Relatto | El cuento de la realidad
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En Nosferatu, el director y guionista Robert Eggers se lanza a la segunda expansión, válida de mencionarse, de la historia contrabandeada al ‘Drácula’ de Bram Stoker. En su filme no autorizado de 1922, el alemán Friedrich Wilhem Murnau convirtió a Drácula en el Conde Orlok, a Mina Harker en Ellen Hutter, a Jonathan Harker en Thomas Hutter (esposo de Ellen/Mina), a R.M. Renfield (secuaz de Drácula) en el Sr. Knock y al cazavampiros Abraham Van Helsing en el Profesor Bulwer. Aunque la decisión de cambiar detalles y crear una versión alemana de “Drácula” fue para evitar líos por derechos de autor (que igual los tuvo), el filme de Murnau inició una vertiente paralela en el ‘lore’ vampírico devota de su estilo visual y de los caminos de su trama que ha sido explorada con especial interés desde entonces. 

Con una duración casi del doble del original de Murnau (2 horas y 12 minutos), el Nosferatu de Eggers reinstala algunos nombres del ’22 y navega con el respaldo de la industria para ampliar el relato y llevarlo por nuevos rumbos que responden al oscuro sentido cinematográfico del director. Esa es la primera victoria –de muchas– que tiene el filme entre manos: sorprendernos con una historia que ya creíamos conocer de sobra. Esperen a ver a Orlok (Bill Skarsgård, en una irreconocible transformación similar a la de Colin Farrell en The Penguin), una fuerza del inframundo enorme, umbrosa y de voz telúrica en la lengua perdida de los dacios, antiguo pueblo de la hoy Rumania. Queríamos sorpresas, las tenemos. 

Eggers, siempre un meticuloso arquitecto de mundos, reconstruye el universo de Nosferatu con su característico rigor histórico y una sensibilidad cinematográfica que roza lo táctil. Las texturas –de la madera corroída por la humedad, de las sombras que reptan por los muros de piedra– hablan de un cineasta obsesionado con la verdad material de la ficción. La elección de filmar en locaciones que evocan una Europa gótica arquetípica refuerza la sensación de habitar un espacio liminal, suspendido entre la memoria del cine expresionista y el lenguaje de la modernidad visual.

El conde Orlok, reimaginado aquí con la presencia inquietante de Skarsgård, se desliza entre lo grotesco y lo trágico, encapsulando no solo al monstruo arquetípico sino también a un reflejo de la alienación humana. Eggers profundiza en la dimensión psicológica de Orlok, tejiendo una narrativa tan íntima como épica. Su figura es menos un depredador unilateral y más una sombra que acecha la conciencia colectiva, un recordatorio de los temores subyacentes a lo desconocido y lo reprimido.

Un punto irregular es la dirección de actores. Eggers extrae performances perturbadoras de Lily-Rose Depp (a kilómetros de sus disfuerzos en The Idol) y de Willem Dafoe como el Prof. Albin Eberhart Von Franz (nueva variante de Van Helsing) y sobre todo, de Skarsgård como el Conde Orlok, el Nosferatu de la historia. Al mismo tiempo, quedan expuestas las limitaciones de talentos como Aaron Taylor-Johnson como Friedrich Harding y Emma Corrin como Anna Harding, esposa de Friedrich y basada en la Lucy Westenra de la novela de Stoker. Ambos no saben qué hacer con roles mínimos. Pero el peor es Nicholas Hoult como Thomas Hutter: sin fuerza ni matices e incapaz de conmover, la constante presencia de Hoult en el cine de Hollywood –especulo– parece deberse a que es eficiente y alguien en quien los directores confían, además de físicamente atractivo. No encuentro otra explicación para otro rol desperdiciado en manos de Hoult. 

La partitura musical, hilo serpenteante entre la melancolía y la tensión, acompaña la narrativa con una sofisticación que nunca subestima al espectador. En conjunción con el diseño de sonido—una sinfonía de susurros, ecos y crujidos—, la película invoca un estado hipnótico que atrapa tanto la mente como los sentidos. 

En manos de Eggers, Nosferatu no es un simple homenaje; es una meditación filosófica sobre el horror, la codicia de lo sensual y la belleza de lo atemporal. Es un testamento del poder transformador del cine.

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