Mi madre dice que ella siempre supo que solo tendría hijas mujeres. Vivió de chica en una casa que era helada aun en verano, con pisos de mármol y una cancha de pádel en el jardín. Solo recuerda, de su infancia, cuán frío era el suelo de esa casa. Tuvo una madre depresiva, cuatro hijas. Ella es muy rubia, blanca, de ojos cansados. No habla mucho, nos abraza poco y, cuando lo hace, todo se vuelve extraño. Por ella yo pienso en los hijos que no tengo, en los hijos que tendré. Por ella alguna vez creí que yo era inmensa. Lee mucho y me enseñó que leer siempre me haría más feliz. Es una mujer distante y tímida. Tiene muy pocas amigas. Se cansa fácil. Duerme mal. Yo veo en su mirada una tristeza de la que jamás hablamos y que no sé de dónde viene. Algunas veces la confundo y creo que esa tristeza es mía. Otras veces creo que estoy destinada a salvarla. De algo, no sé de qué. Los demás no piensan en ella como una mujer débil, pero yo la veo como alguien que puede romperse en cualquier momento. Tiene un nerviosismo crónico y cualquier imprevisto, como un corte de luz o llegar tarde a un turno médico, la altera como si se hubiera muerto alguien. A veces necesita mi aval para hacer y decir cosas, como si pidiera permiso. Cada vez que se viste para ir a un sitio importante busca mi aprobación. Cada vez que tiene un problema me llama. Una vez me dijo que soy la única persona en el mundo que la comprende. Que ella no tiene a nadie más.
Mi padre es como un niño en el cuerpo de un hombre. Llora antes de ir al dentista, se ofende si no lo esperamos para cenar, se enoja con los amigos si no le responden mensajes o no le atienden el teléfono, se ofusca y grita cuando el celular, el auto o el lavavajillas no funcionan. Si ve un paisaje que le gusta, algo que lo hace feliz por un instante, grita como desesperado al cielo y a la nada: “¡Gracias, Dios!” Dice que no cree en Dios, sino en un ser superior porque solo alguien extraordinario pudo haber sido capaz de crear tanta belleza y perfección. Es hijo de un hombre tacaño y de una mujer más tacaña aún. Cuando tiene que disfrazarse, siempre se disfraza de lo mismo: de jeque árabe. No tiene vergüenza y le revienta que nosotras tengamos vergüenza, que nos importe tanto lo que piensan los demás. Mi padre quizás tiene o tuvo una amante y yo no lo sé, y quizás nunca lo sepa. Si yo supiera que tiene o tuvo una amante a lo mejor me costaría respirar. Si mi padre no fuera mi padre tal vez me parecería un hombre detestable.
No habla mucho, nos abraza poco y, cuando lo hace, todo se vuelve extraño. Por ella (mi madre) yo pienso en los hijos que no tengo, en los hijos que tendré. Por ella alguna vez creí que yo era inmensa. Lee mucho y me enseñó que leer siempre me haría más feliz.
Mi familia está demasiado cerca. Yo solo veo detalles, primeros planos, casi todo ampliado. Veo retazos. Si me fuera más lejos, si no fuera hija, podría ver lo que otros ven. Podría ver el otro lado de las cosas. Los vería ser lo que fueron. Vería a mis padres antes de mí, antes de nosotras. Los vería cometer errores, tomar los caminos que los cruzaron en enero de 1983 en esa playa de Mar del Plata. Los vería besarse por primera vez con tan solo 20 años. Vería a mi padre joven recibiéndose de ingeniero industrial, consiguiendo su primer trabajo en la automotriz Sevel. A mi madre rogándole a mi abuelo que la deje estudiar bioquímica. A mi abuelo obligándola a estudiar para ser contadora. Vería a mis padres con todos sus sueños en las manos, justo antes de soltarlos. Los vería casándose, a punto de formar una familia solo porque así se hacían las cosas, porque así lo habían hecho sus padres y sus abuelos. Si los viera ser lo que fueron les advertiría que entonces llegamos nosotras, como un vendaval. Sus cuatro hijas mujeres. Les diría que, estén listos o no, ya somos su futuro.
Mis padres, antes de nosotras.
