Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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El miedo. El miedo que se te cuela por los poros de la piel. El miedo que te oprime el cerebro, que te aprieta la garganta. Los golpes, los correazos, los gritos, las palabras hirientes, las sábanas mojadas por pipí. El miedo y la pena. El miedo y la pena y un niño que solo quería volver al lado de su mamá. “Yo no entendía nada. La niñez debía ser otra cosa. Distinta”, dice Mixael Ortiz recordando esos días, esos días terribles, los días en las casas del Sename (sigla del Servicio Nacional de Menores, la institución que por años en Chile ha recibido tanto a niños abandonados como a jóvenes condenados por diferentes delitos). 

A sus 24 años intenta rehacer su vida; también intenta olvidar. Arrienda una habitación en una casa de la población Santa Olga, en la comuna de Lo Espejo de Santiago. Es aquí donde él está redibujando su existencia; donde duerme, desayuna y piensa en el futuro. Colabora con la Fundación Ítaca —que se ocupa de la reinserción social de los muchachos y muchachas privados de libertad—. Muy esporádicamente hace carreras al aeropuerto llevando a familiares, amigos y conocidos. Con eso se gana unos pesos. Hasta no hace mucho estuvo haciendo mascarillas que vendía en los meses más complejos de la pandemia. Busca un futuro mejor. Por eso está tomando un curso de electricidad ofrecido por la Fundación Paternitas. Sabe que las oportunidades para jóvenes como él no son muchas. En rigor, siempre ha vivido a contramano. Ni siquiera tuvo la oportunidad de un hogar.

—Había violencia en mi casa de parte de mi papá hacia mi mamá, reiteradas veces. Mi papá era alcohólico, agresivo con ella y con nosotros. Por eso me arrebataron de los brazos de mi mamá. Por eso terminé viviendo en hogares guardadores del Sename. 

Entre los tres y los diez años, la infancia de Mixael se repartió en tres hogares guardadores, familias voluntarias que apoyan temporalmente al Sename con el cuidado de los niños o niñas, algunos mientras están en proceso de adopción —antes a esas familias el Estado les pagaba por este apoyo, práctica que ya no se realiza porque el incentivo no era adecuado—. En todo ese tiempo, nunca pudo volver a vivir con su mamá. Al primero de ellos llegó junto a su hermano menor, Bernabé. 

—Tenerlo al lado me daba cierta seguridad. No estaba solo. Era mi familia directa, era mi hermano-hermano. Nos llevábamos muy bien. Juntos nos defendíamos. Igual nos portábamos mal. Nos mandábamos cagadas de cabro chico. Una vez, en el baño, tomamos cloro y terminamos en el hospital. Nos separaron porque juntos éramos polvorita. Eso me dolió. No volví a verlo en muchos años. 


La experiencia en los hogares fue dura. No eran lo que comúnmente puede entenderse como un lugar de acogida. Las sensaciones de amparo y protección, si es que alguna vez existieron, parecían haber huido de ahí.


La experiencia en los hogares fue dura. No eran lo que comúnmente puede entenderse como un lugar de acogida. Las sensaciones de amparo y protección, si es que alguna vez existieron, parecían haber huido de ahí. En un cuaderno donde Mixael ha vaciado sus vivencias —con el anhelo de que en un futuro no muy lejano se conviertan en un libro—, es posible leer: “Un día, de tanto miedo que le tenía a la mujer que me cuidaba, me hice pichi. No le dije a nadie. Dejé la cama hasta que el pichi se secara solo. Yo le tenía mucho miedo a ella porque me pegaba cuando hacía las cosas mal. Estuve con ella como tres años puro sufriendo”.

***

Buena parte de esta entrevista la hice hace un año y ocho meses. Preparaba un libro que se llamó Formas de abrazar una higuera, por encargo de la Fundación Ítaca. Mixael había salido hacía unos meses de un centro de rehabilitación al que llegó por propia voluntad luego de darse cuenta de que no podía seguir tomando alcohol como lo hacía. Había comenzado a estudiar y estaba muy ansioso por lo que venía. 

Mixael era el “hijo adoptado”, el hijo al que cuidaban porque el Estado les pagaba para eso. “Ellos lo hacían solo por la plata. Más que un hijo era un empleado de la casa. Ni siquiera podía descansar, siempre tenía que estar haciendo algo. ‘El descanso es para los flojos’, me decían. No me pescaban. Con los hijos de ella me llevaba mal. No siempre almorzábamos juntos. A veces me hacían comer aparte. O en vez de almuerzo me daban una hallulla con tomate, orégano, queso y chancho. Era como una pizza. Si se acababa la comida o llegaba una visita, me daban eso”, recuerda. 

En ocasiones salían juntos, pero la dinámica familiar era una impostura. “Nunca me sentí integrado ni la sentí como mi familia. Lo único que quería era irme. Yo siempre se lo decía a la asistente social. Pero la solución era cambiarme de guardador. Al final, resultaba siendo lo mismo”, cuenta.

