Uno de los primeros conquistadores en llegar a América desde la árida España, al ver la dimensión de los ríos y la potencia de las cascadas, enloqueció. Tuvo que ser detenido por sus propios compañeros hasta que se convenció de que no había llegado al paraíso sino a un lugar hídricamente rico. América siempre ha ocasionado delirios, no solo para quienes la visitaron en ese entonces sino para quienes aún viven en ella, aspiran a gobernarla y toman de su cultura los matices para construir sus creaciones artísticas.
Consciente de esos deslumbramientos el ensayista colombiano Carlos Granés escribió un libro, Delirio Americano, que puede ubicarse en la misma línea de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; Las venas abiertas América Latina, de Eduardo Galeano o ¿Dónde está la franja amarilla?, de William Ospina; todos escritos en busca de responder una pregunta que el mismo Granés se hizo antes de empezar la redacción de su texto: ¿qué carajo somos los latinoamericanos?
Granés va respondiendo a la pregunta a través de un recorrido que va desde la muerte de José Martí hasta la de Fidel Castro y abarca las múltiples dictaduras, los intentos liberales, las demagogias, la violencia y cómo el arte, los artistas, han contribuido en sostener, anticipar, recrear, criticar ese delirio político y social.
En esta entrevista, a su vez, recuerda cómo concibió el libro y explica algunas de sus atrevidas ideas y descubrimientos.
Este libro es el resultado de un trabajo de más de diez años. ¿Cuáles fueron las motivaciones y los detonantes para su construcción?
El detonante fue la incomodidad que se deriva de la ignorancia, de la incomprensión. No entendía bien la historia latinoamericana y quise hacer algo para remediar esa situación. El resultado fueron muchos años de lecturas y de escritura. Es verdad que la pregunta original giraba en torno a las vanguardias latinoamericanas y a la relación entre arte y política, un tema que venía trabajando desde hacía mucho. Pero bastó con escarbar un poco en esta historia para que surgieran más preguntas y más ganas de seguir leyendo y entendiendo. Al final, Delirio americano terminó siendo un recorrido por la política y la cultura de todo el continente a lo largo de más de un siglo. O de lo que yo llamo el largo siglo XX latinoamericano, que empezaría en 1898 y aún no acaba.
América siempre ha ocasionado delirios, no solo para quienes la visitaron en ese entonces sino para quienes aún viven en ella, aspiran a gobernarla y toman de su cultura los matices para construir sus creaciones artísticas.
El libro está lleno de héroes. ¿Cuáles son sus favoritos en una selección de tres o cinco para que los lectores sepan qué encontrarán en el texto?
En un continente lleno de caudillos rectilíneos, de fanáticos y radicales que se inmolan o causan hecatombes, siento predilección por los intelectuales o artistas que cambian de postura o evalúan las consecuencias de sus ideas, y por los políticos que defendieron la democracia. Entre los segundos están José Figueres, el líder costarricense que fundó uno de los sistemas políticos más democráticos y estables del continente, y el venezolano Rómulo Betancourt, otro líder que, en un momento muy crítico, los años sesenta, no se dejó tentar por el huracán revolucionario que venía de Cuba y privilegió la democracia. Entre los primeros, tengo mucha simpatía por un poeta chileno, Vicente Huidobro, el creador de la primera vanguardia latinoamericana y un personaje descomunal, risible y admirable al mismo tiempo por su narcisismo extravagante y su capacidad para autocriticarse y reconocer los daños que hizo en la política del continente el desprecio de la democracia. En la misma línea estarían Sergio Ramírez, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa. También siento fascinación por una artista muy peculiar, Nahui Olin, buena poeta, mala pintora, pero sobre todo la primera artista —creo que en el mundo— que se asume ella misma como obra de arte. En los años veinte posa para un fotógrafo, pero ya no como modelo sino como creadora, una práctica que en los años sesenta se populariza.
Portada del libro "Delirio americano" de Editorial Taurus.
Es un texto sobre la identidad americana. El libro comienza recordando cómo la Suramérica mestiza se interroga ante la Norteamérica blanca y sajona y termina mostrando cómo la Norteamérica de hoy (y Europa también), quizá más mestiza, se está latinoamericanizando. ¿Fue la globalización la causante de este contraste en dos siglos? ¿Qué otros factores además de la globalización rescataría usted como motor de ese contraste?