***
Nací un día de fines de agosto del año 1992 y fui la primera hija de mis padres. Soy sol en virgo, luna en virgo, ascendente en piscis. Lo sé bien y creo en eso con fervor. Mi madre es contadora y, además, astróloga desde que tenía 30 años. Cuando yo era chica ella se apuró a decirme que una carta natal jamás predice el futuro, que solo se trata de una foto del cielo el día que uno nace. Que la astrología es un método de autoconocimiento esclarecedor. Me dijo que los astros en nuestra carta son el balance de las energías que nos influencian; que, al igual que la luna mueve las mareas, los planetas avanzan sobre nuestra personalidad. Y que, en ese ir y venir de energías, es bajo nuestra voluntad que pasan y se hacen las cosas.
Mis padres se casaron por la Iglesia y fueron católicos hasta que cumplí 10. Tomé la comunión y al año siguiente, casi de un día para el otro, me sacaron del colegio religioso al que iba y me anotaron en un colegio laico e inglés. Lloré mucho. Yo les había hecho prometer años antes que jamás iban a cambiarme de colegio, pero para entonces ellos ya habían empezado lo que quizás fue un viaje místico. En 1997, habían conocido a Roberto Pérez, excura, pensador y filósofo que recién empezaba su carrera como maestro espiritual. Junto con él y otros matrimonios amigos tenían reuniones semanales para charlar acerca del sentido de la vida, la reencarnación y el calendario maya. Con Roberto y otras parejas viajaron por entonces a las ruinas de Machu Picchu en Perú, donde durmieron en la montaña e hicieron ceremonias frente al fuego, mientras los locales les contaban historias de los incas, los habitantes ancestrales de ese lugar sagrado.
Desde aquel viaje, mi madre nos repite que según el calendario maya sus cuatro hijas somos almas muy antiguas, y ellos dos son almas jóvenes, y que ambos vinieron a esta vida a aprender de nosotras. Cada vez que lo decía, mis hermanas y yo la mirábamos con orgullo, como si ser almas viejas nos hubiera dado el don de la sabiduría, una fuerza que aún no sabíamos que teníamos, pero que un día íbamos a descubrir.
Yo veo en su mirada una tristeza de la que jamás hablamos y que no sé de dónde viene. Algunas veces la confundo y creo que esa tristeza es mía. Otras veces creo que estoy destinada a salvarla.
Crecí en un country (barrio cerrado con casas de familias adineradas), en una casa grande de ladrillos a la vista y un jardín verde y extenso, libre de rejas. Un country repleto de árboles milenarios, de eucaliptus, sauces y jacarandas, que dentro de sus límites aún conserva un castillo de estilo francés de fines de 1800, que perteneció al general Ángel Pacheco, un hombre que formó parte de la Campaña del Desierto. Anduve mucho en bicicleta, construí casas en los árboles, junté luciérnagas en frascos de vidrio, acampé en el jardín en verano y remonté barriletes cuando hubo viento, vendí pulseras y limonada y caracoles a los vecinos. Fui a la casa de mis amigos siempre caminando.
Ahora pienso que mi infancia transcurrió envuelta en una luz rosada y frágil. Era tan libre como podía serlo, y me sentía invencible. Veía a los adultos ensimismados, cuando se iban a trabajar, y pensaba en lo afortunada que era al seguir siendo chica. Y me daban ganas de no olvidarme más, de aprovechar cada segundo de mi infancia porque pronto se acabaría. Tenía una nostalgia adelantada de todo lo que iba a perder.
El castillo del Talar de Pacheco.
La primera vez que me tomé un subte tenía 15 años. Era sábado y la estación estaba desierta. Con mi tía Laura agarrándome fuerte de la mano, fuimos y vinimos varias estaciones, solo por placer, para que yo supiera cómo era viajar ahí, en eso.
La primera vez que tomé un colectivo tenía 17. Con una amiga del colegio nos tomamos el 60 en Pacheco, y en casi dos horas llegamos a Palermo para comprar ropa barata y canchera en Plaza Serrano. Lo hicimos varias veces. Aunque la ropa me interesaba, lo que más me gustaba era viajar en colectivo. Me parecía romántico, una especie de hazaña poderosa.