A su mamá la veía poco. Una vez al mes. Esas visitas se hacían en un lugar distinto a la casa. Se juntaban en una plaza. El guardador llevaba a Mixael al encuentro con su madre y él también era el encargado de llevarlo de vuelta. Estaban juntos por espacio de cuatro a cinco horas. 

—Me ponía contento cuando la veía. Me gustaba estar con ella ese ratito, pero duraba tan poco. Al final, me fui acostumbrando a no verla, a la imposibilidad de estar juntos. 

Lo hizo a la fuerza, porque aun cuando quería volver a vivir junto a su madre, el cultivar ese sentimiento le hacía mal. Como ella no estaba, en los días más grises, cuando el bullying y el maltrato se hacían insostenibles, él buscaba a su madre en otros lados. 

—Yo necesitaba un lugar donde sentirme protegido, un lugar que fuera como mi mamá, algo que la reemplazara. Lo encontré en una higuera que había al fondo del patio de la primera casa en la que estuve en San Bernardo. Cada vez que me sentía mal, cuando tenía pena o incluso cuando estaba cansado y quería dormir —me prohibían que durante el día durmiera dentro de la casa—, me iba al patio y me quedaba dormido abrazado a la higuera, o me acurrucaba junto a su tronco. Era mi espacio, el lugar donde me desahogaba. 

Hoy Mixael estudia electricidad. Tiene claro que a la cárcel no va a volver. Ha aprendido a quererse, a valorarse. Le ha encontrado un sentido a la vida.

Esa vida descariñada, a ratos cruel, que le brindaron las familias que lo “acogían” se repitió de manera calcada en los tres hogares a los que lo envió el Sename. Sin embargo, por más que él informaba a la asistente social de los malos tratos de los que era víctima, la situación se mantenía en un statu quo. Recién cuando cumplió los diez años, las autoridades a cargo del tema de colocación familiar decidieron que Mixael debía regresar a vivir con su madre. 

—Volver fue bacán. Me sentí parte de una familia de verdad. Mi mamá estaba con otra pareja, con la que había tenido una hija, a la que conocí cuando me fui a vivir con ellos. Vivíamos en Maipú, en La Farfana. Estando al lado de mi mamá sentí que nunca más iba a tener que sufrir agresiones, que jamás iba a volver a ser maltratado. 

Mixael vivió tres meses de pura felicidad, antes de que las cosas volvieran torcerse.

***

Mixael recuerda esos tres meses y la cara se le ilumina. “Yo sentía que el vivir con mi mamá iba a marcar la diferencia, porque ella me iba a dar amor y seguridad. La sensación que tuve entonces era la de recuperar esa infancia que yo sentía que había perdido”, dice y los ojos se le humedecen. Entonces hace una pausa, busca un pequeño ventilador y lo conecta. Es verano y el calor en Santiago es agobiante. “Así estamos mejor”, dice y vuelve a su silla, y a su historia.

En esos meses de reencuentro con su madre, efectivamente, ella le dio todo el amor y la seguridad que Mixael tanto había echado en falta. El problema siempre fueron sus parejas. El hombre con el que ahora vivía era alcohólico y agredía a su madre de manera recurrente. 

—En los primeros tres meses todo funcionó bien. Pero luego de eso comenzaron las agresiones. A pesar de que tenía solo diez años, cada vez que él intentaba pegarle o derechamente le pegaba a mi mamá, yo me interponía y lo empujaba. 

Lidiar con el día a día, y con la hija de su madre y su nueva pareja, no resultó fácil. La chica quería todo para sí. Los juguetes eran un botín de guerra. Cuando aquello ocurría, cuando la niña no podía tener lo que se le antojaba, estallaba el conflicto. Su padrastro tomaba partido por la niña y les exigía —a Mixael y a su hermano— que si ella pedía algo debían dárselo. Si no lo hacían tenían que atenerse a las consecuencias. 

De cualquier forma, lo peor estaba por venir. 


Ellos lo hacían solo por la plata. Más que un hijo era un empleado de la casa. Ni siquiera podía descansar, siempre tenía que estar haciendo algo. ‘El descanso es para los flojos’, me decían”.


—Cuando mi mamá comenzó a trabajar, yo y mi hermano quedábamos en la casa al cuidado de su pareja. Fue entonces que él se aprovechaba. Ahí pasó el tema del abuso sexual. Fue reiteradas veces. A mi hermano no sé si le habrá pasado algo, yo nunca he hablado el tema con él. Lo que sí sé es que ahí perdí mi alma de niño. Que nunca más pude confiar en otra persona. 

La agresividad del padrastro de Mixael fue en aumento. Contra él, contra su hermano, contra su madre. Las denuncias a Carabineros también se hicieron más frecuentes, hasta que en un momento un juez dictaminó que los niños no podían seguir viviendo en ese clima de violencia y volvió a derivarlos al Sename, esta vez a los hogares de menores. 

