Entre diciembre de 1975 y marzo de 1976, Liliana Vanella y Dardo Alzogaray, una pareja de militantes políticos, hicieron historia creando, de forma involuntaria, cápsulas del tiempo. Enterraron parte de su biblioteca en un pozo de cal en el patio de la casa que estaban construyendo en Villa Belgrano, entonces un barrio de quintas ubicado al noroeste de Ciudad de Córdoba, en la región central de Argentina. Ese mismo marzo de 1976 se ejecuta el golpe de Estado y comienza la dictadura cívico-militar. Desde el primer momento, el objetivo de enterrar la biblioteca es recuperarla cuando el peligro de tener esos ejemplares haya pasado. Los libros quedan bajo tierra como semillas de la resistencia.
Liliana y Dardo -y todos aquellos militantes políticos críticos- ya eran perseguidos desde antes de 1976. El principal brazo estatal de persecución, antes del golpe de aquel año, era la Triple A: Alianza Anticomunista Argentina, un grupo parapolicial gestado y compuesto por la Policía Federal y las Fuerzas Armadas argentinas.
Sabiendo que la dictadura llevaría adelante un plan de persecución, desmovilización y desapariciones forzadas, Liliana y Dardo intentaron deshacerse de sus libros, que eran pruebas materiales e ideológicas de su pertenencia y actividad política.
Entre otros libros, ocultaron El hombre nuevo, de Che Guevara, ¿Qué hacer?, de Lenin, El hombre y el arma, de Vó Nguyen Giáp, y libros de Nicolás Guillén, Mao, Karl Marx, León Trotsky y Antonio Gramsci. Esa era su “biblioteca roja”.
Desde el primer momento, el objetivo de enterrar la biblioteca es recuperarla cuando el peligro de tener esos ejemplares haya pasado. Los libros quedan bajo tierra como semillas de la resistencia.
Con la irrupción de la dictadura, se volvió ilegal la práctica de los partidos y agrupaciones políticas, condenándolos a la clandestinidad. Por eso en agosto del 76, a meses del golpe, Dardo se exilió en México. Liliana y su hijo Tomás lo siguieron en diciembre. Durante el exilio distintos parientes habitaron la casa sin saber que eran custodios involuntarios de la biblioteca enterrada.
Ocho años más tarde, bajo un programa de repatriación de exiliados de Naciones Unidas, Dardo y Liliana regresaron al país en 1984. Otra vez instalados en su casa de Córdoba iniciaron la búsqueda de su propio tesoro. Pero a poco de empezar encontraron en el pozo una bolsa con un libro deshecho por la humedad: la biblioteca era ahora un puñado de papeles destruidos por el efecto de la tierra, por la filtración de las lluvias, los ácidos de los suelos, hasta por la faena de los insectos. Dieron por terminada la exploración y por perdida a la biblioteca. Ya era parte de la tierra.
Si bien no habían simplemente metido los libros bajo tierra sino que habían hecho un pozo de cal y ladrillos con el objetivo de filtrar el agua, y los habían envuelto en bolsas plásticas para impermeabilizarlos, la naturaleza había sido implacable.
Durante la excavación en la casa de Dardo y Liliana en 2017. Más de cuarenta años habían pasado desde el entierro de los libros.
Un segundo intento por recuperar la biblioteca ocurrió en 2015, cuando Tomás Alzogaray Vanella (hijo de Liliana y Dardo), su amiga Gabriela Halac, y Agustín Berti (un profesor de Arte de la Universidad Nacional de Córdoba) comenzaron una investigación sobre el destino de la biblioteca perdida y, poco después, en enero de 2017, iniciaron la excavación con ayuda del Equipo Argentino de Antropología Forense que desenterró los libros fosilizados.
