Relatto | El cuento de la realidad
Relatto | El cuento de la realidad

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 La catástrofe no es algo que nos espere en el futuro, algo que podamos evitar con una estrategia bien pensada . . . Nuestra normalidad es, por definición, postapocalíptica.

Slavoj Žižek, Apocalyptica, «From catastrophe to apocalypse... and back»

 

Tocadiscos rebozados con herrumbre y sal. 

Iluminados con luz alógena, apilados uno arriba del otro como las capas de una torta de casamiento, los antiguos reproductores musicales lucen una cobertura gruesa de cloruro de sodio y óxido de hierro cuya granularidad emula casi a la perfección el empanizado de una milanesa recién frita.

Aparatos ya pasados de moda que, en vez de ocupar un depósito, un sótano o algún basural, terminaron en la vitrina de un museo como testigos de un evento singular que algunos dirían catastrófico, otros trágico, otros curioso. El museo, una estación de tren que no recibe locomotora desde hace décadas, conmemora la inundación y destrucción del pueblo donde se ubica: Villa Epecuén.

Villa Epecuén era —es, sigue siendo— un pueblo en el medio de la gran pampa argentina, una pradera inmensa y húmeda cuya extensión y planicidad la ubican entre los trechos más fecundos del 10% de la superficie terrestre cultivable. Durante siglos nutrió guanacos y vacas, trigales y maizales; hoy secreta una alfombra apelmazada de soja transgénica.

Como destino turístico atraía —atrae, sigue atrayendo— visitantes de toda la provincia, de todo el país. Antes hacían baños terapéuticos en las aguas del lago homónimo sobre cuya orilla el pueblo yace, aguas cuya salinidad, como la del mar Muerto, es unas diez veces superior a la mayoría de los mares y océanos del planeta. Aguas que, en 1985 subieron cuatro metros, sumergiendo todos los edificios de Villa Epecuén en un aluvión salobre y fangoso. Sólo dos décadas después empezaron a retroceder, lentamente devolviendo el pueblo a la pampa con sus techos derrumbados, sus árboles petrificados, sus tocadiscos vuelta y vuelta. 

Hoy los visitantes siguen viniendo. Pero ya no se bañan en el lago; se bañan en las ruinas, de lo que era, de lo que es y de lo que jamás será. 

¿Por qué son tan atractivas? ¿Qué hay en este pueblo destruido que logra convocar a decenas de miles de personas todos los años? ¿Qué me atrajo a mí? ¿Qué tienen estos restos que tanto fascina?

Las calles empantanadas de Villa Epecuén. Tras la inundación en 1985, las aguas siguieron creciendo hasta alcanzar su nivel máximo en 1993. En los años 2000 empezaron a retroceder, pero hoy en día una buena parte del pueblo destruido aún se encuentra anegada.

***

Es sábado a la mañana. Termino de cargar las alforjas de la moto y salgo con la esperanza de cubrir los 500 kilómetros que separan la ciudad de Buenos Aires de Epecuén en un solo día. El sol me acompaña pero un viento gélido y constante me viene de frente, ralentizando mi avance y perforando como alfileres los dos pantalones y tres camperas que tengo puestos. Los dos guantes que uso en cada mano no bastan para evitar que mis dedos se congelen y se adormezcan, dificultando el manejo del manubrio y el agarre del freno. En una estación de servicio compro un tercer par, que me ayuda algo pero poco. 

Tras unas seis horas de andar sólo he cubierto la mitad de distancia. El sol baja y llega el frío de verdad pero sigo avanzando, hendiendo la oscuridad con el bajo voltaje del faro. Apenas me ilumina la línea blanca que delimita la calzada de la banquina, y el llegar a oscuras se convierte en un juego de mantenerme a la derecha de esa línea y a la izquierda de las carrocerías de los camiones que me pasan volando en sentido contrario.

Aguas que, en 1985 subieron cuatro metros, sumergiendo todos los edificios de Villa Epecuén en un aluvión salobre y fangoso.

En las afueras de un pueblo que se llama Daireaux pero que se dice «Deró» freno en otra estación de servicio para cargar nafta y calentar mis dedos bajo el aire caliente del secamanos en el baño. Cuando salgo para subirme a la moto nuevamente, un comensal deja su café en la mesa para seguirme hasta afuera.

—Disculpame, pero ¿adónde vas ahora?