—A esos hogares llegaban niños y adolescentes que no podían estar con sus padres. A mí me enviaron al hogar San Pedro del Bosque. Estaba en Recoleta, una comuna popular de Santiago. Ahí había dos casas con 30 niños en cada una. Fue cuático llegar ahí, porque pensé que iba a ser un lugar tranquilo, pero éramos demasiados niños al cuidado de un par de profesores. No daban abasto. Recuerdo que nos subíamos a los techos y desde ahí yo veía a los otros niños teniendo sexo entre ellos. Nunca dije nada a los profesores, quizá por miedo. Pero en esas circunstancias le conté al tío Rimba —uno de los profesores— el tema del abuso del que yo había sido víctima. Y él rápidamente le avisó al director del hogar. Llegó la PDI (Policía de Investigaciones), me llevaron al cuartel para que les contará, y luego debí ir al Instituto Médico Legal para constatar lesiones. Estuve como un año siendo supervisado por un sicólogo de la misma PDI. Yo tenía once años. 

***

La vida en el hogar San Pedro del Bosque se fue haciendo insostenible para Mixael. Un día decidió salir de ahí para no volver. En la calle hizo amistades y al poco tiempo terminó viviendo en una de las caletas del río Mapocho, casuchas improvisadas bajo los puentes. 

—Me ofrecieron un espacio y un pedazo de cartón. Nos alimentábamos de esas sopas que regalaba el gobierno. En realidad, yo era el que me tomaba las sopas, porque mis compañeros, que eran mayores de edad, se drogaban. Consumían pasta base y prácticamente no comían. Yo nunca quise probar la pasta. Hasta el día de hoy nunca la he probado. Me traumé cuando vi cómo quedaban las personas que vivían conmigo. Parecían demonios. Eran tres hombres y una mujer. Vivíamos debajo de un puente cerca de La Vega. Al poco tiempo empezamos a delinquir. 

El primer robo en el que participó Mixael fue a un café con piernas en el centro de Santiago. Era de noche, la cortina estaba cerrada, hicieron palanca con un diablo, la cortina cedió y por ahí entraron los más pequeños, entre ellos Mixael. Se fueron directo a las cajas y cuando salían llegó Carabineros. Claro, el local estaba lleno de cámaras que alertaron a la policía.


Cada vez que me sentía mal, cuando tenía pena o incluso cuando estaba cansado y quería dormir, me iba al patio y me quedaba dormido abrazado a la higuera, o me acurrucaba junto a su tronco”.


—Me acuerdo que nos enviaron a la 34 comisaría. Ahí mandaban a los menores de edad. Yo tenía 13 años. Era muy parecido a un hogar. Llegabas y te daban champú, te pasaban a camas con sábanas. Los demás se iban a la celda de los adultos. Después el juez comenzó a derivarme al centro de Pudahuel. Llegaba ahí y me escapaba al tiro. El centro igual era penca (malo). Había muchos niños y estábamos hacinados. En cada casa había unas 60 personas. Igual, eran cabros malos. Yo me arrancaba por atrás, por la cancha de fútbol. No había gendarmes, así es que había que trepar por la reja y después correr rápido. Varias veces me escapé, incluso de otros centros de los que era más difícil arrancar. Unos cabros me hacían la patita y yo saltaba. Incluso una vez pasé de largo, caí a un techo, por suerte no me pasó nada. 

Cada vez que huía de los centros de privación de libertad del Sename (se llaman centros cerrados, CRC, porque son lugares de detención) volvía a la caleta; también al robo. Cuando no abrían locales de noches, asaltaban a algún peatón distraído. En esa dinámica estuvo hasta cerca de los 14 años. Fue entonces cuando los tribunales ordenaron que él debía volver a vivir junto a su mamá. La madre de Mixael ya tenía otra pareja, con la que también había tenido otro hijo. A diferencia de sus anteriores cónyuges, el nuevo compañero no bebía. Con todo, era muy llevado de su idea y agresivo. 

—No me quería como a un hijo. A veces, me dejaba sin comer o no permitía que entrara a la casa. A esas alturas, yo había comenzado a tomar: vino o un ron de a luca (mil pesos). Me juntaba con tres amigos y tomábamos para embriagarnos. Con copete (alcohol) nos mandábamos nuestras cagadas. Le robábamos a la gente. Cuando se nos acababa el alcohol, planeábamos dónde robar. Lo mismo si no teníamos plata. Siempre íbamos al Cerro 15, en Maipú, cerca de donde vivía mi mamá. Robábamos, vendíamos las cosas, comprábamos ron y nos poníamos a tomar. Y si a las tres de la mañana se nos acababa, volvíamos a robar. En una noche podíamos conseguir 30 lucas, era plata para los vicios. 

Había veces en que Mixael volvía a su casa de madrugada, con trago, y no lo dejaban entrar. La pareja de su mamá le decía que no le abriera, que durmiera en la calle, para que aprendiera. Entonces se mandaba «condoros» (errores garrafales), como dice él, y terminaba en un centro de detención en donde debía cumplir penas de tres meses. 