Este nuevo intento había comenzado en realidad en 2013. Gabriela estaba trabajando sobre una biblioteca que su padre había tenido que quemar, y Tomás, que acababa de volver de México, le contó la historia de la biblioteca enterrada por sus padres entre diciembre del 75 y marzo del 76. Juntos decidieron investigar acerca de aquellas bibliotecas perdidas, y entrevistaron a Dardo y Liliana. En 2016, se incorporó al grupo el profesor Berti.
Enseguida descubrieron la potencia del material que tenían entre manos y el trabajo conjunto se convirtió en un libro: La Biblioteca Roja. Breve relación de la destrucción de libros. Y también en una película, del mismo nombre, que registra el proceso de excavación y la recuperación de estos tesoros que, escondidos, revelaban ahora la presencia pasada del terrorismo de Estado más brutal.
Treinta mil personas detenidas desaparecidas son, como escribiera el periodista argentino Rodolfo Walsh, “la cifra desnuda de ese terror”. La última dictadura cívico-militar argentina ejecutó a partir de 1976 un plan de exterminio que incluyó persecuciones, capturas y secuestros, torturas perversas con picana eléctrica y otros elementos, violaciones, asesinatos y desapariciones forzosas. También ejecutó expropiaciones de bebés, a los que les borraron la identidad. Y “vuelos de la muerte”, crímenes que consistían en arrojar desde un avión militar a personas torturadas, a las que previamente les inyectaban pentotal sódico -un barbitúrico de acción- para luego tirarlas vivas, semi desnudas y adormecidas al mar o al Río de la Plata. También montaron centros de detención clandestina en todo el país, utilizaron fuerzas paraestatales para la captura de militantes, persiguieron y espiaron, censuraron a la prensa, suspendieron la actividad de los partidos políticos, secuestraron y mataron obreros, militantes, sindicalistas, trabajadores, docentes y estudiantes. La dictadura impuso un modelo económico de destrucción de la industria nacional, un esquema social de exclusión y desmovilización, y una cultura del miedo, el silencio y la violencia.
Enseguida descubrieron la potencia del material que tenían entre manos y el trabajo conjunto se convirtió en un libro: La Biblioteca Roja. Breve relación de la destrucción de libros. Y también en una película, del mismo nombre, que registra el proceso de excavación y la recuperación de estos tesoros que, escondidos, revelaban ahora la presencia pasada del terrorismo de Estado más brutal.
Con el paso del tiempo, aquello que había empezado en el 76 como un acto utópico para cuidar el arsenal de libros, se convirtió en auténtica prueba arqueológica de una época, de una forma de vida, y de cómo cristalizó en el tiempo la relación entre lectura y política.
Dardo, que murió en septiembre 2015, dijo: “para nosotros eran muy importantes los libros. Fue una época en la que eran muy importantes como objeto”. Los libros para Dardo fueron parte de su crianza: “Vivía en el garage de mi casa, supongo que por un problema de espacio y ese garage era muy bonito, muy confortable, pero lo mejor que tenía era la biblioteca, la biblioteca de mi padre. Mi padre era un liberal que había sido comunista. Era un gran lector. Para mí, esa era una tradición importante”.
Los libros jugaron un rol desdoblado en ese momento de la historia. Eran una herramienta de formación e instrucción horizontal entre los grupos de militancia, pero también el objeto que delataba pertenencia ante la dictadura. El cuidado con los libros fue central. Dardo lo explicó así: “se quemaron muchos libros en esa época, los quemó Menéndez -Luciano Benjamín Menéndez, oficial militar y represor durante la dictadura-, después del golpe, pero también mucha gente tomó la precaución y quemó sus libros porque no se los podía sacar de otra forma. Los libros estaban expresando lo que el dueño pensaba. Si tenías un libro de marxismo pensaban que eras marxista. Eran una evidencia de las actividades que hacíamos”.
Libro recuperado en la excavación. / Fotografía: cortesía.