—Voy para Epecuén. Pero mañana. Hoy ya fue, me quedo acá nomás. Tal vez en Daireaux.

—Ah, ok. Porque te iba a decir que en la ruta hay carpinchos. Son muchos, cruzan de noche. Te quería avisar.

Aún me faltan 200 kilómetros pero la preocupación solidaria del desconocido me confirma que ya estoy lejos de la gran ciudad.

***

—Che, decime que trajiste el mate —grita un hombre a su pareja mientras estira su brazo para sacarse una foto con el celular.

Los tres objetos que hoy más pueblan Villa Epecuén: el celular, el termo, el carrito de bebé. Actualmente visitan sus ruinas unos 25.000 turistas al año, la misma cantidad de veraneantes que venían en la década de 1980 previo a la inundación. Casi todos, como yo, se alojan en Carhué, un pueblo vecino también sobre la orilla del lago que —un poco más grande, un poco más antiguo y un poco más elevado— logró salvarse. Llego a Carhué al mediodía y armo la carpa en un predio de acampe antes de retomar la moto para seguir los cinco kilómetros que faltan para el pueblo destruido.

Un cerco de alambre fino y bajo rodea el pueblo destrozado y encauza a los visitantes hacia un molinete de entrada. Afuera vendedores y feriantes ofrecen las chucherías que los turistas capitalinos suelen valorar cuando incursionan en el campo —miel, aceite de oliva, cuchillos hechos a mano— pero también hay especialidades locales: sales extraídas de las aguas del lago y una «crema de fango» preparada con el barro del lecho lacustre. Un viejo colectivo convertido en cocina rodante ofrece lomitos, bondiolas, hamburguesas y papas fritas. Adentro, tras comprarle a la municipalidad una entrada de 300 pesos, uno puede recorrer sus calles pero no entrar a sus edificaciones, prohibición que nadie acata. 

—Yo subí al techo de aquella casa. Y más cerca del lago estuve saltando de pared a pared como ninja —me dice un motoquero revestido en cuero que ha hecho la misma peregrinación que yo—. Ya hace cuatro horas que estoy. Me encanta.

Turistas en la entrada principal a las ruinas. Después de la inundación, el gobierno provincial expropió el pueblo entero, pagándoles a los ex habitantes una cifra miserable por sus casas destruidas. Después de que bajaran las aguas y los turistas empezaran a llegar, la municipalidad local decidió comercializar las ruinas cobrando el ingreso a los visitantes. 

A pesar de las selfies incesantes y el griterío infantil que se concentra alrededor del molinete, más al fondo los restos permanecen quietos, sosegados en su desintegración paulatina. Es otro día fresco y un sol resplandeciente vuelca una luz blanca y plena sobre paredes tumbadas como dominós, baldíos de escombros surtidos, montículos amorfos de cemento, azulejo, fierro. La sal cobija la tierra como una nieve fina e impoluta, glaseando los ladrillos derrumbados como una escarcha nocturna propia de otras latitudes. Los árboles alguna vez frondosos que lindaban las veredas ahora se joroban por dondequiera, desmembrados de sus ramas y con sus troncos secados y empalidecidos, de corteza arrugada y callosa. Hay postes eléctricos colapsados, cables y fusibles carcomidos de óxido. Paso los fósiles de un auto, cuatro cubiertas cenicientas alrededor de las astillas de un chasis y una masa herrumbrosa que alguna vez fue un bloque del motor. Desviarse de las calles es entrar en un campo minado de pozos y fosas sépticas que, abiertas, inundadas o camufladas, quedan en espera de la pisada de un transeúnte despistado. Hasta los pueblos más pueblerinos tienen su capa subterránea.

En el largometraje El viaje (1992), del director Pino Solanas, el joven protagonista Martín Nunca emprende una odisea por una América Latina fantástica y distópica —pero no tanto— agredida por la deuda externa, la corrupción política, la destrucción ecológica y el hambre. Las selvas bolivianas se han convertido en desierto, las mesetas se han vuelto depósitos de basura y buena parte del continente está bajo agua. Villa Epecuén, inundada al tope al momento de la filmación, sirve de escenografía para la llegada de Martín a los arrabales de una Buenos Aires de cloacas desbordadas y calles empantanadas.

—¿Nadie vio venir la inundación? —pregunta Martín mientras un barquero lo pasea en lancha.