Nunca escarmentó. Tenía 16 años y seguía con la misma dinámica: recuperaba la libertad, volvía a la casa con su mamá, se juntaba con sus partners, se mandaba un «condoro» y volvía al CRC San Joaquín. Mixael vivía en ese equilibrio precario sin suponer que siempre las cosas pueden empeorar. 

Los tatuajes nacieron como una forma de ocultar las cicatrices que dejaron los cortes que se hacía cuando estaba privado de libertad. Sin embargo, ellos también resumen lo que ha sido su vida.

***

Una de esas noches en que ya no les quedaba ni vino ni ron de a luca, Mixael y sus partners salieron a la caza de una víctima. Encontraron a un muchacho que andaba solo, un poco distraído. Cuando lo abordaron, opuso resistencia. Mixael le pegó un botellazo en la cabeza y huyó con el botín: un teléfono celular. 

—Arranqué, pero finalmente me pillaron. Unos amigos del cabro me sacaron la chucha (pegaron). Incluso me cortaron aquí —muestra la zona de la clavícula donde aún permanece la cicatriz—, fue con un gollete, me querían matar. Intenté protegerme dentro de una caseta de seguridad ciudadana. Al final, llegó Carabineros y me pude salvar. Pasé a tribunales, me llevaron a El Arrayán, estuve once meses en investigación. Después nos fuimos a juicio oral, porque siempre me fui en negativa. Hasta que llegó la sentencia del juez: cuatro años y un día encerrado en Tiempo Joven, en San Bernardo. 

A Mixael le sumaron los once meses que había estado recluido en El Arrayán, por lo que debió estar dos años y siete meses privado de libertad. El solo pensar en el tiempo que estaría dentro lo devastaba. Sentía que había cruzado un límite del que no sabía bien cómo habría de volver. 


Yo me sentía más seguro estando encerrado que estando con todos esos jóvenes. Me hacía daño para irme a la casa de castigo. Era una forma de protegerme. Es que ahí dentro había mucha agresión, muchas peleas”.


—La pasé mal. Me costaba asumir lo que iba a vivir. No solo era el tiempo, también el imaginarme a las personas con las que me iba a topar. Estuve bien mal. Veía que nadie me escuchaba. Que me habían ido a botar ahí. Pensaba en todo eso. Sabía que me había mandado una cagada grande, pero igual pensaba esas cosas. 

La soledad, la sensación de abandono, el miedo lo sumieron en una introspección. ¿Qué había hecho con su vida?, ¿cómo había llegado hasta ahí?, ¿por qué no había parado? Sintió rabia contra sí mismo, contra su madre, contra todas las personas que lo habían criado, contra las personas que ahora supervisaban su proceso, contra su sicóloga, contra su encargada de caso. Cayó en una depresión profunda. No sabía cómo salir de ahí. La angustia que eso le provocaba la descargaba dañándose a sí mismo. 

—Tres veces intenté ahorcarme. Y los brazos me los cortaba a cada rato. Me llevaban a enfermería o a veces a la casa de castigo y me encerraban siete días en una pieza, aislado. ¿Y sabe qué? Yo me sentía más seguro estando encerrado que estando con todos esos jóvenes. Me hacía daño para irme a la casa de castigo. Era una forma de protegerme. Es que ahí dentro había mucha agresión, muchas peleas. Yo mismo me fui volviendo más agresivo. Participé en peleas, en riñas, muy fuerte. Una vez tuve que pegarle a una persona en un ojo, con unas pinzas… Por suerte no le pasó nada, pero le dejé el ojo para la embarrada.

—¿Crees que los centros de privación de libertad sirven para algo?

—Yo encuentro que la cárcel convierte a una persona en otra peor a como llegó. Se vuelve más agresiva. Hay otros que llegan a la cárcel y es como que llegan a un lugar conocido, donde hay gente conocida, y saben que no les va a pasar nada. Es como si volvieran a una banda familiar, en la que todos se conocen. Se sienten seguros. Claro, conmigo eso no pasó. Yo no conocía a nadie. 

—Estando ahí, ¿pensabas en el futuro? 

—Más pensaba en el pasado. Me echaba la culpa de todo lo que había vivido. Me despreciaba. No me quería. Lo único que deseaba era cambiar, ser otra persona. 

***

En la población Santa Olga, de la comuna de Lo Espejo, Mixael sigue dando su lucha. Durante la pandemia sobrevivió confeccionando mascarillas que luego comercializaba a través de la Fundación Ítaca.

