Abogado, ex canciller y ex embajador de Colombia, jugador habitual de polo, padre consagrado, lector consumado, eterno estudiante, esposo, intelectual permanente, especialista en opinión pública, doctor en ciencia política, banquero, profesor universitario y recientemente, escritor. Todo eso es Jaime Bermúdez, un idealista pesimista —como él mismo se define–- y a la vez un agudo y creativo analista de los comportamientos colectivos, que se niega a envejecer por fuera cultivando su aspecto anacrónico de joven mechudo e irreverente, y también por dentro tratando de lidiar con todos los porqués que lo sorprenden y lo desbordan día tras día desde muy temprana edad.
Puede ser uno de los raros casos de abogados que han tenido la suerte y el mérito de desempeñarse en una sucesión de relevantes cargos públicos y privados sin haber ejercido su profesión un solo día, en un país de juristas en el que todavía se estudia derecho como una forma de entrar a un recinto plagado de puertas que se abren siempre hacia alguna oportunidad sin tener como prerrequisito la vocación, porque en muchos casos se presume que con el tiempo aparecerá.
En los inicios de una deliciosa conversación con el pretexto de hacer esta entrevista, al indagar qué lo llevó a escribir el libro titulado Por qué incumplimos la ley, no dudó en señalar su antigua obsesión por los comportamientos colectivos, sin tener muy claro si la obsesión precedió su vida universitaria o se formó allí. Lo cierto es que sus mayores inquietudes jurídicas se fueron cocinando en el fuego no tan lento de las cátedras de Teoría del Derecho, Sociología Jurídica y Opinión Pública en la Universidad de los Andes, su alma máter. Por eso se adelantó a señalar que en realidad lleva escribiéndolo toda su vida y que haber pasado por el sector público con la preocupación constante por las políticas públicas y la eficacia o ineficacia de las normas, exacerbó su obsesión original.
“Lo escribí básicamente —agrega— porque me llama la atención que las sociedades contemporáneas están excesivamente reguladas. Tenemos normas desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, desde que nacemos hasta que morimos, incluso nacer y morir en sí mismos están regulados, también los servicios públicos, las profesiones, la educación, el descanso, los negocios, las relaciones de familia, prácticamente todo está regulado, pero a pesar de que es evidente que hay una sobrerregulación, las sociedades transcurren mejor o peor según cumplan o incumplan las normas y hoy día la discusión acerca de por qué sucede eso, está muy vigente”.
Por fortuna hay quienes, como Jaime, se preguntan todavía por la legitimidad, el poder, la construcción social de las leyes, su eficacia y el comportamiento de los ciudadanos frente a las mismas. Estas y otras inquietudes han revoloteado con zumbidos estridentes por su cabeza con la ventaja de que en lugar de sacar el periódico del día para aplastarlas, se ha propuesto observarlas con paciencia de entomólogo hasta convertirse en un virtuoso intérprete de partituras colectivas.
Jaime Bermúdez, Abogado, ex canciller y ex embajador de Colombia.
Diletante por oficio y convicción, profundiza con rigor porque está en su naturaleza hacerlo como lo está también cansarse dos o tres años después, para abordar otro de esos temas que tanto lo seducen en su condición de abogado sin vocación de litigante, porque la estructura básica del derecho tiene para él un profundo sentido común anclado en siglos y siglos de discusiones, y eso lo dice con la ayuda de un dedo índice que gira y gira hasta llegar al centro exacto de su motivación fundamental: abordar desde distintos contextos y experiencias la complejidad de los comportamientos colectivos del ser humano.
Ya entrando en materia, en lo que tiene que ver con su libro que, en un soberbio ejercicio de síntesis, define como “un marco interpretativo de los comportamientos sociales reglados”, empiezan a suceder las preguntas:
Ud escogió a Emilio como el joven estudiante crítico e inquieto a quien le dirige extensas e intensas reflexiones sobre el incumplimiento de la ley. Pero Emilio no es solo una metáfora, o una cómoda maniobra estilística, sino ante todo el hijo de un gran amigo. ¿Por qué escogió a Emilio y no a sus hijos, jóvenes también e igualmente críticos y reflexivos?