No recuerdo el momento exacto en que aprendí a leer. Sé que leo el diario desde los 10 años. Me despertaba al alba para ir al colegio y me reservaba media hora para leer la sección de policiales. Seguí paso a paso la masacre de Carmen de Patagones, el caso de María Marta García Belsunce, el caso Conzi, el de Marita Verón, el de Nora Dalmasso. En aquel momento, el diario La Nación dedicaba páginas enteras a elucubrar quiénes y cómo habían cometido esos asesinatos macabros. Yo quería engullirlo todo, me daba intriga y placer. Leer el diario nunca me hizo tan feliz como en esos años. También leía libros; dediqué muchos veranos a leer sin control casi cualquier cosa. Leí todas las novelas de Isabel Allende, leí a Gabriel García Márquez, a Carlos Ruiz Zafón, a Clarice Lispector, a Katherine Mansfield, a Ana Frank y todos los libros que hablaran sobre Ana Frank, la saga entera de Harry Potter. Leí todo acerca de Lady Di, y me obsesioné con ella y con su muerte prematura y misteriosa, y con su mirada como un cristal, siempre a punto de romper en llanto.
Alrededor de los 11 años supe que quería escribir. Para siempre. Que eso es lo que haría. Mi mamá me anotó en un taller de escritura cuando cumplí 12 y después de la primera clase la profesora me invitó a irme. Le dijo a mi mamá que tenía que ir a un taller para adultos, que yo escribía y me expresaba como si fuera grande. Era extraño. Yo no era superdotada, en el colegio era una alumna promedio. Simplemente sabía escribir bien y tenía un vocabulario extenso, conocía palabras complejas sin saber bien dónde las había aprendido, e hilaba oraciones de manera fácil y natural. Recién cuando cumplí 18 mi mamá me dejó ir a un taller de adultos. Era a la hora de la siesta en la casa de Victoria, una vecina del barrio que era escritora. Ella nos ofrecía té y masitas, y nos hacía escribir en el momento a través de distintos ejercicios. Mis compañeras eran señoras mayores, o de la edad de mi mamá, y salíamos todas juntas, guiadas por Victoria, a caminar por el country, a observar la naturaleza para inspirarnos. Cuando yo leía lo que había escrito, las mujeres del taller me miraban embelesadas. Una me dijo que no entendía de dónde salían las cosas tristes y terribles que escribía. Ese año también fui sola a la Feria del Libro por primera vez. Creo que yo no sabía ni que existía. Plaza Italia sonaba inalcanzable desde mi country. Victoria me alentó y me dijo que era un sitio que debía conocer, así que un día de abril recorrí todos los estands de la Feria como poseída, compré diez libros, y después me tomé el colectivo para volver a mi casa.
Mi padre es como un niño en el cuerpo de un hombre. Llora antes de ir al dentista, se ofende si no lo esperamos para cenar, se enoja con los amigos si no le responden mensajes o no le atienden el teléfono, se ofusca y grita cuando el celular, el auto o el lavavajillas no funcionan.
A los 12 había empezado a escribir una novela que nunca tuvo título. Sus protagonistas, Macarena y Limbo, eran dos fenómenos, chicos raros y distintos, que vivían en un orfanato donde les pasaban cosas extraordinarias, iban a la biblioteca y, con un poder que habían obtenido de manera inexplicable, podían elegir entrar en el universo del libro que quisieran. Su vida real era penosa y gris, y la ficción que elegían al azar siempre resultaba más brillante.
Desde que empecé a leer, algo se transformó. No sé si para bien. Comencé a sentirme como una niña anciana. Todos me decían que era distinta a los chicos de mi edad. Prefería estar con adultos, escuchar sus conversaciones. Quería leer mucho, estudiar para siempre, quedarme quieta en mi casa. Era una niña bucólica, nostálgica, ansiando el pasado, siempre creyendo que había nacido en la época incorrecta, que pertenecía a un tiempo donde las mujeres andaban en carruajes y se escondían para escribir. Escribía y fantaseaba con que vivía en el tiempo de esas mujeres. Me declaré feminista durante un almuerzo a los 11 años y mi familia me miró espantada, mi mamá me preguntó de dónde había sacado esas ideas y mi papá me mandó a callar. La verdad es que no sabía lo que significaba ser feminista, pero había leído a Simone de Beauvoir en lo de una tía, a escondidas.
