Relatto | El cuento de la realidad
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Estoy sentado en una desvencijada silla de plástico donde espero, inútilmente, el arribo del frescor en medio del amurallado patio interior del hotel Sahafi. Es domingo y estamos a finales de abril en este segundo año de pandemia, en la que parece ser la noche más larga de Mogadiscio, la capital de Somalia. Noche porque el crepúsculo ya dio paso a un cielo entre negro azabache y azul marino, salpicado de estrellas. Noche porque el muecín ya cantó, anunciando a las dos millones y medio de almas que habitan la ciudad que pueden, finalmente, romper el ayuno en este mes sagrado de Ramadán. Noche porque una nueva crisis política se asoma en el horizonte somalí, con un gobierno roto, un parlamento suspendido, un líder de la policía nacional depuesto y clanes y milicias acechando en cada esquina. Si bien esta última rebatinga política, devenida en enfrentamientos, balazos e inestabilidad, tiene su propio génesis, se vincula, como todas las anteriores y las que habrán de venir, con la caída del gobierno de Siad Barre en 1991. La noche más larga de Mogadiscio ha durado ya demasiado tiempo y parece que nunca habrá de terminar.

Calle del centro de Mogadishu.

Estamos en la intersección conocida como kilómetro cuatro o KM4, uno de los puntos neurálgicos de la ciudad, donde se cruzan las avenidas principales que conectan la zona portuaria con el complejo presidencial, el norte con el sur. Es un mal momento, un mal lugar, una mala noche, sin duda. 

“Cuidado, abajo, al suelo, agachados, silencio, a callar”, la voz, chirriante, se convirtió, de repente en muchas voces, hablando, gritando, atropellándose, a distintas velocidades, con distintas graduaciones y en múltiples idiomas. Somalí, inglés, árabe, italiano, español y turco, todos chapurreados, confundidos, asustados, huidizos. Tal como las ráfagas de viento que demasiado pronto y con las horas del día contadas dieron paso a ráfagas de balas escupidas de forma indiscriminada de la boca de decenas de fusiles AK-47. Bocas tan groseras, ardientes e impredecibles como las de los políticos y líderes tribales que se atrincheran en rincones esparcidos por toda la geografía de la ciudad.

Noche porque una nueva crisis política se asoma en el horizonte somalí, con un gobierno roto, un parlamento suspendido, un líder de la policía nacional depuesto y clanes y milicias acechando en cada esquina.

Nos tomó a todos desprevenidos. “Sabíamos que iba a pasar, pero no cuándo”, dice Omar, mi guía, mi guardaespaldas, mi anfitrión, mi traductor, mis oídos, mis ojos y en estos angustiosos momentos, mi todo, mientras intenta recuperar el aliento. “¡Agáchate!”, grita tan rápido y estruendoso como los morteros que ahora asolan la parte alta de la urbe, camino de Villa Somalia, el rimbombante nombre, reminiscente del conflictivo pasado colonial italiano en el Cuerno de África, con el que se conoce al complejo presidencial donde está acuartelado el presidente en funciones, Mohammed Abdullahi Mohammed.

El mandato de Mohammed, a quien la oposición tacha de antidemocrático y totalitario, terminó el pasado 8 de febrero, pero se ha extendido indefinidamente; la pandemia, la amenaza terrorista, el perenne aire de incertidumbre regional o incluso el fortalecimiento de la democracia somalí son algunas de las razones que aduce el implicado para justificar su permanencia. Durante semanas una negociación auspiciada por la comunidad internacional para fijar una fecha para los comicios parlamentarios pospuestos desde fines del año pasado se tradujo en un diálogo infructuoso que terminó en un limbo cuando la cámara baja del legislativo somalí, dominada por el partido de Mohammed, aprobó una iniciativa de ley a inicios de abril que alienta la iniciativa del jefe de gobierno de extender su mandato dos años más para “garantizar” las condiciones que permitan nuevos comicios. Una decisión condenada por Naciones Unidas, la Unión Europea, Estados Unidos y la misión de paz de la Unión Africana en Somalia, conocida como Amisom, por sus siglas en inglés. Un impasse político innecesario que enardeció a la oposición, aumentó indiscutiblemente las tensiones en el país, dividió a la población, regresó a Mogadiscio a los titulares de la prensa internacional y reavivó esta noche tan larga que se cierne sobre Somalia. 

“Shhhh”, añade Omar mientras coloca su dedo índice derecho sobre los labios, apretados, como nuestras respiraciones. 

¡Allahu akbar, allaaaahu akbar, alaaaaaaahu akbar!

Ruinas del parlamento federal somalí.

