquea las cejas y dice: No pienses en eso, mejor tratá de dormir.

Se va y un enfermero entra con un sedante y un vasito con agua. 

Más tarde lo tomo, le digo. 

Parece entender. Apaga la luz y cierra bien el blackout que da al pasillo. Solo queda el reflejo verdoso del monitor que marca las oscilaciones del corazón y un número cambiante de las pulsaciones.

Boca arriba, cableado el pecho y con cánulas en ambos brazos, dejo que mi cuerpo se hunda en el colchón. Miro la penumbra.

Ningún aroma, ningún sonido, ni siquiera frío o calor. Una paz aséptica.


Juan Carlos Kreimer, quien vivió varias intervenciones de corazón.


4. A las 03:51.

Dejar este cuerpo, dejar esta vida, desaparecer…

¿Cuáles serían las afirmaciones y las preguntas correctas en esta situación? ¿Y las incorrectas? ¿Cómo salir de las respuestas supuestas?

No me da miedo que al retirar el aparatito que me implantaron y poner el otro, o que al reemplazar los cables ocurra algo con lo que me queda de corazón. Ni que alguno de los nuevos electrodos no encuentre donde hacer contacto.

Todo cuanto vine aprendiendo y reconociendo sobre el ser testigo, el observar sin juzgar, el entregarme, la vida impersonal, la vuelta a casa, etc. está frente a mí como una alfombra. No necesito hacer nada. Solo dejarme deslizar sobre ella. 

Ahora veo una hilera de fotos de mi vida, cómo todos mis actos, aun los quiebres, se ponen en movimiento e hilvanan en una trama que trasciende cuanto haya podido imaginar.

Ninguna de las personas que aparecen me guarda rencor, todas parecen haberme perdonado no haber estado a la altura de muchas circunstancias. Mantienen la sonrisa cómplice de saber que hicimos lo mejor que pudimos en cada momento, aun cuando creímos equivocarnos.

Algo me lleva a acercarme a cada uno y decirle gracias. Todos entraron y salieron de mi vida oportunamente. Todos, hasta la relación más accidental, estuvieron ahí para transmitirme, o que yo les transmitiera, algo más que lo manifiesto.

¿Tengo o no tengo miedo?, insisto en preguntarme de tanto en tanto. Podría construírmelo. Pero no, el goce de lo que percibo, la felicidad que me ha tomado, la liviandad con que todo se presenta, la sensación de estar hecho, me hacen ver lo irrelevante de la pregunta. 


¿A qué le tengo miedo ahora que sé que un dispositivo electrónico, hípertesteado, se está haciendo cargo de cualquier déficit o alteración energética? Lo anoto todo para recordarlo: temo que mi tendencia negacionista vuelva a hacer como que no pasó nada y a olvidarme del riesgo.


5. Escenarios que habrían repercutido en mi corazón.

En 2014, al hacerme estudios de rutina, el ecografista me pregunta: ¿Usted tuvo un infarto? No. Lo que observo en la parte inferior indica que tuvo uno. ¿Yo...? Debe estar viendo la toma de otra persona. Tal vez usted no se dio cuenta. ¿Se puede no sentir algo así? Hay infartos silenciosos. ¿Cuándo pude haberlo tenido? Por la escasa densidad del tejido, hace algún tiempo… ¿Cercano… hace mucho? Unos diez años, lo menos. 

Al entregarme el informe solo dice: Hágase ver. 

El cardiólogo me propone realizar un cateterismo. Pese a lo delicado, suena a trámite. Anestesia local. Una sonda recorre mis venas, los médicos y yo vemos en una pantalla cómo avanza la cabecita. Una arteria le cierra el paso, la descomprimen inmediatamente con un stent. Media hora después de haber entrado a la clínica, salgo con ganas de ir a correr.

Reconozco un caudal de energía plus en todo lo que hago.

Solo tomo la medicación que me indica el cardiólogo. Me hago estudios cada seis meses. La vitalidad que recupero hace que desdramatice mi situación de riesgo y la empiece a olvidar.