—Nadie quiso verla —responde el barquero—. Que esperando la bajada nos fuimos acostumbrando.

Féretros andan a la deriva y lugareños los pescan con sogas para arrastrarlos y devolverlos a los familiares que aún sobreviven.

Poco de la película resulta invento. Ya a fines de la década de 1970, las aguas del lago Epecuén empezaron a crecer. Los inodoros se tapaban, el agua surgía de las grietas en el asfalto, y la sala de cine —única en la zona, con mil doscientas butacas en bajada— se llenó por la mitad, condición que no conllevó a su cierre sino simplemente a la ubicación de los espectadores en las filas más alejadas del charco estancado. La inminencia del desastre venía cantada. Con el afán de preservar los flujos de visitantes estacionales de los cuales dependía gran parte de la economía del pueblo comerciante, construyeron un gran terraplén en forma de u. Por unos años postergaron lo inevitable.

Desviarse de las calles es entrar en un campo minado de pozos y fosas sépticas que, abiertas, inundadas o camufladas, quedan en espera de la pisada de un transeúnte despistado. Hasta los pueblos más pueblerinos tienen su capa subterránea.

El 10 de noviembre de 1985 las aguas superaron el nivel del terraplén y empezaron a desbordarse por las calles del pueblo. En el transcurso de la semana siguiente se evacuaron con o contra su propia voluntad los 800 habitantes fijos. El gobierno provincial decretó la expropiación de todo el pueblo y les pagó a los evacuados por sus casas inundadas un monto miserable. Las aguas siguieron creciendo durante los ocho años posteriores; en 1993 alcanzaron su nivel máximo, siete metros arriba del suelo, sumergiendo incluso construcciones de dos pisos.

Alejado del pueblo pero no del lago, el cementerio de Epecuén, un camposanto ostentoso de mausoleos marmoleños y cúpulas esculpidas, se mantuvo seco ese día, sembrando así entre los habitantes, ahora refugiados en Carhué, la esperanza de que sus antepasados quedasen a salvo del anegamiento demoledor. Pero al mes, tal esperanza se hizo agua; el chapoteo salino alcanzó los pasillos de la necrópolis, llenando sus criptas y haciendo flotar sus ataúdes. Tal como se ve en la película de Solanas, los ex habitantes de Epecuén armaron excursiones en bote para pescar los féretros flotantes, sus antecesores errantes, y llevarlos para tierra firme. 

Es más: deprimidos y espantados por el aspecto de los angelitos y crucifijos que aún se asomaban sobre la superficie espejada del lago, decidieron reducir las cúspides de los mausoleos a martillazos, dejando solamente sus bases inmersas, escondidas debajo del agua. Por algún motivo —pudor, vergüenza, desazón— lo hicieron de noche. De a poco, el cementerio se convirtió en cenotafio; sus sepulcros en cascotes. 

De a poco también las aguas retrocedieron, exponiendo un fosal destripado y despachurrado, un paisaje de muerte sin muertos. 

El gobierno provincial decretó la expropiación de todo el pueblo y les pagó a los evacuados por sus casas inundadas un monto miserable. 

***

Tras pasar la tarde recorriendo el pueblo ruinoso, tras visitar el museo y ver sus tocadiscos, prendo la moto y vuelvo para el camping en Carhué. A pesar de su austeridad —las pequeñas parcelas de pasto, el baño comunitario— incluye una piscina climatizada con aguas bombeadas desde el lago Epecuén.

En la entrada una enfermera registra mi presión y temperatura antes de permitirme ingresar. Los 33 grados que indica el termómetro infrarrojo cuando lo apunta a mi mano me descalifican de covidoso pero aún le levantan sospecha. Me toma la temperatura otra vez; de vuelta 33. Todavía tengo las manos congeladas de la andanza en moto. Con cara de desaprobación la enfermera me deja pasar igual.

Me meto en el agua; inmediatamente siento el espesor anómalo, la carga mineral de cristales filosos en suspensión. A medida que me sumerjo, cada raspón, raspadura, roce cutáneo o poro abierto se convierte en fuente de un ardor agudo; el agua me pica por todas partes. Hay caños amarrados a los bordes de la piscina que sirven de agarre; es solo con esfuerzo y concentración que logro mantener mis piernas debajo de la superficie, ya que la densidad de las aguas salinas me las empuja constantemente hacia arriba. Tras unos minutos la piel se me calma un poco pero nunca dejo de sentir la escocedura de las sales, como una caricia constante del filo de un bisturí.

