Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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Iban por una ruta hacia el mar. La madre manejaba, el niño viajaba en el asiento de atrás. Quizás, para acortar los kilómetros, él miraba por la ventanilla y describía qué formas tenían las nubes: garras de dinosaurios, orejas de conejos, castillos voladores. Ella tal vez cantaba alguna canción que sonaba en su cabeza porque en esa parte del camino la radio no sintoniza ninguna emisora. Avanzaban en una cápsula feliz, doscientos kilómetros más adelante encontrarían gaviotas, arena fresca, algunas ostras. Las olas debían romper sobre ellos. Las olas. No esa camioneta que de golpe apareció por la derecha y que cruzó la ruta sin ver el auto que iba hacia el mar. 

Cuando la noticia empezó a circular por el pueblo, la tristeza y la preocupación subieron como la marea. Los conocíamos. Llegaron las primeras cadenas de oración porque ante situaciones así pierde sentido el “qué pasó” y lo único que necesitamos saber es “cómo están”. La madre, pronto nos enteramos, estaba fuera de peligro. Por el niño había que rezar.

Sé que la vida es esto, lo que no podemos controlar, lo impredecible, lo que se nos va de las manos. Que lo sepa no quiere decir que esté amigada con la idea. Es más: la detesto. Peor: me aterroriza. Cuando pienso en esa madre, el cuerpo se me hace de plastilina, se me ablandan hasta los huesos, pierdo la estabilidad y la confianza porque esto también sé —todas las madres sabemos—: nada malo debería sucederle a nuestros hijos. 

Por eso desde que nacen sacamos cuentas. Muchas de nosotras nos sentimos como Amanda, el personaje que creó Samanta Schweblin en Distancia de rescate, en especial cuando dice: “… siempre pienso en el peor de los casos. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara. Lo llamo ‘distancia de rescate’, así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola...”.

Cuando pienso en esa madre, el cuerpo se me hace de plastilina, se me ablandan hasta los huesos, pierdo la estabilidad y la confianza porque esto también sé —todas las madres sabemos—: nada malo debería sucederle a nuestros hijos. 

Estar ahí para que nuestros hijos no se ahoguen, ni se caigan del árbol, ni confundan remedios con golosinas; para que no abran la heladera descalzos, ni toquen a un perro que no conocen; estar ahí para manotearlos en la esquina y que no crucen la calle sin mirar antes hacia los costados.

—Es que a veces no alcanzan todos los ojos, Amanda….—le dice Carla en la novela.

Ese diálogo que me persigue desde que leí aquel libro de tapas moradas, ahora tiene la furia del viento desatada sobre el agua. Porque cómo no reconocernos en esa madre que seguro antes de emprender el viaje preparó el bolso con ropa de verano y algo más abrigado ya que a la noche refresca y mejor que el niño no se enferme, y cargó el protector solar alto para cuidarle la piel y no se olvidó de la gorra para evitar que se insole. El hilo que nos sujeta a la vida está en esas pequeñas cosas. Y de la nada se tensa. Se corta. 

Pienso que los ojos no van a alcanzar nunca, no importa la edad que tengan nuestros hijos. Y muchas veces, si no alcanzan es porque el miedo nos los come. Hay un poema de Mariana Bolzán que en los versos finales dice así: “Eso, que tan vivo parece/ ¿respira? ¿ve por vos?/ digámoslo peor: ¿se quedó con tus ojos?”. 

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