Pienso demasiado las cosas, muchas veces. Mi mamá me explicó que eso es por tanto virgo en mi carta astral. Soy virginiana de pura cepa, aplicada, curiosa, responsable, obsesiva. Tengo ascendente en piscis, y eso me da un respiro, porque me hace ser perceptiva, intuitiva y sensible. Creo que si nunca consumí drogas o alcohol, es porque ella me dijo que los piscianos suelen ser propensos a las adicciones o a obsesionarse. Quizás si tomara alcohol o drogas lo haría de manera normal, sin desbarrancar, pero prefiero cuidarme. Sospecho de la crueldad de las cosas que me hacen débil, como si pudiera desvanecerme en ellas.
Pero tal vez mi madre no fue tan contundente o lo dijo todo de manera suave. Quizás me dijo cientos de cosas más acerca de mí, y yo solo retuve lo que quise.
***
Mis hermanas Camila y Sol, y yo.
Mis hermanas se llaman Sol, Camila y Trinidad. La gente dice que somos iguales. Caminamos y nos reímos igual, hacemos los mismos gestos extraños con las manos, tenemos el mismo tono de voz. Dos de nosotras somos rubias, las otras tienen el pelo castaño claro. Todas llevamos de segundo nombre María, que es el nombre de mi madre. En ocasiones creo, con temor, que es una especie de augurio, una profecía de cuán cerca estuvimos de ella desde el principio, sin darnos cuenta.
Desde que tengo memoria, mis padres viajan de vacaciones varias semanas al año a países lejanos. A Turquía o a Jordania, a España o a Londres. Los viajes son programados e intermitentes. Ellos quizás viajan un mes, vuelven dos semanas y después vuelven a irse. Mi hermana Camila dice que es como si estuvieran escapando de algo. Hasta que cumplí 18 años nos quedábamos en mi casa al cuidado de Mary, nuestra niñera. Mi madre siempre se quejó de que ocuparse de nosotras era un trabajo agotador. Ella decía que le sacábamos canas verdes y yo creí durante mucho tiempo que lo que quería decir era que por culpa nuestra envejecía. Su frase de cabecera siempre fue: “¡Basssta de pedirme cosas!” Lo decía así, alargando la s, como si eso le diera más contundencia al asunto. Ella no hablaba de cosas materiales, ella quería decirnos: Basta de reclamar mi atención.
La fragilidad que yo veo en mi mamá es algo con lo que crecí. Recuerdo quizás el día exacto en el que supe que protegería a mi madre por siempre. Yo tenía nueve años y viajamos a Europa con mi familia. Partimos desde un invierno helado y llegamos a Madrid, que ardía del calor y la humedad. Apenas pisamos tierra firme, mi madre sintió náuseas, su piel se volvió amarilla y caminaba tambaleándose. La acompañé al baño del aeropuerto, sola, y la vi apoyarse contra la pared de mármol frente a los lavatorios, bajar lentamente hasta quedar de cuclillas en el piso y tomarse la cabeza entre las manos. Me arrodillé junto a ella y quise sentir lo mismo, ser su cuerpo. Empecé a sentirme mal, a tener náuseas. Le hablaba y no respondía. Los ruidos del agua, de los secadores de manos y de las descargas de los inodoros se volvían cada vez más ensordecedores, como si estuvieran quitándonos el poco aire que nos quedaba. Las otras mujeres salían y entraban sin mirarnos, y nosotras parecíamos invisibles. Mi madre estaba desmayándose en ese baño de aeropuerto y nadie decía nada. Yo creí que se iba a morir en mis brazos y que ese era el fin de todo. Salí corriendo a buscar ayuda. El recuerdo se vuelve borroso después de ese momento. Sé que mi padre consiguió un médico y que cuando mi mamá se puso mejor yo también me sentí bien. Fue tan inmenso el alivio de verla revivir, que supe que no me iba a olvidar más de ese día. Aquella vez tuve la clara sensación de que así debía ser la vida de ahí en más: desde ese momento estoy cerca para cuidarla.
Me declaré feminista durante un almuerzo a los 11 años y mi familia me miró espantada, mi mamá me preguntó de dónde había sacado esas ideas y mi papá me mandó a callar.