Al atar cabos sueltos y revisar agendas de años anteriores, descubro que justamente durante el verano de 2004, de vacaciones en una playa, tengo un fuerte dolor de pecho pasajero. Me diagnostican reflujo, algo en el esófago. También descubro que unos meses antes muere uno de mis mejores amigos y que, inspirado en su decisión de que no lo intervengan, ese verano, comienzo a escribir una novela sobre alguien que, como mi amigo, tiene un tumor y, a partir de que le informan que es letal, elige una muerte digna. 

Qué me lleva a elegir la segunda persona del singular para narrarla, nunca lo supe. El protagonista, hablándose a sí mismo, recorre los momentos cruciales de su vida. En los últimos es consciente de que se está despidiendo. Algunos leen El río y el mar como una autobiografía. 

Yo me cierro a reconocer esa posibilidad del mismo modo en que me niego a considerar el riesgo de morirme cuando me informan que perdí un tercio de la masa cardíaca. No dejo que el miedo llegue a la conciencia. No me deprimo. Alguna ñaña uno empieza a tener con los años, me digo. El desempeño de los dos tercios restantes parece alcanzar. Ninguno de los electrocardiogramas que me hacen cada seis meses registra que una parte está recibiendo menos tensión eléctrica.


En los meses siguientes, aun sin decantar a fondo los coletazos de la experiencia, asoma la sensación de estar perdiendo algo de lo obtenido. Cierta vuelta a la normalidad previa. Las conexiones con la Conciencia Superior, el Ahora y el Todo se me empiezan a espaciar, o diluir. 


6. Al volver a casa.

¿A qué le tengo miedo ahora que sé que un dispositivo electrónico, hípertesteado, se está haciendo cargo de cualquier déficit o alteración energética? Lo anoto todo para recordarlo: temo que mi tendencia negacionista vuelva a hacer como que no pasó nada y a olvidarme del riesgo.

Durante los primeros meses de la recuperación, el estado de gratitud por haber salido con vida se me instala como: “con lo vivido es suficiente para mí”. Todo lo que recibí, todo lo que experimenté, supera lo que pude aspirar. De aquí en más, cuanto ocurra es un bonus track.

Por momentos parece que nada me importa. No. Al detenerme ante cualquier la situación, la que fuera, percibo lo contrario: todo me importa de otra manera, con otra intensidad. Tal vez, no tanto “desde” lo personal sino como parte de eso mayor. Cuando recojo la imaginación sobre mí, un yo parece no pertenecer más al que era, o todavía soy. Una cáscara se ha quebrado y quedo más en contacto con —para decirlo de algún modo— lo que me rodea. 

Inmensamente.

Lo transitorio y lo inmutable se me vuelven un momento único, éste. Me obligan a reconocer una gracia en el poder realizar cada cosa. Elijo más qué y qué no. A quién ver y a quién evitar. Entiendo cada momento como una oportunidad irrepetible. Y que tengo los momentos contados.

Puede ser “la última vez”, la última oportunidad.

Simultáneamente, registro que me muevo con mayores márgenes de libertad. Me atrevo a entrar en zonas desconocidas de lo que pienso respecto de temas escurridizos, como la existencia y la no existencia. A moverme entre ideas que me resuenan en lo profundo pese a ser solo hipótesis. Y a expresarlas entre mis amigos, o usarlas como material de exploración en mis cursos.

Cuando las anoto, como rara vez en los sesenta años que llevo escribiendo, las ideas se me presentan como algo que siempre estuvo ahí y era yo el que no me atrevía a tomarlas. No es una fuente que me dicta: es un reconocimiento de concepciones que de alguna manera intuía y no me permitía escuchar en todas sus dimensiones. Ni mucho menos formular en palabras.

En verdad, escuchar las escuchaba. Vaya a saber qué me impedía no terminar de admitirlas. Acaso ahí mi miedo echara sus anclas.



7. La felicidad interrumpe el proceso.

Al cuarto o quinto mes de las intervenciones, cuando ya no necesito apoyarme en las paredes para no caerme, recupero mi peso y me parezco al de antes, suelo escucharme: “si esto se termina aquí, que se termine”. 

