—No tengo estudios, pero salgo de casa y vuelvo con plata. Y vos, que estudiaste, ¿no podés traer un peso?
Era medianoche. Yo lloraba sentada en el piso de la cocina. Mi vieja hablaba y me miraba desde arriba. Pensé que iba a aflojar, que me iba a abrazar. Pero dio media vuelta y fue hasta la puerta de su cuarto. Por un segundo evaluó dejarme sola, pero después volvió sobre sus pasos y con un tono más suave, aunque aún distante, me habló otra vez.
—No llores más. Tu papá está durmiendo.
Le había pedido plata para el colectivo porque al día siguiente tenía una entrevista de trabajo. El aviso que había visto en internet era para cubrir un puesto como asistente de una productora que quedaba en Palermo, un barrio de clase media hipster de la ciudad de Buenos Aires. Había mandado un mail y me habían citado para la mañana del día siguiente. Tenía que ir hasta allá desde Lanús, mi zona: uno de los municipios más pequeños del Gran Buenos Aires —poco más de 459.263 habitante—, pero el de mayor densidad de población por kilómetro cuadrado.
Dentro de Lanús, a su vez, yo vivía en Villa Ilasa. Dentro del “Mapa de la pobreza crónica” elaborado por el Observatorio de la Deuda Social Argentina, mi lugar aparece en naranja: eso significa que el nivel de pobreza es muy alto. Y que yo no tenía un peso para ir a Palermo.
En esos tiempos tenía dos trabajos y casi ningún sueldo. Había terminado los tres años de Periodismo en un terciario —el Instituto Grafotécnico— y estaba empezando Locución en ese mismo lugar. Cursaba de lunes a viernes por la mañana, y por las tardes escribía para una revista de Lomas de Zamora, un distrito lindero con Lanús. Me pagaban —cuando pagaban— 30 pesos por nota, que entonces equivalían a casi tres dólares, y a veces se atrasaban tres meses en hacerlo. Los sábados por la mañana, además, trabajaba como asistente de producción de un programa de Radio Colonia, una emisora uruguaya. Ahí no me pagaban nada.
Ese modelo laboral no entraba en la cabeza de mis padres: un albañil y una empleada doméstica. Se habían esforzado para que yo cursara estudios terciarios, pero no terminaban de entender la lógica de mi oficio: los trabajos salen poco de los avisos clasificados tradicionales, priman los contactos y hay que mostrarse. Así que yo trabajaba gratis o por muy poco dinero con el objetivo de llenar el currículum. Y con una esperanza que se había reavivado con esa entrevista laboral: quizás en esa productora de Palermo sí pagaran algo, quizás ahí me dieran un sueldo fijo.
En cualquier caso, yo no tenía un peso para ir hasta allá, y mi vieja se había cansado: no entendía por qué, si ya estaba trabajando para otro, la que tenía que darme plata para el colectivo era ella. La realidad que yo le proponía, además, se parecía poco a la que había sugerido de chica.
—¿Qué querés ser cuando seas grande?
—Médica y abogada.
—¿Las dos?
—Sí.
Cada vez que lo decía veía que mis viejos se ponían contentos, así que mantuve esa respuesta por mucho tiempo. Para ellos, inmigrantes paraguayos que vivían en una villa del sur del conurbano bonaerense, tener una hija universitaria y en Buenos Aires era un sueño.
Fotografía de su mamá en la ciudad de Buenos Aires, durante los años 70. / Archivo particular.
Terminé de entenderlo cuando dije que iba a cambiar de carrera. Un día cualquiera de mi quinto año de la secundaria, les conté que quería estudiar Periodismo y Locución, y a mi viejo se le transformó la cara. Nunca pensé que alguien que siempre está serio y con el ceño fruncido podía volverse más serio y fruncir más el ceño. Periodismo y Locución eran para él carreras de vagos. Llegó a esbozar un gesto que anticipaba un griterío, pero mi vieja se interpuso:
—Dejala que estudie lo que quiera. Pero que estudie —le dijo.
Y así fue. Estudié lo que quise.