Yo solo quería que mi madre estuviera bien. Ella, cada vez que se iba de viaje, me pedía que cuidara a mis hermanas. Un día, en primer año de la secundaria, el director del colegio me citó en su oficina. Me miró a los ojos y me dijo que yo tenía que dejar de hacerme cargo de ellas. Me sorprendí. Cuidarlas era algo que yo hacía con soltura y orgullo, y no entendía cómo eso podía estar mal. Yo iba detrás de mis hermanas durante el almuerzo para que se terminaran la comida. Buscaba los suéteres o camperas que se habían olvidado en Cosas perdidas. Iba a las reuniones de padres si mis padres viajaban, hablaba con sus profesoras si ellas no habían podido hacer la tarea y firmaba sus boletines. Yo tenía 11, 13 o 15 años y hacía eso de manera resuelta.
Mi padre trabajaba mucho y estaba poco en mi casa. Yo notaba que mi mamá se esforzaba por cumplir y ser una buena madre. Nosotras éramos su tarea más pesada y abrumadora. Cuando no estaba de viaje, nos llevaba y nos traía del colegio, o se pasaba horas diseñando en su computadora hermosas etiquetas con nuestros nombres que pegaba en los útiles escolares. Un año, cansada de que yo los perdiera, hizo etiquetas para mis lápices que decían: “Yo soy de Lucía Villanueva”. En febrero casi no la veíamos. Se encerraba el mes entero en su escritorio armando nuestras cajas de útiles y libros escolares. Hacía eso con oculta dedicación y algo de fastidio. Mientras lo hacía, resoplaba con desgano, y yo imaginaba que maldecía haber tenido tantas hijas y encontrarse ahogada en ese mar de responsabilidades. A veces, quizás con culpa por sus largos viajes, intentaba hacer cosas para compensarnos y sentirse mejor. Entonces con mucho esmero nos festejaba cumpleaños con fiestas increíbles o nos llevaba a comprarnos ropa. Nos abrazaba poco, pero nos daba todo lo que le pedíamos, y en el shopping nos decía: “No se preocupen por la plata. Tenemos plata, pueden gastar lo que quieran”. Yo asentía. Si para ella el dinero era una solución a sus preocupaciones, también lo era para mí. La mayoría de las veces íbamos de compras ella y yo solas, el día entero. Hacíamos esas salidas en secreto, sin que mis hermanas o mi papá supieran. Ella decía que, si nos preguntaban dónde habíamos ido, teníamos que hacernos las tontas. Me decía: “Si preguntan tus hermanas o tu papá, vos hacete la tonta”. Creo que sentía que conmigo todo era más fácil y que mis hermanas, como eran más chicas, nos iban a demorar. A mi papá no le decíamos porque él odiaba que gastáramos plata en el shopping. En esas salidas nos probábamos ropa, y ella me pedía que la ayudara a elegir conjuntos, camisas, vestidos y zapatos. Insistía en que si yo encontraba alguna prenda perfecta para ella le avisara, así podía probársela. Confiaba en mi criterio con una fe ciega. A cambio, me dejaba comprarme todo lo que quisiera. Volvíamos al auto cargadas de bolsas. Apenas llegábamos a mi casa y abríamos el baúl, a mí me empezaba a doler la panza de la culpa porque me daba cuenta de que habíamos derrochado demasiado dinero. Sentía un vacío hondo y estaba segura de que comprar tanto no iba a conducirnos a ningún lado bueno. Ni esas salidas, ni la ropa con etiquetas y olor a nuevo me hacían sentir mejor. A veces, días más tarde, miraba la fila de bolsas en mi cuarto y me preguntaba por qué me había tocado nacer ahí, en esa casa y con esos padres. Cinco o seis veces por año mi mamá organizaba viajes, reservaba hoteles y pasajes de avión. Se iba y nos llamaba desde lugares lejanos a horas insólitas. Yo esperaba despierta su llamado solo para saber qué hora era en ese lugar en el que ella estaba. Me aliviaba imaginarla ahí en la noche o a plena luz del día.
Y, en algún momento, decidí que sería por siempre el sostén de esa casa. Todo encima de mí, el tiempo y los muebles y las habitaciones. Ahí vengo yo, estoy a punto de conquistarlo todo.
