Relatto | El cuento de la realidad

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Vivíamos al norte del futuro, los días abrían

cartas con la firma de un niño, una frambuesa, una página del cielo.

Mi abuela tiraba tomates

desde su balcón, tiraba de la imaginación como una manta

sobre mi cabeza. Yo pintaba

la cara de mi madre. Ella entendía,

la soledad, escondía a los muertos en la tierra como partisanos.

La noche nos desnudaba…

La ciudad temblaba,

un barco fantasma que desplegaba las velas.

Por la noche, me despertaba y susurraba: sí, vivíamos.

Vivíamos, sí, no digas que fue un sueño.


Fragmento de “Bailando en Odesa” de Ilya Kaminski.


Estamos a mediados de julio y el verano septentrional en las costas del mar Negro, entre las desembocaduras del Danubio y del Dniéper, estanca los termómetros entre los 27 y los 30 grados, acompañándolos de copiosa humedad. Sudo, Odesa entera transpira. De día, pero también de noche. 

Sólo ha pasado una semana desde que Sergey, el chofer bilingüe a quien contraté, me trajo en su desvencijado Nissan modelo Rogue desde la vecina Moldavia hasta la imponente ciudad marítima en la Ucrania asediada por las tropas rusas. Empero, siento que llevo meses bajo el pernicioso influjo insomne de las bombas que cada noche el Kremlin de Putin arroja desde acorazados que acechan el puerto y desde la distante Crimea sobre la urbe de esplendorosa arquitectura decimonónica. Es la falta de sueño o quizá el miedo, tal vez una combinación de ambos, pero estoy seguro de que los estruendos y las explosiones que de manera repetida he escuchado cada una de las noches que llevo en Odesa atormentarán mis oídos durante años venideros, por siempre jamás. No tengo pruebas, pero tampoco dudas. Las bombas, sean atómicas o simples misiles, caigan sobre Nagasaki, Dresde, Londres, Guernica o aquí al lado, entre mi hotel y las playas de la costa ucraniana del mar Negro, tienen un irremediable carácter atemporal.

Miro el reloj despertador sobre la mesita de noche, marca las 3:15 a.m. Las sirenas antiaéreas han finalmente apagado su llanto, un lamento agudo, ensordecedor. Un grito desesperado de infortunio que anuncia la inminencia del mal agüero. Es la sexta noche consecutiva que roban a Odesa de los brazos de Morfeo con su desesperado ulular, escoltadas por incandescentes bolas de fuego que surcan el cielo nocturno antes de dejarse caer de forma súbita sobre techados, cúpulas o silos. No es la primera vez que la ciudad hace frente a la desgracia ni la primera que vive una guerra ni que la muerte toca a su puerta, aunque siempre puede que sea la última. Así lo indican sus noches de verano y vigilia, plagadas de mosquitos y empapadas en vodka y exudación. Así lo temen sus fachadas de estilos fastuosos y eclécticos, donde se encuentran, frente a frente, Centroeuropa y los Urales, entre balcones de hierro forjado, portones de inspiración barroca y palacios de influencia eslava y oriental declarados en enero pasado por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) Patrimonio Mundial, en un intento por salvaguardarlos, a pesar del conflicto bélico que los amedrenta.

Afiche del ejército ucraniano en apoyo a las acciones militares para repeler la invasión rusa.

Odesa, el principal puerto ucraniano y puerta del país al mundo, está próxima a cumplir 230 años de fundación, en medio de una de las más agudas crisis de su historia. La ciudad fue ideada en 1794 por la infalible habilidad geopolítica de Catalina la Grande sobre un humilde asentamiento pesquero, otrora controlado por los otomanos, entre el estuario del río Dniéster y la desembocadura del río Dniéper. Con el propósito de emular la belleza, elegancia y poder de San Petersburgo, pero, sobre todo, para dar al creciente imperio ruso bajo su diligente mando un pie y un puerto seguro en la costa del mar Negro, desde el cual garantizar la expansión de su reino y asegurar su dominio en la región. En pocos años, arquitectos italianos, ingenieros españoles, navegantes franceses, comerciantes hebreos, marineros griegos, académicos polacos, políticos rusos, agricultores alemanes, inmigrantes rumanos, turcos y árabes, dotaron a la urbe portuaria de una multiculturalidad y de un patrimonio arquitectónico que a la fecha la distinguen, convirtiéndola, desde su nacimiento, en la perla del mar Negro.  

Interior de la galería comercial Passage, centro histórico de Odesa.