Las voces de los varios muecines que usualmente cantan al caer el sol inflaman el aire de Mogadiscio de esperanza, sobre todo durante el mes santo del Ramadán, esas cuatro semanas del calendario lunar a lo largo de las cuales los mahometanos piadosos se avocan al ayuno, a la castidad y a la contrición, de cuerpo y espíritu, rememorando las primeras revelaciones de Alá a su profeta, Mahoma, que se convirtieron en el Corán. La llamada vespertina a la oración, una de las cinco que se hacen al día de acuerdo con el canon religioso del islam, debe hacerse, según los más ortodoxos, cuando sea imperceptible para el ojo más avizor una hebra de hilo blanco sostenida entre dos dedos de la mano. Este llamado hecho en forma de canto por las mezquitas de toda la geografía musulmana, resulta casi mágico durante el mes santo, pues más allá del acompañamiento tradicional que le hacen golondrinas, gaviotas y vencejos anunciando la inminencia de la noche, viene de la mano del “iftar”, la comida con la que se rompe el ayuno por Ramadán. Con sus dulces higos, su arroz con cordero y muchas tazas con té de menta. 

Esta noche de domingo, sin embargo, desde los minaretes y los altavoces de Mogadiscio, a la voz de “Alá es grande” sólo le acompaña la desolación de los disparos indiscriminados a la distancia, el miedo del viento que transporta a ambos y el enorme hoyo en el estómago que se forma en cada uno de quienes estamos ahí. El ayuno puede romperse, el hambre de paz seguirá por siempre.

¡Agáchate!”, grita tan rápido y estruendoso como los morteros que ahora asolan la parte alta de la urbe, camino de Villa Somalia, el rimbombante nombre, reminiscente del conflictivo pasado colonial italiano en el Cuerno de África, con el que se conoce al complejo presidencial donde está acuartelado el presidente en funciones, Mohammed Abdullahi Mohammed.

“No merecemos esto, #PrayForMogadishu”, se desahoga en perfecto inglés a través de Twitter, Faduma, joven estudiante de la universidad Benadir, una de las tres más grandes del país, tras darse a conocer que a partir del día siguiente y por tiempo indefinido, las universidades y escuelas de la ciudad permanecerán cerradas para preservar la dignidad y seguridad de profesores, administración y alumnado. Es pasada la media noche y el cielo, oscuro, impenetrable, que se cierne sobre Mogadiscio, se pinta intermitente de fuegos y chispas, entre rojo sangre y anaranjado amanecer. 

Faduma nació en Minnesota, en el corazón del medio oeste norteamericano, pero hace tres años, con su padre y sus hermanos volvió al país del que su familia hubo de huir a inicios de los años noventa, buscando refugio del otro lado del mundo mientras Somalia descendía estrepitosamente a un caos del que parece no haber salido por completo. Como varios otros miembros de la extensa diáspora somalí, que abarca desde Londres hasta Minneapolis, pasando por Calgary, en Canadá, el padre de Faduma apostó de nuevo por su país de origen hace unos años. Una de las razones que animaron la decisión de la familia de Faduma fue la elección en 2017 de Mohammed, conocido popularmente como Farmaajo, a la presidencia de Somalia, quien dejó su ciudadanía estadounidense y su vida como funcionario estatal neoyorquino en la ciudad de Búfalo para volver a su país natal y encaminar su carrera política. Su elección vino acompañada de una inyección multimillonaria por parte de países como Turquía, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos, en una Mogadiscio cansada y devastada por años de guerra; así como una aparente, aunque frágil, estabilidad, tras años de presencia de las tropas de la Amisom, y de la aparente ausencia de los combatientes terroristas del grupo Al Shabab. 

Monumento que recuerda el ataque terrorista del 14 de octubre de 2017, en el que murieron 587 personas.

Esta noche de domingo dicha decisión no parece haber sido la más acertada. A la queja y al lamento de la joven universitaria se suman decenas más en Twitter, la red social que, ametrallada de fake news y propaganda, resulta nuestra única fuente informativa, junto con una pequeña radio portátil, en la vigilia de esta noche tan larga. Una noche de película. Una película de terror serie B, donde hay demasiada sangre derramada sin justificación alguna y en la que todos los involucrados son malos actores. Una noche, la más larga, en la que es difícil distinguir si lo que vemos, leemos, oímos e imaginamos es cierto o resulta parte de ese filme gore que transmite el televisor encendido al que nadie presta atención.

To all Somalis who, despite overwhelming odds and a pervasive sense of pessimism, still believe in the “optimism of the will”.

