“Jugar sin hinchada es como bailar sin música”, escribió en 1995 el uruguayo Eduardo Galeano en su libro Fútbol a sol y sombra, y solo hubo que esperar un cuarto de siglo para que el mundo pudiera comprobarlo. La pandemia vació de gritos los estadios durante muchos meses, y ni siquiera el recurso de emitir la grabación de los cánticos de los simpatizantes alcanzó para disimular el gigantesco vacío. “El futbolista juega para alguien, para quienes lo juzgan, para que lo admiren, para conquistar a esa gente que está en las tribunas, para el hincha que se sorprende, admira, insulta y vive el partido junto a sus jugadores”, dice Diego Latorre, ex futbolista y ahora analista del espectáculo futbolístico.
Ya regresados a sus butacas los tifosi en Italia, los supporters en Inglaterra, los fans en Alemania y los torcedores en Brasil, también empieza a habilitarse el retorno de los hinchas entre quienes utilizamos el español como lengua para entendernos. La vuelta invita a repasar los orígenes de esos vocablos que definen a quienes no dudan en dejarse las cuerdas vocales alentando al club de sus amores.
El futbolista juega para alguien, para quienes lo juzgan, para que lo admiren, para conquistar a esa gente que está en las tribunas, para el hincha que se sorprende, admira, insulta y vive el partido junto a sus jugadores”.
Muy académicos los ingleses (también los franceses, con quienes comparten el término), aplicaron supporter a la cuestión deportiva por simple ampliación de su significado: sostener, animar, llevar de abajo hacia arriba. Menos concretos fueron los germanos y otros pueblos del norte europeo, ya que se discute si la designación fan deriva de fantasía, entendida como opinión, entusiasmo o ilusión por algo; de fanatismo; o de unos ventiladores para dar aire a los granos de cereal denominados vannus en latín. Algo dramáticos los italianos, que unieron el término tifo (delirio o fiebre provocado por el tifus) al sufijo -oso, que quiere decir abundante, y así crearon la palabra tifoso. Y muy observador el poeta brasileño Coelho Neto, que prestó atención al nerviosismo de damas y caballeros que les hacía retorcer guantes (ellas) y sombreros de paja (ellos) durante los encuentros que disputaba el Fluminense de Río de Janeiro para adjudicarles el apodo de torcedores.
Tifosi en Italia, supporters en Inglaterra, fans en Alemania y torcedores en Brasil; algunos de los nombres que adquieren los aficionados del fútbol.
La creatividad de los cariocas en el tema resulta innegable, aunque quizás no alcance para superar el origen del término “hincha” como definición exacta de ese ser anónimo que desde una grada entrega todo su amor a cambio de llevarse una alegría pasajera en el viaje de regreso a casa.
Los hechos ocurrieron en Montevideo. Más precisamente en el Parque Central, histórico reducto de Nacional, uno de los dos clubes más populares y laureados del país. Fue en los primeros compases del siglo XX y el protagonista tiene nombres y apellido propios: Prudencio Miguel Reyes, nacido un 28 de abril de 1882 y de profesión talabartero, es decir, experto conocedor en el manejo de los cueros.
Prudencio Miguel Reyes, nacido un 28 de abril de 1882 y de profesión talabartero, es decir, experto conocedor en el manejo de los cueros.
Prudencio fue, según los testimonios de la época, una de las primeras personas que abrazó con fervor el nuevo deporte que los ingleses anclaron al puerto montevideano, y a la hora de elegir colores se quedó con el blanco, el azul y el rojo que componen la camiseta de Nacional. Después, las crónicas divergen en un punto. Algunas sostienen que el club decidió contratarlo como utilero, es decir, el encargado de las tareas logísticas del equipo. Otras, por el contrario, afirman que fueron los propios jugadores quienes lo invitaron a ejercer una única tarea, bien específica, pero que necesitaba de alguien con su fortaleza física. Se trataba de inflar aquellas primeras pelotas de puro cuero, tan diferentes a las actuales. Cosidas a mano gajo por gajo, duras, pesadas, que multiplicaban su kilaje varias veces en tardes de lluvia y barro, y exigían de un valor especial a la hora de cabecearlas.
Para el público, por entonces muy formal y nada bullicioso que acudía a ver el fútbol, Prudencio Reyes había dejado de ser un desconocido a partir de su costumbre de caminar el lateral de la cancha durante todo el partido alentando a voz en cuello a los players de Nacional. El resto de los asistentes enseguida repartió sus preferencias. Hubo quienes consideraban vulgar e incluso algo salvaje su comportamiento; pero también estaban aquellos a los cuales los gritos incontenibles de Prudencio les despertaban simpatía y hasta podría decirse que un toque de ternura.
Prudencio fue, según los testimonios de la época, una de las primeras personas que abrazó con fervor el nuevo deporte que los ingleses anclaron al puerto montevideano, y a la hora de elegir colores se quedó con el blanco, el azul y el rojo que componen la camiseta de Nacional.
El fenómeno del fútbol, mientras tanto, crecía de modo exponencial. Más y más gente se acercaba los fines de semana a ver los partidos y se apasionaba con el juego desembarcado por los ingleses. Los nuevos no dejaban de reparar en el estruendoso despliegue de vitalidad vocal de Prudencio, cuya capacidad pulmonar ya era la mejor herramienta para que la pelota con la que se jugaba el partido mostrase una redondez perfecta. La pregunta surgía espontánea: “¿Quién es ese que grita tanto?”, y la invariable respuesta refería al oficio de Prudencio: “Es el que hincha las pelotas en el club”, o a veces, más resumido aún: “Es Prudencio, el hincha”.
Parque Central, histórico reducto de Nacional, uno de los dos clubes más populares y laureados de Montevideo, Uruguay.
El empeño de Prudencio para empujar a sus ídolos del Tricolor no desfallecía nunca, gambeteando los comentarios críticos y cualquiera fuese el resultado. Hasta que una tarde cualquiera en el Parque Central, alguien —o más de un alguien, en este aspecto tampoco hay unanimidad en el relato— no pudo contenerse y empezó a acompañarlo en sus gritos. De pronto, su manera de alentar abandonó la ambivalente condición de salvaje o simpática. Simplemente se tornó contagiosa. Ya no hubo un único hincha sino muchos, y poco después, del plural se pasaría al sustantivo colectivo: nacía “la hinchada”. "La palabra 'hincha' se fue aplicando a los partidarios del club Nacional que más gritaban en los partidos; más tarde se extendió a los demás y, finalmente, a los partidarios de todos los clubes", consigna Ricardo Soca, editor del portal elcastellano.org, en su libro La fascinante historia de las palabras.
El empeño de Prudencio para empujar a sus ídolos del Tricolor no desfallecía nunca, gambeteando los comentarios críticos y cualquiera fuese el resultado.
El éxito de las selecciones uruguayas en esas décadas iniciales del siglo XX completaron el trabajo. El concepto de “hincha” viajó con el equipo celeste a los Juegos Olímpicos de París y Amsterdam en 1924 y 1928, y volvió con sendas medallas de oro colgadas del cuello. Se convirtió primero en producto de exportación, y rápidamente, en patrimonio común del resto del fútbol hablado en español.
A Prudencio Miguel Reyes, que hoy recibe el homenaje de una merecida estatua en el estadio del Parque Central, nadie le pagó en su día derechos de autor ni le pidió un autógrafo. Mientras tuvo fuerzas y salud siguió inflando los balones, pero sobre todo, alentando sin desmayo a su amado Nacional. Tal como se espera de cualquier hincha que se precie.