Inmortalizada por el genio cinematográfico de Sergei Eisenstein y ensalzada por los inteligentes, a la vez que seductores, versos de Alexander Pushkin, Odesa siempre ha sido epítome de refinamiento y cosmopolitismo, mezcla de acentos y tonos de piel, de ideologías y clases sociales, de Occidente y de Oriente. Ciudad heroica por ascendente y herencia para zaristas y bolcheviques, para estalinistas y soviéticos, para rusos y ucranianos. Sobreviviente de la guerra de Crimea a mediados de los 1850, de la guerra ruso-otomana de los 1870, de los pogromos de finales del diecinueve, de la Revolución de octubre, de la Primera y Segunda Guerras Mundiales. Y cada mañana, desde el 24 de febrero de 2022, de la guerra entre Moscú y Kiev. Un conflicto que, a más de 570 días de haber iniciado, amenaza de forma recurrente el legado de Odesa a Ucrania, a Rusia y al resto del mundo.

Son pasadas las cinco de la mañana y el brillante sol estival hace su aparición sobre el horizonte, avanzando a paso lento, pero firme, por entre los astilleros del puerto, montando la imponente escalinata Potemkin, perfilando las estatuas del duque de Richelieu y de José de Ribas, e iluminando los señoriales bulevares flanqueados por interminables hileras de nogales. Hacia las siete treinta, la anciana con su carro de la compra se dirige al mercado, el niño de la mano de su madre a la guardería, los tranvías cargados de gente diseccionan las calles adoquinadas del casco histórico, el vendedor de sandías coloca de forma piramidal las frutas en su puesto de la esquina, el barrendero balancea su escoba a uno y otro lado de las anchas aceras, la florista oferta margaritas y nubes, la vendedora de conejos acomoda a los animales en cajones de madera enfrente del parque central y el encargado del quiosco ordena los periódicos matutinos y las revistas de la semana. Un nuevo día en que la ciudad despierta de entre las cenizas. 

Plaza de Catalina la Grande, centro histórico de Odesa.

En punto de las diez de la mañana abre sus puertas el Museo de Bellas Artes de Odesa, albergado en el antiguo palacio del conde Pototsky, un elegante edificio decimonónico de factura neoclásica localizado en el número cinco de la avenida Sofiyivskaya. “Por aquí, cuidado con los cristales y los escombros, usted disculpará”, me indica, afable y sonriente Anastasia Levchenko, directora de comunicaciones y recaudación de fondos de la más antigua institución museística de la ciudad, donde se resguardan los tesoros artísticos más valiosos de Odesa, ahora, en un 80%, soterrados en bóvedas alejadas del centro urbano para protegerlos de la guerra. La joven funcionaria me muestra los destrozos que ha causado en el museo el bombardeo de esa madrugada, el mismo que dejó semidestruida la catedral ortodoxa de la Transfiguración, con sus múltiples iconos y capillas, localizada a escasas cinco cuadras de distancia. Es la cuarta ocasión desde iniciada la guerra en que el museo sufre daños estructurales como resultado de los ataques con misiles crucero o drones lanzados desde embarcaciones militares rusas apostadas en el mar Negro. Daños cuantificados, hasta ese momento, en más de 46, 000 dólares. Cifra que muy probablemente aumente, como habrán de aumentar los daños, asegura la rubia Levchenko, frunciendo el ceño con seriedad, mientras esquivamos a un grupo de jóvenes universitarios que han venido a visitar la actual exhibición, “Los lenguajes de la guerra”, en la que una decena de artistas ucranianos emergentes muestra su visión creativa sobre el conflicto que aqueja al país. La exhibición, la segunda que monta el Museo desde su reapertura en junio de 2022, tras permanecer cerrado los primeros meses de iniciada la guerra, se muestra en las únicas dos salas del edificio histórico que no han sido dañadas por los bombardeos. 

Es la cuarta ocasión desde iniciada la guerra en que el museo sufre daños estructurales como resultado de los ataques con misiles crucero o drones lanzados desde embarcaciones militares rusas apostadas en el mar Negro.

“Odesa es Ucrania, es cultura, y todas las culturas son importantes y merecen salvaguardarse. Somos una ciudad multicultural forjada por la influencia de muchas culturas y pueblos, desde el inicio. De los griegos y los judíos a los árabes y los turcos, pasando por los italianos, los polacos, los alemanes, los rusos y, por supuesto, los ucranianos. Somos la puerta del mar Negro que no merece cerrarse al mundo. Todo esto está plasmado en nuestros edificios, amalgama de estilos, épocas e influencias. Patrimonio y tesoro de la humanidad entera. Al proteger a Odesa protegemos también la memoria del mundo”. Afirma la encargada de relaciones con la prensa del Museo al reconocer que, si bien la declaratoria del organismo de Naciones Unidas echa luz a uno de los daños colaterales menos conocidos de la guerra, el patrimonio cultural, y ayuda a atraer recursos financieros para los eventuales trabajos de reconstrucción, no es suficiente para garantizar que la Odesa que imaginó Catalina II, retrató Eisenstein o inspiró a Pushkin sobreviva. 