Ali Jimale Ahmed, “The Invention of Somalia”   

“Es inaceptable volver atrás en el tiempo y pretender que estamos en 1991”, la voz de Ali se quiebra, casi a la par de esta noche que ya ha durado demasiado. El treintañero comerciante lleva cinco años proveyendo pescado fresco y productos alimenticios al puñado de hoteles que se encuentran detrás de esos muros infranqueables a prueba de coches bomba que esconde la denominada zona verde de Mogadiscio, el perímetro en torno al aeropuerto internacional en donde se localizan las pocas oficinas de empresas multinacionales y representaciones diplomáticas con sede en Somalia. Este domingo de Ramadán, laborable en tierras mahometanas como los lunes en el mundo cristiano, el negocio de Ali, y su vida, como la del resto, se ha puesto en pausa.

Una noche de película. Una película de terror serie B, donde hay demasiada sangre derramada sin justificación alguna y en la que todos los involucrados son malos actores.

El fatídico 1991 al que se refiere el joven de atractiva piel morena es el año cero de esta noche interminable. Un año que cada vez con mayor ahínco, mientras el sol comienza a despuntar, es traído a colación, lo mismo por los periodistas y reporteros cubriendo los enfrentamientos entre los batallones del ejército que permanecen fieles a Farmaajo y los que se han pasado al bando de la oposición, que por los somalíes de la diáspora retornados que rememoran los días en que tuvieron que salir huyendo del país. Fue en enero de aquel 1991 que una decena de grupos políticos, con el apoyo de liderazgos tribales de distintas partes del país, de algunos sectores del ejército y de la policía secreta, asestaron el golpe final a veinte años de dictadura del entonces presidente Siad Barre. La revuelta que contaba con nutrido apoyo popular por el carácter sanguinario, autócrata y de excesiva mano dura de Barre, quien se vio forzado a abandonar el país y morir en el exilio unos años después, se convirtió más pronto que tarde en una desgarradora lucha entre los diferentes grupos políticos y clanes tribales involucrados por mantener el control de Somalia. La alegría por la liberación de Mogadiscio de las garras del dictador se tornó, a lo largo de una noche que se extiende hasta hoy, en una guerra civil. De las más dolorosas quizá que se hayan visto jamás en el África subsahariana, lo cual no es poco decir. 

Antiguo faro construido por la administración colonial italiana.

Las imágenes de esos días de hace treinta años regresan recurrentes en este domingo convertido en lunes de Ramadán. Aquel enero de 1991 bien podría ser este abril de 2021, coinciden, incluso, académicos y analistas del escenario somalí, lo mismo dentro que fuera del país. La rapidez de los acontecimientos, la frustración acumulada de la población civil, la sed desmedida de poder político, la fragilidad del tejido social de la ciudad y del país. Es igual, aunque no sea lo mismo, rememoran los más viejos que aún se encuentran en Mogadiscio, hombres y mujeres de cincuenta o sesenta años que por la noche tan larga a cuestas parecen ancianos de más de ochenta. Esta primavera ecuatorial, ensordecedora en muchos sentidos, recuerda a aquel invierno de tres décadas atrás. 

La rapidez de los acontecimientos, la frustración acumulada de la población civil, la sed desmedida de poder político, la fragilidad del tejido social de la ciudad y del país.

Mientras el lunes empieza, las principales vías de la capital amanecen con retenes y trincheras. En las intersecciones y en los barrios donde se llevó a cabo el enfrentamiento armado la víspera, el olor a pólvora, y a muerte, aún no se va. Hace horas que se lanzó el último disparo, aun así, los oídos no cesan de escuchar su eco. La suerte, al parecer está echada. No sólo son las escuelas y las universidades las que están cerradas. La kilométrica playa Lido, corazón del puerto de Mogadiscio, está desierta, el icónico faro construido a inicios del siglo pasado por los colonizadores italianos, que porta orgulloso todas esas heridas de bala y de obús tras tantos años atestiguando la guerra, no cuida este amanecer a las hordas de pescadores que vuelven cargando a espalda desnuda tiburones martillo y marlines para vender en el mercado. No hay niños jugando al futbol en la arena ni mototaxis que zigzagueen entre viandantes y casas derruidas. Las tiendas tienen la cortina echada y sólo se ven los tanques empotrados en ciertos cruces estratégicos. Los edificios de apartamentos construidos en el último quinquenio, al lado de lo que queda de la mezquita del siglo XIII y de las ruinas de la catedral católica edificada por los europeos, pintan la silueta de una ciudad fantasma. Quienes no han logrado huir hacia el interior o hacia casa de algún familiar, lejos de las balas, de las ametralladoras, de la noche y del miedo, yacen escondidos. 

La noche termina, pero la pesadilla continúa. La capital de todas las Somalias despierta estremecida y legañosa, con mal cuerpo, sudando frío en un calor del demonio. Nunca concilió realmente el sueño, porque ese al parecer sólo pertenece a los justos y en Mogadiscio quien reina es la injusticia. 

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