Emilio es un tipo sensible, crítico, ácido, con un humor negro genial, empezó a estudiar Psicología y luego se pasó a Derecho. Con él he tenido conversaciones divertidas y a la vez profundas que incluyen estos temas, y en alguno de los prolongados encuentros que nos regaló la pandemia le dije que iba a escribir este libro pensando en él. Mis dos hijos son mucho más jóvenes y este tipo de discusiones las han captado más de una manera intuitiva, acorde a su edad. Destaco, como lo hice en el prólogo, sus aportes geniales en términos de lo que hubiera podido ser la portada y también en relación con unas metáforas muy gráficas y atinadas sobre el sentido de la obra. Por otro lado, hay dos referencias marginales relacionadas, una, con el ‘Emilio’ de Rousseau, que el autor dedicó a su hijo, y la otra con ‘Política para Amador’, que Fernando Savater escribió como un diálogo con Amador, otro joven estudiante. Ninguna de las dos actuó como inspiración.
¿En relación con la temática general del libro, recuerda una desobediencia suya que lo haya marcado en algún momento de la vida hasta el punto de no querer volverla a cometer o por el contrario, hasta el punto de querer volver a hacerla?
Recuerdo haber incumplido algunas normas sociales o morales, lo cual me pareció delicioso, en aquella edad en la que surge la inquietud acerca de cuáles normas somos capaces de transgredir. Pero más que transgresor, he sido crítico y a partir de ahí creo haber pasado de la heteronomía a la autonomía, es decir, a la consciencia de que las normas tienen una justificación o una razón de ser tan relevante, que se asume como propia y no porque otro diga que es lo que se debe hacer.
“Ni más leyes ni mayores sanciones hacen a una sociedad mejor o más cumplidora”. Esta es una frase suya que valdría la pena dejarla en la entrada principal del Capitolio Nacional. ¿Qué capítulo de su libro les recomendaría a los congresistas recién elegidos en Colombia, teniendo en cuenta que, como señaló el diario El Tiempo en julio de 2020, en promedio cada cinco días se aprueba una nueva ley?
No un capítulo pero sí el enunciado del fetichismo o el populismo normativo, según el cual hay una tendencia de los gobernantes, los parlamentos y los reguladores a creer que el hecho de expedir o publicar una norma es suficiente para modificar los comportamientos de las personas. Pero está probado que no es así y también que no se afectan los comportamientos cuando se aumenta la pena por un incumplimiento. La discusión de la cadena perpetua para violadores de niños, por ejemplo, es muy emotiva. Nadie discute lo atroz del delito, pero la pregunta no es sobre la atrocidad, sino sobre la eficacia de la sanción.
En consecuencia, les recomendaría a los legisladores que se pregunten si la manera más eficaz de modificar un comportamiento (que se considere necesario modificar) es expidiendo una nueva ley. Seguramente la respuesta es no. De lo contrario, en Colombia estaríamos muy tranquilos porque aquí tenemos una buena cantidad de normas para todo.
Recuerdo haber incumplido algunas normas sociales o morales, lo cual me pareció delicioso, en aquella edad en la que surge la inquietud acerca de cuáles normas somos capaces de transgredir.
En algún pasaje del capítulo uno (Sumisos y desobedientes) le propone a Emilio que se pregunte cuánto incumplimiento es tolerable. Supongo que udsted se ha preguntado varias veces lo mismo.
La pregunta es más compleja porque la respuesta también lo es. Salvo las leyes de la naturaleza, todas las demás normas son potencialmente incumplibles, pero es necesario ahondar en un ámbito particular antes de pretender responderla. Es decir, como sucede en muchos otros temas, aquí también la respuesta correcta es depende: depende del ámbito, del tema, si hablamos de impuestos, de homicidios, de normas de tráfico, etc. Pero en general, las reglas que regulan el comportamiento humano parten del supuesto de que ese comportamiento puede no darse y precisamente sobre ese principio se construye la necesidad de un Estado, de un árbitro, de un tercero que resuelva conflictos de los incumplidos frente a todos aquellos que sí cumplen.
