Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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A Phnom Penh me trajo el Mekong. El cauce del río rebasa pueblos de casitas compactas y desheredadas construidas en sus márgenes; amplias zonas de nada, absolutamente nada, solo el agua perdiéndose en el horizonte; grandes concentraciones de selva hambrienta y algún que otro pescador solitario con su red de pesca primitiva. La capacidad de estropear el encanto del barco a motor que me lleva desde Vietnam a la capital de Camboya es infinita y ensordecedora, como un taladro en la sien. 

Apropiarse de un país justo cuando le has pillado el truquillo al anterior apabulla. Es un recomenzar de la cabeza: vaciarla entera, desaprender y aprender más rápido aún, con la gracia dudosa de un animal circense al que devuelven a su hábitat: totalmente perdido. Ahora la prioridad es habituarme en tiempo récord a las nuevas dinámicas culturales, a la nueva moneda fluctuante, al valor de las cosas, el coste del día a día y, claro está, a la colección de tretas varias de los lugareños, también inéditas y originales. El contraste es aún mayor si desembarcas en la sórdida capital camboyana recién llegada de la idílica Vietnam.

Al atardecer, los niños juegan en el malecón entre basura y agua ennegrecida por el paso de los barcos de mercancías y turistas.

Camboya es uno de los países más pobres de la región, del planeta, y no hace falta recorrer mucho Phnom Penh para incurrir en la obviedad. Al caer el sol, el malecón fluvial se llena de un torrente de niños ennegrecidos de pies a cabeza, situados en ese punto estratégico con el objetivo de cazar personas y monedas, con la insolencia de quien se ha educado en las calles y con la convicción de que el blanco tiene de sobra para regalar. Muchos son auténticos críos de menos de metro y medio de estatura. En realidad, te los encuentras en cualquier esquina de la ciudad, y te plantan el dorso de la mano a un palmo de tus narices o, directamente, te estiran de la ropa para captar tu atención. 

Al caer el sol, el malecón fluvial se llena de un torrente de niños ennegrecidos de pies a cabeza, situados en ese punto estratégico con el objetivo de cazar personas y monedas, con la insolencia de quien se ha educado en las calles y con la convicción de que el blanco tiene de sobra para regalar.

La infraestructura en Phnom Penh es, en general, precaria y destartalada. Eludir la basura acumulada en las aceras es un pasatiempo digno de esta ciudad con nombre imposible de escribir de un solo impulso (desde este instante me referiré a ella por su nombre de pila, Non Pen, dada mi incapacidad de recordar dónde van las haches mal parqueadas). La situación de miseria estructural latente y atemporal en Non Pen sin haches contrasta con los precios abultados orientados al turismo: si bien la moneda oficial es el riel, a la altura del inframundo en términos de valorización, la mayoría de precios que manejan restaurantes, hostales, museos y pequeños establecimientos están redondeados al alza en dólares. En este juego de equivalencia adulterada, los nacionales salen ganando, pero ni rastro del progreso. 

En Non Pen todavía se conservan muchos edificios coloniales, ennegrecidos por el paso del tiempo, de cuando Camboya fue propiedad francesa. 

Y entonces llegó Gerard, por fin, justo a tiempo para sacarme de tanta negligencia visual y congoja interna. Nos conocimos en Vietnam y conectamos al instante, con su forma de ser dicharachera y una nobleza desbordada. Además, regala chascarrillos y me hace reír a carcajadas en un idioma que no es el mío, lo cual tiene más mérito aún. De la especie irlandesa, es de esos tipos buenos, buenos de verdad, genuinamente buenos. Y tiene barba, y los tipos con barba siempre me han dado buena espina.

A las pocas horas de encontrarnos, me arrastró a una madriguera con ínfulas de bar y mesa de billar. Un lugar donde solo llega quien ya lo ha pisado antes. La dueña, una camboyana ruda de pura cepa, le recibe con los brazos abiertos, pletórica por volver a reencontrarse con el barbudo y sacarle más cervezas: la comisión que debe pagar quien pierde contra ella al billar. Y ella es un portento en esta disciplina. Gerard le pone desparpajo, pero no le llega ni a los talones. 