Cuando mis padres se iban de vacaciones, mis hermanas los extrañaban mucho. Tenían ataques de llanto a cualquier hora del día y se arrastraban por el piso gritándole a la niñera que no entendían la tarea de matemática y que como mis padres no estaban para ayudarlas iban a repetir el año. Cuando ese escándalo me hastiaba, me encerraba en mi habitación hasta que se les pasara. Otras veces me sentaba horas junto a ellas y hacíamos juntas la tarea. Nunca sabía si eso era suficiente. Me obligaba a creer que teníamos suerte: nuestros padres eran los mejores y que viajaran tanto era normal. Mi madre había tenido una infancia parecida, que contaba orgullosa. Cuando cumplió 12 años la dejaron a cargo de su casa, de la empleada que les cocinaba y de sus hermanos más chicos durante seis meses, mientras mis abuelos viajaban y daban la vuelta al mundo. Yo crecí escuchando esa historia sobre la proeza de mi madre. Ahora me tocaba hacer la mía. A mis hermanas les decía que había que ser fuertes, que no se preocuparan por nada, que todo iba a estar bien. No extrañaba a mis padres. La tristeza, si aparecía, era algo que guardaba con recelo o la usaba para escribir.
Hacer de madre sustituta de mis hermanas no solo me dio un lugar privilegiado en mi familia. También me dio mucho poder. Un poder que llegó como algo inmaculado, algo que no pedí, pero que obtuve porque pareció ser lo más cómodo para todos.
Soy como un gurú intrafamiliar. Piensan que tengo un conocimiento vasto y general sobre casi todo. Eso me hace sentir una impostora.
Mis padres buscan desde siempre mi aprobación para cada cosa que hacen. Si hay que comprar algo o no, si quedarse o irse, si hacer o no hacer. Soy como un gurú intrafamiliar. Piensan que tengo un conocimiento vasto y general sobre casi todo. Eso me hace sentir una impostora. Mis hermanas miran inmutables mientras mis padres ruegan mi consejo o mi aprobación. Eso me da bastante vergüenza. A veces ellas me piden favores, que los convenza de algo porque a mí me escuchan más. Sol quiere hacer un curso de bordado online, y ahí voy yo a decirle a mi papá que es una buena decisión, que se lo pague. Trinidad quiere salir con sus amigos hasta más tarde y ahí voy yo para explicarles que puede cuidarse sola, que va a estar bien. Mi padre quiere traer a un pintor español para que pinte un mural en el hall de su edificio de oficinas, y mi mamá me pide que hable con él y ahí voy yo para explicarle que es una decisión extravagante, que es un delirio gastar tanto dinero en un pasaje de avión y estadía de un artista español hippie.
Soy el nexo, el equilibrio, el punto justo. Ese poder que obtuve casi por azar me dio una voz tan respetada como autoritaria.
Y, en algún momento, decidí que sería por siempre el sostén de esa casa. Todo encima de mí, el tiempo y los muebles y las habitaciones. Ahí vengo yo, estoy a punto de conquistarlo todo.
Un verano, en la playa.
***
Ahora hace casi tres años que me fui de la casa de mi infancia. Vivo en un departamento, en la ciudad de Buenos Aires, y cuando pienso en mi familia, se me ocurre una frase: toda esa gente que ya no conozco.
Los veo seguido, en las sesiones de terapia familiar que empezamos hace algunas semanas, y siempre pienso lo mismo: ya no sé quiénes son esas personas que pasaron tanto tiempo al lado mío. A veces estoy ahí sentada, oyendo sus voces, pero es como si no estuviera. Ellos discuten de manera acalorada y yo solo puedo ver cómo todas las cosas nuestras se caen.
Lo de la terapia familiar fue una iniciativa mía, algo que hablamos con mi psicóloga. Lo sugerí y todos aceptaron. Mis hermanas Camila y Sol, que ya tienen 25 y 26, llevan casi tres años de peleas constantes con mis padres. Les reclaman que viajen tanto, que estén ausentes tantas semanas al año, que siempre me defiendan. Les reprochan que yo sea la hija favorita. Mis padres dicen que vamos a terapia familiar porque mis dos hermanas están celosas de mí. Yo creo que vamos por otra cosa, pero nunca les digo nada. Antes pensaba que nuestra familia era normal, pero todo lo que me parecía natural dejó de serlo hace un tiempo.
En la terapia digo algunas cosas. Otras me las callo. El terapeuta me pregunta cómo me siento y yo le respondo que estoy cansada. Él dice que claro, que se me ve en los ojos. Mi madre a veces llora, y yo solo la miro en silencio. Siento muchas ganas de abrazarla, pero no hago nada, y sé que eso es como dejarla ir. Estoy dejando ir a mi madre y creo que con ella se va casi todo lo que fui.