***
Soy la única hija de un matrimonio pobre. Cuando tenía entre tres y cinco años, me quedaba con algún vecino hasta que mis viejos volvieran de trabajar. Por un tiempo, mi vieja dejó su empleo y se dedicó a ser mamá y ama de casa, hasta que la economía hogareña se complicó. Como para ese entonces yo ya tenía ocho años, decidieron que era mejor que me quedara sola antes que con extraños.
Crecí lejos de mi familia ampliada. Todos vivían en Paraguay y los veíamos una vez al año después de más de veinte horas de viaje en micro. Cada verano, por al menos dos semanas, sentía lo que era pertenecer a un clan: abuelos, primos, cinco tíos por el lado de mamá y siete de parte de papá. Pero en Buenos Aires, solo éramos tres. Mis viejos no tenían a quién pedirle que me cuidara, y cuando se iban a trabajar me quedaba sola. Tenía instrucciones claras: no abrirle la puerta a nadie nunca, y si me pasaba algo, gritarle a mi vecina de enfrente para que fuera a buscar a mi mamá. No teníamos teléfono.
Cuando me despertaba, los dos ya estaban en sus trabajos: mi papá en la obra en construcción de turno, y mi mamá limpiando la casa de una familia que vivía a unas cuadras de la nuestra. La distancia entre quienes tienen plata y quienes no puede ser de una cuadra. En Villa Ilasa, lejos del centro de Lanús, quienes tenían plata estaban —y siguen estando— del otro lado de las vías.
Al principio, mi vieja me dejaba la leche en un termo para que yo pudiera desayunar sin tener que prender la cocina que estaba conectada a una garrafa. Entre el desayuno y la hora del almuerzo, hacía la tarea del colegio mientras escuchaba la radio. Teníamos tele, pero no cable y en esa época no había mucho para ver en los canales de aire en ese horario. Internet aún no era una opción. Entonces, las mañanas de mi infancia tuvieron como banda de sonido los rankings de las populares radios FM de los 90.
Tiempo después supe que mi casa estaba entre las chicas y feas, que no todos necesitaban saltar zanjas para no ensuciarse los pies.
Al mediodía, mi mamá volvía a casa y yo la esperaba bañada y con el uniforme: jumper, corbata y medias azules; camisa blanca y zapatos negros. Ella calentaba la comida que había separado la noche anterior para las dos, almorzábamos y me llevaba al colegio, el San Vicente de Paul de Pompeya, que quedaba a unos quince minutos en colectivo. Como todo colegio católico y privado, el San Vicente recibía una subvención del Estado que lo convertía en una opción más sensata y accesible, por economía y logística, para gran parte de las familias trabajadoras, frente a las instituciones públicas y laicas donde las huelgas docentes dominaron gran parte de las décadas del 80 y el 90. Mis viejos seguían los pasos de una pareja también paraguaya, que se había instalado en Villa Ilasa unos años antes y que tenía dos hijas que estudiaban en el San Vicente. Les aconsejaron que me inscribieran, les dijeron que era el mejor colegio al que podíamos acceder. Y mis viejos depositaron ahí sus sueños de un mejor futuro para mí.
Había asumido que después de que me dejaba en el colegio mi mamá se iba —a casa a veces; a su trabajo otras— en colectivo. Años después me contó que se volvía caminando: la plata no alcanzaba para tanto viaje. El trayecto suponía cruzar treinta cuadras difíciles —llenas de fábricas y curtiembres— y cruzar un puente, el Alsina, que se alzaba sobre el Riachuelo —el río más contaminado del mundo— con una estructura que no parecía segura. Cuatro horas más tarde, desandaba el recorrido para buscarme. Volvía a casa con ella en colectivo. Nunca se atrasaron en una cuota.
Un día cualquiera de mi quinto año de la secundaria, les conté que quería estudiar Periodismo y Locución, y a mi viejo se le transformó la cara. Nunca pensé que alguien que siempre está serio y con el ceño fruncido podía volverse más serio y fruncir más el ceño.
De las tareas del colegio, amaba las composiciones. La señorita Cristina, una maestra que tuve en segundo y quinto grado, me felicitó en especial por una. Le gustó tanto que cuando mi mamá me fue a buscar, la llamó.
—Su hija escribe muy bien. No sabe la composición que hizo sobre el otoño —dijo.