La globalización tuvo mucho que ver, y sobre todo su corolario: la lucha antiglobalizadora. Latinoamérica, el Sur, se vio como un antídoto a la homogeneidad del proceso globalizador. En Chiapas, con el Subcomandante Marcos, surge el altermundismo, el interés por el subalterno, el otro, y esto, que empieza como una reivindicación indígena, acaba apelando a todo el que se siente marginado, el que se queda atrás. Y así como en América Latina muchos políticos han sabido aprovecharse de esas masas marginadas, en Europa y Estados Unidos ocurrió lo mismo. El primer paso ya se había dado: construir discursivamente a la víctima. Solo faltaba que llegara un redentor.
Si en el XIX y el XX la cuestión latinoamericana era verse frente a los yanquis, ¿cuál puede ser la cuestión hoy en día? ¿Verse ante sí misma? ¿Verse ante los yanquis de hoy? ¿Verse ante los chinos?
Hoy la relación con los yanquis es distinta, por una razón clara: la izquierda latinoamericana, que soñaba con Francia y odiaba a Estados Unidos, hoy se educa en Estados Unidos y llega de vuelta con la agenda izquierdista e identitaria yanqui. La izquierda hoy en día es un producto paradójico: en su ADN lleva las obsesiones yanquis (la identity politics), pero cuando llega al poder y tiene que buscar un enemigo, vuelve a sacar el comodín antiyanqui. Hoy América Latina está más perdida que nunca. Muy alejada de Europa, con una izquierda muy agringada y con la resaca de los sueños frustrados de integración jalonados por Castro, el chavismo y hasta el lulismo. Hoy está fragmentada, sin proyectos claros y tratando de reciclar ideas que funcionaron cuando la economía iba bien, hace quince años, pero que ya no contagian ilusión ni generan grandes expectativas. El caso chileno es un ejemplo claro: de la euforia a la frustración en cuestión de meses.
Al final, 'Delirio americano' terminó siendo un recorrido por la política y la cultura de todo el continente a lo largo de más de un siglo. O de lo que yo llamo el largo siglo XX latinoamericano, que empezaría en 1898 y aún no acaba.
En Latinoamérica los artistas han sido brazos cultos de algún régimen de izquierda o de derecha, algunos se alzaron en armas; hoy en día ¿por fin son solo artistas?
No lo creo. El siglo XX contaminó al arte de política, de activismo y de intenciones morales, y eso sigue siendo así. Por el momento no veo señales de que eso vaya a cambiar, al menos no dentro de las prácticas artísticas impulsadas desde la academia.
Sin embargo, el ser sólo artistas nos lleva a una paradoja de la que ya había alertado Kundera, ¿son artistas sin biografía, o sea, gente que nace, crece, va a la universidad y se hace artista, pero no tiene ningún vínculo o actividad política?
La formación universitaria consiste, en muchos casos, en politizar, concientizar o introducir a los jóvenes en el activismo.
Quien parece gobernar ahora el destino de los artistas es la industria cultural. ¿Hoy los artistas están cooptados por ese mercado o industria?
Tarde o temprano todos llegamos a las industrias culturales, porque son las que median la relación entre los creadores y el público. Antes los artistas se presentaban a sí mismos con sus tertulias, manifiestos, grupos y sectas; se hacían autopromoción y así captaban la atención de la sociedad. Ahora no. Ya nadie escribe manifiestos ni hace parte de grupúsculos. El creador necesita altavoces para darse a conocer, y esos altavoces con las industrias culturales.
Y por el mismo camino, ¿es la industria cultural el ambiente más propicio para las vanguardias o movimientos de peso en las artes?
Justamente no. Las vanguardias eran movimientos revolucionarios, por lo general anticapitalistas o, como mínimo, anti mercado del arte. Y las industrias culturales hacen parte del engranaje turístico, empresarial, comunicativo. Esto obliga a los artistas a negociar su radicalidad con el mercado. Muchos juegan a la revolución, sí, pero es porque hay todo un mercado para la radicalidad. La revolución vende bien, más que cualquier otro producto cultural. Lo sabemos desde 1968, como mínimo.
Huidobro escribió en 1941 que todos estábamos cansados de la democracia, desilusionados de su falta de vitalidad, de sus injusticias, de su lentitud, de su flojedad interna, descontentos, por lo menos, de sus modos de actuar. Había frialdad para defenderla, no inspiraba entusiasmo en nadie. ¿Está pasando algo similar hoy en día?