El incumplimiento de 20% en un semáforo en rojo puede generar caos; la evasión de impuestos puede tener rangos críticos diversos; los homicidios o crímenes no deberían ocurrir de manera alguna, y cualquier incumplimiento resulta dramático individual y colectivamente.
Portada del libro "¿Por qué incumplimos la ley?".
Muchas veces evitamos incumplir la ley solo por no molestar a otros pero no porque eso llegue a molestarnos a nosotros mismos. Es decir, más por conveniencia y menos por convicción, ¿En qué momentos de su experiencia profesional pública o privada pudo haber primado más la conveniencia o la convicción?
Hay una hermosa teoría de la alemana Elizabeth Noelle Neumann llamada La espiral del silencio, según la cual la mayoría de las veces la opinión pública es la expresión del silencio de las mayorías, por el temor de ser aislados por la voz de quienes hablan más fuerte o tienen más poder. Muchas decisiones se han tomado a lo largo de la historia a pesar de esa espiral del silencio. También existe el argumento de la conformidad, expuesto por el estadounidense Cass Sonstein, según el cual los linderos de la identidad individual y colectiva se definen de conformidad con los entornos relevantes (la familia, el colegio, un equipo de fútbol, una universidad, un país, etc). En este sentido la conformidad viene a ser el comportamiento social recurrente o la respuesta, más o menos automática, a veces inconsciente, con que nos amoldamos o vivimos de conformidad con las opiniones, expectativas y preferencias de los demás, para tratar de evitar el error o la confrontación. De manera excepcional hay personas o grupos que reaccionan frente a esa conformidad, proponiendo un nuevo paradigma que puede llegar a modificar el comportamiento colectivo o la posición ante ciertas normas.
Son ejemplos para ilustrar teóricamente el choque recurrente entre la conveniencia con la convicción. Ya en mi experiencia personal puedo señalar dos. El primero, al terminar el primer gobierno de Álvaro Uribe, cuando seguíamos recibiendo evidencia de que el gobierno de Hugo Chavez estaba protegiendo en Venezuela a guerrilleros de las FARC y el ELN, pero en el ámbito regional nos fuimos quedando solos e incluso a nivel interno muchas voces señalaban que era innecesario insistir en ese nivel de confrontación para preservar las relaciones diplomáticas con los vecinos. Se tomó la decisión de presentar las evidencias ante la OEA para darle precisamente prelación a la convicción sobre la conveniencia.
El segundo se relaciona con las negociaciones de los tratados de libre comercio (TLCs) con algunos países, en donde aflora con ímpetu la frase de que nada está negociado hasta que todo esté negociado para ceder en temas importantes en aras de lograr un acuerdo final. Se puede tener la convicción de que para el país es inconveniente ceder en algo, pero no hacerlo puede llevar a fracasar la negociación como un todo. Las negociaciones en general son un buen ejemplo para ilustrar casos en los cuales la conveniencia termina siendo más fuerte que la convicción, porque se actúa bajo la justificación de que está en juego un bien mayor.
Hay una hermosa teoría de la alemana Elizabeth Noelle Neumann llamada La espiral del silencio, según la cual la mayoría de las veces la opinión pública es la expresión del silencio de las mayorías, por el temor de ser aislados por la voz de quienes hablan más fuerte o tienen más poder.
¿Después de definirse como un idealista pesimista, cree que usted y yo estaremos vivos para presenciar modificaciones significativas frente al cumplimiento normativo, a hacer cumplir las leyes por parte del Estado, a vivir una transformación cultural o a la recuperación de la legitimidad?