—Gracias —contestó mi vieja, y me agarró de la mano y nos fuimos. No me felicitó. Para mis viejos, mi buen desempeño en el colegio no era una opción, sino un estado de cosas: estudiar bien era “lo que tenía que ser”.
Mis viejos estudiaron muy poco, lo suficiente como para saber leer y escribir. Tienen pocas anécdotas de la escuela. La mayoría de sus historias, incluso aquellas de cuando tenían ocho años, transcurren en el campo mientras estaban trabajando.
—Estudiá. Estudiá, así no tenés que fregar pisos ajenos como yo —me decía mi mamá.
Para ella era más que un deseo: era una súplica. Y era también una demanda. Para ella y para mi papá, el colegio era un lugar mágico capaz de derribar las desigualdades y la falta de oportunidades. Ellos cumplían con asegurarme ese acceso. Pero el resto corría por mi cuenta.
Así y todo, se esforzaban por acompañarme en el folclore escolar. Mi viejo —que ama los números y hace todo sin calculadora— me ayudaba con matemáticas, o al menos lo hizo hasta que se aseguró de que supiera dividir (ese es el único recuerdo que tengo de él haciendo la tarea conmigo). Y mi vieja estaba atenta a lo que otras mamás hablaban en la puerta del colegio, y me compraba los libros y las revistas que ellas les compraban a sus hijos. Nunca me leía los cuentos que me compraba. El único libro que había en casa, además de los que yo usaba, era la Biblia y solo lo leía mi vieja. Sigue siendo el único libro que lee.
En cuanto a mí, el primer libro que recuerdo haber tenido en mis manos es uno de historia argentina ilustrada para niños. Era de tapa dura, y en la portada se veía a un San Martín imponente montando un caballo blanco. Mi mamá lo guardaba en la caja con la que lo había comprado. Yo tendría unos diez años. Para ese entonces, ya prendía la cocina y esperaba a mi mamá con la comida lista —calentaba las sobras del día anterior o me animaba a preparaciones como churrascos con ensalada de papas, arroz o fideos—, y viajaba sola en colectivo hasta el colegio, aunque mi mamá todavía iba a buscarme.
Diana de niña, celebrando su cumpleaños en casa. / Archivo particular.
Esas mañanas en casa, sola, se llenaban cada vez más con la radio. Escuchar lo que otro dice, sus tonos, sus silencios, las palabras que elige, las que evita, y saber que el foco está en su voz y no en cómo se ve o viste fue lo que me enamoró de ese mundo. La radio era mi consuelo y compañía.
Después llegaron los libros. En primer año del secundario, mi profesora de Literatura —que en la primaria nos hacía leer la Biblia— nos hizo leer Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa, y Variaciones en rojo, de Rodolfo Walsh. No nos dijo nada sobre los autores, solo nos lanzó los libros. Me tomó tiempo entender a Vargas Llosa. En cambio, “La aventura de las pruebas de imprenta” de Walsh sigue estando entre los mejores cuentos que leí.
Leer —y eso creo que lo sé ahora— era mi forma de salir de la villa.
***
Me enteré de que vivía en una villa a los seis años. Vivía en la calle “Coronel de Elía treintaiséis treintaiséis” —así me la hicieron aprender mis viejos para que supiera qué debía decir si me perdía—, pero eso para mí no significaba nada en particular. Hasta que un día conté en el colegio que mi mamá me había retado porque me había embarrado al saltar mal una zanja —había muchas en mi barrio— y una compañera me espabiló.
—¿Vos vivís en una villa? —preguntó.
Me encogí de hombros. Ella siguió.
—¿Dónde vivís hay calles de tierra, barro, las casas están pegaditas y los techos son de chapa?
Asentí.
—Vivís en una villa. No tiene nada de malo, yo también vivo en una villa, pero no lo digas.
La palabra villa para mí pasaba desapercibida. Mi casa era como todas las demás. Había lindas y feas, grandes y chicas, pero todas eran casas. Y las zanjas no eran más que una mezcla de agua y tierra que debía evitar para no ensuciarme las zapatillas y que mi mamá no me retara. Tiempo después supe que mi casa estaba entre las chicas y feas, que no todos necesitaban saltar zanjas para no ensuciarse los pies, y que cuando uno dice “zanja” o “villa” los demás solo escuchan “mugre”.