La causa de la inundación será siempre un debate eterno entre las pocas personas que se molesten en debatirla. Entre las pocas personas que perdieron lo poco —todo— que tenían aquel domingo primaveral.

El Cementerio de Epecuén. Tras su inundación, muchos ataúdes salieron a flote. Otros fueron recuperados por los ex habitantes, quienes abrieron las tumbas a martillazos para recuperar a sus difuntos. Cuando las aguas bajaron décadas después, los restos del cementerio quedaron expuestos y así permanecen: rotos y vacíos.

Explica la periodista Josefina Licitra en su detallada crónica de la inundación El agua mala que el lago Epecuén es el último del Sistema de Encadenadas del Oeste, unos ocho lagos y lagunas interconectados que comparten entre sí sus rebalses y sequías. Flanqueado por las Sierras de Ventania y Tandilia —los vestigios erosionados de una cordillera prehistórica y ahora las colinas más altas en la infinitamente chata pampa argentina— las Encadenadas se sitúan en una cuenca hidrográfica cerrada sin salida al mar. Es decir, toda gota de lluvia que caiga sobre sus 2,5 millones de hectáreas, si no es absorbida por el aire o el suelo, simplemente se queda. En momentos de lluvias fuertes, cuando se ensanchan los caudales de los lagos, todo el exceso mana cuesta abajo; todo excedente corre para Epecuén.

Por lo menos así son las corrientes que el relieve natural proporciona. Diferentes obras humanas —un canal aliviador conectado con el río Salado (y por ende el mar), una serie de terraplenes y compuertas entre lagos— posibilitaron cierta intervención sobre cuánta agua había y dónde. Y en las décadas de 1950 y 1960, cuando los lagos estaban crónicamente bajos y secos, los ingenieros hidráulicos buscaban hacerlos crecer. La última obra, el canal Florentino Ameghino, fue inaugurado una década antes de la inundación. Costó 30 millones de dólares y tuvo el propósito de drenar unos campos históricamente encharcados para destinarlos a la producción de girasoles, propinando así unas buenas ganancias a un puñado de hacendados. Las aguas anegadas se volcaban en las Encadenadas. La construcción incluyó un tapón que permitía abrir y cerrar el flujo de agua que poco tiempo después de su puesta en marcha se rompió y nunca fue arreglado. 

No hay dudas sobre la lluvia. En 1984 las lluvias anuales, que venían promediando entre 650 y 700 milímetros, aumentaron hasta 900, y en 1985 hasta casi 1.200. El 9 de noviembre, 200 milímetros de agua en menos de 24 horas fue el tiro de gracia. Hay dudas sobre el tapón del canal Ameghino, si lo hubiesen arreglado, si hubiese estado funcionando. Hay dudas sobre el canal aliviador que debía conectar las Encadenadas con el mar, si no hubiera estado atravesado por puentecitos de tierra compactados por los gauchos para cruzarlo. Hay dudas sobre si hubieran construido algo más en los cinco años previos a la inundación —media década en que las instalaciones hidráulicas no se tocaron—, sobre si el Estado hubiese sido más presente, sobre si los habitantes hubiesen sido menos reacios a perder una temporada turística. Pero no hay dudas sobre la lluvia.

Ruinas del viejo balneario situado en la orilla del lago previo a la inundación. El lago Epecuén es el último de ocho lagos y lagunas interconectados que conforman un sistema cerrado sin salida al mar.

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«Como bombardeada». Así describe la ruina que es Epecuén el presentador televisivo Mario Markic en su programa de viajes En el camino.

Por mucho tiempo —décadas, siglos— paisajes semejantes frecuentemente eran producto de municiones bélicas. El advenimiento de la fotografía unos diez años antes de que las primeras bombas aéreas fueran lanzadas desde globos aerostáticos sobre la ciudad de Venecia en 1849 aseguró que el furor de los bombardeos aéreos que caracterizaría el siglo subsiguiente iba a ser bien registrado. Dresde, Guernica, Tokio fueron ensayos previos al gran crescendo en la evolución de las fuerzas destructivas: la bomba, una sola que, dos veces, arrasó primero Hiroshima y luego Nagasaki en cuestión de minutos. 