La primera experiencia de peligro con los libros que vivieron fue cuando metieron presa a Liliana. “Tuvimos una primera censura con los libros y fue una censura familiar”, dijo Dardo. “Cuando se da el asesinato de los compañeros que estaban en Trelew, en todo el país se realiza un gran levantamiento y nosotros también nos organizamos. En esa asamblea la policía tomó presos a 700 estudiantes. Ahí meten presa a Liliana y sufrimos la primera represión familiar. Algún pariente agarró todos sus libros y los tiró al diablo porque pensó que iban a ir a allanar la casa. Eso se podría pensar como una medida de seguridad para la familia. Entre los libros que se fueron, los de tapa roja los tiraron todos, tiraron los libros de Tolstoi pensando que Tolstoi era Trotsky.”
En los setenta las bibliotecas se “movían mucho”. Los militantes usaban un sistema de retenes durante sus manifestaciones como forma de cuidado y protección. El grueso de personas que asistía, por ejemplo, a una marcha se dividía en subgrupos para tener un mayor y mejor control de la situación de cada uno. Si inicialmente en uno de los grupos eran 15 militantes y al final quedaban 14, de inmediato sus compañeros iban a la casa del que faltaba y limpiaban su biblioteca. "Le limpiamos la casa", decía Dardo, por si después había un allanamiento.
Dardo y Liliana coinciden en algo con sus miradas retrospectivas: recuperar los libros. “Yo siempre pensé que los iba a recuperar. Enterrarlos y guardarlos, y no quemarlos, era pensar que los iba a recuperar”, dijo Dardo. En la misma línea, Liliana manifestó: “Cuando nosotros enterramos esos libros todos estaban para ser salvados”.
Portada de La Biblioteca Roja (2018). / Foto: Cortesía.
El secreto era también una forma de protección. No se lo dijeron a nadie, no compartieron esa historia por seguridad. Para no comprometer a ningún amigo o familiar, pero también para no poner en peligro a los libros. Liliana contó: “los únicos que sabíamos donde estaban enterrados los libros éramos nosotros, cuando nos fuimos a México pensábamos que lo primero que íbamos a hacer era desenterrarlos. Cuando volvemos en el 84 lo hacemos. Fue una frustración. Encontramos despojos de libros”.
Para Liliana fue una gran alegría encontrarlos aunque no estuvieran en condiciones. “Encontrarlos fue más importante que su deterioro”, dice. Y asocia el hecho de haberlos encontrado con la situación de las personas desaparecidas durante la dictadura. De no haberlos recuperado, los libros también hubieran desaparecido sin dejar prueba ni rastro alguno. Su nueva presencia como fósiles es un símbolo material de la historia social y familiar. Una vez desenterrados, adquirieron un valor extra: ahora eran evidencias retrospectivas y críticas del Terrorismo de Estado.
Después de remover cuatro toneladas de tierra, la excavación dio como resultado 16 paquetes de libros meteorizados por efecto del agua, el ácido, el humus y el suelo, según describe el paleontólogo Santiago Druetta.
El primer día de la excavación el Equipo Argentino de Antropología empezó a las nueve de la mañana diseñando una cuadrícula con estacas e hilos rojos. Delimitan la zona de trabajo. Los procedimientos metódicos de la antropología forense reclaman que se denomine al sitio para la confección de fichas e informes, el nombre elegido es “Biblioteca roja”. Como diría Gabriela Halac, “pasamos del mapa al territorio”. Es enero de 2017, hace 45º de sensación térmica. La excavación desde el primer momento se presenta como un trabajo mezcla de destrucción y prueba de fuerza, de resistencia física. El primer día termina sin ningún indicio de la existencia de los libros.
El día dos la lluvia detiene la excavación y los obliga a permanecer bajo techo, en la casa, recluidos en comunidad. Recién al cuarto día aparece el primer paquete. Mucho más que el primer paquete, la prueba certera que atestigua el testimonio de Dardo y Liliana.