La respuesta es no. Porque está en juego la capacidad del Estado, de la transformación de las normas sociales y también la reivindicación de la legitimidad de las autoridades. Cualquiera de esas tres variables toman años, un esfuerzo descomunal y debe ser concomitante, porque se puede tener un Estado muy eficaz pero ilegítimo, lo cual va a generar incumplimiento; si usted tiene un Estado muy fuerte pero en su propio entorno social relevante no hay sanciones por incumplir las normas, es poco probable que el cambio visible se logre. Si bien es cierto hay transformaciones aceleradas como la del Covid, que generó el hábito del distanciamiento social y el uso de tapabocas, modificar normas sociales suele llevar muchos años, incluso siglos.
Sin embargo, al respecto debo señalar de manera precisa la contribución de ciencias del comportamiento como la Psicología Social,la Economía del Comportamiento, la Neurociencia, etc. Sus principales desarrollos se están aplicando ya en políticas públicas (de la OCDE, el Banco Mundial, algunos gobiernos, entre otros) con la intención de modificar comportamientos colectivos, por ejemplo cuando se comprueba que un entorno relevante incide de manera muy eficaz en el cumplimiento individual de una norma.
Dice Séneca que no hemos de preocuparnos de vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente; la vida es larga si es plena y se hace plena cuando el alma ha recuperado la posesión de su bien propio y ha transferido a sí el dominio de sí misma. No recuerdo una sola referencia en su libro al alma o al espíritu para ayudarnos a comprender por qué incumplimos la ley. ¿Me equivoco?
No se equivoca. Es deliberado. No hablo de alma o espíritu pero sí de la conciencia, como aquella reacción interior que surge cuando creemos haber hecho algo mal, especialmente cuando somos los únicos que nos enteramos de ello. Decir una mentira o calumniar a alguien así nadie más sepa que lo hice, genera por parte de mi conciencia —mi alma o espíritu si lo prefiere—, un reproche moral. Pero la actitud hacia las leyes no es solamente moral. De ser así, nos comportaríamos igual con independencia de si estamos en Japón, Estados Unidos o en Colombia. Pero en realidad solemos tener una actitud diferente frente a autoridades jurídicas o de tránsito de otros países, porque de alguna manera tenemos diferentes reacciones frente al comportamiento del entorno normativo y también a la percepción de la legitimidad de otras autoridades. De manera que el tema de la moral solo lo toco enunciando lo que significa un reproche de la conciencia frente al incumplimiento de una norma moral. Pero hay factores y normas culturales y sociales que son determinantes en el cumplimiento de una norma, más allá de lo moral.
De su respuesta se desprende la sensación de que moral, conciencia y culpa fueran lo mismo.
Permítame entonces expresarlo en otros términos: desde el punto de vista de la sanción hay diferencias claras entre normas morales, sociales o legales. Cuando incumplo una norma moral, la consecuencia es un reproche íntimo, de mi conciencia; cuando incumplo una norma social, se produce un rechazo social del entorno; cuando incumplo una norma legal, la sanción me la impone el Estado. Y a lo anterior hay que agregarle el hecho de que, como dice el psicólogo judío-estadounidense Daniel Kahneman, el pensamiento intuitivo, instantáneo, no lógico, tiene un peso exorbitante a la hora de tomar decisiones, lo cual significa que las emociones intervienen mucho más de lo que estamos acostumbrados a reconocer.
Decir una mentira o calumniar a alguien así nadie más sepa que lo hice, genera por parte de mi conciencia un reproche moral. Pero la actitud hacia las leyes no es solamente moral. De ser así, nos comportaríamos igual con independencia de si estamos en Japón, Estados Unidos o en Colombia.
Sin saber exactamente cuál era o sigue siendo su pretensión ética, política o literaria al escribir este libro, ¿se siente satisfecho después de haberlo hecho?
El libro no tiene la pretensión ética de dar lecciones o de proponer formas para vivir armónicamente pero sí la de proponer un marco interpretativo para entender mejor por qué las cosas pasan como pasan y a partir de ahí ver si somos capaces de construir algo más eficaz.
Creo que el libro se deja leer a pesar de mostrar una significativa cantidad de cuestionamientos que se han hecho en la teoría jurídica y la teoría política durante muchos siglos. Y siento que logré aproximarme al tono que estaba buscando para de una manera sencilla tocar temas de una profundidad descomunal.