En Argentina no faltaron casos autóctonos: en 1955 las Fuerzas Armadas, en uno de los seis golpes de estado que desplegaron durante el siglo XX, lanzaron un centenar de bombas sobre la Plaza de Mayo de Buenos Aires, dejando un saldo de más de 300 muertos, todos civiles. Pero los aviones que ahora circulan arriba mío mientras recorro el cementerio desmantelado —los que logro fotografiar— no cargan bombas sino glifosato, alimento preferido por la soja transgénica que encubre los terrenos lindantes. Epecuén: el pueblo bombardeado sobre el cual no cayó ni un solo proyectil, cuya destrucción no produjo ni una sola víctima fatal. Sin jamás haber visto una ciudad bombardeada en carne propia, ya sabemos cómo son: como ésta.

Otro caso emblemático —y altamente mediatizado por todo el mundo— es el de Chernóbil: un estallido nuclear sin misil, una explosión sin bomba. Las calles de Epecuén llevaban casi seis meses bajo agua cuando esta central nuclear en las afueras de la ciudad ucraniana de Prípiat, por causa de un simulacro mal ejecutado, se sobrecalentó, se incendió y explotó. El entonces gobierno de la URSS declaró una «zona de exclusión» y realizó una evacuación total de las poblaciones dentro de un radio de 30 kilómetros. Desde entonces, sus avenidas anchas, sus monoblocs modernos, su icónica vuelta al mundo —metáfora perfecta de la inocencia pérdida— permanecen espolvoreados con plutonio y cesio en un estado de descomposición continua. Hoy, igual que Epecuén, Prípiat es una meca turística: en el año 2019, previo al estallido de la pandemia mundial, la ciudad irradiada recibió a 124.000 turistas, la misma cantidad de habitantes que fueron evacuados en 1986. 


Epecuén: el pueblo bombardeado sobre el cual no cayó ni un solo proyectil, cuya destrucción no produjo ni una sola víctima fatal. Sin jamás haber visto una ciudad bombardeada en carne propia, ya sabemos cómo son: como ésta.

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El año pasado Epecuén volvió a estar, brevemente, en los diarios. 

A fines de marzo, la banda musical Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado tocó entre sus ruinas con luces, pantallas y parlantes instalados para la ocasión. El cantante principal, Carlos Alberto «el Indio» Solari —rockero septuagenario que nunca falla en cautivar la atención mediática— aportó su voz e imagen en forma virtual a través de fibra óptica. Si bien la pandemia desatada por el Covid-19 ya llevaba un año, Argentina seguía con sus fronteras cerradas y en sus grandes ciudades regían suspensiones de actividades culturales, distanciamiento obligatorio y un toque de queda nocturno. Por ende, el recital se hizo sin público, salvo unas 16 videocámaras. El espectáculo duró tres horas y los generadores que brindaban el suministro eléctrico ingirieron 3.000 litros de gasoil entre comienzo y fin. Semanas después la grabación se publicó en internet en donde se ve la banda tocando en un trasfondo de decadencia y descuido fiel a la estética rockera. 

Si bien este recital filmado es uno de los usos más conocidos de Epecuén como escenografía musical —hoy supera los 3,7 millones de reproducciones en YouTube— está lejos de ser el primero. Un precursor fue el videoclip de la canción «Día de muertos» de la banda Él Mató a un Policía Motorizado, en el cual un protagonista vestido de campera de cuero estilo Mad Max y armado con una ballesta corre por entre los escombros, esquivando una patota de jorobados que portan palos y hachas, sus rostros tapados con telas o máscaras antigás. Pero hubo muchos más: Abel Pintos, Los Tipitos y Airbag están entre las decenas de músicos que se han filmado cantando desde los pocos techos no caídos en videoclips donde rara vez faltan cueros, telas y vestimenta bélica. En 2018, una serie web se unió a la lista de producciones escenificadas en el pueblo desmoronado; de estilo falso documental, retrata un elenco cinematográfico que viaja a Epecuén para hacer una película distópica. Su título: Apocalipsis Epecuén

En 1984 las lluvias anuales en Epecuén, que venían promediando entre 650 y 700 milímetros, aumentaron hasta 900, y en 1985 hasta casi 1.200. El 9 de noviembre, 200 milímetros de agua en menos de 24 horas fue el tiro de gracia que llevó a la inundación completa del pueblo.