En medio de esa selva, horrorosa y despiadada, Mixael vio una luz. Lo que primero le llamó la atención fue que ella se veía tan diferente a los demás. “No era como las otras personas, había algo en la forma en que sonreía, algo que invitaba a confiar. Y era raro porque hasta entonces yo no confiaba en nadie, le tenía miedo a la gente. Me acerqué a ella y conversamos. Fue ella también la que me instó a escribir. Escribía sobre lo que me pasaba por dentro, lo que pasaba por mi cabeza. Fue algo nuevo. Me desahogué caleta escribiendo. Yo sabía que ella no iba a traspasar a nadie esa información. Hubo una conexión bacán con ella, por eso me atreví a contarle mi historia, a decirle lo que me pasaba. Por sobre todo, me entregó amor, ese amor que yo necesitaba y no sabía dónde encontrar”. 

Esa persona era Alejandra Michelsen, su “madrina”, como él la llama, directora de la Fundación Ítaca, quien hacía talleres de terapia narrativa en San Bernardo. 

Con la escritura, a Mixael se le abrió un mundo. Nunca antes había tomado un lápiz para volcar sobre el papel lo que le pasaba. Un ejercicio tan cotidiano se transformó en una herramienta para conectarse profundamente consigo mismo, para verse, para entenderse a sí mismo. 

—A veces, mientras escribía me ponía a llorar. Y yo nunca había llorado. Fue liberador. Antes, toda esa rabia, esa pena, esa culpa, la sacaba portándome mal o cortándome. Con la escritura fue diferente. Botaba ese nudo que tenía en la garganta. Y luego de hacerlo me sentía bien sin la necesidad de hacerle daño a nadie. 

Poco antes de cumplir los dos años y siete meses de condena, el juez le otorgó la libertad bajo un régimen especial —debía presentarse dos veces por semana ante una delegada que supervisaba su situación—. Ese día lo recuerda muy bien. 

—Yo tenía dudas si me la iban a dar o no. Por dentro yo decía, ojalá que pase, ojalá que pase, y pasó. Me acuerdo que tuve que volver en el carro policial al centro, porque no me dieron la libertad ahí mismo, en los tribunales. Estaba ansioso. Lo único que quería era que el carro llegara luego. Mis compañeros me felicitaban, era el único que se iba libre ese día. Una vez en el centro, tuve que esperar cerca de tres horas para poder salir libre. Mi mamá fue a buscarme. Ella había estado en la audiencia en tribunales, así que sabía todo lo que había pasado. Estábamos felices. 

Ese día —el 21 de septiembre de 2015—, Mixael salió con dinero del centro de reclusión. Tejía gorros y hacía carteras de cuero. Juntó 60.000 pesos que le dieron una vez que recuperó la libertad. Junto con su madre tomaron un micro para llegar al metro de Puente Alto y partir a la nueva casa de su progenitora. Mixael estaba ansioso, no solo por conocer el hogar de su mamá, sino también por conocer a su sobrino, el hijo de su hermana, que recién había nacido. La primera micro en la que viajaban chocó, y cuando se cambiaron a otra micro, esa también se estrelló contra un auto. Por suerte, ninguno de los dos accidentes fue grave. 

—En algún momento pensé: ¡chucha, no será una señal del destino! Igual fue cuático. Por suerte, nada malo ocurrió. Cuando llegamos a la Plaza de Puente Alto lo primero que hice fue comprarme ropa. Quería sacarme la que andaba trayendo, la que ocupaba en el centro de reclusión. Quería una vida nueva. El metro era nuevo, Maipú también parecía distinto al que yo había dejado. La casa de mi mamá tenía dos piezas. Me arregló la más chiquita para que yo viviera ahí. 


A veces, mientras escribía me ponía a llorar. Y yo nunca había llorado. Fue liberador. Antes, toda esa rabia, esa pena, esa culpa, la sacaba portándome mal o cortándome. Con la escritura fue diferente”.

***

Cinco días después de haber obtenido la libertad —y gracias a las gestiones hechas por Alejandra Michelsen y la organización Proyecto B—, Mixael entró a trabajar en Chevrolet Inalco. Ahí las oficiaba de ayudante de mecánico. Sabía del tema porque cuando estuvo recluido hizo algunos cursos de mecánica automotriz. Lamentablemente, no duró demasiado en ese trabajo. Mixael vivía en Maipú y el taller estaba ubicado en Bellavista, debía salir a las seis de la mañana de su casa para timbrar su entrada a las ocho. Buena parte de lo que ganaba se le iba en locomoción. 

—Aguanté tres meses. Yo tenía toda la intención de iniciar ahí una nueva vida, quería dejar de pasarla mal. Pero era muy cansador. Tuve que renunciar. Entonces le pedí a la gente de Proyecto B que me buscara otro trabajo. Y así fue como entré a Pizarreño, en Maipú, muy cerca de la casa. Me iba en bicicleta. Me demoraba media hora. Esa empresa era muy buena. Tenía muchos beneficios en farmacias o en la Caja de Los Andes. Los jefes y los compañeros de trabajo se convirtieron en un gran apoyo para mí. Encontraban bacán que estuviera luchando por rehacer mi vida. Me miraban bien, no como esa gente que te mira con desprecio por haber sido un ladrón. Ese rechazo es duro.