El estudio fue lo que encontré —o encontraron mis padres— para saltar la zanja primero, cruzar la vía después y llegar a ese mundo que mis viejos soñaban para mí y que yo quería conocer. Meses antes de terminar el secundario, decidí que buscaría un trabajo y que en paralelo haría el ingreso para el Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica, el ISER, el único lugar público donde se daba la carrera de Locución. Si no superaba la prueba de ingreso, famosa por su exigencia, la idea era solo trabajar y volver a intentarlo el año siguiente. No quería estudiar Comunicación —creía que una carrera más práctica iba a darme una salida laboral más rápida—, y la única opción para seguir Periodismo eran los institutos terciarios pagos. En casa no había plata para eso.
Terminé el colegio en diciembre del año 2000. Dediqué los meses de verano de 2001 a buscar trabajo y prepararme para el examen. Pero no encontré trabajo ni tampoco logré entrar al ISER. Y fue entonces que mis padres abrieron una opción que yo no imaginaba: podía anotarme en el Instituto Grafotécnico, El Grafo, una de las dos primeras escuelas de periodismo de la Argentina. Ellos intentarían pagarlo, siempre que yo no gastara plata en ropa ni en salidas. Había plata para la cuota, el colectivo y la comida, no para lo demás.
—Nosotros podemos, ¿pero vos vas a aguantar tres años así? —preguntó mi vieja.
Asentí.
—Mirá que cuando digo “nada de ropa nueva” es nada, ni una bombacha —siguió.
Asentí también.
Cuando en la reunión informativa para el inicio de la carrera mencionaron que el instituto tenía un fondo de medias becas sentí que había un alivio posible. En la secretaría me informaron que podía solicitarla, pero me aclararon que era muy poco probable que se la dieran a una alumna de primer año.
Para evaluar el caso mandaron a casa a una asistente social: una señora con aspecto de tía mayor. La mujer estaba por jubilarse —lo repitió varias veces durante la visita—, era menuda y tenía un hablar amable y pausado. La recibimos mi vieja y yo porque mi papá estaba trabajando.
Mientras tomamos mates en el comedor nos hizo un cuestionario largo: quiso saber cuántas personas vivían en la casa, quiénes trabajaban, cuánto ganaban, qué promedio había tenido en el colegio, cuáles eran nuestros gastos fijos mensuales, cuánta plata iba a necesitar para viajar al instituto… Cuando terminó con las preguntas, pidió recorrer la casa. Mi mamá le hizo el tour.
Al final, la asistente escribió en su formulario “vivienda precaria”. Habré hecho algún gesto que no percibí, pero que a ella la llevó a aclarar que, aunque la casa tenía todas las comodidades, no dejaba de estar en un lugar precario.
—La casa es linda, pero el barrio… —dijo.
Incluso en ese entonces no terminé de entender qué estaba diciendo al decir “el barrio”.
Hasta que cumplí siete años vivimos en una casa con techo de chapa. Eran dos ambientes —el dormitorio de mis viejos y el comedor— unidos por un pasillo que funcionaba como mi habitación, más una cocina que se notaba que había sido lo último en construirse porque su ubicación no tenía relación con el resto de la disposición de la casa. El baño estaba afuera. Así fue hasta que nos mudamos al lado. Y pudimos hacerlo gracias a las gestiones de los vecinos. En la villa se había formado una cooperativa para urbanizar, se lotearon terrenos, empezaron las gestiones con el municipio para asfaltar las calles y mis viejos eligieron el lugar contiguo a la casa donde nací. Era lo más práctico para que mi papá pudiera construir la nueva casa en sus ratos libres. Y con la ayuda de sus paisanos.
Eso era el barrio.
Esta es Villa Ilasa, con calles de tierra, barro, las casas están pegaditas y los techos son de chapa.
En Villa Ilasa, hasta hoy, predomina la colectividad paraguaya. Muchos son del mismo pueblo que mi papá, San José de los Arroyos, a poco más de noventa kilómetros de Asunción. Crecí diciéndoles tíos. Albañiles, pintores, plomeros, electricistas, gasistas… Casi todos se dedicaban a la construcción, y todos participaron de la construcción de las casas del resto.