Mientras ellos juegan, me siento en la barra y pido una cerveza. A continuación, me dispongo a enumerar la sucesión de acontecimientos sobrevenidos durante la ingesta lenta de mi cerveza, fuera de toda lógica: yo enseñando castellano a la camarera, una adolescente de 16 años que de mayor quiere ser profesora de preescolar. Yo cantando el ‘Despacito’ en el karaoke rodeada de una barriada de hombres cincuentones y entrañables de nacionalidades diversas que me hacen de coristas. Yo invadida por la rabia cuando me cuentan sus intenciones ahora que se van del bar: buscar prostitutas camboyanas, a poder ser, menores de edad. Yo y mi impotencia. Ellos y su insolencia; su puta desfachatez. “Te va a gustar, son deliciosas y muy jóvenes. Relájate”, le dice uno de ellos, francés y piel de plastilina, a su amigote miope recién aterrizado en el país. 

Yo invadida por la rabia cuando me cuentan sus intenciones ahora que se van del bar: buscar prostitutas camboyanas, a poder ser, menores de edad. Yo y mi impotencia. Ellos y su insolencia; su puta desfachatez.

En Non Pen los depredadores visten camisas de flores y bermudas. Es fácil reconocerlos: pasean solos o en grupos de dos o tres por la ciudad, a plena luz del día, sin atisbo de vergüenza y traspiran impunidad. Se instalan durante horas en las terrazas y escrutan a las transeúntes en busca del botín. O ya lo han seleccionado y comparten mesa y tragos con un par de ninfas de mueca tediosa a las que doblan o triplican la edad. En un tercio de los casos, según varias organizaciones, las mujeres no exceden los 18 años. Niñas a las que ni si quiera les ha dado tiempo a que les crezcan las tetas. 

Se trata de turistas mal llamados ‘sexuales’, cuando en realidad, lo que queremos decir es ‘criminales’. Llegados muchos de ellos de países occidentales, representan algo más del 20 por ciento del desembarco de extranjeros en el país, deslumbrados con la promesa del exceso y la omisión de cualquier responsabilidad penal y moral. Una perversión que, además, les sale barato: unos 20 dólares. Llevarse a la cama a una de estas ninfas tiene precio de combo de hamburguesa y coca cola XXL en sus países de origen. 

Gerard me arrastró fuera del bar en cuanto vio mi cara prendida del color de la furia. 

En Non Pen los depredadores visten camisas de flores y bermudas. Es fácil reconocerlos: pasean solos o en grupos de dos o tres por la ciudad, a plena luz del día, sin atisbo de vergüenza y traspiran impunidad.

El ambiente se torna sórdido y solitario por la noche, iluminado casi exclusivamente por las luces de neón parpadeantes de los pubs donde van a parar los floripondios degenerados. Las residencias destartaladas embutidas en bloques de cemento no muy altos, con sus tiendas a pie de calle, se cierran a cal y canto. Los últimos conductores de tuk tuks, montados en estos pequeños vehículos sin ventanas, merodean con pachorra por la zona a ver si cazan a algún transeúnte y cierran una jornada provechosa. Nosotros, el barbudo noble y yo, nos movemos a pie, a ras del tendido eléctrico y su lógica extraña de unificar fachadas, mordisqueadas todas. 

Allí donde confluyen todas las maniobras políticas, administrativas, económicas y perversiones de Camboya, es también donde se encuentran los ríos Mekong, Sap y Bassac y se fusionan con salida al Mar de la China Meridional. Por su localización estratégica, los franceses no perdieron la oportunidad de trasladar la capital de su colonia (1867-1949) a Non Pen y la credencial se mantiene desde entonces. No es una ciudad fácil de digerir, aún con su arsenal de galanterías en forma de templos budistas, palacio real ostentoso, casonas y las típicas avenidas galas y mercados de falsificaciones y comestibles. Una urbe con alma agreste, reflejo de un país entero, que sueña con emular a las grandes metrópolis de la región y salir de la miseria hondeando la bandera del capitalismo salvaje. 

 La puerta principal del Palacio Real, residencia actual de la familia real camboyana, conservado desde 1866.

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