Ese rechazo del que habla Mixael es el que encontraba a diario en la calle, en esas personas que lo miraban de pies a cabeza, los ojos fijos en sus brazos que estaban llenos de cicatrices. 

—Por lo mismo me hice tatuajes en los brazos, para ocultar mis cicatrices. Es que no me gustaba como la gente me miraba. Pero en el trabajo era diferente. Duré harto tiempo ahí. Estaba a cargo de hacer control de calidad. Debía aprobar el producto que salía de las máquinas, eran planchas onduladas de fibrocemento. Mi tarea era medirlas y chequear que estuvieran en regla. Si estaba todo bien, le ponía un bastón verde, y si no, bastón amarillo o rojo. Estuve en eso dos años y siete meses. 

Mientras estuvo en Pizarreño, Mixael sintió que su vida estaba dando un giro. No solo era consecuencia del buen trato que recibía en el lugar de trabajo. Parte importante de ese cambio tuvo que ver con una persona en particular: Cecilia. 

A ella la conoció una vez que recuperó la libertad. Fue a través de Facebook. Al poco tiempo comenzaron a pololear. Se enamoraron y al cabo de un año decidieron que era tiempo de ir un poco más allá e iniciar una vida juntos. Mixael se la llevó a vivir a casa de su mamá. Ella era dos años menor que él. Se llevaban bien. Eran felices a pesar de cierta precariedad que los acechaba. Quizá lo único que empañaba sus días era la enfermedad que sufría Cecilia. Al menos dos veces por semana le sobrevenían ataques de epilepsia. 

Hubo un momento en que su refugio fue el alcohol. Estuvo a punto de perder la vida por su consumo. Hasta que se dio cuenta que no podía seguir así e ingresó a un centro de rehabilitación de adicciones. De ahí en más, todo cambió.

—Cecilia estaba en tratamiento en el consultorio. Después de eso la llevamos, con la ayuda de mi madrina, para que la atendieran de manera particular a la Liga Chilena contra la Epilepsia. Fue muy bueno porque las crisis disminuyeron y pasaron a ser dos veces por mes. Igual era duro, porque era algo que yo no había vivido. Las crisis le venían generalmente de noche. Yo tenía que ponerla de lado. Así me había dicho el doctor que había que hacer. Eran ataques breves, duraban menos de un minuto, pero eran muy fuertes. Yo la apoyaba en todo. Estaba enamorado. 

Mixael trabajaba por turnos —de mañana, de tarde o de noche—. Por esa razón, cuando él no estaba con Cecilia, ella quedaba a cargo de su tía o de su mamá, ante la posibilidad de sufrir una crisis. Siempre había alguien para socorrerla. Sin embargo, un día que Mixael debió hacer el turno de mañana, Cecilia quedó al cuidado de su tía. Cerca del mediodía, la tía decidió salir a comprar. Qué podía pasar. Era ir y volver. Además, todas las crisis que había sufrido Cecilia le habían sobrevenido de noche. Fue cosa de minutos. La tía volvió de las compras y al entrar a la casa descubrió a Cecilia en el piso, morada. Se la llevaron en un auto al hospital, de urgencia.

—Cuando supe lo que había ocurrido le pedí permiso a mi jefe para poder ir a verla al hospital. Pesqué la bici y me fui soplado. Primero pasé por la casa de la abuela de Cecilia. Le pregunté que había ocurrido. Me dijo que Cecilia estaba mal, que estaba en el hospital. Dejé la bici y me fui en un colectivo. Iba llorando, tenía un mal presentimiento. Como que algo malo había pasado. Yo tenía 21 años, ella 19. Al llegar al hospital, estaban sus papás llorando en la puerta, esperándome. Les pregunté qué pasaba y ellos no atinaron a otra cosa que abrazarme. Y ahí me dijeron que había fallecido, que no pudieron hacer nada. Lo recuerdo y no lo puedo creer. No puedo… Uno no está preparado para lidiar con algo así en la vida.

***

La relación con Cecilia fue clave dentro del proceso que vivía Mixael. De algún modo, la posibilidad de una vida normal, tan distinta a todo lo que había vivido hasta entonces, iba de la mano de ella. De hecho, ambos ya habían trazado líneas para esa vida juntos: habían conversado la posibilidad de tener un hijo, habían abierto una libreta de ahorro para la vivienda, se imaginaban envejeciendo uno al lado del otro. 

—Fue extraño lo que ocurrió. Me hicieron bajar a verla, la vi y no me pasó nada. No podía exteriorizar mi pena. Había sido criado así, escondiendo mis emociones. Me guardaba todo. Y ahí, delante del cuerpo de Cecilia me pasó lo mismo. Una vez que estuve solo, recién entonces pude llorar. 