La asistente social vio el resultado de ese esfuerzo; la casa que hizo mi papá con la ayuda de mis tíos: techo de losa, terraza, un comedor grande, un baño interior, dos habitaciones y dos patios, uno en el frente y otro trasero. Pero también vio algo más que recién ahora vislumbro.
La cooperativa empezó con una fuerza que se fue diluyendo a base de burocracia. El proceso de loteo quedó por la mitad, las calles linderas a las vías nunca llegaron a asfaltarse y la villa creció. Hoy, cuando voy a visitar a mis viejos, subo a la terraza y veo casas, casas que avanzaron hacia las vías de un tren que ya no pasa y hacia arriba en torres que, sin dedicarme a la construcción, advierto que son de proporciones inestables. Veo —como escribió años atrás la asistente social— un “lugar precario”.
Finalmente, en ese entonces me dieron la media beca. Estudié periodismo en El Grafo entre 2001 y 2003, tres de los peores años de la historia argentina en lo que hace a salud económica. Sin embargo, mis viejos pudieron pagar. Y yo pude hacer mi parte del esfuerzo. Me fijé un propósito que me permitió pasar el momento y planear a largo plazo: sacarme las mejores notas posibles y así acceder en el tercer año a un convenio de pasantías.
Mi primera experiencia periodística profesional fue como pasante de Olé, un diario deportivo del grupo Clarín. Ganaba entre doscientos ochenta y trescientos pesos por mes (entre 94 y 100 dólares) y con eso cubría la otra mitad de la cuota y me sobraba algo. Fue un buen año. Mis viejos, y un poco yo también, pensaron que después de haber trabajado para un diario reconocido las cosas iban a ser más fáciles. Pero ellos se enteraron y yo comprobé que conseguir un trabajo rentable en medios de comunicación es un poco más complejo.
El estudio fue lo que encontré —o encontraron mis padres— para saltar la zanja primero, cruzar la vía después y llegar a ese mundo que mis viejos soñaban para mí y que yo quería conocer.
—No tengo estudios, pero salgo de casa y vuelvo con plata. Y vos, que estudiaste, ¿no podés traer un peso?
Este latigazo de mi vieja me había tocado porque yo me preguntaba lo mismo: yo, que había estudiado, ¿podría vivir de esto? Arrastrando esa pregunta fui a la entrevista en esa productora de Palermo. No me dieron el puesto. Tampoco me lo dieron en otros trabajos rentados que busqué después. Entre que terminé la pasantía y tuve mi primer empleo fijo pasaron dos años en los que hice colaboraciones y suplencias en revistas y radios varias que no pagaban un centavo y que, en ese acto, llevaban al periodismo a hacer una “selección natural” que dejaba afuera del oficio a los que no tuvieran plata ni tiempo para permitirse el lujo de trabajar gratis.
En cualquier caso, fui sobreviviendo a todo eso. En paralelo, empecé a estudiar Locución, también en el Grafotécnico y con una media beca, mientras sostenía todo tipo de discusiones con mi vieja, que al fin se detuvo cuando vio que llegaba a casa llorando todos los días por el maltrato verbal que sufría en mi primer trabajo estable: un empleo de lunes a viernes con un pago mensual, en negro, que muchas veces llegaba en cuotas. Así quedó claro que de verdad lo estaba intentando, que estaba haciendo mi parte.
Papá de Diana, fotografía tomada durante los años 70. / Archivo Particular.
No sé qué piensan mis padres sobre todo este recorrido. Hoy veo más allá de mí y siento también todo lo que les costó. Nunca se los pregunté, pero cuando vuelvo de un viaje de trabajo y me preguntan cómo me fue, puedo jurar que escucho su orgullo. Desde hace diecisiete años que vivo de escribir. Sin embargo, nunca había escrito sobre el lugar del que vengo. Trabajo en blanco como redactora de un sitio web de noticias de negocios, hace seis años me mudé a Caballito —un barrio céntrico de la ciudad—, y aunque siempre aclaré que soy de Lanús, no siempre agregué la palabra “villa”. Mi argumento era que algunas personas necesitaban más tiempo para escucharla, pero creo que era yo quien necesitaba tiempo para decirla en voz alta.
Esta es mi forma de hacerlo.