¿Por qué nos seduce tanto este paisaje de declive y decrepitud? ¿Por qué gusta tanto este paisaje ruinoso? El antropólogo Gastón Gordillo hace una distinción teórica entre «ruinas» y «escombros». Los escombros, propone, son montículos, pilas, restos: cualquier pedazo roto de alguna construcción abandonada y deteriorada. Pero las ruinas, en cambio, son una abstracción, una puesta en escena que transforma escombros irreconocibles en pintorescos, grandiosos, míticos. El escombro es residuo pero la ruina es fetichización, romantización, «el intento de conjurar el vacío y el vértigo que generan los escombros». Mientras los escombros marcan una continuidad material entre el pasado y el presente —producto puro de su propia permanencia en el tiempo y espacio— convertirlos en ruinas es una forma de dejarlos en el pasado, de extirparlos del aquí y ahora para demarcar una separación entre un presente lógico y moderno, y un pasado épico y salvaje.

Pero las ruinas de Epecuén, bien arruinadas, no son épicas ni grandiosas. No fueron el asentamiento de ningún pueblo amerindio, conquistado y asesinado despiadadamente un puñado de siglos atrás, cuyo lenguaje ya no se hable, cuyos descendientes ya no estén, cuyos torsos dorados y rostros nobles no son más que un producto de nuestra imaginación. Tampoco son los vestigios de ningún gran imperio cuyo reino milenario haya cubierto grandes territorios, cuyos temidos ejércitos sigan siendo sujeto de leyendas, cuyos textos y obras hayan caracterizado lo que hoy entendemos por «civilización». Epecuén no resguarda historias borradas ni mitos de origen. 

Las ruinas de Epecuén son lo que quedó de un pueblo bonaerense cualquiera —hoteles y confiterías, pizzerías y supermercados— uno más de los 500 que salpican los 30 millones de hectáreas de la inmensa provincia. No son vestigios de ningún pasado lejano o exótico sino —igual que Chernóbil e infinitas otras ruinas contemporáneas que ya son hitos en la agenda turística— un ejemplo manifiesto del deterioro del presente, el preámbulo de un posible porvenir. La fetichización, entonces, no conjura el pasado sino el futuro. Epecuén es, como propuso Pino Solanas hace 30 años atrás, futuro hecho presente, una síntesis estética de la actualidad postapocalíptica. Villa Epecuén es una postal de la ruina muy bien sintonizada con una actualidad marcada por pandemias mundiales incontrolables, cambios climáticos irreversibles, la acumulación de residuos y la proliferación del descarte, un lugar donde la catástrofe se puede ver y tocar y trepar y fotografiar.

De las 32 canciones que constituyeron el repertorio de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado en su recital en Epecuén quedó afuera una que su cantante había lanzado por primera vez en 1988 y que tal vez refleja el pueblo destruido mejor que cualquier otro, «Todo un palo», en cuya estrofa se repite una y otra vez: 

«El futuro llegó hace rato

Todo un palo, ya lo ves».

Ya no hay futuro sincero que no sea de descomposición. 

Y no hay futuro más sincero que Epecuén. 

La moto en la que viajó el autor hasta Epecuén.

***

Termino de arrollar la carpa y guardarla junto con la bolsa de dormir en las alforjas de la moto. La manta de nubes que esfumó el amanecer comienza a resquebrajarse, liberando unos cálidos rayos de sol que, junto con unos aires quietitos, dan indicios de un regreso un poco más ameno que la llegada.

Subo a la moto, prendo el pequeño motor y salgo del camping. Hago una última vuelta por la orilla del lago. Resbalando en el suelo fangoso y derrapando sobre la sal compactada, paso por el cementerio descascarado y paro para admirar la superficie espejada y sosegada del agua, alguna vez fuente de prosperidad, alguna otra, de destrozo. Doy por finalizada mi visita —ya soy uno más de los 25.000 de este año— y me encamino para la ruta. 

En cuestión de metros los esqueletos grisáceos del pueblo muerto desaparecen por completo y estoy nuevamente rodeado por el verdor saturado de la llanura pampeana. Arriba vuelan avionetas cargadas con glifosato. Adelante camiones diésel avanzan en fila india. 

Giro el acelerador para alcanzar una velocidad crucero. A seguir el viaje. A ver qué espera más adelante.

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