Una de las preguntas centrales que plantea la biblioteca roja es sobre el estatuto de esos restos encontrados. ¿Siguen siendo libros? ¿O son algo distinto, reclaman ser llamados de otra forma? ¿Acaso son algo más que libros destruidos por el tiempo?
Y asocia el hecho de haberlos encontrado con la situación de las personas desaparecidas durante la dictadura. De no haberlos recuperado, los libros también hubieran desaparecido sin dejar prueba ni rastro alguno.
Quizás lo más radical sea mantenerlos en las condiciones que fueron encontrados, con las marcas de la historia y la violencia que los habitan. Los libros no están en condiciones de ser leídos pero esto no significa que sean ilegibles. Por el contrario, cuentan otra historia.
Según el antropólogo y especialista en políticas de memoria, Juan Besse, los libros de la biblioteca roja se han transformado en piezas múltiples: “los libros irreconocibles no dejan de ser libros, libros queridos, libros inescindibles de las historias singulares de sus lectores en tanto lectores, esa es la razón por la que se los resguardó o atesoró, incluso aún cuando no se recuerde el detalle de los títulos. Pienso en un verbo, tan bello y frágil, como es atesorar para hacernos una imagen de la relación de un lector y un libro pero también de una familia y su biblioteca. Libros escondidos como un tesoro. Pero, a la vez, la historia hizo de esos libros otra cosa, los transformó. Ahora son, además, objetos de un testimonio, evidencias de la recuperación retrospectiva -crítica y amorosa a la vez- de un pasado doloroso y del deseo de hacer algo con ese dolor”.
Desde su mirada antropológica, considera que “se los puede pensar como ruinas, fragmentos de monumentos lingüísticos que forman parte del archivo de una época, del modo en el que hombres y mujeres quisieron y pudieron entender el mundo en el que vivían. La ruina es un objeto empírico pero a la vez es un objeto que hace hablar. No hay ruina sin glosa o sin comentario. Gérard Wajcman dice que la ruina es un menos-de-objeto que lleva un más-de-memoria y es precisamente esa condición del objeto en menos la que bombea memoria, la que hace de la ruina un resto de objeto reedificado por la memoria”.
Un punto central en la historia de la biblioteca roja es el lazo generacional. Liliana y Dardo habían renunciado a ella, pero es su hijo quien vuelve a buscarla. Quizás porque en esa búsqueda no estaban solamente en juego los libros sino algo más inefable e íntimo, algo constitutivo de la identidad familiar, del linaje que lleva Tomás como hijo de Liliana y Dardo. Una excavación que buscaba una historia que había adoptado la forma de libros fosilizados.
Presentación del libro La Biblioteca Roja en Documenta/Escénicas en 2017.
En este sentido, Besse analiza: “La historia de La Biblioteca Roja es una lección acerca de cómo no es tan sencillo romper lo que conecta a una generación con otra, algo conmovedor, la evidencia de que el trabajo inconcluso de una generación se transmite como promesa a la que sigue y hasta puede realizarse”. Y continúa: “El trabajo arqueológico de una biblioteca que ayudó a configurar la posición política de una familia, de una pareja, de una agrupación militante comporta algo más que un inventario de títulos, hay en la memoria de esa biblioteca algo más que esa biblioteca, algo así como una conexión de la política con la verdad relativa de cualquier existencia, una suerte de espiritualidad, en el sentido que ese término tiene como trabajo de acceso a la verdad”.
La arqueóloga Laura Duguine, Coordinadora del Espacio para la Memoria y la Promoción de los DDHH en el ex Centro Clandestino de Detención Tortura y Extermino (CCDTyE) "Club Atlético", advierte que los objetos que encuentran los arqueólogos no están definidos por su uso sino por lo que representan en términos de patrimonio social y cultural. Paradójicamente, las excavaciones que sirven para reconstruir el pasado son procesos únicos y destructivos. Cuando destruir es una forma de recuperar la historia.
