Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Estamos en la cárcel Distrital de Bogotá, pero nos vamos a la casa de Jimmy. Piso de tierra, paredes sin ventanas, sólo una puerta: “la tranca” que da al patio donde su madre hace engordar a cuatro “polluelos” que luego echará a la olla. Jimmy no es el Jimmy que ahora lee transportándonos a otro sitio, es apenas un niño “…feliz en el medio de la nada”. Quizá anda descalzo, en pantalones cortos. Logramos imaginarlo sin este uniforme naranja que hoy viste. Jimmy de pronto se queda solo. Su madre y su padre se han ido a trabajar, sus hermanos a la escuela. Él quiere salir a jugar. Da un mal paso, tropieza, golpea la puerta y ésta se desprende del marco, desplomándose. Mata a dos polluelos. “Rompí en llanto”. “Los enterré”. “Cuando volvió mamá, le conté la verdad”. No hubo retos, ni castigos, ni el drama que acompaña al hambre o a la desesperación. “Tocará comprar otros, Negro”, dijo ella. 

Jimmy no es el Jimmy que ahora lee transportándonos a otro sitio, es apenas un niño “…feliz en el medio de la nada”.

Termina la lectura de la crónica que escribió y lo aplaudimos. Veo cómo a este Jimmy adulto le brillan los ojos. Siento que hay en él, en todos los hombres y mujeres privados de la libertad que están en la sala, una necesidad imperiosa de buscar refugio. En el pasado. En la madre. Y en la literatura.

A través de una computadora, con Mirtha Bermegui, entramos al penal para compartir herramientas que permiten transformar una historia íntima en un hecho artístico. La propuesta es abrazada por Relatto y la Fundación Acción Interna, que impulsa actividades y experiencias para dignificar —y quizá también resignificar— la vida de la población carcelaria y pospenada de Colombia. 

Yarley es periodista, conoce muchas de las lecturas que trabajamos. No sé si es el resplandor de su vestimenta, pero el pelo parece arderle, un rojo de hoguera. Nos cuenta que estudió en la universidad, que tiene crónicas publicadas en antologías, que quisiera escribir muchas de las historias que ha escuchado allí, en el encierro. Aún no puede. Ojalá pronto lo haga. Lee sobre el día en que parió a su bebé: “enfurecida, sudada”, “pujó” e “hizo jirones su bata”. ¿Tendrá idea de que ahora, con la escritura, está haciendo lo mismo?

Ítalo habla con cierta elegancia, hay algo sumamente correcto en sus modos, un aire de señor que necesita usar corbata. Debe ser mayor que mi padre, pienso. Su crónica se remonta a ese tiempo en el que no quería ir a la escuela. Hasta que de pronto lo vemos con una pequeña camisa estampada, mangas cortas, pantalón con correa y morral. Camina tomado de la mano de su madre rumbo al salón de clases. Muchísimo tiempo después comprenderá que era cierto lo que ella le dijo aquella mañana: “el estudio te hará libre”.

Los textos van armando un rompecabezas. Fragmentos de vidas que parecieran no tocarse de pronto encajan. En los intersticios de aquellas piezas aparece algo más: las ilustraciones que propone hacer Mirtha. Se empiezan a trazar líneas con fibrón, con un rastro de saquito de té, con carbón, con lo que se tenga a mano. Hebe, Santiago, Jonnathan, Wilson, Oliver, Carlos, David, José Luis y Elkin, se siguen contando a sí mismos.

Lee sobre el día en que parió a su bebé: “enfurecida, sudada”, “pujó” e “hizo jirones su bata”. ¿Tendrá idea de que ahora, con la escritura, está haciendo lo mismo?

El taller termina con una foto grupal, ellos de aquel lado, detrás de las obras que hicieron a modo de autorretrato, nosotras detrás de la pantalla, viendo mucho más allá de las máscaras. El taller termina, digo, y tampoco es cierto. Me lleva días sacar el cuerpo de ahí. Quiero hablar de ellos y no sé cómo hacerlo porque me confunden las ventanas abiertas de mi casa. Doy vueltas, quedan en blanco varios archivos de Word. Tengo sueños que me agitan, que al otro día no puedo recordar, salvo uno: serpientes bajan por mi brazo, delgadas, frías, me muestran sus lenguas peligrosas, no me lastiman, sólo se enroscan sobre mi mano derecha, la mano que escribe. 

Ítalo habla con cierta elegancia, hay algo sumamente correcto en sus modos, un aire de señor que necesita usar corbata.

Una semana después me compro el libro Criaturas dispersas, de la argentina Natalia Gelós. Son relatos breves, sueltos, tienen como eje el universo de los animales, hablan de humanidad. Es una mirada furtiva, atenta, piadosa, capaz de encontrar destellos luminosos en esos seres que nos rodean, mostrarnos una cara distinta, contarnos algo nuevo, sorprendernos con la potencia de rugidos que no son los del león. 

Una ballena jorobada. Una niña que se pierde en el cerro, que sobrevive a una noche helada en una cueva, apretujada en la lana de ovejas descarriadas. Polillas que bailan alrededor de la luz para dejar luego un tendal de insectos muertos. Un escarabajo verde, brillante, que empuja una pelota, que reniega, pero insiste; una pelota que está hecha de bosta de otros animales, y sin embargo: “ningún verde era tan lindo como el de ese escarabajo concentrado en avanzar con su bola de mierda”. Un conejo despellejado, sin orejas, en la heladera de una carnicería. Las patas del colibrí que jamás pisan tierra firme. 

El taller termina, digo, y tampoco es cierto. Me lleva días sacar el cuerpo de ahí. Quiero hablar de ellos y no sé cómo hacerlo porque me confunden las ventanas abiertas de mi casa.

Natalia Gelós puede ver más y ver mejor. Nos abre los ojos. Su universo me deja volver a penetrar el mío, me deja quedarme sólo con un vuelo en altura, un taller donde jamás se tocó el suelo con los pies; una salsa que suena mientras quince internos crean relatos y retratos; los horrores no dichos escondidos en zonas heladas; las jorobas pesadas que se cargan o de las que hay que hacerse cargo; los colores que brillan a pesar de todo; la escritura que salva y que libera y que hace tinta aún cuando lo que se empuje sean bolas de mierda. 


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