Comuna de artistas en el centro histórico de Odesa, parte del conjunto monumental declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad.

Cada madrugada entre el 18 y el 24 de julio fueron lanzados sobre Odesa docenas de misiles y drones, causando la muerte de al menos dos personas y destruyendo parte fundamental del conjunto de edificaciones declarado por la Unesco Patrimonio Mundial en enero de este año, por constituir un “ejemplo excepcional de los intercambios culturales y del espíritu multicultural y plurinacional de las ciudades del siglo 19 en el este de Europa”. Los daños causados al patrimonio de la perla del mar Negro durante esa semana de ataques nocturnos continuos renuevan el debate sobre la pertinencia y alcance de la declaratoria por parte de la Unesco y sus estados miembro.

“Lo fundamental es que quienes se han tenido que ir para garantizar su seguridad, convirtiéndose en refugiados en tierras ajenas, puedan volver a la brevedad. A fin de que continuemos andando el camino de normalización de las raíces, historia, presente y futuro de los judíos de Odesa”, me confía Zvi-Hirsch Blinder, miembro fundador de la organización Migdal, torre en yidis, la más longeva de las organizaciones hebreas de la ciudad y gestora del Museo de Historia Judía de la ciudad. “En este sentido, creo que la declaratoria de la Unesco es importante, pues además de proveer protección internacional al conjunto de monumentos históricos de Odesa, reconoce la cualidad multicultural de la ciudad, sus raíces plurinacionales y de diversidad de credos y religiones. Y eso, para mí, es fundamental”, declara convencido antes de despedirse. Él y yo hemos de llegar a nuestros respectivos destinos antes de que empiece el toque de queda nocturno, que anuncia la llegada de otra velada insomne en espera del canto de las sirenas antiaéreas.

Exterior del Museo Nacional de Bellas Artes de Odesa.

El Frederic Koklen es un hotel de 17 habitaciones ubicado dentro un palacete del siglo XIX completamente remozado hace una década, empotrado entre el emblemático bulevar Primorsky y la pizpireta avenida Deribasovskaya. Me toma quince minutos de un andar pausado, pero decidido, alcanzar su zaguán. A mi paso el vendedor de melones, la comerciante de conejos, el voceador, la florista, los estudiantes y sus madres y el barrendero parecen haberse esfumado. Las filas en los paraderos de transporte público enmagrecen a la par de los rayos del sol. Odesa entera apremia el regreso a casa, el cierre de puertas y el camino a los refugios antiaéreos, en espera de las inminentes bombas. Hago una última parada en el bar de la esquina, para saludar a Svetlana, quien con su poco inglés y mi limitado ruso se ha convertido en mi confidente, a base de servirme cervezas oscuras cada tarde. “Una noche más sin dormir”, le digo mientras levanto el tarro con las últimas gotas. “Una noche más de no soñar”, me responde. Hasta mañana, nos decimos con la mirada a manera de despedida temporal, con la esperanza de saludarnos de nuevo al día siguiente.  

En la Odesa de los años 20 del siglo pasado, alrededor del 42% de la población profesaba la religión de Abraham, complementándose con minorías greco-católicas, ortodoxas, islámicas e hindúes. En la de aquel entonces, la bandera de la Unión Soviética se izaba sobre plazas y edificios, hoy es la de Ucrania la que ocupa ese lugar. En la Odesa de ayer y en la de ahora es el ruso la lengua franca, el idioma en la que la ciudad habla, ríe, llora, sueña y ama, pero ucraniano en la que piensa. “En Odesa se respira Europa”, decía Pushkin, exiliado por los zares al puerto del mar Negro dadas sus ideas libertarias. A lo que me atrevería añadir que también y en igual medida, se huele Rusia. Porque Odesa es, precisamente, una mezcla de culturas y naciones, una ciudad de encuentros. Y es ahí, en su frágil y amenazado tejido social, que hilvana de forma tan delicada épocas, historias, credos, lenguas e identidades, en donde radica la relevancia del papel que la Unesco y el resto de las organizaciones internacionales involucradas, podrían jugar, más allá de declaraciones de intenciones y retórica vacía. Ese tejido social debemos preservarlo para la posteridad. Porque ese es el verdadero e innegable patrimonio de Odesa, que es también, el del resto de la humanidad. 

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