Mira aquí la película documental “La Biblioteca Roja”
Proyecto y guión de Gabriela Halac y Tomás Alzogaray Vanella; Realización de Marcos Rostagno.
“A medida que vamos sacando sedimento vamos destruyendo las huellas, relaciones contextuales, marcas o lo que fuese que en este sedimento pueda encontrarse y nos “hable” de las acciones que buscamos identificar. Por eso es fundamental documentar y registrar con todos los medios posibles esta acción de recuperación, porque lo que no se registra se pierde para siempre. Si, por ejemplo, la atención durante esta excavación sólo se centraba en el hallazgo de los libros y no se registraba la presencia y posición de unos ladrillos que durante la excavación fueron encontrados poco podría haberse alertado sobre la creación de un sistema de filtrado de agua hecha por Liliana y Dardo para preservar a futuro estos libros. Y la presencia de este rudimentario sistema de ingeniería nos habla de algo que no es acción sino que es intención, la idea de recuperar en un futuro en buen estado esos libros que estaban siendo enterrados. Por lo tanto una excavación bien realizada, no sólo no destruye o borra sino que muy por el contrario puede ayudarnos a valorar el testimonio que guardaron esos libros durante todo el tiempo que estuvieron bajo tierra”, dice Duguine.
La memoria que representa la biblioteca roja trae una pregunta, inevitable, por la transmisión, por cómo algo -un saber, una experiencia- pasa de una generación a otra. En qué punto la vida de alguien, sus acciones, el mero hecho de enterrar libros ante la persecución, se convierten en memoria.
La historia de La Biblioteca Roja es una lección acerca de cómo no es tan sencillo romper lo que conecta a una generación con otra, algo conmovedor, la evidencia de que el trabajo inconcluso de una generación se transmite como promesa a la que sigue y hasta puede realizarse”.
Duguine explica que “hay autores que dicen que un pueblo olvida cuando la generación poseedora del pasado no lo transmite a la siguiente. En este caso Liliana y Dardo trasmitieron esta historia de su pasado a sus hijos e hijas y ellos supieron de una forma muy integral e interdisciplinaria trasmitir esta historia a toda una sociedad que sigue buscando reconstruir de a fragmentos la memoria del terrorismo de Estado desatado por la última dictadura cívico militar. Estos libros no son más que fragmentos de un gran rompecabezas aún incompleto por culpa del pacto de silencio acordado por las Fuerzas del Estado hasta el presente”.
La biblioteca roja no es un caso aislado sino que es parte de una serie de prácticas que sucedieron durante los años 70 para enterrar y ocultar libros. Una serie de bibliotecas sublevadas que no se dejaron caer en el olvido ni la censura y que fueron escondidas como un gesto silencioso de resistencia.
Oscar Elissamburu y Nélida Valdez, profesores universitarios de Mar del Plata, enterraron sus libros bajo el tercer álamo después de la tranquera de su casa. A 18 años del entierro, sus hijos se enteraron de la historia y quisieron recuperar los libros. Casi como un juego de niños excavaron todos los días al volver de la escuela hasta que dieron con la pequeña biblioteca de los padres. La arqueóloga Laura Duguine sostiene que “la diferencia que existe en esta recuperación es que no fue hecha por profesionales y por ende no fue tenida en cuenta la documentación y el registro del contexto del hallazgo”. Se trató de una recuperación tan personal como había sido su enterramiento.
Un caso invertido: el 12 de agosto de 1976 detienen y desaparecen a Luis García. La noche posterior su padre y su hermano Alberto vacían la biblioteca y la entierran enfrente de la casa, atrás de una cancha de fútbol entre unos árboles en San Antonio de Padua. Alberto calcula que enterraron alrededor de 150 libros y revistas. Cuenta que entre los libros enterrados estaban las obras completas de Lenin, El capital de Karl Marx, ejemplares del diario La Opinión, la revista Humor y la revista Descamisados, entre otros muchos papeles.