Los días que vinieron fueron todavía más difíciles para Mixael. No tuvo con quien conversar lo que le pasaba. Y aunque lo hubiera tenido tampoco lo habría hecho. “No me gustaba dar lástima”, dice. Ni siquiera con su madrina Mixael se pudo abrir. Era una ostra, cerrada, inexpugnable. 

—Al final, terminé encontrando refugio en el alcohol. Me gastaba la plata en copete. Tomaba con mis amigos o solo. Cada día fue peor. Con el tiempo, empecé a llegar curado (borracho) al trabajo. Me daba lo mismo, no me importaba nada. Dejé de ser la persona en la que me había convertido cuando salí de la cárcel. Mandé todo a la chucha. 

—¿Crees que si hubieras podido confiar en alguien para contar lo que te pasaba hubiera sido distinto?

—Creo que sí. Yo necesitaba botar la pena y la culpa que tenía dentro. Pero no sabía cómo. Nadie me enseñó cómo exteriorizar mis emociones. Vivía frío. Como un témpano. Los golpes me habían formado de esa manera. Tenía una coraza. Seguí así harto tiempo. Al final, me echaron del trabajo. Y entonces no me importó.

Siempre sintió rechazo en las calles. sabía que las personas que lo miraban por sus brazos que estaban llenos de cicatrices.

***

La vida de Mixael, que en algún momento se había encarrilado, parecía desbarrancarse. Consiguió un nuevo trabajo como chofer de camionetas que transportaban carga. Estuvo un año y seis meses trabajando al volante. Le pagaban 60.000 pesos semanales. No le iba mal; de hecho, se compró un vehículo. Pero las cicatrices estaban lejos de sanar. Manejaba curado. También drogado. 

Un día de noviembre de 2016, en medio de un carrete (fiesta) con sus amigos por los cerros de Rinconada de Maipú, salió en su auto en busca de más alcohol. Eran las cinco de la mañana. No alcanzó a llegar. Se quedó dormido al volante y se estrelló contra un árbol. 

—Salí eyectado del auto —era un Lada Samara—, me corté el cuello y perdí mucha sangre. Quedé inconsciente. Desperté en el hospital. Después me contaron que cuando llegó la ambulancia yo estaba con los signos vitales muy bajos. Tuvieron que revivirme dos veces. Estuve una semana hospitalizado. 

Menos de un año después, Mixael regresaba de un carrete en Quilicura. Eran cerca de las cinco de la mañana. Iba al volante de otro auto —el primero quedó con pérdida total, por lo que se compró uno nuevo— cuando volvió a quedarse dormido. Se estrelló contra las barreras de contención a una velocidad no inferior a los 130 kilómetros por hora. Un fierro lo atravesó a la altura de las costillas y el hueso de la rodilla se le salió de lugar. Quedó grave, muy grave. Tanto como para darse cuenta de que por ese camino no podía seguir y que de hacerlo tenía sus días contados. 

—Ahí mi madrina cachó que yo estaba metido en el alcohol, en la droga. Jalaba cocaína todos los fines de semana y en la semana también. Además, llevaba tomando alcohol mucho tiempo, desde que había fallecido Cecilia. Ya no daba más. Estaba mal. Hablé con mi madrina. Le dije que necesitaba ayuda. Me llevó al siquiatra. Estuve con medicamentos. No tengo muy claro si el diagnóstico fue depresión o no, pero estaba muy mal. Le dije a mi madrina que quería hacer el servicio militar. Pero por los accidentes que había sufrido no podía. “Necesito mano dura para poder salir de esto”, le dije. Entonces, a ella se le ocurrió que podía ingresar al Centro de Rehabilitación de Adicciones, en Pichilemu. Me preguntó si me interesaba y yo le dije al tiro que sí. 


La vida de Mixael, que en algún momento se había encarrilado, parecía desbarrancarse. Consiguió un nuevo trabajo como chofer de camionetas que transportaban carga. Estuvo un año y seis meses trabajando al volante. Le pagaban 60.000 pesos semanales. No le iba mal; de hecho, se compró un vehículo. Pero las cicatrices estaban lejos de sanar. Manejaba curado. También drogado. 

***

Mixael estuvo nueve meses interno en ese centro. En ese tiempo realizó un trabajo que nunca antes había hecho y que consistió en reparar su pasado. 

—Me ayudaron a revisar todo lo que me había sucedido, la infancia, el tema del abuso, lo que pasó con Cecilia. Ahora que lo miro con un poco de distancia, necesitaba pasar por un tratamiento como ese para saber quién soy yo realmente. En todo ese proceso yo me descubrí por primera vez. Nunca nos damos el tiempo de vernos a nosotros mismos. Hay gente que en toda su vida nunca lo hace. Fue doloroso, pero agradezco a Dios y a mi madrina haber tenido esa oportunidad. 

—¿Qué cambió en ti después de salir de ese centro?