Llego a pensar que la cercanía de la muerte —mis estudios añaden la especificación “súbita”— es lo mejor que puede haberme ocurrido en términos de transformación personal, expansión de la conciencia o de recordarme como representante de un Sí mismo universal no dependiente del estar vivo o no. Como nunca antes, gozo el hecho de estarlo.

En contraste, no puedo dejar de percibir cómo se vincula lo que me pasó con lo que está ocurriendo a nivel planeta Tierra y como especie humana nos resistimos a escuchar. Nuestra posible extinción o transformación de nuestra actual forma física y de cómo nos entendemos a nosotros mismos.

En los meses siguientes, aun sin decantar a fondo los coletazos de la experiencia, asoma la sensación de estar perdiendo algo de lo obtenido. Cierta vuelta a la normalidad previa. Las conexiones con la Conciencia Superior, el Ahora y el Todo se me empiezan a espaciar, o diluir. 

La conciencia liberada en los momentos de miedo, riesgo, sufrimiento, parálisis, cercanos a un peligro o final…, lo sé, tiende a buscar los carriles por los que acostumbraba a circular.

Vuelvo a apegarme al pasarla bien, me encariño de nuevo con mis personajes, deseo que esto —seguir vivo— no se acabe tan pronto

No aparece en mí un hombre nuevo, alguien con la fuerza y decisión para llevar adelante las experiencias y proyectos que pude haber soñado y relegué. Más bien, aparece una conciencia de finitud. De un tiempo para no desperdiciar.

Reaparecen ciertas expectativas: hacer un libro sobre lo vivido y descubierto, un grupo de investigación sobre lo que vinimos a aprender a esta vida, acciones que ayuden a “abrir conciencia”… Los proyectos insisten en correrme la línea del horizonte.

No sé si volví, o no me fui todavía, porque necesito hacer esto. Tengo la sensación de que mis dos “episodios” ocurrieron para decirme algo.


Muchas veces me pregunto ¿por qué no me morí? Recuerdo una de las últimas frases de ese amigo que partió: “Mirá por las que tuve que pasar para aprender”. Y se me hace que aún no estoy listo.


8. Mis temas recurrentes

¿Qué es lo que no estoy queriendo admitir esta vez? 

¿Quién soy? 

¿Para qué la vida me trajo a esta experiencia personal? 

¿Qué se espera de mí? 

¿Quién lo espera? 

¿Cuál es mi registro?

¿Cómo se relaciona lo que conozco con lo que no? 

¿De qué manera expreso en mi vida en este plano improntas de planos más sutiles?

¿Cómo reencontrarme vivencialmente con saberes que ya están grabados en mi conciencia?

¿O será que no estoy listo aun para volver a casa?


9. Emergencia (del verbo emerger)

Muchas veces me pregunto ¿por qué no me morí? Recuerdo una de las últimas frases de ese amigo que partió: “Mirá por las que tuve que pasar para aprender”. Y se me hace que aún no estoy listo.

Eso me pasó para algo, hay algo que no estoy queriendo admitir, en algo me estuve equivocando, mintiendo a mí mismo, evitando.

Hasta donde puedo, intento reconsiderar muchas cuestiones existenciales que, por falta de respuesta lógica, valor o simplemente pereza, tiendo a ningunear. 

Tampoco puedo dejar de adjudicarme la responsabilidad por el estado de riesgo en que hemos puesto al planeta. Por la pasividad vuelta complicidad, los autoengaños, el olvido de que ni siquiera este cuerpo que considero mío me pertenece a mí sino a un orden mayor.

Puedo sentirme satisfecho por todo lo que viví, puede que en cierto modo haya cumplido lo que vine hacer, pero los síncopes, el riesgo y especialmente la pandemia me despiertan un entusiasmo vital, una convicción, un compromiso de que ese mismo “algo” necesita ser transformado.

Soy, sos, somos, nos lo digamos o no, parte de un algo mas grande que lo que considero —y cada uno considera— mi propio yo. Un Yo Mayor, que nunca nos abandona, nunca abandonamos: ni cuando tomamos una forma física ni cuando la “devolvemos”. 

Un día, o una noche como aquélla, decide si te corta la luz o te mantiene la conexión. Eso sí, si te la mantiene, tal vez sea para que consideres algo a lo que le venís sacando el cuerpo.

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