Cuando termina la dictadura los esfuerzos de la familia se concentran en encontrar al hermano que hasta el día de hoy sigue desaparecido. Tras una serie de mudanzas, se enteran de que en ese baldío donde enterraron los libros se construyó una casa. Hoy la biblioteca es imposible de recuperar.
Carolina Ávila vivió en la casa de su abuela y con sus padres hasta los dos años. Después, por seguridad, viajó a Córdoba con la madre. Antes de reunirse con ellas, el padre entierra en el jardín de la casa una vieja lata de galletitas, esas latas cúbicas y de metal con un vidrio redondo en el frente para ver su contenido, repleta de libros y revistas. En agosto del 76 matan al padre de Carolina y esa misma noche detienen y desaparecen a su madre. Durante treinta años la abuela, que era la única que conocía la historia de la lata de galletitas, no se animó a hablar hasta que murió su marido. Entonces confesó la historia. Carolina excavó al lado de unas hortensias, donde señaló la abuela, y encontró la lata con los libros.
En el invierno del 76 la familia Gerchunoff aprovechó una reforma en la casa para esconder la biblioteca en una baulera a la que le construyen una pared adelante para ocultarla. Los hijos, que apenas entraban en la baulera, fueron apilando los libros que los padres les alcanzaban. Tiempo después se ven obligados a vender la casa y a abandonar los libros. Cuando es liberado por la dictadura, Salomón Gerchunoff (padre de la familia y abogado laboralista) va a la casa y le pide al nuevo dueño acceder a la biblioteca, pero no lo dejan. Gerchunoff cuenta la historia al dueño pero toma el reparo de no decir dónde estaban escondidos. Sin que los Gerchunoff supieran, la historia se transformó en una especie de mito urbano por el que se la conocía como “la casa de los libros perdidos”. En 2008 pudieron acceder a la casa y recuperar la biblioteca.
Presentación del libro La Biblioteca Roja en Documenta/Escénicas en 2017.
La memoria (y quizás una forma de historia) se encuentra en cómo el presente lee el pasado. Y esos libros recuperados pueden ser leídos como una de las formas que adoptó la sociedad de los años 70. Un objeto en el que se puede leer una época.
En el libro “La biblioteca roja” (Ediciones Documenta Escénicas, 2018), Agustín Berti escribe que “la historia de las cosas es también una historia de violencias” y eso puede verse en los libros desenterrados. Pueden leerse ahí las marcas directas e indirectas que la violencia estatal ha producido sobre esos objetos. Y en los cuerpos detrás de los objetos. Las excavaciones y el trabajo para reponer su contexto convirtieron esos restos de libros en deshechos significativos que restauran las vidas sedimentadas.
Sin que los Gerchunoff supieran, la historia se transformó en una especie de mito urbano por el que se la conocía como “la casa de los libros perdidos”. En 2008 pudieron acceder a la casa y recuperar la biblioteca.
Toda biblioteca, no importa su escala, tiene la capacidad de crear el lugar donde se encuentra, de generar una atmósfera propia. Cada libro tiene un pasado, una trayectoria, un itinerario de usos e historias, que genera una especie de ecosistema de lectura. Habría que hacer una arqueología política de las bibliotecas enterradas para reconstruir los efectos de la persecución ideológica pero también una historia de la lectura como forma de insurrección.
A la vez, las bibliotecas ocultadas crean dos lugares: el lugar de donde vienen pero también el espacio donde se escondieron. Cada libro tiene ahora una doble vida. Así, en las bibliotecas recuperadas puede reconocerse una cualidad que han adquirido por su condición subrepticia, la capacidad de proyectar otra biblioteca, la de los libros que aún quedan por encontrar. Pero también la de los libros que cuenten la pesadilla de la historia.