—Hoy, me valoro, me quiero. No siento esa culpa que sentía antes y que fue lo que me llevó al alcohol. Yo me sentía culpable del fallecimiento de mi pareja, de todo lo que me había pasado cuando era chico, de que me tuviera que cuidar otra gente… Una vez que me descubrí, comencé a valorarme, a quererme, a conocerme. A darme cuenta de las cosas que he logrado, a pesar de todo. Cosas que nunca había valorado porque solo veía lo malo en mí, nunca lo bueno. 

El 28 de diciembre de 2018, Mixael abandonó el Centro de Rehabilitación de Adicciones en Pichilemu para iniciar una nueva vida. Llegó a vivir a una pieza que arrendó en Santiago Centro. El arriendo del primer mes lo pagó su mamá; el segundo corrió por cuenta de él —Mixael comenzó a trabajar en Mademsa, gracias a un programa de Proyecto B—. Fue tan impactante lo que vivió en Pichilemu que en marzo de 2019 entró a estudiar para Técnico en Rehabilitación de Adicciones.

—¿Qué viste en ese proceso que te motivó tanto como para querer estudiar esa carrera? 

—Me di cuenta de que haber vivido una experiencia similar a la que viven quienes llegan al centro es superimportante para poder rehabilitar efectivamente a una persona. Yo lo viví en carne propia. El terapeuta que trabajó conmigo había pasado por lo mismo que yo y eso fue clave. Él me entendía, sabía cómo llegar a mí, me miraba y sabía lo que estaba pensando. En ese sentido, todo por lo que me ha tocado pasar finalmente se convertirá en herramientas para ayudar al otro, para ponerme en su lugar, para entenderlo y ayudarlo a salir adelante. Eso fue lo que me motivó. Lo que hicieron conmigo fue un milagro. Me sanaron por dentro, me curaron todas las heridas. 

***

Vuelvo a encontrarme con Mixael. El tiempo ha pasado con el estallido social y la pandemia entremedio. Está diferente. Ha subido unos kilos y tiene el pelo teñido de un rubio ceniciento. Se le ve bien. A pesar de sus veinticinco años sigue manteniendo la sonrisa del niño que fue y que sobrevive dentro de él. Volvemos a retomar su historia en el punto en el que la habíamos dejado. Me cuenta que a pesar de las ganas que le imprimió, el estudio se hizo cuesta arriba. No calibró el desafío que tenía por delante, sobre todo considerando que recién había terminado el cuarto medio en la cárcel. Estudiar Técnico en Rehabilitación de Adicciones era un objetivo que lo superaba. 


Hoy, me valoro, me quiero. No siento esa culpa que sentía antes y que fue lo que me llevó al alcohol. Yo me sentía culpable del fallecimiento de mi pareja, de todo lo que me había pasado cuando era chico, de que me tuviera que cuidar otra gente”.


—Le puse todo el empeño, pero había materias que no entendía. Me faltaba base. Sicología o neurofisiología eran ramos en que no cachaba mucho. Necesitaba algo más que las ganas. Di la pelea seis meses; después lo tuve que dejar.

Fue un año difícil. A la frustración por no poder seguir con sus estudios, se sumó la imposibilidad de sobrellevar una vida en solitario. “No pude con la soledad”, dice. Como estaba en pareja hizo las maletas y arrendó con ella un departamentito interior en Cerrillos, a una cuadra de la casa de su madre. Estuvieron juntos once meses, tras los cuales decidieron separarse. Entonces, Mixael se mudó a Lo Espejo, a la población Santa Olga, donde vive hasta el día de hoy solo. 

—Con la distancia que dan los años, ¿qué significó para ti pasar por el Sename, tanto por las casas de acogidas como por los centros de privación de libertad? 

—Son recuerdos malos. El Sename es una institución que nunca tiró para el lado de los niños, nunca se ocupó de cuidarlos. Ni en las casas de acogida ni en la cárcel, nadie pensó en el bienestar de los niños. Solo buscaban la forma de hacer dinero. Todo lo hacían por la plata. 

—Hace unas semanas se aprobó la creación del Servicio de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia, la institución que reemplazará al Sename. ¿Qué recomendación harías luego de haber vivido lo que viviste? 

—Puchas, qué podría decir… Yo recomendaría que hubiera más fiscalización, más fiscalización en la forma en que se trata a los jóvenes. Si nadie fiscaliza, te tratan supermal. A mí me dejaron en un hogar y nadie fue a preguntarme cómo me trataban. Y cuando preguntaron y yo dije lo que me hacían, me tomaron y me llevaron a otro hogar donde volvió a pasar lo mismo. Fue como estar en una pesadilla que no terminaba nunca. 

Hoy, Mixael se ha sacudido en parte de ese pasado de pesadilla. Si bien debió abandonar sus estudios como Técnico en Rehabilitación de Adicciones, lleva más de un mes en un curso de electricidad y, a la vez, colabora en una fundación orientando y acompañando en sus procesos a adolescentes que están cerca de recuperar la libertad. Hay tardes en las que recuerda la higuera a la que se abrazaba y otras en las que la vida se le hace cuesta arriba.

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