Creo que sí, y en todo el mundo. El auge de líderes nacionalistas fuertes y eficaces, poco democráticos, en países como China, Turquía, Hungría y Rusia (aunque la imagen de Putin ha cambiado), ha supuesto un desafío para las sociedades democráticas. La democracia ya no es algo que defienda la gente intuitiva y espontáneamente. Hoy, ante la promesa de soluciones, cambios, refundaciones, novedad, justicia o lo que sea, la gente deja de lado el procedimiento y la institucionalidad. Pareciera que todo esto deja de importar y volvemos a esos años veinte del siglo pasado, cuando a los jóvenes la democracia les parecía un paquidermo anacrónico que impedía los cambios revolucionarios. Lo triste es que la democracia se extraña cuando se pierde. Mientras se tiene, suele someterse a todo tipo de ataques populistas.
El siglo XX contaminó al arte de política, de activismo y de intenciones morales, y eso sigue siendo así.
Es ilustrativo leer este libro en contraste con Las venas abiertas de América Latina. Desde Delirio Americano, ¿cómo puede entenderse hoy el libro de Galeano?
El libro de Galeano, más que un diagnóstico de la historia económica del continente, lo que hizo fue moldear una psicología latinoamericana (ese libro y muchos más, claro, pero ese fue el más famoso). Una psicología victimista, que por lo mismo daba una imagen pura y angelical de nosotros mismos. Daba a entender que el latinoamericano ha sido siempre un ser colonizado, expoliado, explotado, marginalizado, ninguneado… Y por lo mismo no ha tenido culpa alguna en ninguna de sus desgracias. Siempre es otro el malo. Pero basta con examinar la historia política del continente, y es lo que hago en mi libro, para comprobar que eso es una fantasía. El siglo XX contaminó al arte de política, de activismo y de intenciones morales, y eso sigue siendo así.
El libro se está traduciendo al chino. ¿Cómo observa usted la relación de América Latina con China?
Es muy curioso que este libro vaya a tener más circulación en China que en México. Eso dice muchas cosas. La principal, que América Latina es un tema que ya no le interesa a nadie, ni a los mismos latinoamericanos. Europa está alejadísima, y para Estados Unidos, más que una preocupación, somos una molestia, un ruido de fondo tedioso, sesentero. China, en cambio, es el único país que quiere entender el continente. Es el único actor global que tiene interés y curiosidad por América Latina. También España, claro. El libro ya ha tenido cuatro ediciones españolas, más que en Colombia o Argentina. En España hay mucho interés por América Latina, aunque lamentablemente no se concreta en políticas ni vínculos fuertes.
¿Estaríamos de acuerdo en que este libro es un pico en su carrera como escritor?
Sin duda. Es el libro al que más tiempo y esfuerzo le he dedicado. Y quizás es un libro que no habría podido escribir sin mi experiencia previa como escritor e investigador. Nunca lo vi como un reto, sino como una gozadera, un placer inmenso al que me dediqué hasta que ya no pude más. Pero una vez escrito, sí se me plantea un desafío: ¿cómo escribir un nuevo libro que esté a la altura?
El siglo XX contaminó al arte de política, de activismo y de intenciones morales, y eso sigue siendo así.
El libro está lleno de frases e ideas en las que se ve al autor caminar por la cornisa. Citemos una: “De la misma forma en que el Volkswagen, un automóvil concebido por Hitler, acabó convertido en un icono del hippismo, Perón es el único pederasta filonazi del que se enorgullece la izquierda y cuya imagen le sirve para ganar elecciones”. ¿Cómo le ha ido defendiendo estas posturas en redes sociales y debates públicos?
Digamos que he tenido que enfrentarme a públicos hostiles, lo cual es lógico. En América Latina hay personajes y filiaciones políticas que tienen un elemento religioso. Y por momentos en el libro yo me comporto como un ateo que le dice al creyente que el Niño Dios no trae los regalos en Navidad. Nadie quiere que le digan eso, más cuando se espera de los intelectuales que sigan alimentando las utopías, las ensoñaciones y la imagen gratificante del latinoamericano víctima. Yo no lo hago, y eso frustra y jode y enfurece. Es inevitable.